1. Alejandría es
una ciudad de libros, de historias relacionadas con los libros. No es
casualidad, pues, que el hermoso e imponente libro de Irene Vallejo, El
infinito en un junco (Siruela, 2019), se inicie con una historia de
cazadores de libros, gente a sueldo del rey egipcio en busca de libros por toda
Grecia. Tampoco es casualidad que se cuente la historia del regalo de Marco
Antonio a Cleopatra (veinte mil volúmenes para la biblioteca, sin duda una forma
brillante de seducción), ni que se mencione la fundación de Alejandría, en
Egipto, en el 331 a.C, porque el impulso de Alejandro viene de la Ilíada.
Todas las historias, en este sentido, parecen apuntar a la fundación de la
biblioteca de Alejandría: la idea de inmensidad, de totalidad, en la
construcción de la biblioteca responde a la universalidad que trata de difundir
Alejandro -y también la autora-. Sabemos que Demetrio de Falero organiza la
biblioteca y sabemos, también, que el Museo de Alejandría, el gran centro de
investigación, se sitúa junto a la biblioteca, pero el lugar en que se
encontraba la supuesta biblioteca sigue siendo todavía un enigma. Toda esta
actividad constructiva, tal como sugiere Vallejo, parece un intento, por parte
de Ptolomeo, de imitar la gloria de Atenas. La instalación de una segunda
biblioteca en el Serapeum, ya en época de Ptolomeo III, permite convertir la lectura
en algo asequible a todo el mundo, frente a la biblioteca en el interior del
recinto palacial, que está reservada a los sabios que allí trabajan. Está
generalización de la lectura es una idea que atrapa a Vallejo y que se repite
en el libro como eje vertebrador. La autora nos presenta a los lectores,
situados en la exedra del Museo, caminando, o en ámbitos particulares,
practicando, como se sabe, la lectura en voz alta. Vallejo, muy dada a realizar
comparaciones con los tiempos modernos, compara esta práctica con la lectura
silenciosa que se ha impuesto en la actualidad como norma habitual y pasa de la
biblioteca de Alejandría a la Biblioteca Bodleiana y al Museo Ashmolean de
Oxford, estableciendo un paralelismo moderno con Alejandría, aunque el museo moderno
ya no sea concebido como un encuentro de sabios. En realidad, Vallejo rastrea
todas las bibliotecas posibles o imaginadas. Así, por ejemplo, las tablillas de
arcilla en Mesopotamia, que son el “antepasado más cercano de los libros”, depositadas en almacenes, dan lugar acaso a las primeras
bibliotecas. La autora reconoce que en Egipto apenas hay noticias de las primeras
bibliotecas, pero no se olvida de mencionar la biblioteca de Nínive y, por
encima de todo, hace hincapié en la construcción de las primeras bibliotecas
públicas en Roma, que funcionan de forma diferente a las bibliotecas griegas,
permitiendo el acceso a la lectura en las salas a todo el mundo. Nuevamente
aquí sale a relucir la visión de la autora: la importancia de la difusión del libro
entre capas sociales diversas y la generalización, por consiguiente, de la
lectura. Este papel jugado por las bibliotecas públicas establecidas en los
foros se hace más evidente en las termas, donde se encuentran salas de lectura
y una pequeña biblioteca. Vallejo trata de difuminar, en este sentido, la
diferencia cultural entre Oriente y Occidente, defendiendo el afán por la
lectura también entre las poblaciones de Occidente. Pero este afán por las
bibliotecas posibles o imaginadas le lleva más lejos todavía, porque igual que
el desastre de Herculano en el año 79 permite descubrir, entre las ruinas, una
biblioteca con rollos de papiros ennegrecidos, existe la posibilidad y la
esperanza de que en el futuro salgan a la luz, gracias a la arqueología, nuevas
bibliotecas bajo nuestras calles. “Cuando camino por las calles de trazado
romano de mi ciudad”, escribe Vallejo, “pienso que en algún lugar, como en la
mágica Oxford, duerme una gran biblioteca en el subsuelo. Aplastadas por el
bullicio de las calles, bajo el asfalto y la prisa, mil veces pisadas y
saqueadas, sin duda deben de sobrevivir las últimas esquirlas de los nichos
donde nuestros remotos antepasados conocieron los libros”. Es, sin duda
alguna, el sueño de la autora: la fabulación en torno a bibliotecas imaginadas.
2. Vallejo
siente una especial pasión por el material, el soporte en el que se configuran
los libros, que es como decir el espacio sobre el que se alimentan los sueños,
sea una tablilla de arcilla, un rollo de papiro o de pergamino. Pero también
experimenta una manifiesta obsesión por la propia escritura. Imagina, con
emoción, como si de una fábula se tratase, la invención del alfabeto griego a
partir de una adaptación del alfabeto fenicio, invención que atribuye a un acto
individual, creativo, de un mercader griego. Lógicamente, la alfabetización
progresiva con la introducción de la escritura a partir del siglo VIII a.C
provoca cambios en la cultura griega. Vallejo es consciente, no obstante, de
que “el abandono de la oralidad en la antigua Grecia fue una larga etapa que
abarcó desde el siglo VIII al siglo IV a.C”, pero también es consciente
de que la cultura oral, pese a todo, permanece de una forma u otra, hasta
nuestros días. Por eso, la autora revisita el mundo de la tradición oral, que
está en Homero, y recuerda a los aedos, a los bardos, que presenta como “libros
de carne y hueso, vivos y palpitantes, en tiempos sin escritura y, por tanto,
sin historia”. Esta oralidad de la cultura griega activa la memoria de
la autora, como suele ser frecuente en El infinito en un junco,
recordando la oralidad de los cuentos en la infancia, los relatos y la voz de
su madre. Su percepción del mundo oral, de la tradición, está, sin embargo,
influida por una visión moderna, por una defensa a ultranza del valor de los
libros y de la escritura. Por lo demás, Vallejo sabe que no se puede determinar
con precisión si había una gran circulación de libros en la Grecia antigua. Las
noticias sobre mercaderes ambulantes de libros son muy escasas y difusas, e
igual pasa con la venta de rollos de papiro en el ágora. Estamos, en cierta
medida, en un callejón sin salida. Es quizá por ello que, cuando Vallejo
plantea el debate entre oralidad y escritura a partir del siglo V a.C, tema
clave en el Fedro platónico, su posición tiende a conciliar la memoria y
la escritura como dos aspectos que se complementan. De lo que no cabe ninguna
duda es que la lectura y la escritura son dos aspectos relacionados con una
minoría privilegiada, y el mismo criterio se puede aplicar al hecho de ir a la
escuela. La difusión y circulación de libros se realiza, pues, en contextos
aristocráticos, hasta que se produce un cambio, que Vallejo sitúa hacia el
siglo I a.C. A partir de ese momento, gracias a la labor de libreros y copistas,
los rollos de papiro que se venden en los tenderetes o en pequeñas tiendas, en
Roma, empiezan a caer en manos de otro tipo de lectores. “Entre los siglos I
a.C. y I d.C”, escribe la autora, “nació en el Imperio romano un nuevo
destinatario: el lector anónimo”. En este contexto, Vallejo ensalza la
figura de Marcial no sólo como el gran adalid de la poesía breve sino, sobre
todo, como “el primer escritor que hizo gala de una relación amistosa con el
gremio de los libreros”. La autora no duda en sentir una cierta empatía
con “la actitud abierta e irreverente de Marcial”. Su poesía está
dirigida a otro tipo de lector que está irrumpiendo en el mundo romano, en el
siglo I, y que no es necesariamente aristócrata, porque, efectivamente, todas
las fuentes apuntan a una difusión de la lectura a otras capas sociales,
difusión que Vallejo relaciona directamente con la irrupción del códice, del
libro de páginas.
3. En El
infinito en un junco un aspecto decisivo es la supervivencia de los autores
y de los libros a través de los siglos. Los elogios de la autora se despliegan
hacia todos aquellos que han hecho posible esa supervivencia. Es evidente, por
ejemplo, que el clima de Egipto ha contribuido a la pervivencia de una enorme
cantidad de papiros y de autores, sobre todo griegos, sin ninguna duda los
preferidos entre los lectores de la época. Pero la simpatía de la autora se
vuelca, sobre todo, en los lectores anónimos que compran -o mandan hacer-
copias de los papiros de la Biblioteca de Alejandría, lo que ha permitido la
supervivencia de una gran cantidad de libros antiguos. Al mismo tiempo, bendice
la labor de los copistas y de los filólogos en Alejandría, pero también la
labor de traducción de libros escritos en otros idiomas que no son el griego.
Incluso los libros escolares en la antigüedad juegan un papel determinante en
la supervivencia de los libros, o al menos así lo piensa Vallejo. Su
admiración y su amor hacia las librerías, lugares de refugio, como todos sabemos,
sometidos también a los peligros de la barbarie, se combina con un elogio de la
labor de los bibliotecarios. Aquí, de nuevo, los recuerdos de la autora se
entremezclan con una decidida apología de las primeras bibliotecarias españolas
antes del desastre de la guerra civil. Frente a la labor ingente de libreros y
librerías, bibliotecas y bibliotecarios, que contribuye a la supervivencia de
los libros, Vallejo se hace eco también de la desaparición y la destrucción de
libros. A veces, como se sabe, los libros son pasto de las llamas, de forma
accidental o mediante una acción justificada por el Estado o por un individuo
cualquiera. Se puede pensar, pues, en la enorme cantidad de libros
desaparecidos de esta forma a lo largo del tiempo, como acto simbólico que nos
lleva al terreno ideológico. Por eso, es inevitable que Vallejo se haya
detenido en el problema, irresoluto, que plantea la destrucción de la
biblioteca de Alejandría. Esta destrucción -o destrucción sucesiva- de la gran
biblioteca de Alejandría se relaciona en El infinito en un junco con
otras que han tenido lugar a través del tiempo. Los recuerdos de la infancia
salen a flote para rememorar las imágenes del incendio de la Biblioteca
Nacional de Sarajevo en el año 1992. Y es que el fanatismo político o religioso
pone en tela de juicio un concepto de biblioteca actual, abierta y libre, que
es como una utopía desplegada, finalmente, con el paso del tiempo.
4. La idea de
universalidad atraviesa El infinito en un junco. No es casualidad que,
al centrarse en el mundo helenístico, Vallejo hable de una religión de la
cultura, una paideia que se extiende por todo el mundo griego, y que
encuentre, en ese mundo helenístico, señales de una mayor alfabetización en
consonancia con los cambios políticos que se producen. Es gracias a este
proceso acelerado de alfabetización, por ejemplo, que la difusión de la
escolarización alcanza a las niñas. Resulta, en este sentido, esclarecedora la
forma en que Vallejo pone en evidencia el papel fundamental del cosmopolitismo
alejandrino, capaz de aglutinar el saber, de ordenar y de traducir. Por eso,
también, la autora entiende la identidad romana, sobre todo a partir del edicto
de 212, en su aspecto cosmopolita, como un sueño heredado del helenismo que
realza el aspecto multicultural de la población romana. Estamos, sin duda
alguna, ante una cosmovisión que trata de transmitir la autora como plenamente
vigente para la actualidad. Esta globalización romana continúa y amplía la
iniciada en el mundo helenístico. Así pues, el inicio de la literatura romana y
las primeras grandes bibliotecas romanas, engrandecidas por los saqueos, son
explicadas en un contexto de globalización cultural, que es fundamental para
entender la obra de Vallejo. “Roma”, escribe la autora, “estaba descubriendo
las mecánicas de la globalización y su paradoja esencial: también lo que
adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos”. Aquí se pone en
evidencia otra cuestión fundamental: el papel que Vallejo concede al concepto
de “el otro” en la construcción de cualquier tipo de identidad (en este caso la
romana). Este concepto de “el otro” atraviesa de forma sugerida El infinito
en un junco evidenciando el profundo humanismo que encierra el libro, sin
duda una de sus grandes virtudes. Por eso se detiene Vallejo en Los persas de
Esquilo, para mostrar un punto de vista sorprendente, porque la mirada del
poeta trágico se cierne sobre el otro, reflexionando sobre la batalla de
Salamina desde la perspectiva de los persas, con piedad. Esa mirada hacia el
otro, que se aprecia en la obra de teatro más antigua entre las conservadas,
también se advierte en Heródoto y en el inicio, por tanto, de la historia. La
mirada comprensiva de Heródoto fascina a Vallejo, que se detiene en ese carácter
autocomplaciente que posee el ser humano al valorar las costumbres de su
pueblo, y que el historiador, como viajero, había percatado con perspicacia: es
esa necesidad que tienen los seres humanos de revalorizar sus propias
costumbres frente a las de los demás, justo lo contrario que hace Heródoto, con
esa mirada comprensiva hacia el otro.
5. Cuando
Vallejo explica el nacimiento de la literatura latina en el siglo III a.C -con
Livio Andrónico, un liberto griego que traduce dramas griegos al latín-, escribe
que la literatura romana nace “siempre hechizada por los maestros griegos,
siempre en un ambiguo juego de ecos, nostalgia, envidia, homenaje y todos los
matices del amor acomplejado”. Es la eterna cuestión de la herencia
griega, innegable, en el mundo romano. Aunque resulta difícil determinar el
grado de influencia de la cultura griega, es evidente que se produce una suerte
de exportación y un cambio de dirección de la cultura, de Grecia a Roma. Esta
forma en que se lleva cabo la transmisión de la cultura está relacionada con el
concepto de lo “clásico”, más allá de su origen etimológico. Vallejo, en este
sentido, enfatiza la forma en que, al igual que los romanos siguen la tradición
griega, los autores modernos siguen una línea que conduce a autores antiguos.
Es la “tradición”, aunque la palabra no se emplea en el texto. “En Grecia”
escribe la autora, “comenzó una cadena de transmisión y traducción que nunca se
ha roto y ha logrado mantener viva la posibilidad de recordar y de conservar a
través del tiempo, la distancia y las fronteras”. Y más adelante vuelve
sobre el asunto, poniendo el énfasis en la misma cuestión: “incluso la creación
más innovadora contiene, entre otras cosas, fragmentos y despojos de ideas
anteriores”. Hay en todo esto un claro intento por parte de la autora
de desvelar qué es lo clásico, qué es el canon y cómo ha ido variando con el
paso del tiempo, de tal forma que mientras va desmarcándose de posiciones que
no le convencen, como cuando sostiene que la versión del canon de Harold Bloom
es “anglosajona, blanca y masculina”, va, al mismo tiempo, formulando
de forma sugerida su propia versión, que, con toda probabilidad, se puede
afirmar que es multicultural y feminista, aunque no lo exprese. Y esto directamente
nos conduce a uno de los aspectos más significativos de la obra de Vallejo: la
revalorización del papel desempeñado por las mujeres en el mundo antiguo. Es
así como la poesía de Safo representa una especie de “revolución mental”. Por lo demás, como las mujeres no participan en la discusión política,
ni en los certámenes, ni en el teatro, ni en el banquete, como ocurre en la
ciudad griega, donde son olvidadas, entonces se convierten en tejedoras de historias. Arrastrada por el entusiasmo, Vallejo,
incluso, imagina que en la segunda mitad del siglo V a.C se pudo desarrollar un
movimiento de emancipación femenina al hilo de la influencia ejercida por
Aspasia en los círculos más sofisticados de Atenas, evidentemente como segunda
mujer de Pericles. La presencia de fecundos e intensos personajes femeninos en
el teatro ateniense, tanto en la tragedia como en la comedia, sería una
evidencia de este hipotético movimiento femenino emancipador. Resaltando, en
definitiva, el papel desempeñado por un círculo reducido, pero muy culto de
mujeres romanas, no es de extrañar, pues, que hacia el final del libro Vallejo
cuente la historia de la romana Sulpicia, que termina de poner en evidencia la
intención de la autora: dar voz a las mujeres que han escrito, que han contado
historias y que han sido silenciadas o menospreciadas. Por eso, en cierta
medida, la voz de Sulpicia es la voz de Irene Vallejo, tejiendo su red a través
de las palabras. Y no es de extrañar, tampoco, que El infinito en un junco se
cierre con la historia de las bibliotecarias de Kentucky, cabalgando por zonas
perdidas de los Apalaches con el objetivo de repartir libros entre la
población. En esta tradición de mujeres que escriben, que cuentan historias,
que contribuyen a la supervivencia de los libros, se encuentra la propia
autora, que, en un ejercicio autobiográfico esclarecedor, no duda en escarbar
en sus recuerdos infantiles para relatar el miedo y el silencio que la
atenazaban en la escuela, presentando esta experiencia, llena de oscuridad,
como el origen de su actividad como escritora. Es tan evidente el poder
benéfico que ejerce la literatura que el resultado último de este ejercicio
autobiográfico esclarecedor es El infinito en un junco.