jueves, 28 de mayo de 2020

Un año de escuela en Trieste




Hace algunos años cayó en mis manos, gracias al escritor Joan Benesiu, la traducción del italiano, que había preparado la editorial Minúscula, de un libro peculiar y extraordinario, La isla, de Giani Stuparich. Desde entonces, he seguido la estela de Stuparich, me he adentrado en las raíces culturales de un escritor cuya trayectoria es, al menos, tan amplia y fecunda como la de sus compañeros de generación, vinculados a la ciudad de Trieste. La lectura reciente de Un año de escuela en Trieste (Minúscula, 2010) confirma la ligereza, la alegría y la pureza que envuelven a Stuparich y que lo convierten de facto en un referente moral de su generación, porque es evidente que, tras las desgraciadas muertes de su hermano Carlo Stuparich y del brillante Scipio Slataper en el frente de la primera guerra mundial, se sentía obligado a asumir ese papel referencial. Toda su vida apunta en ese sentido.           
            Un año de escuela en Trieste es una nouvelle publicada por primera vez en 1929, en un volumen de Racconti. Al traducir las vivencias de unos jóvenes estudiantes italianos en su último año de bachillerato, Stuparich sin duda alguna estaba trasladando sus experiencias como profesor, actividad a la que se dedicó durante veinte años, de 1921 a 1941. La novela tiene como eje central de la historia un personaje femenino, Edda Marty, precisamente porque lo que aquí está en juego es la libertad. Edda es una joven singular, a contracorriente de toda la tradición y todas las costumbres heredadas entre las mujeres de su época, que decide ingresar en un instituto masculino, curiosamente, como sabemos al final, para comportarse como un muchacho y tener las experiencias de un muchacho y no ser vista como una mujer. Edda es una inteligencia temeraria que ama la lengua italiana y el mar, y que experimenta la “voluntad de liberarse del ambiente mezquino de las mujeres”. Aburrida de la vida provinciana en Trieste, que contrasta con los recuerdos de su estancia en Viena y la libertad allí experimentada, Edda consigue entrar en la clase de último año de bachillerato de un instituto masculino, inevitablemente para cambiarlo todo. Los alumnos se van a transformar durante el año escolar al calor de la imponente presencia femenina.
            Arremolinados en torno a Edda pululan tres jóvenes amigos, tres almas poéticas, Antero, Mitis y Pasini, que en su admiración a Carducci, Pascoli y D’Annunzio ponen en evidencia sus respectivos temperamentos. La relación entre Edda y los muchachos se desarrolla en la escuela, pero también en la naturaleza. Stuparich ha elegido precisamente el paisaje que rodea Trieste para mostrar el amor juvenil, para desplegar a través de la fuerza de la naturaleza la pasión de los jóvenes. Y con el despliegue del amor todo cambia, como no podía ser de otro modo. Edda se vuelve más generosa, más comprensiva con el mundo que le rodea. Antero se torna más melancólico e indeciso, hasta el punto de buscar refugio en la ternura de su madre. Mitis se orienta hacia el estudio, obsesivamente volcado en el tema del irredentismo. Y Pasini coquetea con el suicidio. El amor y la muerte parecen navegar juntos. “Las pupilas de ella [Edda] eran de una luminosidad solar”, escribe Stuparich, “y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante tuvo la sensación de que quizá habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y la miró como si le implorase la muerte”. De hecho, la idea de la muerte, central en toda la literatura triestina, articula la novela a través de dos actos: la muerte de Hedwig, la hermana de Edda, y el intento de suicidio de Pasini, que influye sobre sus compañeros de clase que, a partir de ese momento, toman conciencia de que “la vida posee una trágica seriedad”. Pero más allá de la idea de muerte, que pulula por toda la narración, Stuparich es capaz de dar un sentido vitalista a todo lo que cuenta. Es una luz fulgurante que atraviesa todas sus historias, del mismo modo que una luz blanca inunda los cuadros del Renacimiento italiano. Es la luminosidad y la dulzura de vivir, aunque la vida sea absurda, aunque la libertad ceda ante el sacrificio. Por eso, elige el jardín secreto en casa de Edda, donde fluyen la tristeza, la melancolía, la luz y la quietud de Trieste, para el primer beso de Antero y Edda.      
Articulada a través de una serie de escenas de carácter simbólico, que funcionan como ritos de paso en el camino de los jóvenes a la madurez, la historia de Un año de escuela en Trieste acaba precisamente con el rito que pone fin al año escolar: los exámenes que cierran los estudios de bachillerato. Estos exámenes finales suponen, en cierta medida, la vuelta a la normalidad. Es como si todo volviese a ser como al principio, aunque evidentemente nada es como antes. Para nadie. Pero, al menos, la alegría perdida momentáneamente por los jóvenes se renueva y la amistad prevalece por encima de todo. El abrazo final de Antero y Pasini, los dos amantes de Edda, deja bien claro cuáles son los principios referenciales de Stuparich. Porque, a fin de cuentas, el único consuelo seguro de la vida es la amistad. 
No me cabe ya ninguna duda. Siempre que leo a Stuparich me viene a la memoria el cielo azul y la luz blanca de los cuadros del Renacimiento. Y todo lo mejor de la cultura italiana.