jueves, 29 de febrero de 2024

La habitación secreta

 

1. Poesía y música se intercambian y aprovechan el mismo espacio en La habitación secreta (M.A.R. Editor, 2023), de José Antonio Molina, un lugar secreto en donde anda recluido el autor con sus libros y sus sueños, y donde todo es interpretable, traducible en términos culturales. La habitación secreta es, sin duda alguna, el espacio metafórico donde aletea la alegría furtiva en los momentos de descanso, el espacio en el que se desempeña el misterio de la música. Sostenido en la soledad de su habitación secreta, Molina evoca el encuentro de Debussy con los sonidos orientales de Java, que permite al artista encontrar nuevos caminos, conformar una música nueva que entronca con los templos sagrados y con las deidades de los bosques. La habitación secreta es, pues, el lugar de la evocación. Allí, el autor ha recordado la presencia inspiradora de Mendelssohn en la gruta de Fingal, en las islas Hébridas, la dimensión esotérica de algunas partituras de Ravel o el amor a Rusia, trenzado en la música de Rajmáninov. Literatura y música se confabulan en la misteriosa habitación secreta. Molina se interesa especialmente por libros que hablan de músicos y encuentra en ellos lo que desea encontrar: un oráculo, un dios (evidentemente, Mozart), la voz diabólica y hedonista de un joven músico, el brillo de Wagner. Es así como Vernon Lee, Pascal Quignard, Charles Baudelaire o Joseph Roth se pasean por las páginas de La habitación secreta anticipando sobre todo la música, como un epitafio de la melancolía y la belleza.

2. La visión de Molina, no obstante, se abre también al sonido de las canciones populares, de la música de las iglesias, porque “la potencia sobrenatural de la música es demoníaca”, una idea que se repite con frecuencia en La habitación secreta y que abre un paisaje conocido y querido para el autor: lo demoníaco enlaza con el interés por el enigma, por los misterios ocultos, por el mundo de los sueños y el poder de la mirada. Este gusto por lo demoníaco y por lo enigmático está en el origen de la actividad creadora. Esta idea se revela en los ensayos como un hecho constatable que se puede encontrar en las imágenes que proceden de los sueños, en el gusto por lo sobrenatural y el misterio, ya sea en Marina Tsvetáieva, en Victor Hugo o en Rubén Darío. También es muy evidente, en los ensayos, el interés por lo primitivo, por lo primordial, que pone en evidencia un mundo, quizá anhelado por el autor, donde prevalece todavía la tradición oral, las supersticiones y la mitología. Es lo que Molina denomina “la validez inmortal y atemporal de las mitologías”, que están impregnadas de hermosas mentiras llenas de belleza. Las referencias a la mitología clásica son, de este modo, recurrentes en La habitación secreta y surgen aquí y allá, hasta en los lugares más insospechados, como en los personajes (piratas todos ellos) que pueblan el inicio de La isla del tesoro de Stevenson. Pero más interesante es comprobar que, para el autor, la mitología se ha convertido en una fuente que ilumina la vida contemporánea. Así pues, en la Antígona de Salvador Espriu, por ejemplo, el personaje de Creonte tiene algo de dictador e impone la fuerza y el silencio en una época de oscuridad, y en el Edipo de Voltaire lo que asoma en realidad es la libertad individual frente a las manipulaciones del poder. Este acercamiento a lo que representan las mitologías se compagina con una obsesión repetida y frecuente por el carácter insondable y grandioso de la naturaleza: ya sea en el Cáucaso, en Crimea o en las islas de Aran, las montañas, los ríos y las grandes llanuras certifican que “la naturaleza es el único anclaje eterno”.

3. Quedan, en todo caso, sugeridas, como apuntadas, ciertas narraciones en el conjunto de ensayos que configura La habitación secreta: la orgía de una comunidad festiva que llega a un puerto o, también, la historia de una ermita abandonada por el paso del tiempo, con las piedras que nos hablan y la espadaña vacía. Hay en estas cortas narraciones una evidente sensación de melancolía, de acabamiento, que eleva el tono poético del conjunto. En ciertas ocasiones, además, Molina adopta un punto de vista diferente, a saber, el del autor referido: hace hablar a Alceo, por ejemplo, en su exilio, movido por la melancolía, por la evocación de un tiempo pasado, glorioso y ya acabado, y a Goethe, quejándose de los efectos perniciosos de la técnica. ¿No es acaso entonces, podemos pensar, el autor quien expone sus propias obsesiones aplicándolas a sus autores preferidos? Podemos ir más lejos en estas observaciones: la interpretación que Proust ofrece de la lectura como forma de elevación hacia la cultura y la vida espiritual, ¿no traduce acaso el propio pensamiento del autor? Lo cierto es que esta idea de elevación espiritual se repite en las páginas de La habitación secreta: la belleza instalada en un abanico descrito por Proust, recordando las alegrías de un salón elegante, cerrado ya, nos muestra que “ningún instante se ha vivido en vano, ni se ha perdido para siempre, si el arte lo rescata y lo eleva”. Las lecturas de Molina en su habitación secreta traducen, de este modo, su pasión por la música, pero sobre todo su pasión por cambiar el estado natural de las cosas. ¿Por qué se recrea, podemos pensar una vez más, el exilio prolongado y continuado de Thomas Mann, con la sombra del fascismo persiguiéndole? ¿Por qué se hace hincapié en la piedad y la compasión hacia los refugiados de guerras y revoluciones a su paso por una aldea, tal como cuenta Goethe en Hermann y Dorothea? ¿Por qué lo que se pone en evidencia en la Pandora de Voltaire es el amor, la bondad y la lealtad? ¿No es acaso todo esto un anhelo del propio autor? Los ejemplos se multiplican por doquier en La habitación secreta: así es como el amor puro convierte la oscura flor de El tulipán negro de Dumas en símbolo de justicia y así es como la plegaria de Ifigenia en Táuride, de Goethe, sirve para encontrar la paz y la piedad. No es necesario avanzar más para comprobar que la habitación secreta de Molina es un reducto último donde se imagina y se sueña, la libertad frente al despotismo, evocando a fin de cuentas el poder transformador de la cultura.

  

 

miércoles, 31 de enero de 2024

Efímero infinito

 

1. La lectura de Efímero infinito (Cuadernos del Laberinto, 2021), de Diego Alonso Cánovas, deja una extraña sensación de acabamiento de las cosas, pero, al mismo tiempo, de plenitud. Se percibe en el poemario, en este sentido, una permanente sensación de querer resumir todo lo que ha sido y lo que es el poeta, porque la vejez aprieta y “porque fue pleno de un sentir esplendoroso / lo que pronto será solo vacío”. Por eso, el poeta se conforma con vivir, con contemplar los campos, “pasajero de un tiempo sin regreso”, pero manifiesta también las cosas que todavía se pueden hacer, consciente de que el sueño y la utopía están plenamente presentes en la vida. El tiempo inexorable se hace visible, pues, en oposición a la necesidad del infinito. Pero, ¿dónde se encuentra, dónde habita el infinito? Quizá en la contemplación de una rosa, que “avanza inmóvil, cada vez más bella”, quizá “más allá de esa nube, / allí donde convergen las rectas paralelas”, más allá del cielo, de los límites, quizá frente al mar, en la amplitud de la luz, donde se suceden “las rumorosas ondas”, quizá en los sonidos naturales de cada amanecer. La mirada hacia la lejanía se mueve aquí en contraposición con los objetos cercanos que, a veces, pasan desapercibidos. Esa necesidad de soñar con lo imposible entronca con una mirada de amplios horizontes, hacia el infinito, hacia la utopía, pero también con una imagen de la infancia que define toda la poesía de Alonso Cánovas. En oposición, la sensación de que el tiempo se agota está muy presente en el poemario, como algo que está ahí, permanente, al acecho, como algo que se desploma sobre el poeta. Entretanto, la nostalgia evocadora se recrea en una época de belleza, quizá la infancia, una época y un “eterno tiempo que se agota”.  

2. En Efímero infinito algunos poemas suenan a despedida o son autobiográficos. El poeta se descubre ante el lector, definiéndose como un ser agudo, recto y obtuso, como las matemáticas. Se muestra reacio “ante la jerigonza de lo hermético”, componiendo versos “blancos, libres, rimados”. No oculta sus referencias literarias en determinados poemas, que son como variaciones musicales. Escribe contra la estulticia, contra la ignorancia, contra la masa enfervorizada, contra el consumo, que nos conduce al precipicio. El poeta experimenta, así pues, en Efímero infinito, la necesidad implícita de disfrute de la vida, el ansia de volar frente a la llegada de la ancianidad. Se nota en algunos versos, en efecto, la cercanía de la muerte, el diálogo con la muerte, “porque saben muy bien que ya se acerca / el final de esta obra”. Una suerte de divinidad, un daimon, parece acompañar al poeta. Es quizá la conciencia, que aflora en las noches de insomnio, y que urge a encontrar “la llave para abrir el infinito / y comprenderlo al fin”. En la inagotable búsqueda de verdad y amor resuena con fuerza, finalmente, esa calle rescatada del olvido. Son los recuerdos que brotan desde la infancia, desde la tierra natal, con el árbol, la calle donde se halla el amor, el cerro, el valle y la higuera, socavada ahora por el cemento.