sábado, 31 de diciembre de 2022

El ministerio de la verdad

 


1. La trayectoria literaria de Carlos Augusto Casas parece afianzada, al menos de momento, dentro de una tradición que combina el género de ciencia ficción y la novela negra. La publicación de El ministerio de la verdad (Ediciones B, 2021) ratifica esta tendencia, esta necesidad que experimenta el escritor madrileño de explicar el mundo en el que vivimos trasladando la realidad a otro territorio temporal, de tal modo que la sociedad que se describe en El ministerio de la verdad, en el año 2030, se antoja una prolongación de la sociedad actual, como si el autor, a modo de preludio, evocase el precipicio al que nos encaminamos. Los libros han desaparecido de los hogares y se tiran continuamente en contenedores, algo que remite sin duda a Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Los cines, las pequeñas librerías y los periódicos en papel pertenecen al pasado. El tabaco está prohibido. La universidad manifiesta en su funcionamiento la división social. La incineración se ha impuesto y la inhumación en los cementerios se ha convertido en un privilegio. El silencio se palpa en las calles. Es una sociedad, en definitiva, en donde la verdad no existe, desde hace tiempo. Todo es falso. La mentira que narcotiza la sociedad es una metáfora que en cierto modo se puede aplicar a la sociedad actual, en la que “por dentro todo se pudre” mientras se vive en una suerte de paraíso artificial imaginario.

2. Los protagonistas de El ministerio de la verdad son periodistas que buscan la verdad o que se esconden, huyendo de la realidad. Pero, ¿dónde se encuentra la verdad? En una sociedad que se articula en torno al control que ejerce el Estado, que coarta la libertad de prensa, es difícil precisar dónde se puede hallar la verdad. Es como si se hubiese desvanecido, difuminado en medio de un mundo digitalizado, en el que la tecnología adquiere la categoría de divinidad. “Nunca, en toda la historia de la humanidad, hemos estado tan controlados, tan condicionados, tan manipulados”, admite uno de los personajes que transitan por la novela, porque, efectivamente, en la sociedad que describe Augusto se manipulan las elecciones, pero también las conciencias. Ya no hay análisis ni pensamiento crítico, sólo entretenimiento. Así dispuestas las cosas, los personajes de El ministerio de la verdad se definen precisamente por su actitud ante la verdad, por los dilemas morales que provoca el desarrollo de la investigación periodística, que se manifiesta en dos planos diferentes, pero estrechamente relacionados: una joven que indaga en la misteriosa muerte de su padre y un veterano periodista que se lanza a investigar los modelos de residencias para ancianos. El relato avanza, pues, como si de una investigación se tratase, con pequeños progresos y continuos retrocesos, porque la indagación de los periodistas está plagada de problemas, de obstáculos en el camino. Una institución denominada, de forma paradójica, el Ministerio de la Verdad, en un claro homenaje a Mil novecientos ochenta y cuatro de George Orwell, bloquea de continuo la acción, instalando el miedo entre los periodistas que se atreven a buscar la verdad de las cosas. Augusto ha empleado, pues, el mundo del periodismo a modo de metáfora para dar vida a la novela y sentido a la historia, porque la obsesión implícita que yace en el fondo del relato es la defensa de la libertad de expresión frente al control autoritario de las instituciones. Por eso, resulta deprimente, y esclarecedor al mismo tiempo, comprobar que la redacción de un periódico, que ya es exclusivamente digital, se haya convertido en un lugar anodino, monótono, donde los periodistas son marionetas, individuos sin ninguna personalidad, sometidos al sistema y a las circunstancias. Por eso, también, como contraste, la tienda de antigüedades donde trabaja el anciano periodista retirado, ejerce como símbolo de un mundo completamente acabado. Por eso, en definitiva, la verdad sólo se abre paso al final del relato, después de muchos esfuerzos y muchas vidas que se pierden por el camino, porque la verdad exige, efectivamente, un terrible esfuerzo y, sobre todo, valentía y arrojo moral. No es casualidad, entonces, que esa verdad no se extienda por las redes digitales, donde todo es manipulable, sino que quede escrita en un libro que está redactando la joven protagonista de la historia, tecleando en una vieja máquina de escribir (la de su padre), en una cabaña, aislada, apartada del mundo. “Y la verdad quedó escrita”, se lee al final de la narración. Augusto cierra la implacable historia de la única manera posible: la verdad prevalece en la memoria porque permanece al ser escrita. 

 

miércoles, 30 de noviembre de 2022

La memoria de las sirenas

 


1. José Antonio Molina ha reunido en La memoria de las sirenas (M.A.R Editor, 2022) una serie de ensayos que tienen como eje central, tal como sugiere el propio autor en el prefacio, la contemplación de la naturaleza y los misterios de la vida (de ahí la referencia a las sirenas en el título). Todos los escritos que Molina presenta en La memoria de las sirenas vienen propiciados por una idea que aparece por aquí y por allá a lo largo del libro: la sensación evidente de que se requiere de un tiempo diferente al de la vida cotidiana para poder contemplar las cosas con detenimiento, para determinar la belleza. Esta premisa articula todos los ensayos, porque el objetivo, en definitiva, es tratar de precisar qué grado de belleza se percibe en determinadas obras literarias, pero sobre todo en el mundo en que vivimos. No es casualidad, en este sentido, que Molina tienda a rematar sus artículos, en determinadas ocasiones, con una clara referencia a la decadencia moral que parece asolar a las sociedades modernas, algo que relaciona constantemente con la deificación de la tecnología y el progreso de la tiranía en todos los ámbitos. Por eso, a veces, encuentra en las obras literarias aquello que desea poner en evidencia. En Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, vislumbra la mencionada divinización de la tecnología, que, precisamente, anticipa y define el mundo actual. Y si compara a Robur el conquistador, un personaje de Verne, con Prometeo, el héroe benefactor de la humanidad, presentado ahora como un forjador de armas, es porque se encuentra latente la obsesión por la “nueva fe basada en la tecnología”, que por supuesto contribuye a la decadencia de la civilización. Esta idea, que relaciona el progreso imparable de la tecnología con una especie de regresión moral, se desliza de continuo en los ensayos, porque el interés implícito del autor es resaltar el fracaso de la razón humana frente a la razón técnica y porque, además, como ocurre en el caso de 2001: una odisea del espacio, la película de Kubrick, siempre hay algo exterior que demuestra el fracaso del hombre y, afín de cuentas, ratifica su total dependencia. Esta obsesión con la irrupción de la tecnología como nueva entidad divina está estrechamente relacionada, en la mente del autor, con la desaparición del prodigio, de lo maravilloso en nuestras vidas. El interés que muestra Molina por lo demoníaco, por el misterio, por las bondades que proceden de la naturaleza, por lo primitivo y lo primordial, presente por ejemplo en las sagas mitológicas, evidencia la búsqueda personal de una nueva realidad. Y si el autor gusta de lo ancestral, de lo primitivo y arcaico, es porque en ese ámbito observa precisamente una mayor pureza moral. Por eso se detiene, por ejemplo, en un viaje de Dumas al Cáucaso. Por eso entiende la crisis de las civilizaciones como una crisis moral (sea el caso de la Atlántida o el de Sodoma y Gomorra) y por eso, también, se interesa por los escenarios apocalípticos, por las imágenes de desolación, como ocurre en la saga de El planeta de los simios o en La peste escarlata, de Jack London.

2. Interesado profundamente en el humanismo renacentista y en el movimiento ilustrado, Molina se hace eco de la lucha contra la intolerancia y el fanatismo religioso en autores como Lessing o Voltaire, a través de obras como Nathan el sabio y Zadig. Es una idea que reaparece aquí y allá en los ensayos, y que se relaciona de forma clara con el papel que puede jugar la educación en la política, pues precisamente el desprecio por la educación puede conducir a la tiranía. Por eso, en los ensayos son constantes las referencias a los tiempos actuales, a los embaucadores y tiranos de todos los tiempos. Así pues, si Molina lee con devoción La tela de araña, de Joseph Roth, es porque, entre otras cosas, anticipa los horrores del nazismo; si se detiene en Julio excluido del reino de los cielos, de Erasmo de Rotterdam, es porque se presenta al pontífice Julio II como un sátrapa; y si se interesa por La novia de Corinto, de Goethe, es porque “es una voz que alerta contra la dominación tiránica”, contra la intolerancia que en este caso representa la Iglesia institucionalizada en su peor versión. Obsesionado con la tiranía, Molina aprovecha cualquier oportunidad para cebarse con los asesinos de la memoria y saca a colación, por ejemplo, el caso de Ana Frank o de las jóvenes desaparecidas Rywka Lipszyc y Hélène Berr, cuya memoria perdura en los diarios que escribieron. Y si se emociona, con especial énfasis, en el caso de Marina Tsvietáieva, es porque tiende la memoria de forma nostálgica hacia una edad perdida. Las interpretaciones del autor pueden dar la sensación de ser arriesgadas, en ocasiones, porque los escritores o los personajes de los libros siempre parecen anunciar algo, pero de lo que no cabe ninguna duda, en todo caso, es de que el interés de Molina por una época, un autor o un libro siempre está en estrecha relación con su visión del mundo y de la literatura: la defensa de la memoria frente al olvido, el silencio y la obliteración. 

3. La preocupación y el interés manifiesto del autor por el decadentismo cultural, cercano a la soledad y la locura, está relacionado con determinados temas, recurrentes en los ensayos, como la escenificación metafórica de la muerte, que es bien evidente en la visión del príncipe Bolkonsky, en su último sueño, con la puerta abierta una vez cumplidos todos los designios aquí en la tierra, o en la imagen de Larra, suicidándose frente al espejo, en un acto que el autor define como estético y no exento de exhibicionismo. Las constantes referencias clásicas y bíblicas, por lo demás, parecen enfatizar algo que sobrevuela en La memoria de las sirenas: una especie de paradoja que se encuentra en el desterrado Thomas Mann, a saber, la imposibilidad del aislamiento porque la pasión humana siempre emerge, de una forma u otra, rompiendo el equilibrio estético. Por eso, da la impresión de que Molina parece debatirse, como escritor que duda, entre el aislamiento sugerido por la contemplación de la naturaleza y la necesidad de hacer frente a los grandes problemas de nuestro tiempo.

 

 

 

lunes, 31 de octubre de 2022

Atrapa el pez dorado


1. David Lynch lleva practicando la meditación trascendental desde 1973, a razón de dos sesiones diarias de veinte minutos, una por la mañana y otra por la tarde. Para explicar la influencia que dicha meditación ha ejercido en su vida y en su actividad creativa, Lynch ha escrito Atrapa el pez dorado, un libro que acaba publicándose en 2006 (Reservoir Books, 2022) y que discurre casi como una exploración autobiográfica. Es evidente que las sesiones de meditación proporcionan a Lynch un permanente estado de felicidad y una mayor percepción de la belleza, pero también fomentan la intuición, muy necesaria en el trabajo del director, siempre obsesionado por captar ideas en las aguas más profundas, el lugar donde son más puras y más bellas, y también más abstractas. La meditación, según cuenta Lynch, ha servido para eliminar de su vida la depresión y la rabia, para tener más claridad y creatividad a la hora de “atrapar ideas”. Lynch está convencido, en este sentido, del tremendo efecto que genera la conciencia pura, la búsqueda del yo, pues es una especie de luz que elimina la negatividad, mejorando todo a nuestro alrededor, facilitando la dicha, una especie de genuina alegría. Pero la meditación, además, permite tener “una experiencia holística: todo el cerebro está en funcionamiento”. Esa visión global es la que interesa a Lynch, porque se traduce de forma efectiva en su actividad creativa. 

 

2. Lynch inicia su trayecto autobiográfico hablando de los sueños de la infancia: los recuerdos de los bosques y de los amigos. En ese espacio mágico de la infancia sueña con dibujar y pintar, con ser artista. Obsesionado con la pintura y la vida artística, Lynch tiene claro que el arte requiere de tiempo, mucho tiempo en realidad, para poder adentrarse en “la senda de los descubrimientos”. Pero una vez dedicado por entero a la pintura, en un momento determinado se plantea la posibilidad de que el cine pueda ser “un modo de dar movimiento a la pintura”. Es así como Lynch se enamora del medio cinematográfico, porque comprende que es un lenguaje en sí mismo, distinto a los demás, que combina diferentes elementos y que es muy próximo a su forma de concebir el arte como una totalidad. Como contador de historias, Lynch va a emplear ese lenguaje para expresar ideas y abstracciones. Con rotundidad lo afirma: “Me gustan las historias que contienen abstracciones”. El punto de partida en su trabajo cinematográfico es siempre la idea. Aquí es donde juega un papel determinante la meditación. La conciencia ayuda a capturar las ideas que anidan en las aguas más profundas y ayuda, también, a traducir esas ideas en experimentos. “La idea es todo”, escribe Lynch. “Si te mantienes fiel a la idea, en realidad esta te dice todo lo que necesitas saber”. Así pues, en el momento en que surge una idea se inicia la película, que luego se construye a partir de fragmentos. La primera idea ejerce de catalizador. “Es una pieza esperanzadora”, sugiere Lynch, que luego vuela impulsada por el deseo. En Cabeza borradora (1977), por ejemplo, una frase de la Biblia ejerce de elemento catalizador. A veces, esa idea es ajena, no es personal, procede de otro lugar, pero se adapta, siempre que transmita emoción, como ocurre en el caso de una Una historia verdadera (1999). En cualquier caso, todo en una película debe seguir el hilo de esa idea original. Los continuos ensayos, sin ir más lejos, tienen la intención de acercarse poco a poco a esa idea que se persigue. Nada debe perturbar el trabajo y el desarrollo de la idea. Mientras el mundo se acelera a su alrededor, Lynch se concentra completamente en la película y se muestra ajeno al desplazamiento continuo de la vida. Su concepción holística del cine convierte al cineasta en el autor, por lo que todos los elementos de la película, que deben seguir la idea original, son manejados por el director, incluyendo por supuesto el montaje final. Lynch se inmiscuye, por eso, en la música, que debe actuar a modo de elevación, y en el sonido, que debe contribuir a crear ambiente, pero también en la luz, que debe amoldarse a la idea, igual que todo lo demás. “Cada historia”, escribe Lynch, “posee un mundo propio, un ambiente y una atmósfera también propios”. No obstante, Lynch se muestra abierto a nuevas cosas en el rodaje, a imprevistos que pueden cambiar la situación. Y también tiene claro que, en ocasiones, es necesario eliminar escenas que están bien solas pero que no funcionan en el conjunto. Todos los elementos, como en una orquesta, deben contribuir a la idea, al todo. Y cuando el proceso ha terminado la película no necesita nada más, porque “una película debe valerse por sí misma” y no requiere, por supuesto, de interpretación por parte del cineasta. Siempre predispuesto a nuevas experiencias artísticas, a nuevos caminos, Lynch emplea el vídeo digital para rodar Inland Empire (2006), una película que supone una ruptura en su carrera como cineasta y que está hecha como a fragmentos, es decir, como casi todas sus películas. Por esta época, Lynch parece haberse dejado llevar por las nuevas fórmulas que impone el mundo digital, consciente de las transformaciones que está experimentando el cine en ese momento, tanto en la filmación como en la distribución.

 

3. Lynch siempre ha sentido un gran interés por el mundo de los sueños, pero en Atrapa el pez dorado deja bien claro que las mejores ideas no proceden de los sueños. Se encuentran escuchando música, paseando, meditando. El cineasta adora los misterios, porque reflejan su visión del mundo, su peculiar forma de ver las cosas. Adora también el fuego, la electricidad, el humo, las luces que parpadean, la textura de los cuerpos en descomposición (en primeros planos), el trabajo de la madera, “ver salir a gente de la oscuridad”. Lynch no cree que el miedo mejore el trabajo. Lo empeora. El sufrimiento no es necesario para la creatividad. Lo que el cineasta realmente necesita es energía y claridad, que proceden, sin duda, de un estado de ánimo favorable para la creación. Los consejos de Lynch apuntan en este sentido: dejarse llevar por el sentido común, la fidelidad a uno mismo, el conocimiento interior, la felicidad, dormir bien, insistir, tener fortaleza mental, buscar un equilibrio entre el éxito y el fracaso. A todo ello contribuye la meditación. Pero Atrapa el pez dorado va más lejos, ofreciéndonos una imagen insólita de Lynch, un cineasta dominado por un claro afán de trascendencia, obsesionado con la idea de emplear la conciencia y la meditación en la vida para lograr de este modo objetivos mayores: la compasión y la paz, para hacer del mundo un lugar mejor, no ese lugar espantoso en el que vivimos. No cabe duda: cuando llegue el final me imagino a David Lynch caminando hacia la luz, lleno de felicidad. 

 

viernes, 30 de septiembre de 2022

Senilia

 


1. En el año 2010 las editoriales C. H. Beck, en Múnich, y Herder, en Barcelona, publican Senilia. Reflexiones de un anciano, un manuscrito redactado por Schopenhauer en los últimos años de su vida, entre 1852 y 1860, y que está plagado de aforismos y sentencias, de reflexiones sobre cuestiones de todo tipo, desde la física hasta la barbarización de la lengua alemana. Es la primera edición de Senilia, porque nadie se había decidido a publicar el manuscrito completo ya que la mayor parte de los fragmentos habían sido utilizados por el propio autor en otros libros de la época. Nada parece ajeno al interés del anciano Schopenhauer, pero conviene advertir que no es un libro de pensamientos sobre la vejez. Es un libro de reflexiones en la vejez, un libro de anotaciones dispersas, con discusiones y obsesiones recurrentes, en donde emerge de continuo el carácter del filósofo, esa esencia que define a Schopenhauer, al margen de su edad, porque “por más viejo que se llegue a ser, uno siempre se siente en su interior totalmente el mismo, el que uno era cuando era joven, más aún, cuando era niño”.

 


2. Hacia el final de su vida Schopenhauer seguía dando vueltas en círculo, reflexionando sobre los mismos asuntos que le habían ocupado desde su juventud. El intelecto y la voluntad atrapan su atención. El intelecto se presenta como la parte más pura e ingenua en los seres humanos, siempre al servicio de la voluntad, excepto en aquellos casos en donde la plétora de intelecto supera a la voluntad, es decir, en el caso de los genios. El intelecto es, por lo tanto, casi siempre, una cualidad secundaria, “accidental en relación a la voluntad” y, en cualquier caso, no ordena ni modela la naturaleza. Es, además, incapaz de captar el enigma de la existencia humana porque es inmanente mientras que ese enigma es algo trascendente. En el ser humano hay algo que forma parte de su esencia, un conocimiento a priori que no procede de ninguna experiencia, que es una forma propia del intelecto. Pero la voluntad, a fin de cuentas, es el origen de todo. Por eso, cualquier negación de la voluntad se entiende casi como un tránsito hacia la nada. Frente a la caducidad del intelecto se encuentra “la consistencia metafísica de la voluntad”, que es idéntica a las fuerzas en la naturaleza. La voluntad es fuerza y materia. Se centra en cosas individuales mientras que el intelecto se centra en generalidades, en ideas sobre las cosas. Por ello, la voluntad no reside en el cerebro. “Mi enseñanza”, escribe Schopenhauer, “es que el cuerpo entero es la misma voluntad”. Hay, aquí, en las anotaciones de Schopenhauer, en este sentido, una especie de vinculación con los conceptos de sujeto y objeto, o de subjetividad y objetividad. Esa es la razón, por ejemplo, por la que el filósofo desiste de la mística, porque suprime el intelecto y la voluntad, porque no hay sujeto ni objeto. Schopenhauer tiene claro que el cuerpo y el alma están relacionados con la objetividad y la subjetividad, “son una y la misma cosa vista desde dos lados”, algo que ya había adelantado Spinoza.  

 

3. La filosofía es la investigación de la verdad y, más concretamente, en el caso de Schopenhauer se define como una especie de revelación que se ampara en un “puro servicio a la verdad, que es la aspiración suprema de la humanidad, y por ello lo más sublime que hay sobre la tierra”. Esta aspiración legítima aleja a Schopenhauer del teísmo judío, que no sirve ni para la comprensión de la naturaleza ni para una investigación seria de la verdad. De hecho, el blanco de las iras de Schopenhauer, en los últimos años de su vida, es la teología especulativa (y también la psicología racional). Schopenhauer es totalmente contrario y reacio a lo que él denomina ascetismo cristiano-judío, aunque más frecuentemente habla, con ironía, de mitología judía y mitología cristiana. La mitología del cristianismo, escribe Schopenhauer, es “intrincada, enredada y hasta bulbosa”, de tal modo que en el Nuevo Testamento sólo se pueden salvar unas cuantas páginas, que son excelentes, porque el resto es una metafísica enredada y una serie continuada de cuentos de hadas. Pero Schopenhauer va más allá al considerar que el cristianismo “no es una pura doctrina, sino que es esencial y principalmente una historia, una serie de acontecimientos, un conjunto de hechos, de acciones y sufrimientos de seres individuales”. Schopenhauer no ve en Cristo la práctica de ninguna ascesis sino más bien “el símbolo o la personificación de la negación de la voluntad de vivir”. El punto final de su argumentación, esparcida en las notas de Senilia, es bien evidente: las religiones tratan de ofrecer coherencia moral de una forma imprecisa, mediante todo tipo de imágenes y fábulas. Y la consciencia de Dios es tan sólo una idea que se inocula durante la infancia, como una revelación, a los hombres educados en el judaísmo y en las religiones que provienen de él. Pero lo que más disgusta a Schopenhauer es observar que la supuesta filosofía alemana se ha dejado arrastrar por la teología hasta convertirse en su esclava. La filosofía académica, de cátedra, escribe Schopenhauer, es un “catecismo disfrazado de metafísica”. No habiendo entrado en el mundo académico y con un cierto rencor acumulado en las entrañas, Schopenhauer se explaya en la crítica a los señores que enseñan filosofía y no entienden a Kant, a los que denomina profesores de mitología judía o, también, consejeros áulicos, equiparables a la chusma literaria. Estos señores, llenos de mediocridad, no entienden, por ejemplo, la cuestión de la idealidad del espacio, que está en Kant. Pero es que estos mismos consejeros áulicos son los que han olvidado la filosofía de Schopenhauer, los que la han mantenido en secreto, por espacio de treinta y seis años, hasta que su lectura ha llegado al público. La erudición ha cedido ante la piedad. Schopenhauer se muestra, pues, dolido ante lo que considera “segregación de su producción”. No duda, en todo caso, y la cuestión está bastante clara, en considerarse un continuador de la filosofía de Kant, que representa la seriedad “frente a la filosofía en broma de la universidad”. La figura de Kant es gigantesca, ha dado el golpe mortal al teísmo. La mitología judía es, además, algo completamente incompatible con la sabiduría de Kant. Seguidor, pues, de la filosofía kantiana, Schopenhauer reniega de los tres sofistas, que no se mencionan en el texto pero que cabe pensar que son Fichte, Schelling y Hegel. Llega incluso a relacionar la figura de Hegel con una especie de neocatolicismo. Hegel es un charlatán, seguido por las Academias y por los profesores de filosofía, algo que con toda seguridad anhelaba Schopenhauer. La crítica del filósofo alemán se hace extensiva a la astrología, el misticismo, el materialismo, pero, sobre todo, a la física mecánica, experimental, de su tiempo, que considera de una gran “tosquedad”. La experimentación no ofrece la verdad misma, tan sólo datos para buscar esa verdad. El cálculo no sirve para la correcta comprensión de los procesos físicos. Se requiere de un “correcto conocimiento de la causalidad y de la construcción geométrica del proceso”. Schopenhauer es consciente de que las verdades más importantes se captan mediante la agudeza y la reflexión, no a través de la experimentación. Esta crítica a la física mecánica y atomista alcanza desde Demócrito y Leucipo hasta Descartes. Schopenhauer reniega de los físicos y de la tradición vinculada a Newton. Eso explica que su aportación a la teoría de los colores siga la estela de Goethe. La crítica de Schopenhauer se ceba también, finalmente, con cierto tipo de especialización, que no debe confundirse con la filosofía, es decir, los “iluminadores del mundo, que han aprendido su química, o geología, o zoología, o fisiología, pero que, aparte de eso, no han aprendido nada más en el mundo”. 

 

4. Schopenhauer dedica una enorme cantidad de páginas en Senilia a la cuestión de la lengua germánica. Siente admiración hacia las “mentes primordiales del género humano”, que son las que inventan la gramática de la lengua y se ceba, sobre todo, con la “barbarización gramatical y lexical con el objeto de lucrar sílabas” que está teniendo lugar en Alemania, en aras de una supuesta brevedad y concisión. Se queja de la acumulación de consonantes, de la timidez en el empleo de las vocales o de la constante interrupción de los discursos escritos mediante interpolaciones que no conceden vivacidad al estilo. Critica a los miles de escribidores que maltratan la lengua alemana y que sólo leen “tinta fresca”, y a la juventud alemana que sólo lee periódicos y lo más reciente, “con la estúpida ilusión de que se trata del resultado de todo lo habido hasta ahora”. Insiste en que se han de buscar pensamientos nuevos y no palabras nuevas, porque existe una tendencia, un afán por las palabras de nuevo cuño o por las palabras antiguas transformadas. La lengua alemana se está volviendo, por tanto, más pobre y ambigua. Este empobrecimiento se hace evidente en el hecho de que con la misma palabra se expresan varios conceptos en vez de mantener la riqueza de vocabulario. La profanación de la lengua se inicia en los periódicos políticos, continúa en las revistas literarias y acaba en los libros. Schopenhauer habla de barbarismo, de errores lingüísticos, de problemas de estilo, de una “conspiración generalizada contra la lengua”, que tiene lugar particularmente en Alemania y no en otros países, hasta el punto de que teme por el estado de la lengua alemana en la siguiente generación. Por eso, no es de extrañar que Schopenhauer piense que el brillante período de la literatura alemana ha terminado a principios del siglo XIX y que “los auténticos escritores alemanes” son todos del siglo XVIII. Considera necesario, en este sentido, adoptar medidas para frenar la degradación de la lengua alemana: escribir siempre en un tono noble y matizar para poder “expresar cada idea de forma acertada, exacta, fina y concisa”. Este interés por escribir de forma concisa y sucinta, frente a la verbosidad de los autores modernos, procede precisamente de su estudio de los autores antiguos. De hecho, una de las causas fundamentales de la barbarización de la lengua alemana es “el cada vez más extendido desconocimiento de las lenguas antiguas”. Schopenhauer piensa que el dominio del latín, sobre todo, contribuye a la precisión y la exactitud en el empleo de las palabras, de tal modo que los antiguos son “eternos modelos del estilo bello y gracioso”. No cabe duda de que el latín y el griego amplían nuestro horizonte, y que la literatura griega y romana fomentan el conocimiento, el entendimiento, el buen gusto y el sentido de la belleza, que son fundamentales para el dominio de la lengua. 

 

5. En Senilia algunas notas escritas por Schopenhauer hacen referencia a la historia, a la forma de concebir el tiempo y el pasado en general, porque el filósofo tiene claro que lo significativo de los procesos no se reconoce en el presente, “sólo cuando ya se encuentran en el pasado surgen de la memoria, de la narración, de la exposición, enaltecidos en su significación”. Es muy interesante comprobar que Schopenhauer distingue entre la historia política, que es una historia de la voluntad, y la historia de la literatura y el arte, que es una historia del intelecto, aplicando de este modo su terminología filosófica a la propia concepción de la historia. Cuando se refiere a la filosofía de la historia tiene claro que se fundamenta en la esencia, en la búsqueda de la identidad y no en aquello que siempre deviene, pero se muestra contrario a un presunto plan universal que conduce al bien. En realidad, Schopenhauer tiene la convicción de que la idea de continuidad, de permanencia, se puede aplicar a todo. Por eso, “el mundo se mantiene a sí mismo”, y de ahí se deriva la imposibilidad de explicar el origen a partir de una idea, como la de Dios, por ejemplo. Lo esencial del mundo, de las cosas, del hombre es lo permanente, lo fijo e inmóvil. De todas formas, Schopenhauer tiene una concepción de la historia que desemboca en lo militar, y que es muy de época. Habla de pueblos conquistadores que sólo buscan robar. Es innovador, sin embargo, al conceder igual valor a los procesos y la historia de una aldea que a las vicisitudes de un gran imperio. Esta visión de la historia, esbozada en breves líneas, incluye un concepto muy particular de la literatura y el arte. La figura del poeta, sin ir más lejos, es revalorizada por Schopenhauer, en su total autonomía, porque trata asuntos universales: el hombre y la naturaleza. En este sentido, tiene claro que tanto el filósofo como el poeta y el artista tienen una mayor reflexividad, una mayor capacidad para entender el mundo, para tomar conciencia del mundo. Da la sensación, pues, de que el filósofo y el poeta se sitúan en un nivel de abstracción que está por encima del historiador. 

 

6. En los últimos años de su vida Schopenhauer experimenta una cierta alegría. Olvidado por las universidades y por las Academias durante treinta años, el filósofo observa con asombro la difusión que alcanzan sus libros hacia mediados del siglo XIX. Es un hecho que quizá pueda resultar sorprendente. Se hacen nuevas ediciones de sus libros y, en concreto, una tercera edición de su obra principal: El mundo como voluntad y representación. Parece que, por fin, pese a los profesores de mitología judía, su doctrina se ha abierto camino. Por eso, se atreve a escribir lo siguiente: “El ocaso de mi vida será la aurora de mi felicidad”. Por eso, también, cuando comenta que las obras de los grandes genios se disfrutan como los higos y los dátiles, más en estado seco que en estado fresco, con el paso de los años, se refiere, entre otros, a él mismo. Y concluye de forma categórica con la siguiente aseveración: “he buscado la verdad, y no una cátedra”. Pero la muerte se aproxima, coincidiendo en el tiempo con el éxito de sus libros. Como la vida es una representación, un engaño, que se repite si se alarga el tiempo de existencia, Schopenhauer afronta la muerte casi como un hecho feliz y deseado, consciente, a fin de cuentas, de que “el sentido y el fin de la vida no es intelectual, sino moral”.

 

 

miércoles, 31 de agosto de 2022

El silencio de la escritura

 


1. Los escritos no hablan, no ofrecen respuestas. Este supuesto es el punto de partida de El silencio de la escritura, libro publicado en 1991, decisivo en la obra de Emilio Lledó. La formulación más acabada de esta idea, de este supuesto, se encuentra, como se sabe, en el Fedro, donde Platón emplea una bella metáfora para definir la cuestión: el escrito “necesita siempre la ayuda del padre” (Fedro, 275 E), requiere de un discurso que descubra el sentido oculto del texto y que, sobre todo, conceda viveza a lo ya expresado mediante letras. El escrito adquiere su verdadera dimensión en el diálogo que se establece con el lector-intérprete, porque, efectivamente, Lledó concibe todo logos, todo discurso, fundamentalmente como diálogo. El principio de la hermenéutica se sustenta, pues, en el silencio de la escritura, pues ya que el escrito viene acompañado de una especie de soledad, de olvido, pero también “arrastra una apariencia de sabiduría”, se hace inevitable el diálogo, adquiriendo fuerza y relieve el escrito a través del intérprete. El escrito se convierte así en un “pretexto” mientras la subjetividad actúa como “principio y telos”. El sentido de la tradición viene determinado, entonces, por una interpretación de la escritura y a través de la escritura. La tradición es lenguaje, logos, un diálogo con el pasado que se establece desde el presente. La formulación más acabada y clara se encuentra sin duda alguna en el diálogo platónico, que reproduce, como un eco, lo acontecido en la Academia, pero que esconde bajo esa aparente polifonía, un “diálogo consigo mismo”. En cualquier caso, tal como apunta Lledó, para que las palabras se conviertan en inmortales semillas, siguiendo la metáfora platónica, es necesario que exista el abono apropiado, es decir, “la dialéctica de la pregunta y la respuesta, o sea, la dialéctica de la temporalidad, la dialéctica de la duda”, por lo que dudar de las palabras, revisar los contenidos de la tradición, es una de las grandes tareas que plantea la lucha contra las presiones actuales de la instantaneidad.    

 

2. Lledó presenta y define el discurso mítico como algo lleno de plenitud en “su rotunda e incompartida palabra”. Ese discurso que procede del mito no necesita, entonces, de diálogo, pero juega un papel importante en el origen de la historiografía filosófica, precisamente porque ante un lenguaje “que habla pero que no responde” se impone una tarea hermenéutica. Surge así la pregunta al discurso mítico. El condicionamiento necesario para el nacimiento de un discurso interpretativo es, evidentemente, la escritura. La historia y la tarea historiográfica arrancan entonces con fuerza gracias a la pujanza de la escritura. “La experiencia historiográfica”, escribe Lledó, “no sólo consiste en el análisis de lo que el texto dice, sino en el descubrimiento de lo que el texto oculta”. Este principio hermenéutico está estrechamente relacionado con esa visión que convierte toda historia en historia contemporánea, siguiendo la premisa de Croce. Ahora bien, el ideal hermenéutico pasa también por una especie de sympátheia con lo que se interpreta, lo cual implica, con todas las dificultades que conlleva, conocer los afectos del escritor. Esta empatía, esta amistad hacia el autor, se antoja necesaria e “implica el momento más complicado del círculo del comprender”. Llegados a este punto, parece claro que Lledó sigue la senda de Gadamer, justo allí donde el verdadero problema de la hermenéutica se resuelve en la conocida fórmula: “¿Qué significa comprender a un autor mejor de lo que él se ha comprendido a sí mismo?”. La fórmula, como se sabe, empleada por Dilthey al final de El nacimiento de la hermenéutica, se remonta a Schleiermacher. Pero también se encuentra en Boeckh, en un texto que resulta bastante significativo para poder alcanzar a comprender los entresijos de la interpretación: “El escritor compone conforme a las leyes de la gramática y la estilística; pero la mayoría de las veces de una manera inconsciente. Sin embargo, el intérprete no puede explicar nada plenamente sin ser consciente de esas reglas…De ello se sigue que el intérprete no sólo debe comprender al autor tal como él se comprende a sí mismo, sino incluso mejor. Pues el intérprete tiene que traer claramente a la consciencia aquello que el autor ha creado de manera inconsciente, y así se abrirán muchos dominios y perspectivas que al mismo autor eran extrañas”. Más allá de esa referencia al inconsciente, que parece funcionar en todo autor pero que también parece difícil delimitar, Boeckh ya apuntaba el peligro y los problemas que podía plantear el exceso interpretativo, seguramente porque intuía que el intérprete, como autor que es también, se mueve en un terreno resbaladizo. Teniendo en cuenta, según la sugerencia de Lledó, que ni siquiera los autores son capaces de comprender su obra como una totalidad, “porque los autores no escriben obras”, la labor del intérprete se ciñe al texto que, independizado de su autor, se convierte en una “semilla inmortal”, un espacio en el que, siguiendo la famosa metáfora platónica en el Fedro, se han plantado y sembrado palabras con fundamento.    

 

 

domingo, 31 de julio de 2022

Aproximación a la historia griega

 

1. Luciano Canfora publica Prima lezione di storia greca en el año 2000. Traducido al castellano con el título de Aproximación a la historia griega (Alianza, 2003), el ensayo parecía inaugurar una serie de volúmenes que tendría como objetivo, seguramente, reflexionar sobre diferentes cuestiones y problemas que afectan a la historia y a la historiografía griegas, terrenos en los que Canfora es un maestro indiscutible. En Aproximación a la historia griega -la primera lección- Canfora ha tratado, precisamente, algunos temas que son frecuentes en su visión de la historia griega. Aun poniendo de relieve el papel predominante que juega el ojo frente al oído para el historiador griego, pues “los ojos son más fiables que los oídos”, según la tradicional fórmula de Polibio, la intención de Canfora es poner de manifiesto, desde un primer momento, que el pasado remoto resulta poco fiable para el historiador griego por la falta de testigos y, por supuesto, de documentos. Aquí es donde Canfora pone el énfasis, porque la presencia fragmentaria de documentos, especialmente inscripciones, ha supuesto un hándicap para la historiografía moderna, que, como se sabe, tiende a rellenar los huecos que dejan los relatos de los historiadores antiguos con fragmentos aleatorios de inscripciones que han sobrevivido. La complicación del asunto viene dada, como se sabe también, por el hecho de que los archivos oficiales, con documentos en papiro, no se han conservado. Pese a las limitaciones, pues, que presentan los documentos epigráficos, que carecen, en ocasiones, de cronología, sí que es cierto que han contribuido a “rellenar huecos” en la historia griega, completando los relatos historiográficos. Tal como señala Canfora, por ejemplo, la Crónica de Paros permite enlazar la Biblioteca de Diodoro con la Historia de Polibio, el relato continuo de la historia griega que Diodoro acaba en 301 a.C con la historia de las guerras púnicas que Polibio inicia en 264 a.C. La sensación de pérdida es todavía mayor cuando se comprueba que los documentos más importantes, generalmente secretos, se han perdido, por lo que queda claro que ya no podremos recuperar gran parte de lo que Canfora denomina “las razones verdaderas, profundas, auténticas e inconfesadas (salvo para unos pocos) de las acciones más importantes y controvertidas”.

            Entre las obsesiones que han llevado atareado a Canfora arriba y abajo en su trabajo como historiador se encuentra la cuestión de los falsos documentos. “El documento”, escribe Canfora, “no debería fetichizarse. Éste, por el contrario, no es necesariamente la verdad”. De hecho, cualquier documento anterior al incendio de Atenas en 480 a.C es susceptible de ser una reconstrucción posterior. Los persas incendiaron Atenas, por lo que cabe pensar que los documentos públicos, conservados en archivos -en la Acrópolis, en los templos-, debieron ser pasto de las llamas. Así pues, tanto las leyes de Solón como las leyes de Clístenes, tal como sugiere Canfora, pueden resultar simples “reconstrucciones conjeturales” realizadas después de la retirada de los persas. La misma duda que se cierne sobre esta legislación del siglo VI a.C aletea sobre el famoso “decreto de Temístocles” de 480 a.C que, según Canfora, es una creación del siglo IV a.C que responde a la propaganda panhelénica de la “segunda liga marítima” en 378 a.C, auspiciada por Atenas y que Christian Habicht engloba en lo que denomina “fabricación de falsificaciones con fines políticos en la primera mitad del siglo IV a.C”. Estas falsificaciones también son frecuentes en las escuelas de retórica del siglo IV a.C. Canfora habla, en concreto, de “modificación intencional y dolosa de documentos auténticos”, lo que explicaría desde su punto de vista la existencia de una ley para la protección de los archivos, por ejemplo, en la isla de Paros, que se remonta al 170 o al 150 a.C. Teniendo en cuenta, entonces, la cuestión de las reconstrucciones conjeturales y las falsificaciones, y la gran consideración hacia el documento que atesora la escuela de Aristóteles -donde se recopilan documentos histórico-políticos y certámenes teatrales, donde se recogen los datos de 158 constituciones y donde Crátero realiza una Compilación de los decretos áticos-, conviene preguntarse, sugiere Canfora, si la elaboración de falsificaciones también pudo engañar a estos recopiladores de documentos de la escuela de Aristóteles.

 


2. La concesión de la ciudadanía es un bien supremo tanto en Esparta como en Atenas. A veces, en situaciones excepcionales, se concede la ciudadanía “en grupo”, como ocurre en el año 405 a.C, cuando Atenas, después de la derrota de Egospótamos, convierte en ciudadanos a todos los demócratas de Samos. Es una situación desesperada que requiere medidas desesperadas. Canfora relaciona este decreto de Samos de 405 a.C, hacia el final de la guerra del Peloponeso y que silencia Jenofonte en su Historia, con la decadencia del imperio ateniense. Por eso trae a colación un texto de Tácito, en donde por boca del emperador Claudio se afirma “que la decadencia de Esparta y Atenas se había debido en su época a la miope política de la ciudadanía, a la tosca y celosa manera en que se habían cerrado sobre sí mismas condenándose a la decadencia, en primer lugar, demográfica”. En cualquier caso, queda claro que el decreto de Samos llena un vacío que deja Jenofonte y nos permite conocer mejor la mentalidad de la Atenas imperial en el momento final de la guerra del Peloponeso, donde los golpes de timón que daba el gobierno ateniense eran indicios claros de decadencia. 

También Tucídides silencia, de forma inquietante, la situación de Melos durante la guerra del Peloponeso. El relato de Tucídides, en el libro V de su Historia, describe la feroz represión de Melos como una “mancha que empaña la imagen de Atenas a lo largo de los siglos”. Tucídides habla de Melos como una república neutral durante el conflicto entre Esparta y Atenas, pero sabemos por la epigrafía que Melos tributaba a Atenas y que formaba parte de la Liga Ático-Délica. La ferocidad de Atenas contra Melos sigue siendo injustificable, pero con el documento epigráfico en la mano el relato de Tucídides se nos presenta, ahora, como un reflejo de la propaganda antiateniense de la época. Es más, Canfora relaciona el diálogo de Melos, emplazado a finales del libro V en la Historia de Tucídides, con la cuestión de los tiranicidas, es decir, el mito de la fundación democrática en 514 a.C, sustentado en la muerte de Hipias y que Tucídides retoma en el libro VI después de haberlo planteado en la Arqueología del libro I. Canfora sostiene que Tucídides emplea documentos que se encontraban en el ágora y en la Acrópolis, quizá algunas estelas, para demostrar que el tirano era Hipias y el asesinado había sido Hiparco. Siendo la causa del magnicidio una cuestión amorosa, no política ni ideológica, Tucídides se enreda en el argumento, sin embargo, al señalar que Harmodio y Aristogitón “apuntaban a Hipias y mataron a Hiparco”. La interpretación de Canfora sitúa la conjetura de Tucídides, que va más allá del documento, dentro de la crítica a la democracia por parte del historiador. Relaciona, de este modo, el diálogo de Melos y el final de Hiparco con la postura antidemocrática de Tucídides, “una operación ideológica” en un período en el que se estaba fraguando la conjura de 411 a.C.

 

3. Frente al escepticismo de algunos historiadores, Canfora concede un gran valor a los discursos de Tucídides (en realidad, a la palabra como documento). “También la palabra de los protagonistas”, escribe Canfora, “es un documento, o al menos debería serlo”. A través de esos discursos se reconoce la oratoria política. La palabra, el discurso y el diálogo están muy presentes en el relato historiográfico de Tucídides porque tienen “un espacio muy grande en la vida colectiva (teatro, asamblea, tribunal” y porque, como se sabe, la escritura “es un sucedáneo marginal”. Obsesionado por este valor que concede a la palabra como documento, Canfora retoma el asunto con el caso del demagogo Atenión en la guerra de Mitrídates contra Roma en el año 86 a.C y que relata Posidonio. Es uno de esos momentos en los que Atenas vuelve a asomar la cabeza, pues en la segunda mitad del siglo IV a.C la ciudad había pasado a un segundo plano en las fuentes antiguas, en época de Filipo y Alejandro, cuando los historiadores habían dejado de escribir Helénicas y habían pasado a escribir Filípicas. El eje político se había desplazado a Macedonia. Atenas había pasado, tal como señala Canfora, a “las páginas interiores”. Pero he aquí que Posidonio recoge, en la guerra de Mitrídates, las palabras de Atenión, que Canfora considera “verdaderas”,  y, por un momento, da la sensación de que Atenas recobra su antigua vitalidad, rompiendo una lanza -Atenión- por el teatro y la asamblea después de una etapa de prolongado silencio.

 

4. Los límites temporales de la historia griega siempre han sido problemáticos y fuente de discusión para la historiografía. De los historiadores que cierran el relato en Sócrates (G. de Sanctis) o en Queronea (G. Busolt), se pasa a una visión más amplia, producto de la influencia de Droysen y de la creación del concepto de helenismo. Droysen pensaba, en concreto, que la historia griega debía ampliarse hasta la conquista de Constantinopla por los turcos en el año 1453. Pero esto conduce, evidentemente, a otro problema histórico: la relación entre centro y periferia. Canfora sugiere, en este sentido, estudiar conjuntamente la historia griega y romana a partir del helenismo, tal como intuyó Polibio y tal como señala Toynbee en Civilization on Trial, donde afirma que se debe estudiar “la historia griega y romana como un relato ininterrumpido con un decurso único e indivisible”. Si pasamos al problema cronológico de los inicios de la historia griega, es evidente que los mismos griegos eran conscientes de su juventud frente a otras civilizaciones más antiguas, como la egipcia. Heródoto, por ejemplo, remonta la historia griega a Giges. Tucídides va más allá, hasta Minos. Y Éforo, aún más lejos, llega hasta el retorno de los Heráclidas. “Su valiente tentativa”, escribe Canfora, “de mirar lo más posible hasta atrás influyó en la tradición siguiente”.

 

5. La vida en las ciudades griegas no se puede entender sin la existencia de la esclavitud. Sigue siendo todavía objeto de debate la esclavitud de los hilotas que, a veces, da la impresión de ser una relación personal entre el esclavo y el espartiata, pero que en otras ocasiones se asemeja a una servidumbre comunitaria. Otra cuestión importante, muy debatida por la falta de documentación demográfica, es el número de esclavos. Tucídides (VII, 19, 20) ofrece unas cifras que resultan problemáticas, difíciles de valorar, pues habla de una fuga de veinte mil esclavos cuando los espartanos toman Decelea. Canfora se apoya en un texto de la Suda para poner en valor la enorme cantidad de esclavos que menciona Ateneo de Náucratis, unas cifras que los historiadores siempre han considerado exageradas desde que, en el siglo XVIII, David Hume expusiese unos argumentos ciertamente razonables, en su ensayo Of the Populousness of Ancient Nations (1752), en contra de esa enorme cantidad de esclavos. Lo que no admite ninguna duda es que el carácter exclusivo y excluyente de la democracia ateniense, con un concepto muy restringido de la ciudadanía, explica “su total falta de apertura hacia los esclavos”. Precisamente, la existencia de la esclavitud ha sido una de las fisuras por donde se ha resquebrajado el mito del modelo griego. En la época de la revolución francesa, tanto Benjamin Constant como Constantin F. Volney han puesto en evidencia estas fisuras. Ahora bien, lo que no se puede cuestionar, por evidente, es que la producción literaria -no sólo en Grecia sino también en Roma-, posee unas cualidades que pueden resultar provechosas para quien pretenda descollar en el mundo de las letras: el cuidado asombroso de los detalles y la búsqueda de la belleza ideal. En este punto, la reflexión sobre el modelo griego no admite fisuras.    

 

miércoles, 29 de junio de 2022

Autobiográfica

 

Desde hace algunos días no dejo de pensar en una frase que escribí hace años para uno de mis cuentos. La frase, en concreto, es la siguiente: “comprendí, al mismo tiempo, que los escritores son unos pobres diablos pues todo lo que intentan en sus libros es una mezcla de su pobre imaginación y las historias que otros han contado”. El texto, sin duda alguna, pretendía ser una broma, una frase irónica que restaba importancia a la labor que como escritor intento desarrollar, pero hace algunos días, mientras disfrutaba de un club de lectura, uno de los avezados lectores, después de leer en voz alta la mencionada frase, me hacía la siguiente pregunta: “¿no le parece que esto es un poco depresivo?”. Trataba yo de conseguir, en aquel momento, que el lector de mis relatos entendiese el carácter irónico del texto, pero la palabra “depresivo” había alzado el vuelo con una fuerza indestructible.


Dándole vueltas al asunto me ha venido a la mente la concepción de
La plegaria de Eos, el segundo volumen de una colección que titulé El rojo y el gris. El libro se publicó en septiembre de 2018. Recuerdo que fue mientras preparaba el libro cuando esa frase esparcida en uno de mis cuentos cruzó mi mente, de nuevo. Como los escritores somos unos pobres diablos que caminamos por el mundo, pensé, en aquel momento, que podría engarzar en La plegaria de Eos algunas de las obsesiones que percibo como comunes en la mayoría de los escritores. La idea que estaba en el centro de todo era la necesidad de buscar vínculos literarios. En un libro de Sebald sobre Robert Walser había leído, precisamente, una frase que no dejaba de martillearme la cabeza: “Todo está vinculado entre sí”. Debo reconocer que esta frase había nacido para acomodarse a mi mente, por lo que no es de extrañar que siga anclada ahí, en el fondo de mi alma. No es de extrañar, tampoco, que me haya acompañado durante mucho tiempo, y que me siga acompañando. Durante toda la elaboración de La plegaria de Eos la frase, en este caso de Sebald, me acompañaba, me inspiraba, me dictaba la búsqueda de conexiones entre escritores, a veces con el acompañamiento del azar o la ayuda de la inspiración del momento.

La melancolía, la necesidad de una nueva identidad, la espera, la ensoñación, la bibliomanía y el afán confesional pasaron a centrar mi atención por aquellos días en que sólo veía vínculos entre escritores. Así fue, pues, como entre determinados escritores advertía un claro afán por la ensoñación, por diluir las fronteras entre realidad y ficción, mientras que en otros autores apreciaba una necesidad clara y evidente de crearse una identidad nueva, un personaje capaz de convertirse en observador de los acontecimientos que tienen lugar en las narraciones. Me dejaba arrebatar también por la voz confesional, autobiográfica, de ciertos escritores, porque esa voz confundía, a propósito, los acontecimientos que se narraban con las vivencias personales. En algunos escritores, además, era evidente una cierta pose, un cierto tono melancólico y nostálgico que no se podía evitar porque formaba parte de la misma esencia del autor. Mis divagaciones, por aquellos días, mientras escribía y organizaba La plegaria de Eos, no podían dejar de lado, tampoco, las continuas referencias literarias, la bibliomanía que se agolpa en cada página que redactan ciertos escritores. Finalmente, la obsesión kafkiana de la espera, con esos personajes que nunca hacen nada y que parecen siempre estar esperando algo, no dejaba de circular por mi cabeza, como si realmente fuese yo, el escritor, el que estuviese esperando algo.

Seguramente, si por aquella época buscaba estos vínculos literarios en otros escritores era porque traducían mis propias obsesiones, esas que en determinado momento no podemos abandonar. Veía, en definitiva, en otros escritores todo que creía o quería ver en mí. Todo ello, además, matizado por una perspectiva personal desde la que abordo siempre los libros, y con ello me refiero no sólo al acto de leer sino también al acto de escribir. Esa perspectiva personal, en última instancia, es la que actuaba para crear esos vínculos literarios que me permitían enlazar en continuidad unos escritores con otros, porque los escritores están sometidos a la tradición, lo quieran o no, lo acepten o no.

Aquí, en este punto, es donde el discurso vuelve al principio: los escritores mezclan “su pobre imaginación” con “las historias que otros han contado”. Por eso, cuando ahora vuelvo a pensar en La plegaria de Eos y retomo el lamento de los escritores, me permito enlazar el viaje al fin del mundo con la necesidad de buscar una nueva identidad, el mar del verano con el retorno a la anhelada infancia, el sufrimiento en una cárcel con la defensa de la humanidad, la transmisión de la tradición con la sabiduría de Shakespeare, el viaje a un faro solitario con la huida hacia la nada y la llegada melancólica del otoño con el trazado de una líneas que ponen fin a un libro o a una frase. Efectivamente, todo está vinculado entre sí, y, tal como yo pensaba, los escritores son unos pobres diablos.

 

martes, 31 de mayo de 2022

Mi viaje a Italia en Pentecostés de 1912

 


La nostalgia de Italia es una enfermedad que se padece cuando se ha abandonado definitivamente el país transalpino, cuando, tras un viaje que sin duda lo cambia todo, una sensación inequívoca de retorno arrastra y atrapa al viajero, que anhela volver a Italia. Así acaba Mi viaje a Italia en Pentecostés de 1912 (Abada, 2017), un libro escrito por Walter Benjamin cuando todavía no había cumplido los veinte años.

            En mayo de 1912, efectivamente, Benjamin viaja a Italia acompañado de dos amigos, concretamente el músico Erich Katz y el fotógrafo Simon Guttmann. Una nueva consciencia parece asomar en el horizonte, pues Benjamin ya no se siente un alumno, alguien que tiene que dar respuestas. Siguiendo la estela de Goethe, la propuesta es clara: poner en marcha un “viaje formativo”. El trayecto del escritor pasa esencialmente por el norte de Italia. Todo está minuciosamente detallado en el viaje. El filtro que opera en la redacción de Mi viaje a Italia es, en este sentido, la mirada que se detiene en la belleza, desde el principio hasta el final del texto. Pero el juicio estético de Benjamin no sólo actúa sobre las obras de arte. Su curiosidad se extiende a los paisajes y las costumbres peculiares de una población determinada. Es así como, una vez iniciado el trayecto, el paisaje del Gotardo, todavía en los Alpes suizos, se le antoja un espacio que tiene “el carácter arcaico, originario, de una honda, profunda soledad”, mientras que en Isola Madre y en Isola Bella, sobre todo, admira preferentemente la belleza de las flores. 

            La primera gran ciudad italiana que visita Benjamin es Milán. Aquí hace acopio de detalles costumbristas que le interesan o le llaman la atención: el hábito cotidiano de escupir o de fumar un tabaco horrendo, la costumbre de tocar la campanilla en el teatro dos minutos antes del final de la función, la ceremonia religiosa en la que unos niños reciben el primer sacramento en la catedral de Milán o, incluso, la manía de fumar en el interior del teatro. Benjamin se muestra crítico cuando algo no le convence, como ese cementerio milanés que parece el vestíbulo de una exposición universal, un monumento al dinero que le provoca, al mismo tiempo, “risa y estupor”, o como esa pieza de teatro de D’Annunzio, El placer, que se le antoja “de lo más burdo” y que se nutre “de afectos heroicos o de carácter muy sentimental”. En cambio, cuando algo le interesa, como La última cena en Santa María delle Grazie, es capaz de correr, agobiado por la falta de tiempo, para contemplar la “mísera decadencia” y la “enigmática descomposición” que cautivan en la pintura de Leonardo.

En Verona, observa en silencio el anfiteatro, “ese cráter de piedra” que domina la ciudad, mira “una y otra vez los techos y el cielo” mientras está sentado en la plaza del mercado. La sensación de decadencia, tan afín a Benjamin, también la aprecia en el teatro romano, “un lugar de total ruina”. Vicenza, en cambio, se abre al genio de Palladio, que se manifiesta en el Teatro Olímpico -donde sorprende la “ilusión perspectivista” lograda en un espacio cerrado-, pero, especialmente, en la Basílica, donde la impresión es tan fuerte que Benjamin contempla allí, con ligereza y claridad, “lo sublime”.

Al llegar a Venecia por la noche, en un vaporetto, Benjamin tiene la sensación de que los palacios venecianos están enraizados en el agua. En la Academia veneciana disfruta, sobre todo, del colorido crepuscular y sombrío de la Pietà de Tiziano. En las iglesias italianas advierte que la concepción del espacio “no corresponde a los conceptos alemanes”, en donde se privilegia la configuración de un ambiente recogido. En la catedral de San Marcos, en concreto, prefiere los colores apagados de los mosaicos más antiguos, que aprecia más, frente a los “patéticos mosaicos de colores muy chillones sobre un fondo dorado deslumbrante”. 

Benjamin dialoga con sus amigos sobre arte, sobre poesía moderna, pero, en ocasiones, se permite entablar breves conversaciones con la gente común, como ese obrero italiano al que pregunta sobre la guerra colonial en Libia, sobre la situación de “los estamentos inferiores”. Ciertas descripciones sugieren que, en ocasiones, la belleza se riñe, cercana, con la podredumbre. A veces, como ya se ha señalado, Benjamin se detiene en detalles que no tienen nada que ver con la estética: la pasión del pueblo por el himno nacional italiano o la plaza de san Marcos iluminada por la noche como una gran sala. También hay omisiones en la narración que sorprenden: cuando llega a Padua y visita la capilla de los Scrovegni, por ejemplo, nada dice de las pinturas de Giotto.

Las anotaciones de Benjamin no van más allá de la estancia en Padua, porque llega el momento de regresar a Alemania. Es curioso advertir que, al final del viaje, el escritor, que no domina bien el italiano, vive en un estado de ánimo que auspicia el retorno, “anhelando el alemán y los escritos y gentes alemanas, a los que uno se enfrenta más seguro”. Pero en el último momento, ya cerca de Friburgo, se abre paso con fuerza la melancolía, invadida la mente del escritor por “la nostalgia de Italia”.

 

viernes, 29 de abril de 2022

La guerra civil. ¿Cómo pudo ocurrir?

 

La reflexión sobre España ha acompañado a Julián Marías, atravesando su vida, manifestándose en toda su obra con la misma infatigable vitalidad que en el caso de su maestro Ortega y Gasset. En la primavera de 1980, seguramente porque era una idea que sobrevolaba su mente desde hacía mucho tiempo, Marías escribe un breve ensayo titulado La guerra civil. ¿Cómo pudo ocurrir? Aparecido el ensayo en un libro colectivo, La guerra civil española, coordinado por Hugh Thomas, y en España inteligible, del propio Marías, se publica por primera vez de forma independiente gracias a la editorial Fórcola en 2012, con un prólogo, además, de Juan Pablo Fusi.                  

El texto plantea una cuestión que atormenta a Marías en torno a la guerra civil: ¿cómo pudo ocurrir? La compleja respuesta a esta determinante cuestión pone en marcha la narración de Marías. Pero, en realidad, late desde el inicio del ensayo un intento de justificación por parte del autor: una forma de ratificar su posición respecto a la guerra, expresada de forma contundente cuando ya daba sus últimos coletazos en marzo de 1939. Esta idea no debe pasar desapercibida si se quiere comprender la gestación de este libro. En este sentido, la posición de Marías en 1980 es clara, es la misma que en 1939: la resistencia a la guerra, cuyo “ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro”. Marías era partidario de firmar la paz, de no prolongar la guerra, siguiendo la postura que había adoptado Besteiro. Por eso vuelve sobre el tema al final del ensayo, retorna a lo que él denomina “la historia del mes de marzo de 1939”, y por eso insiste en el cansancio y en la desilusión dentro del bando republicano, incidiendo sobre todo en los beligerantes.

Dicho esto, la intención de Marías desde un principio es tratar de entender la guerra para poder superarla, porque cuando estalló, siendo todavía un joven de veintidós años, todo le parecía desmesurado, no podía entender cómo había podido estallar el conflicto. En 1980 Marías tiene claro que la escisión del país en 1936 es una división moral. Habla de “anormalidad social”. Ahora bien, ¿cuáles son las raíces del conflicto, qué hechos van deslizando esa división moral y social? Rastreando en los orígenes de la guerra, Marías atribuye, en primer lugar, un papel relevante a la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, al poco de iniciarse la segunda República. Este acto que no duda en calificar de “despreciable”, aunque fuese minoritario, generó en una parte de la población española un sentimiento de rencor hacia la República. Luego está el hostigamiento al otro, la oposición automática a todo lo que se plantea desde el gobierno. Marías pone como ejemplo la ley de Azaña que pretendía la reducción de las Fuerzas Armadas y que generó “resentimiento” entre los militares.

En este rastreo de los orígenes del conflicto, Marías escribe que “la falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración”, refiriéndose a la incapacidad del gobierno republicano para generar entusiasmo entre la población. Define a los partidos republicanos como “excesivamente burgueses”, “prosaicos” y a la sociedad civil con un tono “gris, neutro, negativo”. Esta idea parece ser algo así como una marca de fábrica, “un tremendo prosaísmo” que Marías achaca también a la República francesa y a la República de Weimar.  

Otro cuestión en la que incide Marías es la puesta en marcha de “una reforma agraria demagógica y poco inteligente”, que agravaría la situación en el campo. A todo ello hay que añadir determinados aspectos y actitudes en la sociedad española que no deben pasar desapercibidos, como la pereza, la frivolidad de los políticos, los intelectuales, los representantes de la Iglesia y los sindicalistas.

Una cuestión que considera decisiva es la extrema politización de la población, que facilitaría los enfrentamientos y que engendraría, al menos en una porción del país, el “horror ante la pérdida de la imagen habitual de España”, por la ruptura de la unidad y el fin de la condición de país católico, entre otras cosas. Este énfasis que pone en la politización del país viene acompañado, además, de un clima de extrema violencia en toda Europa en los años 30, con el auge del fascismo y del comunismo, y la actitud “débil”, “borrosa”, de las potencias democráticas.

            Entre los factores que ponen en jaque el juego democrático, Marías señala los sucesos acaecidos el 10 de agosto de 1932 (que no menciona, aunque todos sabemos que se refiere al golpe militar de Sanjurjo), pero sobre todo “la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del Partido Socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas” (aquí sí que da nombres), “que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional”.

            El aspecto más determinante en los orígenes del conflicto, en la visión de Marías, es la polarización del país por la influencia cada vez mayor de los partidos más extremistas o radicales. Falangistas y comunistas, que en principios eran grupos minoritarios, pasan a imponer poco a poco sus puntos de vista. “El proceso que se lleva a cabo entre los años 1931 y 1936 (y, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936)”, escribe Marías, “consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus dos extremos”. Se van imponiendo determinado tipo de opiniones, más o menos relacionadas con estos grupos más extremistas y beligerantes, sin ningún tipo de actuación o intervención por parte de los intelectuales de la época, hasta el punto de que Marías escribe que “los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto”.

            El fracaso que conduce a la guerra, entonces, es producto no sólo de los que “creían que se iba a reducir a un golpe de Estado”, sino también de “los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de derechas a sublevarse”. Las observaciones de Marías son bastante significativas y parecen apuntar a una ineludible sublevación militar. Se llega a la guerra, en definitiva, por una disociación entre “la situación mental colectiva” y la realidad española en 1936. Aquí es donde Marías concede un papel decisivo a la “interpretación” que se hace de esa realidad objetiva y que provoca una “anormalidad de la vida colectiva”.

Acabada su interpretación de los orígenes de la guerra, es interesante constatar que Marías se hace eco de la dura represión tras el conflicto, una represión que se podría haber evitado, piensa, si se hubiese llegado a un acuerdo, a una paz y reconciliación. Sus palabras, llenas de humanismo y bondad, parecen chocar con el espíritu del momento, que hacían imposible cualquier tipo de acuerdo. La suerte estaba echada. La prolongación de la guerra se manifestaba en el exilo y la represión. Resultaba imposible, en ese contexto, “vencer a la guerra”, tal como esperaba Marías en 1939 e incluso todavía en 1980, cuando escribe este breve ensayo sobre la guerra.

 

 

jueves, 31 de marzo de 2022

Razón de amor

 

“Ya está la ventana abierta”, llega la luz del día tras el amor que ha desgarrado la noche. El cielo azul y la claridad del amanecer son como un gran rastro de luz que deja el amor, que es, también, como “una despedida larga, clara”. Así se inicia Razón de amor, el poemario de Pedro Salinas publicado en 1936, poco antes de que el poeta parta para el exilio. Todavía flota en el aire la relación amorosa entre Salinas y la hispanista estadounidense Katherine R. Whitmore, una relación que seguramente ha acabado tras el intento de suicidio de la esposa del poeta, pero que se mantiene a través de las cartas que se escriben los amantes y que sigue fluyendo en la poesía.     

           


El ser humano busca la salvación. Es aquí, en este plano, donde el amor, a modo de elevación, juega un papel salvífico. “Tú me elevas, sin nada / tan sólo con vivir”, escribe el poeta, refiriéndose a la amada. Por eso se espera la llegada del amor, se busca torpemente hasta que una luz se enlaza a otra luz y queda iluminado el mundo, sin que nada se toque, pues el amor no es una rosa, no es un día azul, no es una sombra, ni siquiera un sueño. El amor es luz y huella, es un milagro sin recuerdo, todo eternidad. Y el amor nos deja en soledad, buscando un nombre que articule algo que no se puede nombrar, algo que es inefable. El cumplimiento del sueño conduce a otro sueño, el mismo, en una entrega total. Abrazo y beso, únicos formando un todo, la unidad, la identificación total. El poeta comprende y habla: “tu sueño era mi sueño”. Entonces llega la concordia, “una conformidad de mundo y ser”, la ansiada unidad. Es un anhelo del cuerpo, que, cuando se reconoce a sí mismo, desea encontrar otro cuerpo para llegar a la “encarnación final, y jubiloso / nacer, por fin, en dos, en la unidad / radiante de la vida, dos. Derrota / del solitario aquel nacer primero”.

            Así pues, en medio de la oscura noche besa el amor remoto y entra por el alma. Y en la oscuridad culmina el placer, en silencio, en quietud, y se retarda para evitar la llegada del amanecer, pues al abrir la ventana es como si se iniciase una nueva vida. Antes, en la plenitud de la noche el poeta exclama “te cubro con mi vida / y aquí en mi amor te escondo”.

Pero tras el movimiento y la pasión acontece la calma, el amor quieto, porque “más allá de ola y espuma / el querer busca su fondo”. Luego llega la espera, la ausencia, la distancia que se crea, hasta que vuelva la oscuridad de la noche. Entonces, el recuerdo del amor se traza en los colores, en las flores, que forman pliegues en el vestido de la amada. El nombre que no se puede nombrar y la voz estrellada de la amada inflaman el deseo. Las luces y las sombras, el silencio, las piedras, los luceros, la arboleda, todo piensa a la amada, “misionera / de un amor vuelto estrellas, calma, mundo”. El amor se transforma en una tensa espera, en la que el poeta guarda un resquicio, “un gran espacio blanco, azul”, que será ocupado por las huellas que deja la amada. Y también queda un hueco para el recuerdo en la memoria, pero también en las venas, por donde fluye el deseo, el amor.

            La luz, la lluvia y el cielo son indicios que iluminan al poeta en su camino, en su razón de amor. Y también el agua es indicio de felicidad, porque “todo es posible en el agua”, porque abarca la montaña, los árboles, las ramas, el cielo, el mundo. La vida brilla, resplandece, porque “el río seguro canta / los imposibles posibles, / de onda en onda, las promesas / de las dichas desatadas”.    

El destino de todos los elementos del cuerpo confluye en la felicidad, o en la desgracia. La luz y la oscuridad son los dos elementos que se unen, que se buscan, que se necesitan, para conformar una verdad de dos, acaso la perfección, “esa terrible redondez del mundo”. Porque cuando la felicidad llega se produce el fin del mundo, y al amanecer surge un nuevo mundo sobre las ruinas del antiguo. El engaño del mundo se vence, entonces, con una fuerza liberadora de dos, que conduce a la felicidad. Y, luego, desnudos, en alta mar, alejados de todas las cosas de este mundo, los amantes comprenden que mirando hacia arriba se sostiene la felicidad, que procede “de más allá de las constelaciones”, por un instante.  

 

lunes, 28 de febrero de 2022

Lecciones de los maestros

 


Como maestro de toda una generación, George Steiner era plenamente consciente de que en algún momento de su vida debía abordar el tema de la enseñanza y la transmisión del saber. Finalmente, en 2004 se publica Lecciones de los maestros. Aquí, Steiner aborda todas las cuestiones que exige el planteamiento del tema, sigue los vericuetos del problema en diferentes culturas a lo largo de la historia. Como no podía ser de otro modo, el ensayo se inicia con los primeros maestros de la cultura occidental, en el marco de la antigua Grecia, en los siglos VI y V a.C. Eso exige, en primer lugar, poner en solfa el tema de la oralidad, pues los maestros de sabiduría son ante todo transmisores de la palabra a través de una enseñanza oral. La relación entre maestro y discípulo es oral. “El Maestro habla al discípulo. Desde Platón a Wittgenstein”, escribe Steiner, “el ideal de la verdad viva es un ideal de oralidad”. Así pues, los dos primeros grandes maestros, Pitágoras y Empédocles, se mueven en el terreno resbaladizo de la tradición oral, con preceptos internos y esotéricos ofrecidos tan sólo a una élite selecta. Cierto cambio observa Steiner en los sofistas, pues al plantear la cuestión del lenguaje y la crítica textual van camino de superar “la aversión griega, profundamente arraigada a la palabra escrita”. Sobre el papel ambiguo desarrollado por los sofistas no cabe ninguna duda. Ahora bien, su anclaje sigue pareciendo vinculado a la oralidad. Los sofistas, escribe Steiner, “surgen de la transición -mucho más gradual de lo que a veces nos creemos- de la oralidad al libro”. Al explorar el tema de los sofistas y su magisterio, Steiner introduce una cuestión que le obsesiona, a saber, la mercantilización de la enseñanza, que nada tiene ver con la vocación del maestro, con la llamada, con la búsqueda de la verdad.

Más problemático todavía si cabe es el magisterio de Sócrates, una figura seguramente poética y filosófica en los diálogos de Platón, una “ficción suprema”. En la analogía que Steiner establece entre Sócrates y Jesús, ambos maestros de la enseñanza oral, que no llegan a escribir jamás, salen a relucir ciertos temas, como son el empleo de los mitos y las parábolas, y la cuestión, nada baladí, de la lealtad y la traición del discípulo. En el magisterio de Sócrates, además, emergen dos temas que están imbricados en la relación maestro y discípulo: el erotismo y la persuasión. “El erotismo, encubierto o declarado, imaginado o llevado a la práctica”, escribe Steiner, “está entretejido con la enseñanza”. Por lo demás, cuando Steiner avanza hacia Platón, el tema de la oralidad toma forma en una defensa de la memoria y de la enseñanza oral, que, en todo caso, distingue de la revelación, más vinculada al texto escrito.

La tradición de Pitágoras y Platón desemboca, como se sabe, en Plotino, allí donde empiezan a juntarse los caminos del cristianismo y del platonismo. Es necesario recordar, tal como hace Steiner, que Plotino no escribe, que sus enseñanzas de veintiséis años en Roma se conocen gracias a Porfirio, uno de sus discípulos. Estas enseñanzas, además, se presentan como una conversazione. En cambio, cuando llegamos a Agustín, que fue discípulo de Ambrosio, el camino se vuelve por entero al cristianismo, porque se vuelca por entero en la palabra, el logos del único maestro de la verdad, que es Cristo. La educación se convierte así en nuestra capacidad, “nuestra disposición a acudir a Él”. Steiner también advierte esta disposición en Dante, porque el poeta es “escolástico en todos los sentidos de la palabra”. El magisterio de Virgilio, guía en la Comedia, pierde fuerza conforme avanza el viaje del peregrino, porque el maestro primordial es “una Deidad Inaccesible”. Además, como pagano, Virgilio es un maestro que “ayuda a sus discípulos a acceder a esa luz de la que está excluido”. Brunetto Latini, el maestro florentino de Dante, es el que enseña al joven poeta el camino de la paideia y del humanismo a través de los versos: “ad ora ad ora / m’insegnavate come l’uom s’etterna”. Es la eterna lección del maestro.

Superada la Edad Media, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII se estaba produciendo un cambio que Steiner enfoca como una “tensión dialéctica”. Es perceptible en autores como Marlowe, Bruno y Pascal un desmesurado afán de la voluntad por alcanzar el saber. Lo que era radicalmente nuevo”, escribe Steiner, “era la intuición de que una tristeza imposible de erradicar acompaña incluso a la adquisición más ilustre y moralmente defendible de conocimiento”. Es la tragedia implícita en el personaje de Fausto. El desmesurado afán de conocimiento conlleva anteponer el deseo de saber al deseo de vivir (Browning lo expresaría con belleza en este verso: “This man decided not to Live but Know”). Desde Marlowe hasta Valéry, pasando por Goethe y Pessoa, el personaje de Fausto, anclado en su afán de saber, no puede evitar la derrota de su discípulo, sometido por esa sensación de inmensidad que provoca el conocimiento, a la que sólo puede enfrentarse el maestro.

Pero no siempre ha sido así. Johannes Kepler aprovecha las observaciones astronómicas de su maestro, Tycho Brahe, para llegar hacia la gloria que todos conocemos. También se puede dar el caso contrario. Max Brod editó, en vez de quemar, los libros de Kafka, en “un acto de suprema moralidad y de autodestrucción”, tal como escribe Steiner. Y luego está la historia de traición filosófica y personal de Heidegger hacia su maestro, Husserl. Al llegar a este punto, Steiner nos recuerda que se encuentra en el “centro de gravedad” de su argumentación. Husserl consideraba a su discípulo como su heredero espiritual, pero la relación acabó, como se sabe, en abandono y traición. 

A veces, la relación entre maestro y discípulo se produce entre un hombre sabio y una joven dispuesta a todo por entrar en el terreno del conocimiento. No están exentas estas relaciones de un sesgo erótico, sin embargo. Es la historia de Abelardo y Eloísa (o la que cuenta George Eliot en Middlemarch). Las cartas entre Abelardo y Eloísa acaso tienen su equivalencia moderna en las cartas entre Heidegger y su discípula Hannah Arendt. Steiner, con toda razón, observa ecos de la relación entre Abelardo y Eloísa en la historia de Heidegger con su talentosa discípula.

            La indagación de Steiner se ocupa también de la tradición francesa. ¿Por qué en Francia la tradición del maître à penser ha tenido tanta fuerza? ¿Qué papel juegan la retórica y la elocuencia en el pensamiento francés? Steiner señala dos circunstancias decisivas en el devenir intelectual de Francia: la derrota humillante de 1870 en la guerra franco-prusiana y el caso Dreyfus. En esta république des instituteurs que se instala en Francia, la figura clave es Alain, es el “maestro de la nación” y su influencia se despliega majestuosa sobre sus discípulos, especialmente sobre Simone Weil. Seguidor de Platón y Spinoza, se perfila en Alain lo que debería ser “une scolarité morale, una educación ética”. Y al escribir estas líneas, al esbozar estos comentarios sobre Alain, no parece esconder su admiración el propio Steiner.

            Cuando aborda la tradición alemana, Steiner presenta a Schopenhauer como un incomprendido que alcanza su verdadera dimensión cuando es reconocido -como maestro- por Nietzsche, que en Así habló Zaratustra nos presenta su particular concepción del maestro, un profeta en la montaña, “un sabio que se retira a lugares altos y después desciende de ellos”. Nietzsche era consciente de que los discípulos resultaban necesarios para poder transmitir la visión del maestro. “Lo mejor, lo esencial”, escribe a un amigo, “solamente se puede comunicar de un ser humano a otro”. Pero también era consciente de que, llegado el momento, el maestro debía ser abandonado por sus discípulos.

            Steiner se hace eco también del papel que juega en Alemania la novela de formación en la concepción de la relación entre maestro y discípulo, desde el Wilhelm Meister de Goethe hasta El juego de los abalorios de Hesse. Otra particularidad de esta época es que, a veces, el magisterio adquiere un carácter místico, esotérico, como, por ejemplo, en el círculo de Stefan George. Se trata, además, de un fenómeno extendido a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y que da lugar a una tipología de selecta pertenencia, que incluye el discipulazgo y, a veces, la traición.

Al plantear el tema del magisterio en Estados Unidos, Steiner advierte que la tradición del maestro, tal como se entiende en Europa, no tiene demasiada fuerza. Ello no impide que haya grandes maestros y que el tema esté sugerido en algunas novelas de Henry James. Hay un cierto aire de fracaso, de desencanto, que también está en La educación de Henry Adams, ante la imposibilidad de encontrar un verdadero maestro y la sensación inequívoca de que “el único maestro auténtico es la muerte”.

Sabiendo que la relación entre maestro y discípulo se manifiesta en todos los campos del arte y en todas las actividades artesanales, Steiner plantea el tema del magisterio de Nadia Boulanger en el mundo de la música a lo largo del siglo XX, haciendo hincapié en su influencia en la música americana, y también recuerda, en el ámbito del deporte, el papel desempeñado por Knute Rockne, amplificando el número de discípulos hasta el infinito. Pero en el ámbito americano es evidente, tal como recalca Steiner, que la relación entre maestro y discípulo ha quedado lastrada últimamente por dos cuestiones que parecen estar en el aire: el acoso sexual y la corrección política.  

Como no podía ser de otra manera, Steiner se detiene, hacia el final de su viaje en Lecciones de los maestros, en la tradición judía, teniendo en cuenta, claro está, el enorme valor que se concede a la enseñanza y a la transmisión oral en el mundo judío. La cábala y todas sus ramificaciones desde el siglo XIII, en particular el hasidismo, centran la atención de Steiner, que ve en los maestros hasidistas unos “maestros cantores del alma humana”, auténticos y sin parangón en la historia del magisterio y la enseñanza. Ciertas coincidencias entre la tradición judía y la tradición budista no deben ocultar las diferencias, que son indudablemente grandes. Pero, aquí, el análisis de Steiner se detiene, no dominando del todo, tal como él mismo recalca, las fuentes de la tradición budista.   

Cuando el libro parece declinar y perder fuerza, Steiner se ocupa de la relación entre magisterio y discipulazgo en el campo de las ciencias, teniendo en cuenta, en todo caso, que hasta el siglo XVII las ciencias no alcanzan una verdadera autonomía y que las relaciones entre maestro y discípulo están sometidas a ciertas particularidades que son propias del mundo científico, como la existencia de un mayor anonimato, “con la impersonalidad de las ciencias puras y aplicadas”. Eso explica que entre los matemáticos y los físicos haya una tendencia a la abstracción y al aislamiento que dificulta la relación con los discípulos, reduciéndose en muchos casos a la simple transmisión de técnicas. La enseñanza férrea que Karl Popper impone a sus discípulos permite a Steiner sugerir la cuestión de si “es posible o viable enseñar la falsedad, impartir el engaño”, que está en la base de la epistemología de Popper. Aunque está por explorar el tema de los falsos maestros, Steiner tiene claro que “un maestro que deliberadamente enseña a sus discípulos la mentira o la inhumanidad (son la misma cosa) entra en la categoría de lo imperdonable”.

Antes de cerrar estas líneas es necesario recordar que, a lo largo del ensayo, Steiner no se olvida de mencionar los peligros a los que están sometidos los maestros, perseguidos muchas veces por las propias comunidades en las que viven. Pero tampoco se olvida de la responsabilidad implícita en las enseñanzas del maestro, por las consecuencias que puede conllevar (como en el caso de Antonio Negri en 1977-1978). ¿Hasta dónde llega, pues, la responsabilidad del maestro en los actos del discípulo? ¿Qué papel juega el libre albedrío?

Steiner parece recoger, finalmente, la tradición de Kant y de Weber: la identificación de la investigación, el estudio y la enseñanza con una “espiritualidad desinteresada”. A pesar de los cambios que la vida moderna está impulsando en las relaciones entre maestro y discípulo (la revolución tecnológica, el desarrollo del feminismo y la irreverencia de nuestro tiempo que ha acabado con la veneración a la figura del maestro), Steiner sigue considerando necesarias las lecciones de los maestros, precisamente porque muy pocos pueden ser capaces de crear o descubrir. Por eso, la figura del maestro se alza como “el servidor, el correo de lo esencial”, el que transmite la tradición.