jueves, 30 de mayo de 2019

Serem Atlàntida



Serem Atlàntida (Barcelona, Edicions del Periscopi, 2019) completa la afanosa búsqueda de algo inasible, algo que está relacionado con la identidad, individual o colectiva, algo que entronca con las radiaciones que emiten las cosas, algo que conecta directamente con la idea de simulacro y falsificación. Esta afanosa búsqueda, iniciada con Intercanvi y continuada con Gegants de Gel, culmina ahora en un libro denso y hermoso, preñado de nostalgia. No es casualidad que el autor, Joan Benesiu, baraje la posibilidad de publicar algún día las tres novelas como un todo único con el sugerente título de L’avenir dels altres. Si en Intercanvi el protagonista pasea distraído por París y en Gegants de gel se dedica a escuchar historias en torno a una mesa en la ciudad argentina de Ushuaia, en Serem Atlàntida el mismo personaje parece divagar de un lugar a otro obsesionado por la que considera una muy probable descomposición de Europa, mientras siente una extrañable nostalgia que lo lleva azacaneado arriba y abajo por los territorios del antiguo imperio austro-húngaro.
El protagonista de Serem Atlàntida da la impresión en todo momento de ser un individuo nostálgico atrapado en una suerte de parque temático de ilusiones perdidas, da la sensación de no poder escapar a la sociedad del espectáculo en la que estamos inmersos. Un buen día, este protagonista que ejerce como narrador de la historia, mientras se encamina a uno de sus infinitos viajes, sufre un encuentro azaroso en el aeropuerto de Valencia que le permitirá adentrarse en las vidas difusas de Mirko Bevilacqua y Clara Bernat, en la historia peculiar de amor y amistad que enlaza a estos dos seres singulares, y que les ha llevado a una isla perdida en el océano Atlántico, a París siguiendo una persecución inspirada en un cuento de Pron o, finalmente, a las ruinas de Chernobil, donde pulula un turismo nuclear y también una peligrosa atracción por el abismo. Seducido por las historias que cuenta Mirko Bevilacqua, el protagonista entra en una vorágine que le lleva a involucrarse en los viajes de estos dos seres singulares. El viaje iniciático se desarrolla primero por el meridiano de París, siguiendo un libro de Lluis Calvo, para luego continuar por la ciudad de Trieste, hasta Zagreb y más allá, siguiendo la guía de un viejo mapa del imperio austro-húngaro, (la guía Bradshaw del año 1913, justo antes del inicio de la gran guerra).
Benesiu siempre se ha interesado por los lugares de frontera. Trieste, patria de su admirado Claudio Magris, ejerce como anclaje de toda la historia. Allí confluyen diversas culturas y hacia allí apuntan las historias que se cuentan en Serem Atlàntida, historias que se remontan a los horrores de las guerras y las razzias del siglo XX. Trieste se antoja un lugar de paso entre el oeste y el este de Europa. La costa dálmata, entre Italia y Croacia, se convierte en la metáfora que trata de explicar los problemas de identidad, individuales (de los personajes) y colectivos (de los pueblos). Impelido por la necesidad de la memoria, por la búsqueda de la identidad, el protagonista rastrea en su pasado y encuentra ese momento clave que andaba buscando mientras pasea una noche por el paralelo 45, invocando con nostalgia la pérdida del padre. Y Mirko Bevilacqua rastrea también sus orígenes porque anhela vislumbrar su identidad. Es aquí donde se demuestra que, a veces, el pasado es como una losa, exactamente igual que el pasado de Europa. Atenaza a los personajes, hasta el punto de que algunos cambian de identidad y rompen las relaciones familiares.
            Obsesionado por los espacios de la memoria, por una topografía emocional intacta, Benesiu se queja de la desaparición progresiva de estos espacios, que nos deja en un estado de orfandad, el mismo tipo de orfandad que experimentan los personajes de la novela. Por eso la nostalgia invade toda la narración, la nostalgia que se siente en los no-lugares, es decir, los espacios convertidos en ruinas, que han perdido vida, sea por la guerra, por la radiación nuclear o por cualquier otra razón. Son lugares donde fluye el pasado, la identidad perdida. Pero también la nostalgia emana del recuerdo del padre, cuya desaparición provoca también un estado de orfandad.
Los viajes que los personaje realizan a la periferia de las cosas representan un intento, vano e inútil, de escapar del simulacro, de la falsificación que invade Occidente. Por eso, el protagonista está obsesionado con el este, porque en el oeste todo es un simulacro. Su viaje por los territorios del antiguo imperio austro-húngaro se justifica en parte por la búsqueda infructuosa de autenticidad. Pero nada escapa al simulacro, igual que nada escapa a las radiaciones que proporciona el concepto de desplazamiento. El simulacro afecta a las ciudades, incluso a la propia París.
            Serem Atlàntida traduce, finalmente, una cierta obsesión por el viajar infinito, por el tiempo, por la duración y el instante, por la fenomenología del gesto, por el situacionismo. Pero lo que se intuye desde el principio, y está en el eje de la novela, es la decadencia de Europa, las ruinas de un continente que provocan una permanente sensación de melancolía y permiten reflexionar, en la soledad de una noche en el paralelo 45, en la posibilidad de que quizá seamos Atlántidas perdidas.