lunes, 28 de febrero de 2022

Lecciones de los maestros

 


Como maestro de toda una generación, George Steiner era plenamente consciente de que en algún momento de su vida debía abordar el tema de la enseñanza y la transmisión del saber. Finalmente, en 2004 se publica Lecciones de los maestros. Aquí, Steiner aborda todas las cuestiones que exige el planteamiento del tema, sigue los vericuetos del problema en diferentes culturas a lo largo de la historia. Como no podía ser de otro modo, el ensayo se inicia con los primeros maestros de la cultura occidental, en el marco de la antigua Grecia, en los siglos VI y V a.C. Eso exige, en primer lugar, poner en solfa el tema de la oralidad, pues los maestros de sabiduría son ante todo transmisores de la palabra a través de una enseñanza oral. La relación entre maestro y discípulo es oral. “El Maestro habla al discípulo. Desde Platón a Wittgenstein”, escribe Steiner, “el ideal de la verdad viva es un ideal de oralidad”. Así pues, los dos primeros grandes maestros, Pitágoras y Empédocles, se mueven en el terreno resbaladizo de la tradición oral, con preceptos internos y esotéricos ofrecidos tan sólo a una élite selecta. Cierto cambio observa Steiner en los sofistas, pues al plantear la cuestión del lenguaje y la crítica textual van camino de superar “la aversión griega, profundamente arraigada a la palabra escrita”. Sobre el papel ambiguo desarrollado por los sofistas no cabe ninguna duda. Ahora bien, su anclaje sigue pareciendo vinculado a la oralidad. Los sofistas, escribe Steiner, “surgen de la transición -mucho más gradual de lo que a veces nos creemos- de la oralidad al libro”. Al explorar el tema de los sofistas y su magisterio, Steiner introduce una cuestión que le obsesiona, a saber, la mercantilización de la enseñanza, que nada tiene ver con la vocación del maestro, con la llamada, con la búsqueda de la verdad.

Más problemático todavía si cabe es el magisterio de Sócrates, una figura seguramente poética y filosófica en los diálogos de Platón, una “ficción suprema”. En la analogía que Steiner establece entre Sócrates y Jesús, ambos maestros de la enseñanza oral, que no llegan a escribir jamás, salen a relucir ciertos temas, como son el empleo de los mitos y las parábolas, y la cuestión, nada baladí, de la lealtad y la traición del discípulo. En el magisterio de Sócrates, además, emergen dos temas que están imbricados en la relación maestro y discípulo: el erotismo y la persuasión. “El erotismo, encubierto o declarado, imaginado o llevado a la práctica”, escribe Steiner, “está entretejido con la enseñanza”. Por lo demás, cuando Steiner avanza hacia Platón, el tema de la oralidad toma forma en una defensa de la memoria y de la enseñanza oral, que, en todo caso, distingue de la revelación, más vinculada al texto escrito.

La tradición de Pitágoras y Platón desemboca, como se sabe, en Plotino, allí donde empiezan a juntarse los caminos del cristianismo y del platonismo. Es necesario recordar, tal como hace Steiner, que Plotino no escribe, que sus enseñanzas de veintiséis años en Roma se conocen gracias a Porfirio, uno de sus discípulos. Estas enseñanzas, además, se presentan como una conversazione. En cambio, cuando llegamos a Agustín, que fue discípulo de Ambrosio, el camino se vuelve por entero al cristianismo, porque se vuelca por entero en la palabra, el logos del único maestro de la verdad, que es Cristo. La educación se convierte así en nuestra capacidad, “nuestra disposición a acudir a Él”. Steiner también advierte esta disposición en Dante, porque el poeta es “escolástico en todos los sentidos de la palabra”. El magisterio de Virgilio, guía en la Comedia, pierde fuerza conforme avanza el viaje del peregrino, porque el maestro primordial es “una Deidad Inaccesible”. Además, como pagano, Virgilio es un maestro que “ayuda a sus discípulos a acceder a esa luz de la que está excluido”. Brunetto Latini, el maestro florentino de Dante, es el que enseña al joven poeta el camino de la paideia y del humanismo a través de los versos: “ad ora ad ora / m’insegnavate come l’uom s’etterna”. Es la eterna lección del maestro.

Superada la Edad Media, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII se estaba produciendo un cambio que Steiner enfoca como una “tensión dialéctica”. Es perceptible en autores como Marlowe, Bruno y Pascal un desmesurado afán de la voluntad por alcanzar el saber. Lo que era radicalmente nuevo”, escribe Steiner, “era la intuición de que una tristeza imposible de erradicar acompaña incluso a la adquisición más ilustre y moralmente defendible de conocimiento”. Es la tragedia implícita en el personaje de Fausto. El desmesurado afán de conocimiento conlleva anteponer el deseo de saber al deseo de vivir (Browning lo expresaría con belleza en este verso: “This man decided not to Live but Know”). Desde Marlowe hasta Valéry, pasando por Goethe y Pessoa, el personaje de Fausto, anclado en su afán de saber, no puede evitar la derrota de su discípulo, sometido por esa sensación de inmensidad que provoca el conocimiento, a la que sólo puede enfrentarse el maestro.

Pero no siempre ha sido así. Johannes Kepler aprovecha las observaciones astronómicas de su maestro, Tycho Brahe, para llegar hacia la gloria que todos conocemos. También se puede dar el caso contrario. Max Brod editó, en vez de quemar, los libros de Kafka, en “un acto de suprema moralidad y de autodestrucción”, tal como escribe Steiner. Y luego está la historia de traición filosófica y personal de Heidegger hacia su maestro, Husserl. Al llegar a este punto, Steiner nos recuerda que se encuentra en el “centro de gravedad” de su argumentación. Husserl consideraba a su discípulo como su heredero espiritual, pero la relación acabó, como se sabe, en abandono y traición. 

A veces, la relación entre maestro y discípulo se produce entre un hombre sabio y una joven dispuesta a todo por entrar en el terreno del conocimiento. No están exentas estas relaciones de un sesgo erótico, sin embargo. Es la historia de Abelardo y Eloísa (o la que cuenta George Eliot en Middlemarch). Las cartas entre Abelardo y Eloísa acaso tienen su equivalencia moderna en las cartas entre Heidegger y su discípula Hannah Arendt. Steiner, con toda razón, observa ecos de la relación entre Abelardo y Eloísa en la historia de Heidegger con su talentosa discípula.

            La indagación de Steiner se ocupa también de la tradición francesa. ¿Por qué en Francia la tradición del maître à penser ha tenido tanta fuerza? ¿Qué papel juegan la retórica y la elocuencia en el pensamiento francés? Steiner señala dos circunstancias decisivas en el devenir intelectual de Francia: la derrota humillante de 1870 en la guerra franco-prusiana y el caso Dreyfus. En esta république des instituteurs que se instala en Francia, la figura clave es Alain, es el “maestro de la nación” y su influencia se despliega majestuosa sobre sus discípulos, especialmente sobre Simone Weil. Seguidor de Platón y Spinoza, se perfila en Alain lo que debería ser “une scolarité morale, una educación ética”. Y al escribir estas líneas, al esbozar estos comentarios sobre Alain, no parece esconder su admiración el propio Steiner.

            Cuando aborda la tradición alemana, Steiner presenta a Schopenhauer como un incomprendido que alcanza su verdadera dimensión cuando es reconocido -como maestro- por Nietzsche, que en Así habló Zaratustra nos presenta su particular concepción del maestro, un profeta en la montaña, “un sabio que se retira a lugares altos y después desciende de ellos”. Nietzsche era consciente de que los discípulos resultaban necesarios para poder transmitir la visión del maestro. “Lo mejor, lo esencial”, escribe a un amigo, “solamente se puede comunicar de un ser humano a otro”. Pero también era consciente de que, llegado el momento, el maestro debía ser abandonado por sus discípulos.

            Steiner se hace eco también del papel que juega en Alemania la novela de formación en la concepción de la relación entre maestro y discípulo, desde el Wilhelm Meister de Goethe hasta El juego de los abalorios de Hesse. Otra particularidad de esta época es que, a veces, el magisterio adquiere un carácter místico, esotérico, como, por ejemplo, en el círculo de Stefan George. Se trata, además, de un fenómeno extendido a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y que da lugar a una tipología de selecta pertenencia, que incluye el discipulazgo y, a veces, la traición.

Al plantear el tema del magisterio en Estados Unidos, Steiner advierte que la tradición del maestro, tal como se entiende en Europa, no tiene demasiada fuerza. Ello no impide que haya grandes maestros y que el tema esté sugerido en algunas novelas de Henry James. Hay un cierto aire de fracaso, de desencanto, que también está en La educación de Henry Adams, ante la imposibilidad de encontrar un verdadero maestro y la sensación inequívoca de que “el único maestro auténtico es la muerte”.

Sabiendo que la relación entre maestro y discípulo se manifiesta en todos los campos del arte y en todas las actividades artesanales, Steiner plantea el tema del magisterio de Nadia Boulanger en el mundo de la música a lo largo del siglo XX, haciendo hincapié en su influencia en la música americana, y también recuerda, en el ámbito del deporte, el papel desempeñado por Knute Rockne, amplificando el número de discípulos hasta el infinito. Pero en el ámbito americano es evidente, tal como recalca Steiner, que la relación entre maestro y discípulo ha quedado lastrada últimamente por dos cuestiones que parecen estar en el aire: el acoso sexual y la corrección política.  

Como no podía ser de otra manera, Steiner se detiene, hacia el final de su viaje en Lecciones de los maestros, en la tradición judía, teniendo en cuenta, claro está, el enorme valor que se concede a la enseñanza y a la transmisión oral en el mundo judío. La cábala y todas sus ramificaciones desde el siglo XIII, en particular el hasidismo, centran la atención de Steiner, que ve en los maestros hasidistas unos “maestros cantores del alma humana”, auténticos y sin parangón en la historia del magisterio y la enseñanza. Ciertas coincidencias entre la tradición judía y la tradición budista no deben ocultar las diferencias, que son indudablemente grandes. Pero, aquí, el análisis de Steiner se detiene, no dominando del todo, tal como él mismo recalca, las fuentes de la tradición budista.   

Cuando el libro parece declinar y perder fuerza, Steiner se ocupa de la relación entre magisterio y discipulazgo en el campo de las ciencias, teniendo en cuenta, en todo caso, que hasta el siglo XVII las ciencias no alcanzan una verdadera autonomía y que las relaciones entre maestro y discípulo están sometidas a ciertas particularidades que son propias del mundo científico, como la existencia de un mayor anonimato, “con la impersonalidad de las ciencias puras y aplicadas”. Eso explica que entre los matemáticos y los físicos haya una tendencia a la abstracción y al aislamiento que dificulta la relación con los discípulos, reduciéndose en muchos casos a la simple transmisión de técnicas. La enseñanza férrea que Karl Popper impone a sus discípulos permite a Steiner sugerir la cuestión de si “es posible o viable enseñar la falsedad, impartir el engaño”, que está en la base de la epistemología de Popper. Aunque está por explorar el tema de los falsos maestros, Steiner tiene claro que “un maestro que deliberadamente enseña a sus discípulos la mentira o la inhumanidad (son la misma cosa) entra en la categoría de lo imperdonable”.

Antes de cerrar estas líneas es necesario recordar que, a lo largo del ensayo, Steiner no se olvida de mencionar los peligros a los que están sometidos los maestros, perseguidos muchas veces por las propias comunidades en las que viven. Pero tampoco se olvida de la responsabilidad implícita en las enseñanzas del maestro, por las consecuencias que puede conllevar (como en el caso de Antonio Negri en 1977-1978). ¿Hasta dónde llega, pues, la responsabilidad del maestro en los actos del discípulo? ¿Qué papel juega el libre albedrío?

Steiner parece recoger, finalmente, la tradición de Kant y de Weber: la identificación de la investigación, el estudio y la enseñanza con una “espiritualidad desinteresada”. A pesar de los cambios que la vida moderna está impulsando en las relaciones entre maestro y discípulo (la revolución tecnológica, el desarrollo del feminismo y la irreverencia de nuestro tiempo que ha acabado con la veneración a la figura del maestro), Steiner sigue considerando necesarias las lecciones de los maestros, precisamente porque muy pocos pueden ser capaces de crear o descubrir. Por eso, la figura del maestro se alza como “el servidor, el correo de lo esencial”, el que transmite la tradición.