lunes, 31 de diciembre de 2018
El nacimiento de la filosofía
En 1975 Giorgio
Colli publica un ensayo sugerente y extraordinario, El nacimiento de la filosofía (Tusquets, 1994), en el que distingue
entre sabiduría y filosofía, dos épocas diferentes de la cultura griega. La
filosofía, precisamente como aspiración a la sabiduría, se inicia con la
actividad literaria de Platón. La época de los sabios es, en cambio, la época
de los antiguos. La veneración platónica del pasado emana de esta consideración
que permite comprender la “tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y
vivido”. Giorgio Colli relaciona el origen de la sabiduría con el dios
Apolo y con la adivinación, con la palabra del dios transmitida a través del
oráculo y cargada por tanto de oscuridad y ambigüedad. El dios Apolo comunica la
sabiduría. La interpretación de Colli, como se sabe, parte de Nietzsche pero
concediendo ciertamente a la divinidad una nueva dimensión. La intención de
Colli es ampliar y modificar la perspectiva ofrecida por Nietzsche. “Apolo”,
escribe Colli, “no es el dios de la mesura, de la armonía, sino de la
exaltación, de la locura”. Esta visión trata de superar el carácter
restrictivo y antitético (Apolo-Dionisos) de la interpretación de Nietzsche.
Para justificar esta aseveración, Colli recurre a la interpretación platónica
de la manía, de la locura, que se
formula en el Fedro. Efectivamente,
los bienes más preciados, entre ellos la sabiduría, proceden de la manía, distinguiendo Platón entre cuatro
especies de locura. De Apolo y Dionisos provienen la locura profética y la
locura mistérica. Puede aventurarse al mismo tiempo que la locura poética es
obra de Apolo y que la locura erótica procede de Dionisos.
Más allá de Apolo, la adivinación y
la manía, en el origen se encuentra
el mito. Colli plantea una interpretación simbólica del mito griego
posiblemente más antiguo, el mito cretense de Minos, Pasifae, el Minotauro,
Dédalo, Teseo, Ariadna y Dionisos. El laberinto es en la esfera dionisíaca lo
que el enigma representa en la esfera apolínea. La interpretación de Colli
apunta sin ninguna duda a la relación entre sabiduría y enigma, documentada
desde época arcaica. “Sólo quien resuelve el enigma”, escribe Colli, “puede
salvar a la ciudad y a sí mismo: el conocimiento es la instancia última,
respecto a la cual se libra la lucha suprema del hombre. El arma decisiva es la
sabiduría”. Pero el enigma no sólo está vinculado a la divinidad, se
encuentra también en boca de los sabios griegos, porque los hombres que aspiran
a resolver un enigma son aspirantes a sabios. El enigma tiene un fondo
religioso y sapiencial. Todavía en el siglo IV, las páginas de Platón están
llenas de enigmas que conservan ese carácter sagrado, solemne, antes de
convertirse en agón, en juego de
sociedad, provocando lo que Colli denomina “humanización del enigma”.
Colli también relaciona la sabiduría con el sentido de “lo
oculto”, que adquiere una dimensión esencial en Heráclito, capaz de combinar
este pathos de lo oculto, “la
tendencia a considerar el fundamento último del mundo como algo escondido”, con una visión que parece entrever el alma como principio último, de
modo que se podría aventurar “la hipótesis de que toda la sabiduría de
Heráclito sea un tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina
insondable”. Volvemos en todo caso al terreno del enigma porque la
argumentación de Colli pretende enlazar el enigma y la adivinación con la
primera época de la dialéctica. Colli habla en términos de continuidad. “El
enigma aparece como el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Al
humanizarse el enigma se convierte en agón
y la dialéctica surge del agonismo. El camino de la dialéctica culmina con
Parménides y Zenón, con quienes parece declinar la era de los sabios. El logos pierde poco a poco su fondo
religioso y el nihilismo se impone. “Gorgias” escribe Colli, “es el sabio que
declara acabada la era de los sabios, de aquéllos que habían puesto en
comunicación a los dioses con los hombres”.
Con la centralización de la cultura
en Atenas a partir de mediados del siglo V, la dialéctica pierde su carácter
esotérico y adquiere un carácter público. De la degeneración y vulgarización de
la dialéctica surge la retórica, que también tiene un tono esencialmente oral,
pero que busca esencialmente persuadir a los oyentes. En este proceso juega un
papel esencial la escritura. El orador necesita preparar bien sus discursos,
por lo que resulta obvio pensar que dichos discursos eran redactados antes de
ser pronunciados. La escritura “por regla general es un simple medio
mnemotécnico” antes de alcanzar la autonomía expresiva con la aparición
de un nuevo género literario, la filosofía. Con la generalización de la
escritura se modifica la estructura del logos
y la dialéctica se traduce en literatura. El fenómeno se materializa en los
diálogos platónicos. En este sentido, es importante tener en cuenta dos
consideraciones: en primer lugar, Platón piensa que la era de Heráclito,
Parménides y Empédocles es todavía la era de los sabios y, en segundo lugar,
Platón define su literatura como filosofía
en oposición a la sofía anterior.
Colli señala hacia el final del
libro, y no por casualidad, la importancia de dos textos para la correcta
interpretación del pensamiento platónico. Los dos textos, hasta hace poco
prácticamente olvidados y hoy en día frecuentemente citados a partir de los
estudios de la escuela de Tubingen, se encuentran en el Fedro y en la Carta séptima. Aunque Platón critica la
escritura en estos pasajes, queda claro que la nueva criatura, la filosofía,
surge del fervor literario y artístico de Platón. La filosofía mezcla retórica
y dialéctica a partes iguales. Curiosamente, tanto Platón como Isócrates
denominan a su trabajo con el mismo nombre, filosofía, y enseñan con idéntica
fuerza la paidea entre los jóvenes.
Ambos compiten por la hegemonía en la polis. En realidad, Platón e Isócrates
convergen en los fines y hasta cierto punto en los medios. En la visión de
Colli, la suerte sonríe a Platón por “haber absorbido en su creación la
tradición dialéctica, la tendencia teórica, uno de los aspectos más originales
de la cultura griega”. La filosofía deriva, pues, de la creación
platónica. No obstante, la filosofía es un vástago de la sabiduría, “pronto
atrofiado”, sedimentado y cristalizado en tratados sistemáticos. Por
eso no extraña que Colli, finalmente, considere “más vital” la
sabiduría que la propia filosofía. La sombra de Nietzsche, no cabe duda, es
alargada.
jueves, 29 de noviembre de 2018
El ruido del viento
El ruido del viento es la primera novela
de Francisco Monteagudo Montiel (M.A.R. Editor, 2017), una narración que se
centra en una saga familiar, una historia intimista de tres hermanos, que trata
de recrear el mundo interior de los personajes, contada desde ópticas diferentes, con distintos registros, con continuos
cambios en los puntos de vista, en el tono y en el estilo, pero también con
evocadoras repeticiones de imágenes, de frases que se entrelazan. Los nombres
de los tres hermanos, Alter, Desider y Jesuel tienen, como toda la narración,
amplias resonancias bíblicas. El monólogo interior de Alter es una propuesta
del autor que sirve para expresar el silencio y la soledad del personaje. Alter
emplea un lenguaje entrecortado, repetitivo, que traduce sus pensamientos más
íntimos, una sensación de culpa, acompañada de angustia y desasosiego profundo.
Frente a esta suerte de infierno que atormenta a Alter, el tono de los
discursos de Desider es confesional, tiene el aire de una derrota asumida, como
cuando se hace balance y se asume el fracaso en la vida. Una historia prohibida
de relaciones secretas y de homosexualidad concede un cierto tono de amoralidad
y depravación a todo lo que cuenta Desider y al mismo tiempo pone en evidencia la
inocencia de su carácter. Finalmente, la historia del más pequeño de los
hermanos, Jesuel, nos retrotrae a los recuerdos de la infancia, las peleas en
el colegio y los juegos infantiles. La necesidad de labrarse un futuro y la
apertura a un nuevo mundo, el del trabajo, el de la iniciación al sexo en una
casa de prostitutas, sólo sirven para recalcar la violencia familiar.
La violencia parece, efectivamente,
una herencia familiar, es la fuerza de la sangre, el inexorable peso del
destino que marca la vida de los personajes. Esa herencia de la sangre, esa
fuerza del destino es la que hace que Desider retorne a casa, al seno familiar
o la que empuja definitivamente a Jesuel en su huida hacia la nada. La casa
familiar, con sus paredes desconchadas que parecen hablar, da la sensación de
atrapar a los personajes en una especie de malla inextricable. Este panorama
asfixiante, cerrado, se completa con la figura omnipresente del padre, un
hombre primitivo y violento que parece arrancado de otra época. Cualquier
circunstancia excepcional, como la aventura homosexual de Desider o la historia
de Jesuel con la prostituta, se asemeja a un sueño en medio de las
trivialidades de la vida en el pueblo, en un ambiente que se antoja en algunas
ocasiones irrespirable.
El
ruido del viento es, en definitiva, una historia de hombres, de
primitivismo atávico, de ritos de paso, en donde se evoca el pasado común y en
donde se palpa “la pérdida irreversible de códigos, costumbres, verdades
intangibles entre hombres que se las llevaron consigo”.
miércoles, 31 de octubre de 2018
Me casé por alegría
En 1966 Natalia
Ginzburg publica su primera obra de teatro, Me
casé por alegría (Acantilado, 2018). La ironía del título da sentido a toda
la pieza, que fluye a base de contrastes, y que parece dar cuenta de la forma
en que las mujeres italianas se ven abocadas al matrimonio por falta de una
cierta educación. De hecho, desde el principio de la pieza sabemos que mientras
Pietro se ha casado por lástima, Giuliana lo ha hecho por dinero. Sin ningún
tipo de formación, Giuliana ha abandonado el pueblo natal, ha dejado la casa
materna y se ha marchado a Roma con tan sólo diecisiete años. Tras trabajar en
una papelería y en una tienda de discos, y después de tener una aventura con un
hombre casado, Giuliana se ha sentido abandonada, apoderándose de ella la
infelicidad y el deseo de suicidio. Es entonces cuando el azar ha intervenido
para posibilitar el encuentro de Giuliana con Pietro.
Natalia Ginzburg parece empeñada en
retratar la inseguridad de las mujeres, el sentimiento de inferioridad, esa
sensación reflejada en el personaje de Giuliana, que se agobia porque cree que
es una mujer sin estilo. Su marido, por el contrario, ofrece una enorme sensación
de seguridad, de madurez, porque su condición de abogado de clase acomodada y
su formación le han insuflado una perspectiva más serena de la vida. Pero esta
confrontación de actitudes y disposiciones en el marco del matrimonio, fruto de
la educación, es el punto de partida para un examen del entorno familiar, pues
lo que se pone en juego aquí son diferentes formas de concebir la tradición
familiar. Es entonces cuando sabemos que, en realidad, Pietro no se ha casado
porque tenga lástima a Giuliana sino porque su presencia le embarga de una
alegría que seguramente desconocía en el núcleo familiar o, dicho de otro modo,
el matrimonio supone para Pietro una forma de evitar el aburrimiento familiar,
el tedio que supone vivir con su madre. También es entonces cuando sabemos que
posiblemente Giuliana ha accedido al matrimonio porque inevitablemente las
mujeres italianas tienen que casarse y Pietro es quizá su última posibilidad.
La ironía, por tanto, con la que Ginzburg plantea el tema del matrimonio, en
donde a cada momento que avanza la pieza se van descubriendo nuevas
posibilidades, desemboca en un encuentro familiar marcado por la presencia de
la madre del protagonista. La comida familiar nos ofrece un nuevo nivel del
matrimonio, pues la madre de Pietro nos hace saber que su hijo se ha casado con
Giuliana para hacerla sufrir. Las convicciones católicas de la madre y su
formación conservadora contrastan con la ingenuidad de Giuliana. Entonces, a
decir verdad, es cuando el lector comprende las razones verdaderas por las
cuales Pietro se ha visto abocado al matrimonio.
Natalia Ginzburg bromea con el
posible divorcio de la pareja, apenas una semana después de la boda, se
complace describiendo la amistad entre mujeres, no parece tomarse nada en serio
mientras un cúmulo de casualidades parece rozar a los personajes. Y cuando
concluye la obra, todavía degustando la belleza de la pieza, nos viene a la
memoria esa frase de Giuliana al principio del relato, cuando cuenta a su
marido que poco antes de conocerlo estuvo cerca del suicidio: “Yo estaba dando
una vuelta bajo la lluvia y tenía unas ganas enormes de morir. Crucé el puente
y pensé en tirarme al río”. Acaso esta idea, que pasa por la cabeza de
Giuliana, también pasó fugazmente por la mente de Natalia Ginzburg cuando su
marido murió a manos de los nazis. Y dicho esto, quizá sea necesario considerar
que todo escritor que se precie alguna vez acaso pensó en tirarse al río.
domingo, 30 de septiembre de 2018
Mamíferos que escriben
Manuel Moyano ha
recopilado varios ensayos, escritos para la revista El Kraken hace algunos años, en un pequeño y hermoso volumen
titulado Mamíferos que escriben (NewCastle
Ediciones, 2018). Los ensayos, según cuenta el propio Moyano, responden a una
fórmula a la que se había aclimatado, desde una perspectiva claramente personal
y con cierta obsesión fetichista. Evidentemente, algo de autobiográfico hay en
la relación con los escritores que admira. Moyano no puede evitar los detalles
personales que enredan su vida con la del escritor biografiado, como ese libro
de Lovecraft que de pronto cae en sus manos -un libro que el propio autor había
despreciado-, o ese volumen de Cioran que le arrastra al nihilismo, o ese libro
de versos de Lorca que se lee cuando se es niño, o, en definitiva, esa primera
vez que se ve 2001, una odisea del
espacio y se escucha a Bob Dylan. Y es que Moyano se complace en contar su
encuentro con los escritores, la forma en que le han seducido.
Da la impresión, además, de que
Moyano encuentra en los escritores una serie de rasgos que parecen repetirse,
como si de lugares comunes se tratase. Así se topa frecuentemente con la
misantropía (aplicada a Borges, a Bioy Casares e incluso a un cineasta como
Kubrick), con la desesperación, el carácter autodestructivo y la propensión al
suicidio (en Cioran, en Dylan Thomas) o con la sensación de individuo fracasado
(implícita en Bukowski, en Lovecraft). Pero también encuentra Moyano en los
escritores un camino abierto a la nostalgia, como cuando recuerda el
primitivismo implícito en la poesía de Lorca, porque es una llamada de
vinculación a la tierra y a la infancia. Por lo demás, la ironía con que maneja
sus propias obsesiones (como su devoción por las canciones de Dylan, hasta el
punto de convertirse en un dylanita), son un reflejo de su particular sentido
del humor, necesario como el propio autor sostiene para hacer soportable la
vida.
Moyano, finalmente, nos deleita con
pequeñas historias en los ensayos, porque no puede eludir la necesidad de
mezclar ensayo y ficción. Y cuando se detiene en las notas biográficas de los
escritores, que envuelven los ensayos, lo hace tan sólo para recalar en el aspecto
que más le llama la atención, sea la soledad de Lovecraft, la discreción de
Bioy Casares o la musicalidad intraducible de los poemas de Dylan Thomas,
porque, como nos recuerda Moyano, la magia de la literatura radica en que el
lector puede encontrar un plan secreto allí donde parece que sólo reina el
azar, experiencia que le aconteció con la lectura de Paul Auster.
Viajero empedernido, Moyano acude al encuentro de los escritores que
adora, visita la tumba de Cortazar en Montparnasse, el condado de Sussex, donde
se recluyó Kipling acaso buscando la felicidad anhelada, o la tierra nemorosa
de Mondoñedo, donde Cunqueiro vivió una infancia feliz que nutrió su
literatura. El peregrino acaba su viaje, no por casualidad, visitando la tumba
de Borges en Ginebra. Entonces, el viajero se percata en esos lugares “llenos
de magia, de resonancias míticas”, de que es un hombre solitario, de
que la literatura es, quizás, “una forma de vivir la realidad más intensamente”. Y entonces, el lector comprende que el viaje literario de Manuel
Moyano se basa en la idea, nada baladí, de que el espíritu de un lugar inspira
la literatura.
viernes, 31 de agosto de 2018
Versos envenenados
El poeta
murciano F. J. Illán Vivas, conocido también por los diversos volúmenes de narrativa fantástica que configuran la serie
de La cólera de Nébulos, acaba de
publicar una novela que anda a medio camino entre la serie negra y el intimismo
que tanto gusta al poeta, y que le ha valido el reconocimiento como finalista
del VII Premio Wilkie Collins de novela negra. El sugerente título, Versos envenenados (M.A.R. Editor,
2018), pone en situación al lector pues la poesía se convierte en el elemento
referencial y vertebrador de toda la historia. No en vano, a lo largo de la
narración los protagonistas de la novela no cesan de dialogar a propósito de
los más variados poetas, desde Neruda hasta Luis Alberto de Cuenca pasando por
Zorilla y los principales poetas murcianos. La poesía, además, pone en
comunicación a los personajes, tiene un efecto balsámico, pero también puede
tener un efecto destructivo, como se pone en evidencia cuando se encuentran
retazos de la poesía de Luis Alberto de Cuenca entre la ropa de varios hombres
asesinados.
Dicho esto queda claro, en todo caso, que en Versos envenenados Illán Vivas ha pretendido contar una historia de
serie negra, pero no lo hace desde la perspectiva del inspector de
policía, Isco Vivas (nombre de resonancias autobiográficas, quien en sus gustos
parece reproducir ciertas manías del autor), ya que la narración gira
continuamente, como los meandros de un río, adoptando distintos puntos de
vista, con las aportaciones personales y las vivencias de cada uno de los
personajes de la novela, de tal modo que las piezas que componen el tapiz del
relato sólo cobran sentido al final de la narración, cuando el autor, en una
nota que sirve de coda, presenta la historia como el resultado de una serie de
charlas con el inspector –y sus colaboradores-, “la primera entrega” de lo que
se presagia como una colección contando las andanzas del inspector Isco Vivas.
Pero lejos de seguir la investigación a través de la mirada del protagonista,
aun a sabiendas de que se involucra personalmente en la trama, el autor cuenta
la historia desde diferentes ángulos, haciendo hincapié en la doble pasión
amorosa de una suerte de viuda negra, Carmen Delegido, primero con un arribista
que procede de una familia venida a menos dentro de la burguesía murciana y que
pretende medrar en una gran empresa, y luego con un vigilante nocturno, enfermo
y obsesionado con el suicidio, que acude a la Biblioteca pública de
Murcia a leer libros sobre medicamentos. Esta doble pasión amorosa tiene su
correspondencia en las sucesivas muertes de los dos amantes, en extrañas
circunstancias y ante la mirada llena de erotismo y sexualidad de la propia
protagonista. Amor, sexo y muerte están, por tanto, íntimamente entrelazados en
estas dos historias.
Pero más allá de este entramado de serie negra, trufado de giros y
sorpresas hasta el final y salpicado por ciertos acontecimientos que permiten
situar cronológicamente la historia -como la descripción del atentado
terrorista de Atocha en marzo de 2004 o la toma de poder por parte del gobierno
socialista de Zapatero-, el relato cobra fuerza en los pequeños detalles, allí
donde el poeta emerge en breves retazos, allí donde los perfumes, los olores,
el recuerdo de los cerezos en el valle del Jerte y el sabor de las cerezas
–comparado a los embriagadores labios de una mujer- sobrevuelan por encima de
la narración.
lunes, 30 de julio de 2018
Sócrates y Platón
En 1996 se
publica un breve ensayo titulado Sócrates
y Platón, de Romano Gasparotti, discípulo de Emanuele Severino en Venecia.
El punto de partida del ensayo es la “cuestión socrática” como problema
filosófico, pues Gasparotti piensa que no se puede considerar a Sócrates como
filósofo ya que no dejó ningún documento escrito. Esto significa vincular en
cierto modo, desde la primera página del libro, filosofía y escritura. Y es que
Gasparotti trata de establecer desde un primer momento la línea de continuidad
y de separación que existe entre Sócrates y Platón, cuestión central para la
filosofía, porque lo que se advierte en la transición del período que va de
Sócrates, Tucídides y Aristófanes al tiempo de Platón, Jenofonte y Aristóteles
es un auténtico cambio de época, una fractura generacional decisiva para la
cultura griega. Para explicar este cambio generacional que tiene lugar a
finales del siglo V a. C., Gasparotti se hace eco de uno de los aspectos
principales de la crisis, el paso de la cultura oral a la cultura escrita, un
acontecimiento que no duda en definir como “revolucionario” siguiendo
los estudios de E. A. Havelock. La idea básica es la identificación de lo
precientífico, lo prefilosófico y lo preliterario en el ámbito de una cultura
oral o prealfabética. La tradición escrita supone en cambio el triunfo de la
teoría, theoría, la ciencia, episteme, un sistema de definiciones y
razonamientos lógicos, por lo que se produce “el nacimiento del sujeto crítico, esto es, capaz de separarse de
la tradición en que se encuentra
inmerso”. Este paso de la oralidad al dominio de la escritura se
refuerza con la transición de la sophía a
la philosophía, con el paso del mythos al
logos, aunque en este último punto
Gasparotti se muestra bastante precavido porque en un contexto todavía
eminentemente oral y homérico las palabras mythos
y logos parecen haber
intercambiado los papeles. En cualquier caso, no cabe ninguna duda de que el
papel del logos como lenguaje es
determinante en el nacimiento de la filosofía. Gasparotti toma el mito de
Prometeo, tal como se cuenta en el Protágoras
de Platón, para fundamentar esta cuestión, ya que sabemos que, expulsado del
regazo de los dioses, el hombre es un ser mortal dotado de lenguaje gracias al
robo del fuego por parte de Prometeo. El logos,
entendido como lenguaje, “constituye la principal fuerza de los hombres,
condenados de otro modo a un destino de miseria y de impotencia”. Esta
propuesta se refuerza con la interpretación sugerente, aunque ciertamente
farragosa y enrevesada, que Romano Gasparotti ofrece del importante pasaje de la
Carta VII de Platón
(341b-344d), en donde el filósofo ateniense argumenta en favor de la
preeminencia de la expresión oral sobre la expresión escrita. El pasaje es
fundamental porque presenta un claro ejemplo de epistemología platónica.
Gasparotti intuye que el objetivo principal de Platón es ofrecer un logos verdadero como alternativa al conocimiento,
un asunto principal que es concreto y no abstracto, y que no se puede definir
por escrito. A través de abigarrados argumentos Gasparotti llega a una
conclusión que el Parménides
platónico confirma como la cuestión crucial de la filosofía griega, es decir,
“el problema de la unidad y de la díada, esto es de la identidad y de la
diferencia”, el tema que seguramente no se podía articular por escrito
en la Carta VII.
Partiendo de la idea establecida por
la historiografía moderna según la cual Platón representa la filosofía, philosophía, y Sócrates culmina una
época de sabiduría, sophía,
Gasparotti considera, en definitiva, que la filosofía se ha constituido
esencialmente como interpretación de la sophía,
“como saber segundo y dialógico por excelencia”, “como saber-sobre…, o sea como discurso sobre…lo
otro”, con lo que el logos filosófico adquiere una naturaleza
claramente hermenéutica, pero sin olvidar que la filosofía no se puede reducir
a simple erudición cultural, ejercicio historiográfico o pura teoría.
jueves, 28 de junio de 2018
Poesías reunidas
T. S. Eliot era
consciente de que haber nacido en Saint Louis, junto al gran río, había marcado
su vida de forma indeleble. La plenitud con que se describe la naturaleza en su
poesía procede sin ninguna duda de la experiencia de la infancia, de una mirada
desplegada que retiene las imágenes de los paisajes, las voces de los niños en
New Hampshire, el río rojo en Virginia, las gaviotas, verdaderas propietarias
de Cape Ann, las lilas y los jacintos en el mes de abril, reflejos todos de un
ojo dorado. Resulta evidente, además, que la naturaleza otorga serenidad a los
poemas de Eliot. En un mundo que está en constante movimiento, en donde el
tiempo se desliza de forma inexorable, Eliot parece empeñado en tratar de
captar la calma. En el primero de los Cuatro
cuartetos, que se denomina Burnt
Norton, el poeta busca, a través de la luz, el resquicio que le permita
observar las flores y los pájaros en reposo, en quietud. Cada estación nos
regala unos dones distintos. La fiesta campestre que tiene lugar en el segundo
de los cuartetos, East Coker, acontece en el atardecer de
una tarde de verano. La alegría estival contrasta con la serenidad otoñal, con
la sabiduría de los ancianos, mientras que la llegada del invierno acerca las
tinieblas, la sensación de fin, de acabamiento.
El tono religioso se desvela en las Poesías
de 1920, inicialmente tituladas Ara
Vus Prec, pero adquiere carta de naturaleza en Miércoles de ceniza, un poemario en el que se hacen evidentes la
falta de esperanza, el clamor en el desierto y la invocación de la palabra. Algunos de estos elementos se vuelven a poner de manifiesto en los coros de La piedra, dando la sensación de que,
mientras la naturaleza fluye eterna y perpetuamente, los hombres tienen la
imperiosa necesidad de edificar, cosas buenas ciertamente, en concreto
iglesias. Se trata de construir con materiales nuevos. Es el perpetuo
enfrentamiento entre el bien y el mal lo que está en juego. La herencia de
nuestros padres condiciona nuestro futuro. El camino hacia el templo parece el único camino. La comunidad
lo es todo y una comunidad sin templo carece de hogar. Además, en el templo
debe habitar la pureza de los mártires y los santos. Eliot se queja porque Dios
ha sido sustituido por la adoración a otros dioses menores, bien sea la razón,
la dialéctica, el dinero o el poder. El ejemplo está en la verdadera fe de los
cruzados. Al servicio de Dios “brota el orden perfecto del lenguaje y la
belleza del hechizo”.
Los fragmentos de Sweeney Agonista denotan
un cierto sentido del humor en Eliot, una cuestión que ya se había puesto de
relieve en las Poesías de 1920. Eliot
siente la necesidad de articular un diálogo concatenado en donde las frases y
el ritmo se van enlazando en una suerte de juego que recuerda la ironía y el
humor del teatro del absurdo. También se advierte en Eliot una tendencia a
repetir y encadenar imágenes, que se manifiesta desde el primer poemario, Prufrock y otras observaciones. El
atardecer entre el humo y la niebla, la luna entre la lluvia, en el amanecer de
la calle, las habitaciones cerradas, los objetos cotidianos, la capilla del
ermitaño y la hora violeta son imágenes que se suceden y, a veces, se encadenan
de unos poemarios a otros. Quizá se deba pensar en este sentido que las
alusiones al reino de la muerte o a la tierra muerta en Los hombres huecos son referencias a La tierra baldía.
En los Poemas de Ariel, por lo
demás, fluye un tono de añoranza que
se despliega en los recuerdos –puros- que atesoramos de la navidad, en el olor
del mar, de los barcos. Hay una sensación irrevocable que trata de enlazar el
principio con el final, el nacimiento con la muerte. Es posible pensar, pues,
que cuando en Coriolano, por ejemplo,
Eliot cuenta la historia del general romano que, exiliado, decide tomar por las
armas la ciudad de Roma y el clamor de su madre lo evita, está tratando de
fusionar amor y muerte. Eliot mezcla sutilmente elementos antiguos (las vírgenes,
el sacrificio, las trompetas, las águilas, la referencia a los volscos) con los
elementos modernos (las comisiones, las armas, las salchichas, los bollitos
calientes). El tono militar se suaviza con el recuerdo de la madre, con la
serenidad de la naturaleza. Ligada a esa sensación que en continuidad pretende
enlazar principio y fin está siempre presente la obsesión por el tiempo. Es así
como en el tercer cuarteto, Las Dry Salvages, Eliot se regodea en el
mundo de los pescadores, en el tiempo del viaje, en la angustia de la espera,
pues sólo el santo es capaz de “aprehender el punto de intersección
de lo intemporal con el tiempo”. Y es así también como en el cuarto
cuarteto, Little Gidding, Eliot se
complace en las estaciones, en la oración al calor del invierno, en las
palabras del maestro ya fallecido, en un juego de palabras que abarca principio
y fin, rosa y fuego. Porque, a fin de cuentas, siendo la poesía una experiencia
individual, privada, que en su concepción abstracta puede alcanzar un valor
universal, esa experiencia se traduce, en definitiva, en la búsqueda infatigable de algo inasible, algo que
cuando la palabra no está dicha se construye con un lenguaje nuevo.
martes, 29 de mayo de 2018
Recuerdos del primer amor
La editorial
Acantilado ha publicado unos fragmentos del diario de Leopardi, el Zibaldone, textos introspectivos en
donde el poeta describe “la llamada de la belleza”, el momento en que por
primera vez el amor se enseñorea de nuestros sentimientos. La edición, titulada
Recuerdos del primer amor, viene
acompañada de la Elegía primera, incluida también en los Cantos.
Siempre he pensado que la escritura puede resultar un consuelo. Para
Leopardi, agostado por la enfermedad y encerrado en la biblioteca familiar,
escribir era sin duda alguna una suerte de reconciliación con la vida. El
domingo, 14 de diciembre de 1817, Giacomo Leopardi decide garabatear unas
líneas para tratar de expresar los sentimientos que se agolpan en su mente y el
vacío que experimenta en su corazón. Tras permanecer tres días en casa de sus
padres una señora de Pésaro, una mujer casada de veintiséis años, el poeta
trata de describir el proceso de dolor y sufrimiento que le ha provocado la
llegada de esa mujer, “los recuerdos de una melancolía indescriptible”.
El joven de diecinueve años que es Leopardi padece sueños febriles y agitados,
en donde emerge la imagen de la señora (Oh come viva in mezzo alle tenebre /
Sorgea la dolce imago, e gli occhi chiusi / La contemplavan sotto alle
palpebre¡), pero al marcharse la joven dicha imagen empieza a desvanecerse, más
aún cuando Leopardi logra culminar un poema dedicado a la señora el 16 de
diciembre de 1817. Invadido por un estado melancólico, Leopardi se nota “más
sensible, más poético”, pero al mismo tiempo se da cuenta de que ha
perdido capacidad para el estudio, el único objetivo en su vida hasta conocer a
la señora de Pésaro (Nè gli occhi ai noti studi io rivolgea / E quelli m’apparian
vani per cui / Vano ogni altro desir creduto avea). La búsqueda de la gloria,
que era el objeto hacia el que apuntaba la obsesión por el estudio, ha pasado a
un segundo plano mientras permanece el espíritu vacío y lo que Leopardi
denomina “enfermedad de la mente”.
Al cumplirse una semana desde el inicio de la enfermedad, el poeta observa una evolución en sus sentimientos. La imagen de la señora empieza a diluirse y retorna poco a poco el afán por el estudio. En las notas elaboradas el 22 y 23 de diciembre se dispone a poner fin a esa “conversación” que ha mantenido consigo mismo para tratar de aliviar su corazón y poner en orden sus pasiones. Los recuerdos del primer amor se agotan, como una lámpara de aceite que languidece y de vez en cuando provoca los últimos destellos. Leopardi reconoce en todo caso la pureza de sus sentimientos y la espontaneidad de todo lo que ha escrito (Al cielo, a voi, gentili anime, io giuro / Che voglia non m’entrò bassa nel petto / Ch’arsi di foco intaminato e puro). Además, sabe que volver a ver a la señora de Pésaro significará volver a avivar la pasión pues ha sido la ausencia lo que ha diluido en definitiva la imagen que se había forjado el poeta.
Al cumplirse una semana desde el inicio de la enfermedad, el poeta observa una evolución en sus sentimientos. La imagen de la señora empieza a diluirse y retorna poco a poco el afán por el estudio. En las notas elaboradas el 22 y 23 de diciembre se dispone a poner fin a esa “conversación” que ha mantenido consigo mismo para tratar de aliviar su corazón y poner en orden sus pasiones. Los recuerdos del primer amor se agotan, como una lámpara de aceite que languidece y de vez en cuando provoca los últimos destellos. Leopardi reconoce en todo caso la pureza de sus sentimientos y la espontaneidad de todo lo que ha escrito (Al cielo, a voi, gentili anime, io giuro / Che voglia non m’entrò bassa nel petto / Ch’arsi di foco intaminato e puro). Además, sabe que volver a ver a la señora de Pésaro significará volver a avivar la pasión pues ha sido la ausencia lo que ha diluido en definitiva la imagen que se había forjado el poeta.
lunes, 30 de abril de 2018
El cinematógrafo
En 1995 la
editorial Pre-Textos recopila en El
cinematógrafo todos los artículos de cine de Azorín, escritos entre 1921 y
1964 y repartidos en diferentes libros (El
cine y el momento, El efímero cine, Los recuadros). Azorín se interesa por
las posibilidades estéticas del cine, sobre todo a nivel emocional, y también
por las posibilidades que ofrece el planteamiento del espacio en el
cinematógrafo. Es consciente de que el cine forma parte de un nuevo tiempo, con
la construcción de un nuevo espacio, y compara la invención del cine con la
invención de la imprenta en el siglo XV. Dos aspectos llaman particularmente la
atención del escritor: la expresividad que se logra con el estudio de los
rostros y las manos, y la coexistencia de los tiempos. El primer artículo de
Azorín data de 1921, lo cual viene a demostrar que desde un
primer momento el escritor siente interés por la misión educativa, histórica y
social que cumple este nuevo artilugio. Siendo como es un romántico, un
diletante, Azorín mira el cine como quien mira el teatro, no con los ojos de un
joven, sino con los ojos de un hombre del siglo XIX.
Azorín se interesa por las actrices, por el argumento y por el paisaje.
El cine permite ante todo observar el paisaje de lugares que nunca podremos
visitar. Interesado por la observación de la naturaleza, Azorín habla de
trivialismo italiano para referirse a un tipo de cine que se hace en Italia
que, con supuestos aires de innovación, en realidad está mostrando lo más
rastrero e insignificante. Esta visión está en estrecha relación con el
concepto de realismo que maneja Azorín, y que lo acerca a las posiciones que
defiende Valera, pues lo vulgar debe sublimarse y solo tiene valor si se
traduce en poesía. Y es que Azorín ni entiende ni se interesa por la teoría
cinematográfica. La técnica en el cine le es completamente ajena y los libros
que hablan sobre cine le resultan superfluos. No entiende que trabaje tanta
gente en una película de cine para obtener luego un resultado tan limitado. Es
precisamente un director quien, en medio de las confidencias, le hace saber que
el aspecto fundamental del cine es la composición. Por eso, no es de extrañar
que en un artículo Azorín señale que la labor de un director, recurriendo a una
cita de Pascal, sea encontrar el “punto indivisible”, porque cuando se
contempla un cuadro, de cerca o de lejos, igual que cuando se busca un
encuadre, “no hay más que un punto indivisible que sea el verdadero sitio”.
Azorín es un hombre de teatro, que ama el teatro y siente devoción por
los actores. No es casualidad que
escriba meditadas reflexiones sobre la relación existente entre el
cinematógrafo y el teatro. Parece, en cierta medida, preocupado por tratar de
explicar el cine en relación con la situación del teatro y examina los peligros
de las intromisiones de un arte en otro. Su interés por el teatro le lleva a
hacer comentarios sobre películas que tratan el mundo del teatro, como Hedda Gabler o Cómicos, de Bardem. Es consciente, por lo demás, de que una comedia
o un drama en la pantalla son siempre inferiores a la obra teatral. En 1956,
aprovechando una referencia de José María García Escudero, Azorín viene a
distinguir entre cine-cine, el que defiende García Escudero, y cine-teatro, del
que es evidentemente partidario. Aunque se intuyan cuales puedan ser las
diferencias entre ambos, en ningún momento Azorín define ninguno de los dos,
pero tiene claro que si el cine-cine languidece es por la falta de literatura,
de originalidad. También tiene claro que el avance del cinematógrafo ha
obligado al teatro a plantear nuevas soluciones. Es lo que está sucediendo en
algunos lugares de Europa con la aparición de un teatro nuevo. Por su parte, el
cine, al buscar un espacio de desenvolvimiento, se diferencia del teatro por el
privilegio del símbolo, que permite condensar la realidad. En definitiva,
mientras el cine es un arte nuevo que ofrece una visión -ilimitada- del tiempo
que nos acerca a un mundo nuevo, el teatro acerca los actores al público,
frente a la impasibilidad que manifiestan los espectadores en el cine.
Programático, Azorín propone un tipo de cine nacional, igual que en el
siglo XVII existía un tipo nacional de teatro. El cine se define por la luz, la
perspectiva y la colocación de figuras.
El cineasta debe centrarse en la expresión (de los actores) y en la luz.
La obsesión por la luz en el cine le lleva a comentar El último caballo, de Edgar Neville, desde ese punto de vista, viendo en esa luz de Madrid una
manifestación de la melancolía que envuelve al protagonista en la búsqueda de
algo inasible, un pasado irrecuperable. Obsesionado por la luz crepuscular, al
alborear y al atardecer, establece comparaciones con la pintura. Azorín
considera que los verdaderos creadores en el cine se dedican a la observación.
Se queja al advertir cómo el gusto del público ha dado paso al gusto de la
multitud, un hecho significativo que aconteció hace tiempo en el teatro y que
ahora está ocurriendo en el cine. Con frecuencia, Azorín recalca que el creador
del cine es Georges Méliès, porque introduce el argumento en el cine. Incluso,
en un artículo llega a afirmar que “el cine es literatura”. En
variadas ocasiones defiende el doblaje en el cine, porque prescindir del
doblaje sería como eliminar los libros traducidos de las librerías o las
comedias traducidas de los teatros. A veces, se deja llevar por la ironía y se
regodea con la forma de trabajar en el cine, con las continuas repeticiones de
tomas o desestima ciertos tópicos repetidos en el cine, como las peleas, los
besos, los bailes, la bebida y los cigarrillos. A veces, también, imagina
historias que podrían convertirse en guiones, porque siente el gusanillo, la
necesidad de participar alguna vez en el mundo del cine.
Los comentarios de Azorín sobre el cine están repletos de digresiones, de
meandros por los que discurre el escritor con sus particulares obsesiones. Como
no entiende de cine termina hablando de literatura, de historia, de teatro o de
lo que sea, pero nunca de cine. Un artículo sobre la película Agustina de Aragón es una reflexión
sobre Jovellanos. La visión de Carmen le
induce a leer a Merimée y a pensar sobre el mito. Una película sobre el caso
Dreyfus le hace pensar en la grandeza de la nación francesa, en su
sensibilidad, en su búsqueda de la justicia y la verdad. Cuando escribe sobre
Cajal se pregunta por qué el científico gustó de la fotografía y no se preocupó
por el cine. Cuando comenta la película ¿Dónde vas, triste de ti?, se pasa
directamente a hablar de Alfonso XII, haciendo una apología de la Restauración y de los
políticos de la época, algunos de los cuales conoció y trató. Sólo resta decir
que sus obsesiones, a saber, los personajes que circulan por su mente, surgen
una y otra vez en los artículos, desde Fray Luis de Granda a El Cid, pasando
por Santa Teresa de Jesús. Sólo tangencialmente habla de cine, porque se
interesa realmente por otras cosas.
Azorín, no cabe duda, hacia 1950 pasaba las tardes en el cine. Pero a
partir de 1952 el número de artículos dedicados al cinematógrafo disminuye. En
Cinelandia, en el cine estadounidense, Azorín encuentra un matiz de candor
enternecedor, aunque no termina de entender las películas policíacas, porque en
sus argumentos encuentra una evidente fragilidad. Para 1954, sin embargo, el
escritor habla ya claramente de la falta de imaginación en las películas de
Hollywood, una situación que achaca a la deficiencia de los guiones. A pesar de
sus críticas al realismo italiano resulta conmovedor el ensayo que dedica a Ladrón de bicicletas, titulado Nadie, en donde el personaje principal
de la película, con su entrecejo, se impone al escenario espectacular de Roma
para expresar “la eternidad del dolor humano”. Hacia mediados de los
cincuenta, el interés de Azorín por el cine parece diluirse. Las referencias al
cinematógrafo son mínimas en sus artículos. Son alusiones que sirven para
hablar de literatura. Quizá sienta, finalmente, que el cine es tan sólo una
manifestación de la inestabilidad y la vanidad de las cosas humanas.
sábado, 31 de marzo de 2018
El Jarama
Hoy en día,
cualquier lector que afronte la lectura de El
Jarama se topa en primer lugar con una nota elaborada por Ferlosio para la
edición de 1965, nueve años después de publicada la novela. Con una velada
ironía, Ferlosio menciona al autor de la famosa descripción del Jarama que abre
y cierra la novela, un escritor del siglo XIX, un tal Casiano de Prado, a quien
Ferlosio atribuye “la mejor página de prosa de toda la novela”. Sabemos
que durante años el propio Ferlosio mantuvo una actitud ciertamente escéptica
con respecto a su novela, no más por otra parte que algunos críticos. Quizá no
sea simple casualidad que tras escribir El
Jarama, y exceptuando algún relato aislado, Ferlosio abandonase por
completo la narrativa, no volviendo a publicar una novela, El testimonio de Yarfoz, hasta el año 1986. “De prosa está bien”,
ha llegado a decir el propio Ferlosio refiriéndose a El Jarama, pero hay algo que no le convence, algo que a lo largo de
los años le ha ido distanciando de la novela. ¿Tan agotado le había dejado El Jarama que prefirió virar hacia el
ensayo? ¿Acaso aspiraba a circular
por nuevos territorios? Cualquiera que sea la respuesta que arroje luz en la
trayectoria vital y literaria de Ferlosio, lo cierto es que tras escribir El Jarama parece recluirse, abandonarse
en una suerte de aislamiento, alejándose definitivamente de la narrativa
realista tan en boga durante los años cincuenta. Porque, efectivamente, El Jarama es una novela anclada en las
circunstancias de su época. Sin la estética neorrealista y sin las influencias
cinematográficas no se puede entender la estructura narrativa de la novela.
Ferlosio ha querido plasmar el paso del tiempo como si de un guión cinematográfico
se tratase, apelando al montaje literario, digámoslo así, combinando escenas en el
borde del río Jarama, con escenas en una venta cercana al río. El tiempo se
despliega de forma monótona un domingo de agosto. El calor aprieta. Unos
jóvenes madrileños disfrutan del baño y de un picnic en el río. A corta
distancia se desarrolla el contrapunto en una venta, donde hombres ya maduros
cuando menos se lanzan pullas y maledicencias, ajenos a lo que acontece en el
río. El Jarama es el enlace entre los dos planos que vehiculan la historia.
Ferlosio no se olvida del paso del tiempo, de vez en cuando nos recuerda el
momento del día en que se desarrolla la escena. De hecho, en las primeras
páginas de la novela se señala que son las nueve menos cuarto y cuando se cierra
la historia se dice que es la una menos diez. El día ha acabado. La novela
también. Entre lo que ocurre en la venta de Mauricio y lo que acontece en el borde
del río, el misterio se despliega, como siempre en las novelas de Ferlosio
(recordemos el precedente de Alfanhuí),
en la naturaleza, en las breves y continuas descripciones del río y del
entorno, que convierten a la naturaleza en un personaje más de la novela, que
acecha con su belleza y sus peligros, ajena a las peripecias totalmente
anodinas que despliegan los seres humanos. El tono moroso en que se desenvuelve
la historia no sólo es un reflejo del calor veraniego o una metáfora que trata
de visualizar una época, sino también una visión de la vida que se traduce en
las aguas del río, que se las lleva el Tajo, tal como se nos recuerda en el
final de la novela, hacia Occidente, a Portugal y al Océano Atlántico. La
fugacidad de la vida (ejemplificada de forma evidente en la muerte de Lucita)
frente al carácter eterno de la naturaleza, personificado en el río. Naturaleza
y cultura, he aquí los dos polos entre los que se mueve la obra de Ferlosio, o
dicho de otro modo, una reflexión sobre la condición humana, sobre la fatuidad
de las apariencias en un espacio y tiempo acotados, teniendo como espectador de
excepción el río Jarama. Ferlosio parece obsesionado por diseñar un tapiz en el
que los personajes se entrelazan y se mueven al mismo tiempo en diferentes
espacios, una mirada caleidoscópica que tiene todas las señas de identidad del
cinematógrafo. El detallismo con que describe las costumbres de la época, es
decir, las partidas de dominó en la venta, el juego de la rana, los baños en el
río, los juegos inocentes de los jóvenes, el carácter autoritario de la guardia
civil y todo un sinfín de pequeños detalles que envuelven el relato, contribuye
a dotar de humanismo a los personajes. Unas breves líneas, o siquiera un breve
trazo, sirven para definir a cualquier personaje, como esa mirada del
secretario a la flor que lleva el juez en el ojal. Los apuntes sociales o
políticos están, por lo demás, muy matizados, ofrecidos con sutileza.
Finalmente, es el azar, el accidente en el río con la muerte de la joven
Lucita, el que marca un punto de inflexión en la novela, dotando de emoción y
poesía al relato. Mientras los personajes que pululan en la venta ríen y pasan
el rato, sabemos que en el río, en ese mismo momento, se ha producido la muerte
de Lucita. El lector, compungido por la emoción que desprende la escena en el
río, con la muchacha muerta en la arena, se ve obligado a seguir la historia en
la venta porque así lo ha dispuesto el narrador. En la venta de Mauricio todo
parece fluir en los mismos términos, ajenos los personajes a lo que ha ocurrido
en el Jarama. La vida sigue fluyendo, como el río.
martes, 27 de febrero de 2018
Libro y libertad
En 2005 la
editorial italiana Laterza publica un opúsculo de Luciano Canfora, una
colección de ensayos titulada, de forma muy significativa, Libro y libertad (Madrid, Siruela, 2017). Antiguo y múltiple, tal
como señala Canfora, el nexo entre libro y libertad, implícito en la palabra
latina liber, se convierte en el hilo
conductor de incontables historias relacionadas con el amor a los libros y las
bibliotecas. Sabemos que los libros que yacen en los anaqueles de las
bibliotecas nos dicen mucho de sus dueños. Así pues, por ejemplo, intuimos
gracias a la biblioteca de Cristóbal Colón que su origen era posiblemente
judío, y por los libros que leía Danton podemos deducir que no sentía excesiva
pasión por la literatura antigua. A veces, las bibliotecas imaginadas en la
literatura, como es el caso de la descrita por Montesquieu en las Cartas persas, nos ofrecen detalles de
los libros que conformaban verdaderamente la biblioteca de esos autores. En
ocasiones, como es el caso de Focio, los escritores nos hablan de libros que
configuran una auténtica biblioteca perdida, o, en sentido contrario, como es
el caso de Marino, describen una biblioteca imaginada. La biblioteca se puede
convertir, a decir verdad, en una especie de paraíso, pero también en un
pequeño infierno en el que anida acaso la locura. No es casualidad, en este
sentido, que Canfora hable de la bibliomanía, esa especie de obsesión por
aglutinar libros y configurar enormes bibliotecas, una suerte de locura que se
observa ya en el principado, cuando los patricios romanos empiezan a considerar
que una biblioteca otorga prestigio a una casa señorial. Entre el amor a los
libros que experimentan Cicerón y Varrón, ávidos lectores, y las observaciones
de Séneca sobre la necesidad de seleccionar los libros de lectura media un
espacio en el que se ha colado la idea de la biblioteca como un lugar de
prestigio.
En Libro y libertad, la desbordante cultura de Canfora permite enlazar
el papel crucial que juega la biblioteca en la historia de Le rouge et le noir, de Stendhal, con la censura y posterior quema
de libros en el famoso capítulo VII de El
Quijote, o relacionar la huida de Don Quijote y Sancho para iniciar su
aventura con la huida de Tolstoi, o, finalmente, vincular el efecto de los
libros sobre la imaginación de Don Quijote con la locura que acontece a los
habitantes de Abdera –según cuenta Luciano de Samosata- como consecuencia del
impacto del teatro, de los versos de Eurípides, causantes –junto al calor
tórrido- de una epidemia. Canfora hace acopio de historias que ponen en
evidencia la obsesión que provocan los libros, como la locura que aconteció a
J. G. Tinius, un pastor sajón capaz de cometer asesinatos para obtener dinero
con el que comprar nuevos libros o la historia de W. G. Struve, que sumergido
en la lectura del Antiguo Testamento había penetrado en un estado tan
melancólico que renunciaba a leer otros libros. Pero, en última instancia, más
allá de esta obsesiva presencia de un único libro en múltiples historias de
escritores maniáticos, el ensayo de Canfora apunta en una dirección muy clara,
a saber, el estudio de la relación entre los libros y el poder. Sabedor que
desde tiempos primitivos siempre se ha concedido al libro una especie de poder
mágico, la idea de Canfora es mostrar la victoria final del libro, tal como
pensaba Tácito. Como se sabe, los ejemplos de quema de libros y de autores
perseguidos son múltiples desde la antigüedad (Ovidio, Giordano Bruno, Galileo,
Diderot y su Encyclopédie). Canfora
recopila historias de escritores amenazados por la censura y traza determinadas
comparaciones relacionando la decisión de quemar libros de historia y poesía
por parte de un consejero chino del emperador con la tradición de un Alejandro
Magno destructor de libros. Pero la idea que prevalece al final, recordando la
historia que cuenta Diodoro implícita en la legislación de Carondas, es la de
que una generalización de la alfabetización puede mejorar la vida de los
hombres, que a través del libro se puede alcanzar la libertad. Nadie podía
sospechar que esa “revolución”, tal como la denomina Canfora, vendría
con la difusión de un códice religioso, el Nuevo testamento. No es casualidad,
por lo demás, que Canfora relacione, con cierta amargura, la historia de
Cervantes pergeñando su magna obra en la cárcel y las penurias de Gramsci escribiendo, también
en la cárcel, algunos libros “que han llevado a luchar por la libertad a
generaciones enteras”.
martes, 30 de enero de 2018
Autobiográfica 5
Las dificultades
que entraña la publicación de un manuscrito, los disgustos que provoca la
edición de un texto siempre están en la mente del escritor, resurgen día y
noche, hasta que, finalmente, se edita el libro y el escritor se siente liberado.
Tiene el objeto entre sus manos, hojea sus páginas. En esos momentos el
escritor se siente un dios. Nada hay más hermoso en el mundo. Pero pasado el
tiempo siempre se vuelve atrás y se recuerdan las dichosas dificultades, la
escritura del texto, el proceso de elaboración, y luego todo lo demás. La
situación se torna más compleja cuando se escribe sobre alguien todavía vivo,
cuando se toma la decisión, por la razón que sea, de contar la historia de un
superviviente. Los límites entre realidad y ficción se diluyen, el escritor
entra en una dinámica extraña que le lleva incluso a dudar de sus
posibilidades, pensando acaso que el verdadero autor del libro es el héroe de
la historia y no el pobre amanuense que ha tejido el relato. Entonces, pensando
en la posibilidad de volver atrás, se pregunta si volvería a escribir el libro,
si pasaría por todo lo que ha pasado.
Recuerdo precisamente ahora, volviendo la vista atrás, una historia que
ejemplifica estas divagaciones. Corría aproximadamente el año 2009 y estaba
preparando la edición de mi segunda novela, El
recodo del río, cuando recibí una llamada telefónica de Salvador Serrano
Zapater, a la sazón guionista, actor, hombre de teatro y de cine. Mi amigo me comentaba por teléfono
que su padre, Juan Serrano, llevaba bastante tiempo escribiendo y recogiendo
una especie de notas, algo así como unas memorias en las que contaba anécdotas
de su vida. Me preguntaba si podía echar un vistazo al material para comprobar
si merecía la pena, si se podía hacer algo con él. Así pues, unos cuantos días
más tarde me reuní con Salvador en la cafetería de la Escuela de Arte Dramático,
donde me entregó una transcripción –no se me ocurre otra palabra que describa
la acción- que había realizado de las primeras páginas escritas por su padre.
Después de leer detenidamente los papeles tuve la intuición de que en esas
páginas se encontraba el germen de una buena historia sobre la posguerra y así
se lo dije a mi amigo. Sin duda, pensé en ese momento, que a través de la
historia de un hombre se podía recrear la vida cotidiana en la España posterior a la
guerra civil. Tras darle muchas vueltas al asunto decidí finalmente acudir a
casa de los Serrano. Allí me recibió Aurelia Zapater, la heroína de esta
historia, con un cesto de naranjas, alegre y jovial, con la bondad reflejada en
los ojos. En aquella visita Juan Serrano me entregó unas libretas en las que
había ido anotando, conforme las iba recordando, todas las vivencias
acontecidas a lo largo de los años. También me pasó recortes de periódicos de
los años sesenta donde aparecían noticias relacionadas con su vida. Me enseñó,
finalmente, algunas fotografías e informes médicos de sus múltiples
enfermedades. Con todo ese material debía afrontar la idea de escribir una
historia de ficción sobre la base de acontecimientos que habían ocurrido en la
realidad, con lo que tenía sobre mi conciencia la pesada carga que supone ser
el testigo fiel de unos hechos que habían acontecido al hombre que me sonreía
en aquellos momentos y que, seguramente, sería inflexible lector de todo el
material que fuese capaz de escribir. Debía rendir cuentas a mi conciencia y al
héroe de la historia, todavía vivo, Juan Serrano.
Decidí seguir adelante con el
proyecto y ya no recuerdo cuánto tiempo pasé descifrando las libretas –no se me
ocurre ahora tampoco otra palabra que describa la acción-, repletas de frases
incongruentes y con pasajes de difícil comprensión, a veces repetidos en épocas
supuestamente diferentes. Tras desentrañar los papeles de Juan Serrano volví a
su casa con una lista larguísima de preguntas sobre asuntos que me resultaban
dudosos o que, directamente, no entendía cómo habían sucedido. El caso es que,
algún tiempo después, una vez conseguí escribir las primeras páginas del futuro
libro, la única objeción que recibí de mi héroe vivo es que no acertaba a ver
la historia sin su nombre, porque, efectivamente, yo había empezado la
narración empleando nombres ficticios para todos los personajes, incluido el
personaje central de la historia. Me vi obligado por las circunstancias a
rectificar. Cedí a las exigencias, totalmente legítimas, de Juan Serrano. Año y
medio después, al finalizar la redacción de la novela, preparé varias copias
del manuscrito con el fin de que tanto el padre como el hijo me hiciesen las correcciones
oportunas en aquellos pasajes del relato en donde pudiese haber tergiversado la
historia de los acontecimientos. Así que, nuevamente en casa de los Serrano, me
vi obligado a realizar algunas pequeñas correcciones en pasajes que me iba
indicando el héroe de la historia, volviendo puntualmente a contarme cómo en
realidad habían ocurrido los hechos. Recuerdo que Juan Serrano andaba empeñado
en cambiar los nombres de todos los personajes, otorgándoles su verdadero
nombre, porque su intención, totalmente legítima también, era hacer una especie
de homenaje a aquellas personas que habían sido benefactoras en su trayectoria
vital y, al mismo tiempo, hacer evidente la posición de aquellos que habían
tenido una actitud reprobable. Por aquella época, después de dos años de
trabajo, ya me había dado cuenta de todos los puntos en los que había tenido
que ceder pero había entrado en una dinámica que me lanzaba inevitablemente
hacia el final del trayecto. Parecía que no había marcha atrás.
La novela, que estaba acabada en
julio de 2011, terminó publicándose en febrero de 2013 con el título de La extraña victoria. Con el paso del
tiempo he reflexionado sobre las dificultades que me ocasionó la escritura de
esta historia y he recordado algo bastante significativo. Cuando leí por
primera vez los papeles de Juan Serrano me llamó la atención el hecho de que
muchas de las anécdotas y vivencias que contaba -sobre todo en la primera mitad
de su vida, hasta que cae enfermo, es decir, la vida en una hacienda, la mili,
las anécdotas del trabajo en telefónica- creaban un ambiente de época que yo ya
conocía por el testimonio oral de mi padre. Efectivamente, las historias que me
contaba mi padre cuando era pequeño sobre el cultivo de la tierra, las
aventuras de la mili, la vida en la postguerra, el hambre y las humillaciones
en el trabajo eran del mismo estilo o parecidas a las que contaba Juan Serrano.
Al relacionar unas vivencias con otras he caído en la cuenta de que al contar
la historia de Juan Serrano estaba haciendo un pequeño homenaje a todos esos
grandes hombres que habían vivido la guerra civil siendo niños y habían
levantado el país en medio de la más absoluta miseria. Y al dedicar ese
homenaje a estos hombres, evidentemente, sin darme cuenta, estaba haciendo un
homenaje a mi padre. Por eso fui capaz de llegar hasta el final con esta
historia. Vale.
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