Como si del azar se tratase o, tal vez, como si un misterioso hilo estuviese entrelazando nuestro destino, últimamente sólo caen en mis manos libros de “emboscados”, historias de hombres solitarios que huyen de la “civilización”, relatos de escritores que buscan la belleza en paisajes de exilio y ensoñación. A esta estirpe de libros pertenece precisamente
La civilización y la nada, un hermoso opúsculo prologado y editado en el número 6 de la colección “Cuadernos del Laberinto” por la escritora Alicia Arés -con la finura, la delicadeza y la excelencia que caracterizan todos sus trabajos-, escrito por Miguel Ángel de Rus –con la elegancia “afrancesada”, la fuerza y la ironía que destilan sus novelas y ensayos- y aderezado –por si fuera poco todo lo anterior- con unas bellas ilustraciones de Marcela Böhm. Señala con acierto A. Arés en el prólogo que los dos relatos que componen
La civilización y la nada presentan la vida como “un destierro voluntario hacia la ensoñación”, lo cual lleva implícito un cierto menosprecio del mundo y de los denominados “muertos en vida” que pululan en nuestra deshumanizada civilización, un desprecio más que evidente de la sociedad y la cultura dominantes. Y, efectivamente, cuando el lector se adentra en las páginas de
La civilización y la nada, y se deja arrastrar –como no podía ser de otro modo- por la prosa del fabulista y por las historias que está contando, se da cuenta de que De Rus ha optado por la soledad interior, el éxodo, el exilio voluntario de sus personajes hacia “otros espacios” soñados o imaginados (no es casualidad, quizá, que el título del libro responda a una ciudad de acogida de exiliados, Buenos Aires, “frontera sur entre la civilización y la nada”).

En
Extraña noche en Linares, el primero de los relatos que presenta De Rus, el protagonista abandona Madrid, después de vender su casa, y se instala en Linares llevando como único equipaje el desprecio a los demás y unas cuantas drogas, legales e ilegales. En la vieja casa familiar, el solitario héroe de la historia lleva una vida de eremita, rodeado de música y libros, en dos reducidos espacios que configuran su territorio -el patio y la habitación oeste-, porque lo que pretende es “alejarse del mundo aunque se viviera en él”, de modo que sólo algunos paseos por las viejas minas rompen la rutina cotidiana, hasta que un buen día, adormecido en una de esas minas como consecuencia del efecto de las drogas, tiene un sueño que le traslada a una realidad más brillante: yace con dos mujeres que le enseñan las bellezas de “otro mundo” situado, curiosamente, en la oscuridad de la gruta. Son, además, estas dos hermosas mujeres quienes, al salir de la cueva, al llegar a la luz, muestran al protagonista la verdadera realidad de un pueblo blanco andaluz, con todo su primitivismo y su salvajismo. Es como si De Rus, de forma consciente o inconsciente, le hubiese dado la vuelta al famoso mito de la caverna platónica. Al volver del sueño, al salir definitivamente de la gruta, el protagonista es consciente de que “su visión del mundo” ha cambiado. Ya nada volverá a ser lo mismo según parece apuntar el final de la historia. En
Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el segundo de los relatos que configuran
La civilización y la nada, De Rus ha escrito la historia de un anciano solitario que acude al médico de forma rutinaria porque se le achaca el síndrome de Diógenes, un individuo que a finales de los sesenta “decidió olvidarse del mundo y vivir en la cultura”, que habita en una casa atestada de libros, pasea rutinariamente por el parisino barrio de Saint Germain y se dedica a robar –libros- en las librerías. El relato se inicia con una larga disertación en la que el anciano –casi como si se tratara de un sueño- cuenta al médico su experiencia como ayudante de sonido en la maravillosa película de Truffaut,
Fahrenheit 451. El protagonista reconoce complacido haber ideado una de las más famosas escenas de la película: una mujer de edad madura es devorada por las llamas junto a los libros que conformaban su vida, una brillante metáfora que resume el espíritu de la película, a saber, el vacío de una vida sin libros, pues quemados por los bomberos son como cadáveres. Con cada libro muerto, tal como señala De Rus, desaparece una vida, un mito, un mundo. En la segunda parte del relato
Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el solitario anciano tiene un enfrentamiento con su hijo, una suerte de combate dialéctico entre aquel que sólo desea que le dejen en paz, en su mundo, y aquel que se ampara en las convenciones sociales, en la supuesta locura del “emboscado”, del “otro”, para imponer sus decisiones. Este juego de contrastes -entre pasado y presente, entre lo viejo y lo nuevo, entre “el hombre que sueña” y “el hombre que vive en la realidad”- recorre por entero
La civilización y la nada. Y De Rus toma partido. La consecuencia más evidente es una clara tendencia a la crítica de costumbres, un desprecio a las maneras de nuestra civilización, que se instala a modo de inserto en los relatos, pero que se realiza casi siempre sin énfasis, como cuando dice que en Linares “la revolución industrial y la globalización económica habían dejado muertos en vida, desocupados, a los hombres adultos”, o como cuando afirma que las llamas de los libros en
Fahrenheit 451 “transmitían el mensaje y denunciaban la quema de libros y cuadros por parte de los nazis, la persecución a los comunistas en Estados Unidos, las bombas atómicas con las que Estados Unidos mató cientos de miles de seres humanos inocentes en Japón, las hogueras de la Inquisición”. Sólo a veces –De Rus no lo puede evitar- la voz del narrador se convierte en un estallido como cuando retrata en pocas líneas el podrido sistema en el que nos movemos: “Nuestros dueños son más inteligentes que nosotros. No hace falta quemar ninguna obra; se corrompe el sistema educativo y asunto arreglado. Hemos convertido a los ciudadanos en siervos satisfechos; se les da los centros comerciales para que vomiten su ocio, restaurantes de comidas basura, miles de películas iguales para adolescentes idiotas, cientos de canales de televisión, y ya no ha nada que quemar…Nadie lee, y si alguien lee, da igual, se ha prostituido la democracia y votan en masa los noventa y nueve asnos en contra del voto del hombre que ha leído. Asunto arreglado. Final”.
Abanderado de un grupo de escritores conocido ya como “generación irreverente”, y que el poeta Luis Alberto de Cuenca ha llegado a comparar con los prerrafaelitas, De Rus nos invita en
La civilización y la nada a la ensoñación y a la reflexión a partes iguales. Obsesionado por la falsa verdad instalada en nuestras vidas, por el analfabetismo generalizado, por la pérdida del sentido original y veraz de las cosas, por la búsqueda de la belleza en las historias del pasado, se observa en De Rus un cierto desapego a todo lo que representa el presente. Es como si los personajes necesitasen instalarse en los sueños para poder vivir. Y esos sueños sólo los proporcionan las drogas, el cine, los libros y la música.
Convencido de que la verdadera belleza está escondida, de que la vida es una constante búsqueda, he llegado a la convicción, tal como se dice en el texto, de que “sólo por el arte merece vivir”. Y dicho esto me despido con las palabras de Alicia Arés que cierran el prólogo: “De nuevo con de Rus tenemos que afirmar: Los sueños, solo”.