domingo, 31 de diciembre de 2017
Antes y después de Sócrates
En 1932 se
publica Antes y después de Sócrates
en Cambridge, una compilación de ensayos de Francis M. Cornford que son el
resultado de una serie de conferencias cuyo tema principal era la contribución
de la Grecia
antigua al mundo moderno. (La edición española, Ariel, 1981, incluye dos
capítulos escritos por Cornford para la Cambridge Ancient History). Al leer por primera vez el libro en la primavera de 1994
no me había percatado de que Cornford señalaba ya en el prefacio que el
objetivo hacia el que apuntaba el curso de filosofía griega que se proponía
impartir era la “conversión filosófica” experimentada por Sócrates “desde el
estudio de la Naturaleza
al estudio de la vida humana”, o dicho de otro modo, “mostrar por qué la primitiva
ciencia jonia no llegó a satisfacer a Sócrates”. Siguiendo esta línea se podía
entrever cómo Platón y Aristóteles habían tratado de “llevar a la
interpretación del cosmos las consecuencias del descubrimiento socrático”.
Planteada así la cuestión desde el prefacio del libro, la primera
dificultad estriba, como se sabe, en que Sócrates es “una figura problemática
por haberlo sido ya incluso para sus seguidores”, de tal modo que nos
encontramos con variados “discursos socráticos”, visiones diferentes del
maestro en las que se compaginan anacronismos y opiniones de los propios
autores que emplean a Sócrates como vocero, configurando un tipo de discurso
que ya en su momento Aristóteles definió como literatura de ficción. Más allá
de la controversia en torno a dónde comienza Platón y dónde acaba Sócrates,
Cornford trata de establecer la transmisión que vincula a Platón con su
maestro, porque parece claro que en sus primeros diálogos Platón intenta
ahondar en la esencia del pensamiento de su maestro posiblemente porque
pretende esclarecer sus propias ideas. Podemos pensar, siguiendo a Cornford, que es en la Apología de Platón donde nos acercamos con mayor
precisión y fidelidad al Sócrates histórico, pero llegados a este punto hay una
cuestión que conviene matizar. La acusación contra Sócrates muestra una verdad
mucho más profunda. Al afirmar que Sócrates estaba corrompiendo a la juventud
lo que se venía a decir, y esto sí que se puede considerar completamente cierto
según Cornford, es que el filósofo estaba socavando la moral tradicional basada
en el apremio social, una “ética de obediencia y de conformidad a la costumbre” que mantenía unida a la comunidad y que Sócrates pretendía superar con
una moral de aspiración a la perfección espiritual. El germen central del
platonismo se encuentra precisamente en esta moral socrática, en esta
aspiración. Ahora bien, siguiendo la hermosa metáfora empleada por Cornford, es
necesario tener en cuenta que “en las manos de Platón este germen origina un
árbol cuyas ramas cubren los cielos”, con lo que el platonismo se abre
a una región de la naturaleza que el maestro había desestimado. La idea de
Cornford es que esta nueva proyección del pensamiento platónico viene
determinada por la influencia de las comunidades pitagóricas, hasta el punto de
que llega a afirmar que “el platonismo propiamente dicho data, de hecho, de la
confluencia de ambas corrientes de inspiración, la socrática y la pitagórica”. En la tradición pitagórica, Cornford encuentra paralelismos con el
orfismo, determinadas búsquedas que se traducen en ciertas conexiones entre el
orden visible en el universo, lo que se denomina precisamente cosmos, y una
armonía en el alma individual, o lo que es lo mismo, una relación entre macrocosmos
y microcosmos.
Sabido es que el pensamiento griego oscila entre dos tendencias: el
estudio del cosmos, de la naturaleza, que partiendo de los físicos en la
tradición jónica desemboca en Demócrito, y la denominada tradición itálica, que
más vinculada al microcosmos humano presenta cierta relación con el
pitagorismo, el orfismo y las religiones mistéricas. Al plantear su visión del
problema, Cornford tiene claro que ambas tradiciones “son continuas con
aquellas formas anteriores del pensamiento heleno a las que asignamos el
calificativo de míticas”. Esta continuidad implica que filosofía y
mitología no son excluyentes. Por eso el interés que muestra Cornford en trazar
esas líneas de continuidad desde los orígenes del pensamiento especulativo. Así
pues, cuando acomete la posible influencia oriental en la filosofía griega
defiende la idea de que, a pesar de que los griegos tomaron de Oriente ciertas
nociones de astronomía y matemáticas, algunos métodos y esbozos de concepciones
filosóficas, la especulación clerical de los orientales nada tiene que ver con
el espíritu libre de la filosofía griega y “nada hay que traicione una clara
solución de continuidad en el pensamiento griego acerca del mundo”.
martes, 28 de noviembre de 2017
Cartas a un amigo alemán
Entre 1943 y 1944, acuciado
por las circunstancias y casi de forma coyuntural, Albert Camus escribe cuatro
cartas dirigidas a un hipotético amigo alemán, cartas de propaganda que nacen
al amparo de la resistencia francesa y que están llenas de contrastes. Frente a
la grandeza y el heroísmo que parecen defender como suyos los alemanes, Camus valora
el humanismo del pueblo francés, que tras la derrota ha tenido el suficiente
coraje para volver a levantarse. Frente a la verdad que defienden los nazis se
presenta la verdad del pueblo francés, una idea por la que se lucha en medio de
la guerra y que contribuye a reforzar la fortaleza de la resistencia. La
derrota es el punto de partida. Camus insiste en el largo rodeo que se ha
tenido que dar para aceptar la derrota, la cólera digerida tras los continuos
asesinatos de miembros de la resistencia, pero de esa derrota se pretende
extraer la victoria.
Obsesionado con la búsqueda de certezas, con la verdad y la inteligencia,
Camus se abre en la tercera carta a la idea de Europa en oposición a la
propuesta alemana. Camus habla de Europa como “la más asombrosa aventura del
espíritu humano” e insiste en la idea de unidad, conforme al paisaje y
al espíritu. Y es conmovedor observar cómo Camus otorga un papel primordial a
la tierra en esta idea de Europa. Abundando en esta visión fundada en el
espíritu, la cuarta carta apunta ya directamente al humanismo de Camus, fundamentado
en el principio de justicia, en una idea del hombre ajena a cualquier principio
religioso, un humanismo fiel a la tierra, libre de cualquier posible sentido trascendente.
Cartas a un amigo alemán (Barcelona, Tusquets, 1995) es un documento de lucha contra la violencia, una exploración de la justicia y de la piedad en medio del horror, es un
libro de propaganda que se sostiene sobre la fe en la victoria, una certeza
que, tal como Camus apunta, “tiene la obstinación de las primaveras”.
martes, 31 de octubre de 2017
El velo pintado
En 1925, W.
Somerset Maugham publica El velo pintado,
una novela que goza enseguida de enorme popularidad, como casi todas las obras
del escritor británico, y rápidamente es adaptada al cine. El velo pintado refleja con precisión los ambientes exóticos en los
que se movió el escritor en los años veinte, su interés por la cultura de
Oriente, pero también su obsesión por el viaje como elemento de formación, o
dicho de otro modo, por el carácter iniciático de los
viajes con su influencia en la trayectoria espiritual de los seres humanos. El
punto de partida de la historia en El
velo pintado es la infidelidad de una mujer, porque lo que realmente
importa aquí es mostrar cómo la educación burguesa condiciona por entero –sobre
todo a una mujer- la mentalidad y la actitud ante la vida. Con su particular
sentido de la ironía y con no pocas dosis de cinismo, Somerset Maugham se
interesa por describir las funestas consecuencias que puede tener una educación
enfocada exclusivamente a la búsqueda de un buen matrimonio. Una joven inglesa,
de familia aburguesada, Kitty Garstin, cuya educación en el Londres de la época
elude cualquier dosis de sensibilidad e inteligencia, parece abocada a cometer
imprudencias, más aún cuando se la saca del entorno familiar. La estancia en
Hong-Kong hace estallar su matrimonio con el humanista y bondadoso Walter Fane,
un doctor y bacteriólogo que al menos en ciertos aspectos puede recordar la
figura del propio escritor. Somerset Maugham decide iniciar la novela mostrando
la infidelidad de Kitty. Con un arranque narrativo tan fuerte el lector se
siente atrapado desde el primer momento en la red de sentimientos que oscilan
en el corazón de la protagonista. Más allá de las motivaciones de los diversos personajes,
la novela se centra en la evolución espiritual de Kitty Garstin, mostrando hasta
qué punto el viaje al interior de una China asolada por la peste puede transformar
la mente y el espíritu de la joven. Para delimitar los vaivenes espirituales de
la joven, Somerset Maugham se sirve de todos los elementos que rodean a la
protagonista en un ambiente hostil, en una situación límite en donde la muerte
parece que aletea por todos los rincones. El paisaje que parece envolverlo
todo, el río cercano a la casa del doctor y a la ciudad, el convento donde las
monjas ofrecen su vida de forma desinteresada y las historias que se cuentan
sobre la bondad del marido de Kitty forjan en torno a la protagonista una
tupida red que contribuye a perfilar el camino de purificación espiritual en el
que parece embarcada la heroína. El final de ese camino viene determinado por
la muerte de su marido, el doctor Walter Fane. El viaje toca a su fin. El
regreso a Inglaterra, después de pasar por una nueva humillación en
Hong-Kong, sirve a Somerset Maugham para mostrar las dificultades que entraña
la regeneración, precisamente porque las carencias de la educación de las
mujeres, la represión de los sentimientos, actúan como contrapeso cuando lo que
realmente se anhela es la libertad, cuando lo que se necesita es compasión y
cuando lo que se busca es un poco de dignidad.
jueves, 28 de septiembre de 2017
En este momento
Ediciones Cuatro
ha publicado una selección de textos de Marcel Proust, En este momento (Madrid, 2005), una recopilación de ensayos nunca
editados en vida por el autor y que proceden de la edición francesa de Essais et articles en La Pléiade. En estos ensayos se
pone en evidencia la búsqueda incesante de algo inasible, la necesidad que
experimentaba Proust de encontrar el momento de embriaguez, ese encantamiento
que le permite captar la belleza, ese momento de comunión con el alma
universal, que es el único que proporciona verdadera felicidad al escritor. El
arrebato, o dicho de otro modo el entusiasmo, es la inspiración que requiere el
poeta para convertir las palabras en verdadera literatura. Proust habla de las
misteriosas leyes que rigen en la belleza del mundo para explicar la forma en
que el poeta permanece absorto observando un árbol, un cerezo y las flores que
emanan como copos de nieve.
Cuando Proust habla de disciplina interior, de arquitectura o
construcción en las obras de los innovadores de su tiempo –los que luego se
convertirán en clásicos- sin duda está pensando en él mismo. Entre los clásicos
se interesa especialmente por Goethe y Tolstoi. Proust señala el interés de
Goethe por el paisaje, por todo lo que representan las artes en la formación,
por los pensamientos que se traducen en los personajes, en los diarios. Pero,
en realidad, da la sensación de que Goethe siempre maneja los hilos de la
historia y de los personajes. Es la forma que tiene Proust de indicar el genio
de Goethe. En Tolstoi los temas y las escenas, renovados, se repiten porque lo
que está funcionando en la mente del escritor es el mismo recuerdo. La
inteligencia sublime de Tolstoi se pone en evidencia en la construcción
intelectual de sus novelas. Por lo demás, Proust también indaga en la estética
de los escritores franceses y en la imposibilidad de encontrar un canon
literario.
Proust adora la pintura. Se queda absorto ante la luz dorada,
crepuscular, de los cuadros de Rembrandt. Se asombra de la forma en que quedan
reflejados los pensamientos, las ideas, en los personajes que traza el maestro.
Pero también se sorprende ante los autorretratos del anciano Chardin, la forma
cotidiana en que el pintor francés capta la belleza de los objetos más
inusuales, una raya, una mesa de cocina, una anciana enseñando el arte de hilar
a una joven. Chardin presenta los objetos como si fuesen seres vivos mientras
los rostros de las personas recuerdan ciertos objetos, como las frutas, dotando
de amistad y armonía a los objetos y las personas en un ambiente que para el
pintor debía ser sagrado. Observador atento de la naturaleza, Proust recuerda los
paisajes bendecidos, sagrados, gracias a la paleta de Manet, y el misterio de
los paisajes y los personajes intelectualizados y decadentes de Gustave Moreau.
Y si se detiene en el amor melancólico, que constituye el eje de la vida de
Watteau, junto a la inconstancia de su carácter, fruto de su inquietud, ¿no
está acaso revelando aspectos implícitos en su propio temperamento? ¿Acaso,
pues, no está identificándose con estos artistas?
La lectura de Proust nos demuestra –siempre- que la verdadera belleza se
logra con la pureza y la transparencia. Nadie como Proust ha explicado con más
claridad la forma en que el artista arrastra toda su obra cada vez que hace
algo nuevo. Nadie como Proust ha sabido expresar mejor el misterio de la
naturaleza, la forma en que al llegar la primavera se despliega ese misterio a
través de los cerezos y las lilas en flor, las hojas de los castaños, el canto
de los pájaros y el río, el maravilloso río, manantial de lo más sagrado.
martes, 29 de agosto de 2017
Un paseo literario por las calles de Murcia
El último libro
del escritor murciano Paco López Mengual, Un
paseo literario por calles de Murcia (Tirano Banderas, 2016), es una
colección de historias a medio camino entre la realidad y la ficción que tienen
lugar esencialmente en las calles del centro de Murcia y cuyo objetivo, tal
como señala el autor en el epílogo del libro, es convertirse en “un nuevo
aporte para el disfrute de la ciudad”. De hecho, López Mengual apunta
en este epílogo algunas de sus posibles fuentes, ciertos cronistas y narradores
que le han podido servir de base para la configuración de las narraciones.
Estamos hablando de escritores murcianos como Pérez Crespo, Díaz Cassou, Jara
Carrillo o Martínez Tornel. No obstante, es evidente que el origen de algunas
de estas historias está enraizado en elementos transmitidos por la tradición
oral de generación en generación, por lo que es frecuente que en determinadas
ocasiones, ante la imposibilidad de certificar la narración, el escritor apele
a fórmulas de la tradición.
En este opúsculo, López Mengual ha
tratado de enlazar varias historias siguiendo un itinerario imaginado a través
de las calles principales de la ciudad. El callejero de Murcia diseña, pues, el
hilo narrativo, empezando en la plaza de Santo Domingo y terminando en la plaza
de Santa Catalina. López Mengual no abandona las calles del casco viejo porque
sabe que allí es donde anida el verdadero espíritu de la ciudad. En ocasiones,
el campo de acción se amplía, pues, evidentemente Antonete Gálvez, el Garibaldi
murciano durante la primera República, es un personaje de la mitología popular
cuyas actividades van más allá de las calles de Murcia. Del mismo modo, el
libro está repleto de digresiones, desvíos del autor, que cuenta la historia de
personajes singulares nacidos en Murcia o vinculados a la ciudad, que luego
extienden su vuelo por otros territorios (como el caso de los escritores Miguel
Espinosa, Jacinto Benavente y José Echegaray) o incluso por otros países (como
el caso de la actriz y bailarina Charo Baeza). A veces, el punto de partida es
una calle de Murcia pero el relato conduce al autor hacia otros lugares (como
el caso del famoso bandido Jaime el barbudo). Pero es precisamente cuando López
Mengual no sale prácticamente de la ciudad cuando el relato se torna más tierno
y emotivo, como si nosotros mismos estuviésemos participando de la historia. Y
entonces contemplamos a fray Vicente Ferrer lanzando una perorata en la plaza
de Santo Domingo mientras cuatro caballos atraviesan el gentío que ocupaba el
lugar, nos regocijamos pensando en los cuernos que tenía en la frente el
caballero que vivía en la calle Alfaro, pensamos en el triste destino de esa
mujer tan hermosa, denominada “la
Perla ”, ajusticiada públicamente tras haber asesinado a su
marido, o atravesamos la calle de Santa Teresa esperando ver en el balcón de la
casa Díaz Cassou el fantasma de la misteriosa Dama de Negro. Ni que decir tiene
que, después de leer este libro de López Mengual, he vuelto a pasar, como
cientos de veces, por los lugares que se mencionan en el relato. Y he de
confesar, con cierta nostalgia, que quizá mi mirada hacia esos lugares a los
que tanto amo haya cambiado.
lunes, 31 de julio de 2017
Platónica 7
Es frecuente encontrar
recapitulaciones al uso del pensamiento platónico que exploran sólo una parte
del corpus filosófico de Platón. Es bastante frecuente también dejar de lado, o
en un segundo plano, sus últimas obras, especialmente las Leyes. El
opúsculo escrito por Richard M. Hare a principios de la década de los ochenta
del pasado siglo (Platón, Alianza,
1991) es un claro ejemplo de esta forma de evocar a Platón. Pero Hare no engaña
a nadie. El objetivo es tratar de comprender al filósofo y la premisa
metodológica que marca la pauta se advierte en el prólogo: “…Me he concentrado
en los diálogos más fáciles, lo que significa en los primeros y en los de
madurez, aunque los más tardíos no hayan sido olvidados del todo”. Ahora
bien, desde las primeras páginas del opúsculo se advierte que la atención de
Hare se vuelca en los presupuestos morales y políticos. Por ello, entiende que
los dos factores que definen la segunda mitad del siglo V a. C en la antigua
Grecia son la lucha política en las ciudades y el desarrollo del relativismo
moral. Partiendo de un penetrante pasaje de Tucídides en el que se habla del
cambio que se opera en el lenguaje durante esta época, Hare llega a la
conclusión de que “indirectamente tuvo el efecto de estimular a Sócrates y
Platón a buscar, en cambio, un camino para encontrar definiciones seguras de palabras morales o de las
cosas que ellas connotan”. La obsesión de Hare por la quiebra de la
educación moral en Atenas se traduce en un interés recurrente por la forma de
enseñar y transmitir la virtud. Del mismo modo, el estudio de los precursores
de Platón sirve a Hare para delimitar el papel que las comunidades pitagóricas
pudieron tener en las propuestas políticas de Platón, o la forma en que el
filósofo busca una síntesis de los puntos de vista de Heráclito y de Parménides
“al postular dos mundos, un mundo de los sentidos, que siempre fluye, y un
mundo unificado de Ideas”.
Consciente de la
unidad del pensamiento platónico y de las dificultades que entraña la
interpretación de ciertos pasajes de Platón, Hare propone no forzar el texto
platónico para llevar el discurso al terreno que interesa al intérprete y no
obligar a Platón a decir nada que no pueda expresarse en griego. Este intento
de comprender al filósofo desde una perspectiva lingüística permite a Hare
advertir en el discurso platónico ciertas confusiones que él denomina “trampas
lingüísticas” y que abocan a Platón hacia un “falso camino”, a
lo que sin duda contribuye el hecho de que el filósofo pensaba en imágenes y
empleaba un lenguaje visual. Hare insiste en los problemas que tenía Platón
para establecer determinadas distinciones, una cuestión que se explica teniendo
en cuenta que se encuentra en los albores de la filosofía y debido en parte a
ciertas características del idioma griego. Todo ello conduce a Platón “a
postular, como objetos del conocimiento, Ideas existentes en un reino eterno
que no son proposiciones sino cosas”. La definición de ideas,
fundamental en la filosofía platónica, parece un callejón sin salida en el que
falta, “como a muchos modernos todavía”, añade Hare, una “distinción entre
opiniones sustanciales sobre cuestiones de moralidad”, encontrándose aquí quizá
“el mayor fallo en el modo platónico de plantear las preguntas que formulaba”.
Partiendo
de una esquemática división entre la educación tradicional, fundada en el
carácter, y la nueva educación ofrecida por los sofistas, basada en el
intelecto, Hare sostiene que la intención de Platón es proyectar una reforma
educativa sobre la base socrática de la distinción entre conocimiento y
opinión, tema que “afecta al conjunto de la filosofía moral” y que “consiste en
que la formación del carácter preceda a la formación intelectual”, de
modo tal que lo que hace Platón es establecer una versión modificada de la
educación tradicional y de la sofística, que marca diferencias tanto con los
buenos caballeros atenienses como con los listos sofistas. La doctrina del conocimiento
y el papel de la educación desembocan en un Estado autoritario, y aquí es hacia
donde parece apuntar toda la argumentación de Hare, hacia una reflexión sobre
las autoritarias opiniones platónicas, que, sin duda, “un liberal moderno
encontrará ciertamente repugnantes en extremo”. La mención en este
punto del discurso de Karl Popper no parece que sea fruto de la casualidad. El
proyecto político de Platón, una respuesta a la incertidumbre moral de la
época, que en su versión definitiva de las Leyes
“comparte, según el autor, muchos rasgos con la Santa Inquisición ”,
encuentra su mayor aportación en la necesidad de que los políticos, más allá de
ambiciones personales, busquen el bien de la sociedad en su conjunto. Si
Richard Hare, en la frase final que cierra el libro, es capaz de perdonar a
Platón por considerarlo “el padre del paternalismo y del absolutismo políticos”, quizá nosotros también podríamos perdonar al propio autor por
denominar “gurús intelectuales” a los sofistas o “caza de brujas” -incitada por
Aristófanes- a la persecución de Sócrates y, sobre todo, por el hecho de
considerar a Jenofonte incapacitado para “entender profundamente lo que le
preocupaba a Sócrates”, solamente por una cuestión de método, porque “Jenofonte
no era filósofo”.
jueves, 29 de junio de 2017
El espíritu de la Ilustración
En la búsqueda
de una base intelectual y moral para nuestro tiempo, Todorov se fija en la
corriente humanista de la
Ilustración. El resultado es un libro lleno de sugerencias y
advertencias titulado El espíritu de la Ilustración (Galaxia
Gutenberg, Barcelona, 2014). El proyecto de la Ilustración , que no es
unívoco y que aporta en realidad pocas ideas nuevas, se fundamenta en la
autonomía, la humanidad y la universalidad. Todorov parece plantear una
revisión y crítica de este proyecto con tal de adaptarlo a nuestra época. Por
eso empieza señalando los rechazos y las críticas que suscitó la Ilustración en el
siglo XIX, como su posible influencia en el colonialismo europeo, su
identificación con los peores aspectos de la revolución francesa o su relación
con los totalitarismos del siglo XX (en la visión de algunos autores
cristianos).
El principio que fundamenta la Ilustración es la autonomía del individuo frente
a la tradición, pero eso no significa que se deba prescindir de la tradición.
La autonomía individual y colectiva propiciada por la Ilustración no impide que surjan ciertas desviaciones como la autosuficiencia, la soledad y la excesiva crítica, que en opinión de Todorov no conducen a nada. La autonomía del individuo atraviesa desde la libertad de conciencia a la libertad individual y al laicismo moderno. Entre los peligros que acechan a la autonomía individual se encuentra lo que Condorcet denomina la religión política, la sustitución de la tradición religiosa por el culto al Estado, que culmina, en la visión de Todorov, en los totalitarismos del siglo XX. La autonomía que establece la Ilustración permite plantear la búsqueda de la verdad que debe deslindarse de la búsqueda del bien, de los valores morales, políticos y religiosos, para evitar desviaciones como el moralismo y el cientificismo.
El proyecto de la
Ilustración también se fundamenta en el humanismo, en el amor
a los seres humanos –que no necesita de ninguna justificación religiosa- y que
hace viable el deseo de felicidad. Todorov menciona los desvíos, los peligros a
los que está sometido el humanismo, cuando se sacralizan los medios y se
olvidan los fines verdaderamente humanos. El amor a la humanidad conduce
directamente el proyecto ilustrado a la universalidad, a la necesidad de
igualdad social y legal, a la igualdad entre hombres y mujeres, al fin de la
esclavitud y a la declaración de una serie de derechos.
El espíritu de la Ilustración se
cierra con una reflexión sobre los condicionamientos que pueden explicar la
explosión del espíritu ilustrado en la Europa occidental del siglo XVIII. Precisamente
aquí Todorov se hace eco de la importancia de la autonomía individual y de la
pluralidad que concede vigor al proyecto cultural y espiritual de Europa. Por
eso, recuerda, siguiendo a Hume, que la identidad europea no se encuentra en lo
que nos une, sea el cristianismo o la herencia del imperio romano, sino en lo
que nos separa, la diversidad de tradiciones, lenguas y países. Todorov trata
de encontrar la identidad de Europa en el proyecto ilustrado, en la idea de
“voluntad general”, desarrollada por Rousseau, en la tolerancia y el espíritu
crítico y de integración. Estas son las ideas que pueden ayudar a la
construcción europea. Esa es la herencia del espíritu humanista de la Ilustración.
martes, 30 de mayo de 2017
En vísperas
En vísperas, novela publicada en 1860,
parece prolongar ciertos aspectos sugeridos por Turgueniev en Primer amor. El desprendimiento puro de
los amantes es relatado de forma cercana, siguiendo todo el proceso que conduce
al sacrificio final de la heroína, Yelena Stahova. El escritor desvela aquí en
primer término, de forma explícita, los sentimientos de los amantes, se
involucra en la apasionada historia de Yelena e Insarov, pero lo hace de forma
suave y paulatina. El inicio de la novela, no obstante, es como un remanso de
paz que muestra como son los personajes de la novela, los jóvenes que rodean a
la heroína, que acechan a Yelena porque andan enamorados de ella. Bersenev y
Shubin son dos típicos representantes de la juventud rusa, jóvenes talentosos
-intelectual y artista respectivamente- con buenas intenciones, pero
adocenados, sin ninguna capacidad para la acción. Esto es así porque en Rusia
no hay verdaderos hombres en el sentido en que lo entiende Turgueniev. Por eso
el país no puede experimentar ningún cambio. Precisamente lo que espera Yelena
es la llegada de algo diferente que dé un vuelco a su vida anodina. Todos los
elementos de la novela parecen contribuir a esa sensación de quietud, de
estatismo, desde la familia de la heroína hasta el mismo paisaje que envuelve a
los personajes, con la dacha y el río. En este ambiente, en donde parece que no
se mueve nada, aparece la figura de Insarov, un joven estudiante búlgaro,
obsesionado con la independencia de su país. A partir de ese momento,
Turgueniev desvela el proceso de enamoramiento de la protagonista, emplea el
recurso de un diario en primera persona en el que se desbrozan los sentimientos
de Yelena. El final de ese proceso se certifica en una capilla donde coinciden
los dos amantes, lo que concede un halo sagrado a la historia de los dos
jóvenes.
Turgueniev impulsa a sus jóvenes
amantes a abandonar Rusia, a buscar una situación nueva en otros lugares
alejados de la madre patria. En Venecia concluye la historia de amor y, al
mismo tiempo, alcanza su plenitud. La culminación se produce en el teatro,
mientras suena la Traviata de Verdi, que
Turgueniev emplea como elemento de contraste, para exaltar la belleza. Es una
suerte de apoteosis, que pone fin a una estancia en Venecia repleta de breves
momentos de felicidad. La pureza y la ingenuidad del amor compartido explotan
en la ciudad italiana, en medio de un entorno sublimado. La muerte de Insarov,
presagiada a través de un sueño, acaba también con la vida de la heroína. “Todo
ha terminado para mí” (p. 234), dice más o menos Yelena al morir Insarov, en la
última carta que escribe a sus padres.
En
vísperas es una historia sobre la pureza y el sacrificio, sobre la forma
desprendida en que se manifiestan en la juventud. Turgueniev anda a la búsqueda
de verdaderos hombres, capaces de cambiar el país, hombres como Insarov capaces
de dar su vida por la patria. Por eso, no es aventurado señalar que el relato
está salpicado de premoniciones. Es desolador, por lo demás, observar cómo la
vida de Yelena se acaba al mismo tiempo que la de Insarov. Da la impresión de
que Turgueniev quiere ir hasta el final en esta historia de amor y muerte
entrelazados. La vida nos ofrece tan poco que el destino de los dos amantes nos
conmueve. Apenas unos instantes de felicidad quedarán como rescoldos de una
infinita belleza.
jueves, 27 de abril de 2017
El escritor y su imagen
En 1975
Ediciones Guadarrama publica una compilación de ensayos de Francisco Ayala
sobre grandes escritores españoles de la generación del 98, con el
significativo título de El escritor y su
imagen. Ayala adopta en estos ensayos una doble perspectiva, directa por los recuerdos personales que le unen a
estos escritores y distante a la vez porque habla de un pasado ya concluso. El
primer ensayo, dedicado a la crítica literaria de Ortega y Gasset, supone un
acercamiento de Ayala a la persona con quien compartió tertulias, afectos y
admiración. Se evidencia desde un primer momento el intento de vincular la
crítica literaria con la filosofía y la estética de Ortega, el concepto de
género literario en su relación con la función estética. Sabemos que Ortega
trataba de dar plenitud de significado a los objetos que estudiaba, potenciando
las obras, enseñando a leer los libros. Ayala parece retomar esta idea
orteguiana pretendiendo rescatar el primitivismo de la cultura española, el
carácter arcaico y la rudeza de la estética y de la poesía primitiva española
frente a la retórica literaria que se impone en el Barroco. Por eso, no es de
extrañar que Ayala se centre en el análisis orteguiano de Baroja, tratando por
una parte de desvincularse de la retórica barroca y procurando desentrañar el
misterio barojiano.
El ensayo sobre Azorín parte de una serie de consideraciones sobre el comportamiento
político volátil del escritor. La idea de Ayala es relacionar las ideas
políticas y la personalidad de Azorín con la creación literaria, buscando
vínculos de unión entre la actitud del escritor y el carácter provocador, en
general, de los miembros de la generación del 98 para, finalmente, hacer
hincapié en la cosmovisión de Azorín, en donde se mezclan ciertas ideas
anarquistas con el nihilismo y la influencia de Schopenhauer y Nietzsche, una
visión desoladora y escéptica de la existencia humana que contribuye a dar
sentido a muchas de sus actuaciones y a parte de sus escritos. Esa misma idea,
la búsqueda de unidad entre actitudes y obra literaria, recorre la visión de
Valle-Inclán, pues Ayala considera que esa unidad, como en el caso de Azorín,
es indisociable. Ayala habla de las categorías estéticas de Valle-Inclán, a las
que todo se reduce, no sólo su literatura sino también sus intervenciones
políticas, sus extravagancias, hasta su indumentaria. Por eso se adentra en la
creación del personaje ideado por el propio escritor, en el histrionismo que
define su figura como efecto de los valores estéticos que configuran su visión
del mundo. Y sugiere, a fin de cuentas, la posibilidad de que en La lámpara maravillosa se encuentre
definido su ideario estético, que apunta al gnosticismo. En el ensayo que
cierra el libro, Ayala trata de desvelar la estética de Machado, un hombre
desligado de la política y del mundo literario, un hombre solitario. Ayala se
propone relacionar la estética del poeta con el destino de su patria e insiste
en subrayar determinadas ideas que subyacen en la poesía de Machado, como el
tema de Caín o la presencia de la muerte. Ayala nos presenta la imagen de un
Machado pensador, cercano a la filosofía, un hombre que en sus mejores poesías
es capaz de convertir la meditación metafísica en emoción lírica.
jueves, 30 de marzo de 2017
Autobiográfica 4
A veces, sin darnos cuenta, tendemos
a leer libros que tienen un sustrato común. Durante años no me había percatado
de que existía un principio rector que envolvía todas mis lecturas. En
determinado momento, posiblemente del año 2007, siendo ya consciente de esta
circunstancia, comienzo a recopilar materiales dispersos, pequeños ensayos que
reproducían una obsesión nada azarosa por la dualidad. Así se empieza a gestar
un libro acabado en 2008 y titulado finalmente Jano ante el espejo (Ediciones Irreverentes, 2011). El ensayo,
llamémoslo así, concebido como un collage, está hecho de retales, de fragmentos
engarzados con comentarios literarios, y aderezado con pequeñas historias y
notas autobiográficas.
Jano ante el espejo se inicia
con una historia. Tres viajeros descansan junto a las aguas de un manantial y
se fijan en una inscripción situada cerca del lugar donde reposan y que dice
más o menos así: “Pareceos a este manantial”. En el relato de Tolstoi los
personajes parecen meditar sobre la frase que reza en la inscripción.
Curiosamente, Jano ante el espejo se
cierra con otra historia que remite a una inscripción. En una de las tumbas del
cementerio de Thiaucourt, donde están enterrados soldados de la primera guerra
mundial y luchadores de 1870-1871, se lee lo que sigue: “Lejos de nuestros
ojos, pero cerca para siempre del corazón”. Consideré en ese momento, estoy
hablando de 2008, que seguramente era una forma oportuna de acabar el libro,
abriendo un resquicio a la verdad que anhelaba.
Poca gente ha leído, creo, este
libro. Se entremezclan, quizá, demasiados temas. Es un río que fluye desde la
ficción a la realidad, desde la nostalgia hasta la manía erótica, desde la
cultura hasta la naturaleza, desde la sabiduría hasta el escepticismo. Ofrece
literatura y vida. No como un diario. Desdibujando los límites entre géneros
andaba yo buscando, sin ser plenamente consciente, algo parecido a una
escritura transversal, algo parecido a una novela en marcha, algo parecido a
prosas apátridas. Pasados los años, el proyecto sigue en marcha porque una
necesidad vital me impulsa a continuar esa azarosa búsqueda. Y mientras se
acerca el final, que llegará más pronto o más tarde, pienso en una frase que
escribí entonces: “La búsqueda infructuosa de la verdad continúa. Porque
siempre, aunque soñemos brevemente con haber encontrado la paz, tarde o
temprano, antes o después, el sueño acaba y despertamos todos”. Por mi parte
eso es todo.
martes, 28 de febrero de 2017
Variaciones sobre tema mexicano
En 2002 el Fondo
de Cultura Económica publica Variaciones
sobre tema mexicano, de Luis Cernuda, celebrando de este modo el
cincuentenario de la primera edición. El poeta escribe este ensayo nada más
llegar a México, en 1952, en el contexto de una colección sobre el ser del
pueblo mexicano. Precisamente este tema había pasado desapercibido a los
escritores españoles del siglo XIX, desinteresados por los territorios
coloniales. De hecho, el propio Cernuda señala que, en principio, su posición
no distaba mucho de la de Larra o Galdós. Hasta que el azar –y la guerra civil-
sitúan al poeta en México. Después del exilio en Inglaterra y Estados Unidos,
Cernuda siente el placer de volver a escuchar la lengua española. Así se
inician estas variaciones.
El poeta contempla obsesivo el paisaje, descubre sus secretos mientras
pasea por el palacio de Miravalle, se fija en la dignidad del cuerpo femenino o
en el reposo de los cuerpos masculinos, en los ojos y la voz, en los atavíos y
en las actitudes, gusta de escuchar la música que tocan unos campesinos
rústicos, contempla la forma en que vida y muerte están entrelazadas, a la
vista de todos, en la cultura mexicana, observa a los pobres vendedores de
flores, se recrea, en definitiva, en el exótico misterio mexicano. Cernuda
capta este misterio en el interior de las iglesias, en la mezcla de lo sencillo
y lo barroco, en objetos donde anida la muerte. Y es que al adentrarse en territorio
mexicano, Cernuda advierte cómo el dolor y la pobreza, el fondo religioso y
sensual, la adoración a las imágenes o el sosiego remansado de las cosas se
asemejan al de su patria. Y contemplando un patio recuerda su infancia
andaluza.
Cernuda encuentra afinidad con el pueblo –mexicano- en el cuerpo más que
en el espíritu, se identifica con el indio, ese hombre a quienes otros pueblos
llaman no civilizado, y se queda absorto mirando el crepúsculo en el cielo, los
colores que se reflejan en las aguas del mar. Esta identificación con una nueva
tierra esta plagada de nostalgia. Una tonada musical evoca un lugar, un
espacio. Ensimismado en un jardín, que se asemeja a un rincón secreto, entre la
desolación, siente la espera en continuidad con el pasado, como si estuviese
perdido en una intersección del tiempo. La soledad y el tiempo de ocio en la
playa, mientras alborea, contribuyen a un momento irisado y perfecto.
Entre la
mirada y la palabra, allí donde reside la poesía, entre la posesión del cuerpo
como impulso vital, Variaciones sobre
tema mexicano encuentra un espacio para la búsqueda del instante deseado,
que se fragua en el amor del poeta hacia todo lo que ve.
domingo, 29 de enero de 2017
Las pequeñas virtudes
En 1962 la
editorial Einaudi, a la que siempre estuvo vinculada Natalia Ginzburg, publica Le piccole virtù (Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2016), una recopilación de
ensayos escritos entre 1944 y 1962, con un claro tono autobiográfico. Invierno en los Abruzos, que abre el
libro y datado en el otoño de 1944, es una descripción entre melancólica y
nostálgica del exilio de Natalia Ginzburg en un pueblo cercano a Aquila,
mientras se desarrolla la guerra. La escritora retrata el aislamiento invernal,
las costumbres ancestrales de las gentes, los paseos por la nieve, las estufas
de las casas, los canalones rotos. Acompañada de su marido y de sus hijos,
Ginzburg tiene la sensación de haber atravesado en ese otoño la mejor época de
su vida. Pero poco después se produce la muerte de su marido. Por eso, en Los zapatos rotos, ensayo de 1945, queda
reflejado ineludiblemente el dolor que sacude a la escritora en Roma. Esos
zapatos rotos del relato son una metáfora, la expresión de una época de
sufrimiento. Una vez acabada la guerra, la sensación de angustia no ha acabado.
En El hijo del hombre, Ginzburg
muestra la situación de miedo e inseguridad en que se encuentra su generación,
apegada a la realidad. Es como si su generación fuese incapaz de superar los
desastres del fascismo y de la guerra. Por eso, Ginzburg habla de veinte años
de guerra.
A finales de los cuarenta, Natalia Ginzburg escribe Mi oficio, muy consciente y orgullosa de su trabajo, sabedora de
que no puede y no sabe hacer otra cosa, hasta el punto de que cuando tiene a
sus hijos y pasa una época sin escribir la invade una extraordinaria nostalgia.
Ginzburg nos cuenta cómo se desliza la escritura, cómo pasa de la ingenuidad
poética de la adolescencia a la ironía y perversidad de los cuentos de su
juventud. Traza la trayectoria sentimental que le une a su oficio, la forma en
que la alegría y el dolor inciden sobre la escritura. Angustiada por el
silencio de nuestro tiempo, por la soledad, por la falta de diálogo, Ginzburg
hace un recorrido conmovedor por las fluctuantes relaciones humanas, por el
ansia de misericordia, por la ternura y el dolor que invaden nuestras vidas en
dos escritos de principios de la década de los cincuenta, Silencio y Las relaciones
humanas.
La melancolía y la tristeza de Turín se reflejan en el retrato de Cesare
Pavese. La contenida emoción con la que Ginzburg escribe Retrato de un amigo en 1957 deja al descubierto la amistad que lo
unía a Pavese. La niebla, el río y la colina configuran el paisaje de la ciudad
y parecen adheridos a Pavese como el recuerdo de una época. Una vez asentada en
Londres con su segundo marido a principios de los años sesenta, Ginzburg
reflexiona, con ironía, sobre la melancolía del pueblo inglés. La tristeza que desprende Inglaterra se traslada a la comida, a la bebida, a
los restaurantes, como queda de manifiesto en La
Maison Volpé. En
realidad, la inteligencia y el buen gobierno, tal como se ponen en evidencia en
Elogio y lamento de Inglaterra, no se
visualizan en las calles, en la vida diaria de la capital londinense. En Londres,
Ginzburg escribe un emotivo retrato de su esposo, titulado Él y yo, que ofrece algunos detalles personales contrastando su
personalidad con la de su marido.
Obsesionada por la educación, Natalia Ginzburg se lamenta, en el ensayo
que da título al libro, de nuestra tendencia a enfatizar las pequeñas virtudes,
a engrandecer el papel del dinero, el afán de propiedad o el deseo de éxito,
porque son, en definitiva, las grandes virtudes las que deben alimentar el
espíritu de los jóvenes, desde la generosidad y el amor al prójimo al deseo de
saber o el amor por la verdad. Ni que decir tiene que la lectura de Las pequeñas virtudes genera un
extraordinario amor a la vida y a la literatura.
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