Al leer Liliana, de Henryk Sienkiewicz, se tiene sin duda la sensación de revivir imágenes procedentes de films clásicos americanos, y brota a su vez el eterno recuerdo de innumerables películas que narran la epopeya de los emigrantes hacia el Oeste y nos traen el aleteo de infinitas llanuras, de bosques inmensos, de ríos profundos y montañas infranqueables. La novela –publicada por Ediciones Irreverentes, junto con El torrero, en 2005- se presenta como una historia oral contada por un viejo capitán –a la sazón protagonista de la narración, y polaco- al calor de las llamas, como un anciano fabulador. Una caravana de emigrantes se dirige hacia la dorada California en 1849. A Ralf, el narrador, se le antoja una caravana bíblica que marcha a la tierra de promisión y cuyo patriarca es él mismo. El grupo conforma “…un mundo diminuto separado del resto de la sociedad, encerrado en sí mismo, entregado a una suerte común, amenazado por los mismos peligros”. Sienkiewicz nos describe el trayecto de la caravana jalonado por una serie de ritos y lugares comunes en la mitología de la expansión y colonización del Oeste: la fiesta con baile, que se cierra con una oración, un rezo, entonando el salmo “errando por el desierto”; la presencia de los indios; el difícil paso por el río Missouri, una operación que dura ocho días; la alegría y la felicidad divina que supone el contacto con la naturaleza misma; el matrimonio sagrado de Liliana y Ralf, santificado por la tradición de los desiertos, las estepas y los bosques; la ceremonia nómada, usual entre la gente que pasa la mayor parte de su vida en los carros, según la cual la novia debe recorrer todos los carros negando que sea su casa hasta llegar al carro del esposo; el solemne misterio que entraña la visión de las Montañas Rocosas; la presencia de hombres de las praderas convertidos ya en mitos, sobre los que se escriben libros; y la leyenda sobre las riquezas y el clima de California. Todo el relato está impregnado de un realismo descarnado, mostrando el dolor y las desgracias que sufre la caravana a lo largo de su recorrido. Pero el realismo resulta sublimado por una mezcla de misterio que envuelve las descripciones de la naturaleza y el amor entre Liliana y Ralf, dos aspectos que van íntimamente entrelazados. El relato se cierra con la búsqueda de una tumba, pues tras la muerte de Liliana, el protagonista ha vuelto inútilmente todos los años a Nevada esperando encontrar rastros de la fosa donde yace su amada. Con ello pretende dar sentido a su vida. “…Huérfano de su cariño [el de Liliana]”, proclama Ralf, “me encuentro mal en este mundo. Vive el hombre y sigue su camino entre los hombres, y acaso también sonríe, pero el viejo corazón solitario llora, ama y recuerda”.
En El torrero, Sienkiewicz se hace eco de la historia de un anciano que vigila un faro, llevando una vida monacal, solitaria, casi como un prisionero en el islote donde se encuentra la torre. Skawinski es un emigrante polaco que ha viajado por medio mundo, con numerosas andanzas y aventuras, con un destino trágico que le imposibilita quedarse en ningún sitio y que pretende encontrar en el faro “un solitario rincón donde descansar y esperar tranquilamente la muerte”. El aislamiento del mundo exterior conduce a Skawinski a una especie de misticismo. La lectura de unos libros en polaco hace rememorar al torrero su lejano país, la amada patria y su lengua. Es, entonces, cuando su mente se llena de recuerdos. Un sueño conduce a Skawinski directamente a su aldea natal. Despedido de su trabajo, emprende viaje a Nueva York en un vapor, volviendo a su vida peregrina, pero el pobre anciano “ya no iba recto, sino muy encorvado, y sólo sus ojos conservaban un brillo especial”. Su tiempo se acaba. Entre sus brazos sostiene un libro en polaco.