domingo, 29 de diciembre de 2019

Las suplantaciones



Un hombre solitario, que lleva una vida anodina en Madrid, que se dedica a leer novelas, escuchar música clásica y pasear por El Retiro, recibe, un buen día, una carta procedente de Praga, de su familia paterna. En la carta se le demanda urgentemente su presencia en la capital checa. A la llegada a la ciudad se tropieza con una extraña y descacharrante historia. Su primo, George Simurg, que tiene su mismo nombre, su misma edad y un extraordinario parecido, se ha transformado en un gran insecto, una suerte de cucaracha gigante. Así se inicia la aventura de Las suplantaciones (M.A.R. Editor, 2019), con un absorbente punto de partida que parece remedar en cierta medida lo acontecido en el inicio de las dos primeras novelas de Pedro Pujante (El absurdo fin de la realidad y Los huéspedes) y que sitúa la historia en un terreno resbaladizo, en donde el lector se siente atraído y desconcertado a partes iguales, asumiendo la ineludible necesidad de aceptar que todo lo que ocurre navega entre la realidad contada en el relato y el sueño imaginado por el escritor.
            Afrontando las dificultades que entraña adentrarse en este relato onírico, Pujante se atreve a desdoblar a su protagonista, que de continuo establece diálogos consigo mismo y, además, suplanta la personalidad de su primo, adquiriendo por así decirlo una nueva identidad, que le permite hablar en checo, penetrar en un misterio que se dilucida en los sótanos del hotel Savoy o entablar una relación amorosa con Felice, la novia de su primo. La suplantación convierte al protagonista en un individuo instalado en Praga, integrado en la ciudad de tal forma que pareciese haber estado allí siempre, al tiempo que adquiere una cierta levedad, ligereza, asaltándole también una espontánea alegría. La suplantación, además, actúa como elemento que pone en evidencia la dualidad. No es casualidad, en este sentido, que el primo del protagonista trabaje para una empresa de máquinas fotocopiadoras. Todo parece duplicarse, tanto las personas como los grupos o clubes que funcionan comos sectas mistéricas en la ciudad de Praga. La suplantación de George Simurg es, en definitiva, sólo el punto de partida de una serie de transformaciones, que provocan un delirio que sume a la ciudad de Praga en la más absoluta anarquía. Las suplantaciones lo inundan todo, con clonaciones, cambios de identidad e implantes de memoria. Es un proceso en donde la acción se desata en el interior de la historia. La realidad parece estar diluyéndose, transformándose, ante los sorprendidos ojos del protagonista. 
En Las suplantaciones quizá asistimos, tan sólo, a un juego ancestral, “prácticas relacionadas con la identidad, con el tiempo, con la realidad y con las percepciones de nuestros sentidos”. ¿Qué cabe intuir, pues, de los sueños, de las imágenes de Londres o Barcelona que surgen en la memoria de George Simurg? Quizá, también, cabe sospechar que asistimos a un extraño viaje, como el que supuestamente hace el protagonista a Londres, en el que parece no haber salido nunca de Praga y en el que tiene un encuentro azaroso en un lugar que parece apartado de la realidad. Quizá, finalmente, cabe pensar que la transformación que sufre el primo del protagonista es la misma que experimenta el héroe de Kafka, por lo que se puede afirmar que lo que se está contando aquí es lo que en la novela del escritor checo queda entre bambalinas, a saber, lo que ha imaginado Pujante que ocurre en el exterior, fuera de la habitación donde se encuentra el monstruoso insecto gigante.
            El delirio de la historia acaba aquí y nos lleva a pensar que la ficción, definitivamente, ha suplantado a la realidad, que todas las vidas, como consecuencia de las sucesivas suplantaciones, son imaginarias, falsas. Todo se ha difuminando en las páginas de este relato onírico. 

sábado, 30 de noviembre de 2019

El bosquecillo 125



Hacia el final de la Gran Guerra, cuando los soldados empiezan a intuir que el conflicto ha entrado en su última fase, Ernst Jünger escribe las vivencias que acontecen en las trincheras alemanas, junto a un bosque pequeño que no tiene nombre, cerca de la aldea de Puisieux-au Mont. Estos recuerdos, publicados posteriormente con el título de El bosquecillo 125, completan la visión de la guerra que nos ofrecen los diarios de Jünger, sirven, a modo de anexo, a Tempestades de acero.
Es el verano de 1918 y el escritor alemán vuelve, tras un permiso, a la primera línea del frente. En su mochila, su ordenanza ha colocado unos libros. En el frente todo es claro y sencillo porque no hay grandes preocupaciones y “cualquier problema se diluye y queda reducido a una agradable insignificancia cuando se vive a la sombra de la Muerte”. El paisaje es desolador, lleno de ruinas. La posición que defiende la compañía de Jünger se encuentra cerca de la aldea de Puisieux-au Mont. Las trincheras son menos profundas y la seguridad se ve afectada por la existencia de ramales ciegos que llevan directamente a las posiciones enemigas. Las galerías subterráneas han ido desapareciendo del frente de batalla. Ya prácticamente sólo quedan trincheras. La paz en la sección donde se encuentra Jünger se ve alterada sólo por los disparos de la artillería enemiga, que parecen focalizarse más a la izquierda de la posición de la compañía, en el denominado bosquecillo 125. La defensa inveterada de dicho bosque pone en evidencia la capacidad de resistencia del ser humano. Es como si el destino de los pueblos y de los individuos se viviese en la defensa de dicho bosquecillo.
En el campo de batalla, el soldado es tan consciente de la guerra que es incapaz de contemplar el paisaje que le rodea, porque lo único que ve es un terreno de lucha. No obstante, cuando logra concentrarse en el silencio de la naturaleza, Jünger describe los aromas de las flores silvestres, el canto de los insectos. Por eso, cuando se adentra en la aldea de Puisieux-au Mont, su mirada no se centra en la destrucción sino en los jardines, se vuelca en cómo vuelve la vida, cómo la madre tierra permite que la vida vegetal se adueñe del terreno, porque tras la aniquilación del paisaje llegará una vida nueva “pues volverán a ser cultivados los campos, volverán a ser edificadas las aldeas y volverán a ser engendrados más seres humanos de los necesarios”. Es el eterno ciclo de la vida y la muerte.
Cuando la compañía de Jünger se toma un descanso en el terraplén del ferrocarril, situado junto a la villa de Achiet, el escritor comprueba que los soldados se encuentran cansados, se están como consumiendo y ansían rápidamente la victoria o la derrota. La guerra, sin embargo, parece suspendida en una prolongación inacabable. Pero existen evidencias que Jünger no puede eludir y que anticipan el final de la guerra. La historia de ese caballo muerto en el Camino de Puisieux, que no es cubierto por clorato de cal para evitar el olor y que, finalmente, no es devorado por los buitres sino por los soldados, que aprovechan diversas partes para hacer caldo de caballo o degustar lengua de caballo, es un claro ejemplo de hacia dónde camina el conflicto. Jünger no quiere ni oír hablar de la derrota en la guerra, pero la idea pasa fugazmente por su cabeza.
Molesto con lo que denomina guerra de documentos, esa infinita acumulación de papeles, circulares que se asemejan a reglas o prescripciones, Jünger se ve obligado a registrar en un “Cuaderno de partes” la rutina diaria en el frente. En los momentos de descanso escribe sus vivencias o, simplemente, al contemplar la caverna que sirve de refugio a los soldados, piensa en un cuadro de Brueghel. Los sueños son, casi siempre, desagradables.
El peligro acecha por todas partes y, a veces, paradójicamente, es una fuerza que atrae al soldado de forma misteriosa. La muerte de un camarada provoca un sentimiento de extrañeza porque uno lo imagina vivo todavía y tiene una sensación de pérdida, como si faltara algo que forma parte de sí mismo, de su propia personalidad. En la noche, el avance hacia el bosquecillo 125 para defender la posición alemana se convierte en un infierno. Los soldados caminan enfervorizados hacia el peligro. “El conjunto”, escribe Jünger, “produce la impresión de un jubiloso triunfo de los elementos, de una ígnea erupción de la Tierra misma”. El ser humano, en este ambiente, resulta insignificante. La locura que hace presa de los soldados los convierte en “un solo ser, fundido en una unidad, un ser al que guían otras fuerzas”. Al amanecer, tras el infierno de la noche, aflora el humor grotesco, cínico, cuando se reconoce que se ha salvado la vida.
Estas sensaciones experimentadas en la defensa del bosquecillo 125 se repiten en el combate cuerpo a cuerpo en el camino de Elbing, mientras se oye el grito de los heridos en mitad de la noche, con las bengalas cruzando el cielo. El lamento es monótono, “parecido a un acompasado canto ascendente y descendente, como una invocación dirigida a un Poder desconocido”. Jünger habla de asedio y resistencia. Es consciente de que la posición alemana es muy difícil, de que acecha la muerte y se muestra triste ante la posibilidad, evidente, de que nadie pueda cantar los últimos momentos de su agónica resistencia.
Cuando es relevada su compañía y marcha hacia la reserva, Jünger recuerda todavía la pérdida del Bosquecillo 125, recuerda el horizonte de los embudos y las trincheras, recuerda al combatiente, el héroe anónimo que cae muerto junto a él. “Su imagen y su legado”, dice Jünger, “permanecen en mi corazón”. Es el recuerdo del combatiente purificado por el fuego, una figura que quedará entrelazada a la imagen de la Gran Guerra.
Jünger, finalmente, no tiene dudas al afirmar que los acontecimientos que están teniendo lugar en la guerra “forman parte de un gran orden, y que en algún lugar se anudan, para formar un sentido cuya unidad se nos escapa”. Incapaz de vislumbrar esa unidad, en las noches tranquilas contempla a la estrella Orión mientras percibe acompasadamente el peculiar olor de la guerra, los sonidos primordiales y también, indefectiblemente, el espíritu de un época cayéndose a pedazos.  

 

jueves, 31 de octubre de 2019

Clásicos vividos



Cumplidos los cincuenta años y acabada la laboriosa traducción del Orlando furioso, José María Micó decide revisitar algunos de los clásicos que le han acompañado en el primer trayecto de su vida. Es como hacer una recapitulación que tiene algo, lógicamente, de autobiográfico y que ha dado lugar a un libro ciertamente hermoso, Clásicos vividos (Acantilado, 2013). El trayecto que acomete Micó se inicia con Petrarca, con el De remediis, un libro medieval y moderno al mismo tiempo, de “obstinada actualidad”, una especie de summa moral que pretende aliviar y conjurar las pasiones del alma (gozo y esperanza por un lado, dolor y temor por otro lado).
Consciente de que los poetas de épocas de transición suelen ser grandes poetas, Micó recuerda la figura de Jordi de Sant Jordi, un poeta trovadoresco de la corte de Alfonso el Magnánimo del que se sabe muy poco y que falleció como caballero y poeta antes de los treinta años. Micó le reserva un papel fundamental en la gestación de una nueva lírica, en lengua catalana, que sirve de enlace y culmina con la figura de su contemporáneo Ausías March. Al igual que en la poesía trovadoresca de Jordi de Sant Jordi, el tema principal de March es el fino amor, pero ya no sólo como tema literario sino como preocupación filosófica y doctrinal. Micó presenta a Ausías March como un poeta moderno, fuente literaria para los poetas españoles del Renacimiento e incluso inspiración para los poetas de las últimas décadas. También en las Sátiras de Ariosto, más allá del colosal Orlando furioso, observa Micó un hallazgo para la literatura moderna, un espacio en el que conviven en armonía sátira y epístola. Ariosto, siguiendo el ejemplo de Horacio, abandona finalmente “la poesía y los demás juegos fútiles” para ahondar en la senda de la verdad, empleando la ironía en la misma forma en que lo haría Cervantes después, perfilando una moralidad “confesional y autobiográfica”. Esa idéntica obsesión por la verdad y ese mismo carácter autobiográfico y confesional también forman parte del proyecto de Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. La “poética historia” de Alemán es una fábula llena de moralidad, que mezcla narración y digresión, autobiografía y consejos, pero parece atinado pensar, como sugiere Micó, que la intención de Alemán apunta alto pues pretende convertir la vida del pícaro en “atalaya de la vida humana”. Siguiendo la tradición del Lazarillo acaso Alemán ha tratado de llegar más lejos.
            El itinerario de don Quijote en Barcelona, bajo la apariencia costumbrista de la visita, permite a Micó rastrear, entre la ficción y la realidad, el espacio al fin y al cabo imaginado por Cervantes, para apuntar, finalmente, la idea que aletea en el discurso, que “Barcelona era”, para don Quijote, “un destino ineludible, una suerte de finisterre narrativo y simbólico”. Y si Micó se detiene en Góngora es para observar el siempre acechante desafío a la tradición literaria que experimenta el poeta. Y si Micó se detiene, finalmente, en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez es porque en ambos aletea un aire de perfección. Rubén Darío, dotado como nadie con el “espíritu de la lengua”, convierte su vida y su obra “en una búsqueda incesante, en la persecución de un imposible”. Esa anhelada búsqueda de la perfección culmina, como se sabe, en Cantos de vida y esperanza, con una poética de la interrupción que combina la versificación tradicional y las preocupaciones religiosas y filosóficas con una “forma trunca, inacabada”, poética que alcanza su más glorioso ejemplo en “Lo fatal”. En Juan Ramón Jiménez, el más grande de los seguidores de Darío, encuentra Micó el mismo anhelo de perfección en la construcción de una Obra en marcha, quizá porque el propio Micó, como Darío y Juan Ramón, camina en el mismo sentido, en la misma tradición poética. Por eso el perfil de Juan Ramón Jiménez se traduce en “Mi Juan Ramón Jiménez” y el libro adquiere un tono autobiográfico. Y por eso, también, Micó centra su mirada en la poesía de Eugenio Montale, destacando la unidad de su obra, como si sus poemarios fueran cantos o fases de una vida humana, “un designio literario de extraordinaria coherencia” que, más allá de su hermetismo, no elude el diálogo con la tradición literaria, con ecos de Dante y Leopardi.     
            El trazo final de Clásicos vividos, casi autobiográfico en sentido estricto, muestra los vínculos del autor con Vicente Llorens, un profesor de literatura exiliado en la guerra civil, y permite, en definitiva, comprender la vocación literaria y poética de José María Micó. Entones, y sólo entonces, comprende el lector el sentido hacia el cual apunta todo el libro.   

domingo, 29 de septiembre de 2019

Clavícula



Una mujer toma un avión y durante el trayecto, mientras lee, piensa y desarrolla un pensamiento paralelo, comienza a obsesionarse con un dolor que le llega de la costilla, debajo del pecho. Así se inicia Clavícula (Anagrama, 2017), una narración de claro tono autobiográfico en la que Marta Sanz parece retomar el hilo de Lección de anatomía. Un buen día, esta mujer se derrumba, llora y se desgañita delante de su pobre marido, un cincuentón en paro. Acude a la ginecóloga para tratar de descifrar los males que atraviesan su cuerpo. El dolor se convierte en una obsesión que le persigue en los viajes, en las conferencias, en la vida diaria. En definitiva, no puede desembarazarse de un dolor que le acompaña a todas partes y que es incapaz de definir. Precisamente esta indefinición es lo que más mortifica a la escritora, que se pregunta, igual que el lector, si acaso no está afectada por una enfermedad imaginaria, fruto de la melancolía, si acaso no sea todo quizá un ejercicio de hipocondría, o, finalmente, si acaso no es tan sólo una mujer afectada por la menopausia.
Queda claro, en todo caso, que Marta Sanz, como ella misma dice, escribe sobre lo que le duele. Se desnuda ante el lector, a veces con crudeza, a veces con ternura. El dolor se hace público, se transmite a los demás. Es una mujer ensimismada que trata de focalizar el dolor, que se halla sometida a la incertidumbre de no saber qué es lo que realmente le afecta y eso la deja en un estado de nerviosismo permanente. La punzada, como la llama, parece situarse en la clavícula. Mientras la fragilidad atenaza el cuerpo de esta mujer y su marido la vigila atentamente y la cuida, encargándose de todo, la necesidad de diagnosticar una enfermedad flota en el relato como una obsesión recurrente, al tiempo que la menopausia surge como un fantasma que se despliega junto al sesgo reumatológico, vinculado al dolor de la clavícula. Los viajes a Monterrey, a Cartagena de Indias, a Bogotá o a Manila por cuestiones de trabajo son tan sólo un alivio pasajero, pues la alegría o satisfacción que experimenta la escritora es, en cierta medida, falsa.
En Clavícula, Marta Sanz trata de huir del relato, de la intriga. “La autobiografía”, escribe, es la consagración de la realidad y de la primavera, y no las costuras para convertirla en un relato”. Sin, embargo, Clavícula parece demostrar todo lo contrario pues la autobiografía se convierte en un relato. Y a decir verdad, el texto está plagado de una presencia yuxtapuesta de pequeños relatos, mensajes privados y recuerdos de viajes que ofician casi como sutiles narraciones. La escritora, que se considera una proletaria de las letras, pero ajena a determinado tipo de ficciones, que no soporta, se desenmascara, se desnuda ante los demás con “palabras purgantes”, palabras que hieren, con “un extraño sentido de la autenticidad” que, a veces, provoca el dolor y la angustia de los seres más queridos, sobre todo su marido, pero también sus padres, cuya presencia en el texto parece un intento, vano, de mitigar el dolor. “Yo quiero que me dejen en paz”, proclama la escritora. De lo que no cabe duda, en cualquier caso, es que la escritura asume una función catártica, porque hay “cosas sobre las que merece la pena escribir”. La escritura, sólo la escritura, se convierte en un consuelo. 
Es cierto, además, que el texto tiene un aire de época. Lo dice la propia Marta Sanz, que recoge las obsesiones feministas de nuestros días. No es casualidad que se afirme, con reiteración, que es “una aventura ser mujer y viajar sola”, justamente lo que hace la escritora, que en sus viajes escribe poesía y contempla los contrastes entre pobres y ricos.
Clavícula se presenta, en definitiva, como “una indagación”, un camino que atraviesa el dolor de hacerse viejo. La sensación de paso del tiempo es el anticipo de la mejoría, cuando la escritora es capaz de recomponer sus pedazos y se lleva, finalmente, los dedos al Bósforo de Almasy. 


viernes, 30 de agosto de 2019

Los reinos de otrora



Regreso del río Arinat, del país de Iramiel, de la región de Baldrás, de la isla de la infamia, de la ciudad de Xaor, de las tierras de Isapán, de la hospedería de Pr y, finalmente, de la ciudad de Beirán. Estos lugares configuran el territorio imaginado por Manuel Moyano en Los reinos de otrora (Editorial Pez de Plata, 2019), un espacio que sirve para evocar, a veces con nostalgia, a veces con ironía y humor, y casi siempre con sinceridad, los viajes y peripecias que acontecen a un joven huérfano y a su tío Nicodemo, un auténtico sabio versado en múltiples conocimientos. Las fábulas que entrelaza Moyano en este precioso libro (en todos los sentidos, pues la edición se completa con unas hermosas ilustraciones del vitoriano Jesús Montoia) nos retrotraen a un mundo casi atemporal, a caballo entre el medievo y el renacimiento.
Los viajes del joven huérfano se inician en el país de Iramiel, donde se requieren los servicios de Nicodemo como médico, pues la reina se manifiesta completamente infértil. En un bosque de almezos, junto a la ciudad de Baldrás, tras aspirar el aroma de unas flores, Nicodemo se ve inmerso en un estado de melancolía que le obliga a mirar el pasado con nostalgia. Los viajes en barco con el almirante Abú Ben conducen a los protagonistas hasta la isla de la infamia, a una historia contada por el pérfido rey Malubaro, capaz de acabar con todos los habitantes de su isla, incluidos sus mujeres e hijos, con tal de mantener ocultos sus tesoros. En la ciudad de Xaor intuimos que Nicodemo ha mantenido encuentros amorosos esporádicos con una enana, de igual modo que sabemos que, en la villa de Pr, se retira a un cenobio para acompañar a una serie de santos varones dedicados al estudio. Y en el país de Isapán disfrutamos de las aventuras del caballero Alamor, una especie de remedo del Quijote. Tras pasar por una hospedería en la ciudad de Pr, donde el eco convoca palabras pronunciadas antes o después, a modo de presagios, la aventura acaba en la tierra de Beirán, junto a una hermosa floresta, un lugar en donde el engaño de los sacerdotes se sustenta en un falso oráculo que parece, sólo parece, marcar el destino del rey.
            En este viaje que afronta el lector en Los reinos de otrora se combinan las maravillas con las desdichas, como si la vida nos regalase al mismo tiempo unas y otras. Así pues, disfrutamos del mercado de Iramiel, rebosante de todo tipo de productos, de la biblioteca de Mirabolán, con los más bellos y singulares libros, del hipogeo de los reyes, cuya bóveda imita el cielo estrellado, y de la hermosa floresta de la tierra de Beirán. Pero también somos testigos de la inquina, del engaño y de la lucha por el poder.
Moyano no esconde sus gustos, sus preferencias. Las historias que cuenta el caballero Alamor en el país de Isapán recuerdan las desventuras del Quijote igual que la estancia en Xaor nos devuelve a las andanzas de Gulliver o los viajes en barco con Abú Ben tienen un cierto regusto de Stevenson. Y da la sensación de que al contar la historia del caballero Alamor la idea de Moyano es, precisamente, establecer una especie de trabazón con El Quijote, porque uno de los personajes en el entramado de la narración es un médico que responde al nombre de Ben Engeli, más conocido por Cide Hamete, un escribiente que recibe de su criado Sérvulo la historia del caballero Alamor.
            Divertimento o hallazgo literario, o ambas cosas a la vez, el libro de Moyano se presenta como un viaje iniciático, la experiencia vital más importante del joven protagonista, narrador de las peripecias en primera persona, al declinar la vida, justo en el momento en que los recuerdos son más hondos. El joven ha querido que su destino corra paralelo al de su tío Nicodemo.
            Al terminar la lectura de Los reinos de otrora uno queda atrapado en una extraña sensación de ineludible paso del tiempo, acomodado a la idea de que “nuestra existencia es ilusoria”, que nada importa demasiado y que el destino no está escrito, pues la única cosa cierta es que nos espera la muerte antes o después. Pero, al terminar la lectura, también tiene uno la sensación de que hasta en los lugares más insospechados pueden surgir momentos inolvidables, porque incluso en un sitio tan poco agraciado como Xaor resplandece esporádicamente la belleza cuando el joven protagonista contempla el amanecer sentado sobre un jorfe: “El aire, que olía a humo de enebro y manzanas silvestres”, recuerda el protagonista, “me trajo a la memoria cierta mañana de otoño en el Arinat. Un sentimiento de dicha me llenó por dentro. Bajo las primera luces del día Xaor me pareció, por esa vez, un lugar hermoso”. Esto es lo único que nos queda, a fin de cuentas.

lunes, 29 de julio de 2019

Mientras embalo mi biblioteca



Una casa, un jardín, un viejo presbiterio con un granero. Estamos en una suerte de granja al sur del valle del Loira. Corre el verano de 2015. Con más de setenta años, Alberto Manguel se ve en la necesidad de embalar nuevamente su biblioteca, de más de treinta y cinco mil libros, y dejar atrás el viejo presbiterio con el granero. Consumido por una extraña melancolía, Manguel contempla los estantes vacíos, los anaqueles donde antes reposaban los libros, que han vuelto, sin más remedio, a las cajas, al olvido. Así se inicia Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (Alianza Editorial, 2017). Ni que decir tiene que el libro tiene un claro tono autobiográfico y que no es casualidad que recorra un arco cronológico que va desde el momento en que Manguel embala la biblioteca del Loira hasta el instante en que es nombrado director de la Biblioteca Nacional de la Argentina. Son los dos hechos decisivos que articulan el libro.
         El hecho de embalar la biblioteca del Loira es el punto de partida. Como toda biblioteca es autobiográfica, Manguel encuentra en ello el tema de la elegía sostenida del libro. Por eso escribe sobre cómo ha organizado su biblioteca, especificando la relación que ha experimentado con las bibliotecas en general, porque se ha de decir que Manguel ha pasado la mayor parte de su vida construyendo bibliotecas, que luego, finalmente, ha embalado en cajas mientras los libros esperaban el momento oportuno de cobrar vida sobre las paredes de una nueva biblioteca. El proceso de embalar una biblioteca tiene algo de necrológico. Embalar, señala Manguel, “es un ejercicio de olvido”, que estimula un ejercicio de nostalgia. Ante la pérdida de la biblioteca del Loira, por ejemplo, Manguel experimenta la misma sensación que Alonso Quijano cuando comprueba, después de dos días de reposo en la cama, que ha desaparecido su biblioteca. Algo parecido a lo que debió sentir Galeno cuando se incendia su biblioteca en el siglo II y no tiene más remedio que recluirse en sus recuerdos. Por no hablar de la desaparición de la biblioteca de Alejandría y la sensación de pérdida para la cultura occidental que deja en el ánimo de cualquier lector. Desembalar, por el contrario, es un acto creativo que supone situar los libros en una nueva posición en los anaqueles. Al desembalar, precisamente, empiezan nuevamente a aflorar los recuerdos que nos vinculan a cada libro.
            Las digresiones que Manguel va desgranando al hilo del tono elegíaco de la narración son reflexiones en voz alta que tratan de atrapar al lector en la magia y en los límites del lenguaje, un tema muy querido por Borges. La leyenda judía del Golem, establecida en el siglo XVIII, sirve a Manguel para divagar sobre la paradoja en la que se mueve la creación, que termina siempre en una sensación de fracaso. “Este doble vínculo”, escribe Manguel, “la promesa de revelación que todo libro ofrece a su lector y la advertencia de derrota que todo libro da a su escritor, es lo que presta al acto literario una fluidez constante”. Porque, efectivamente, en cada libro se busca una epifanía que, al final, nunca se cumple. Esta sensación de fracaso que se experimenta es fruto, precisamente, de los límites que impone el propio lenguaje en la representación de la realidad, cuestión que se pone en evidencia, sobre todo, como señala Manguel, en la incapacidad para escribir sueños de forma coherente.
Obsesionado por el origen de la invención literaria, Manguel relaciona la obra literaria con la melancolía, una idea muy extendida desde Aristóteles y que ha hecho fortuna hasta el punto de que se ha desarrollado una imagen del escritor, un tópico que lo presenta como un hombre pobre, que sufre y angustiado. Y movido por la necesidad, y al mismo tiempo imposibilidad, de desvelar los orígenes de las grandes obras literarias, la reflexión se encamina hacia la venganza como motor creativo frente al perdón.
Manguel experimenta, por lo demás, una sensación de posesión con los libros que lee. No puede desprenderse de ellos porque proporcionan alivio y consuelo, además de una eterna conversación que suple la soledad del ser humano. Y ama tocar los libros porque son “talismanes mágicos”. Y adora los diccionarios, por la forma en que se ordenan las palabras, el lenguaje, principio de todo que nombra las cosas.
            Las notas autobiográficas de la sostenida elegía culminan en Argentina, en Buenos Aires, cuando Manguel es nombrado director de la Biblioteca Nacional y vuelve a la ciudad y recuerda con orgullo que Buenos Aires es una ciudad de libros. Por eso, Manguel explora la forma en que la literatura influye en los viajes, en la vida misma, como ocurre en la colonización de América, donde la imaginación de los colonos está inflamada por las lecturas de libros, por las historias que emanan de los libros. Queda claro para Manguel que “la realidad imaginaria de los libros contamina cada aspecto de nuestra vida”. De ahí que los libros que acompañan a Pedro de Mendoza en la fundación de Buenos Aires configuran una biblioteca imaginaria que acaso da su propio sentido a la ciudad.
            Mientras embalo mi biblioteca apunta, finalmente, quizá a modo de justificación, quizá a modo de apuntes de trabajo, a la labor desarrollada por Manguel al frente de la Biblioteca Nacional de la Argentina, tras dejar atrás la biblioteca del Loira. En este punto, los recuerdos de Borges se mezclan con la idea de justicia y de ética cívica, aplicadas al trabajo en una biblioteca, porque lo que pretende Manguel es ejercitar esa idea en la Biblioteca Nacional, buscando con ello ampliar el campo de lectores. No es casualidad que el libro se cierre con una reflexión sobre el valor de la palabra, sobre la función que cumple la literatura en la sociedad, dado que la literatura es memoria y tiene un carácter testimonial.
Quizá, al fin y al cabo, en cualquier biblioteca o ante cualquier libro, Manguel experimente la misma sensación que el protagonista de la célebre novela de Kafka, la extraña paradoja de estar atrapado y al mismo tiempo jugar con la posibilidad de echar a volar.

sábado, 29 de junio de 2019

Por Caridad



La segunda novela de Mariaje López, Por Caridad (M.A.R. Editor, 2018), tiene un claro tono autobiográfico que intensifica la aparente ficción con los recuerdos que va desgranando la autora. De hecho, en las precisiones previas a la novela, Mariaje López insiste en la veracidad del relato, al menos en lo sustancial. Pero, en realidad, ¿de qué recuerdos y vivencias estamos hablando? A modo de expiación, Mariaje López ha retornado a su infancia, o mejor dicho, al momento en que de forma abrupta se acaba su infancia. La muerte del adorado padre marca un antes y un después en la vida de Caridad, la protagonista de la novela, porque en ese preciso instante la niña, de ocho años de edad, ingresa en una especie de orfanato o reformatorio regentado por la orden de las Hermanas de la Caridad Divina. La novela, en este sentido, tiene un matizado tono realista, e incluso costumbrista, pues los episodios que recuerda la autora en el orfanato, siempre relacionados con el hambre y el sufrimiento, traducen el ambiente de la época que, aunque en ningún momento se señala de forma explícita, anuncian el tardofranquismo.       
Mariaje López ha querido, no obstante, iniciar la novela con una escena de enfrentamiento directo entre la protagonista y una de las hermanas del reformatorio, quizá para poner en evidencia de forma clara a través de la narración la evolución del personaje, desde la inocencia de los felices días en la casa familiar hasta la fortaleza de que hace gala tras cuatro años de experiencias funestas en el orfanato. Es por eso por lo que, en cierta medida, se puede considerar Por Caridad como una novela de formación. La narración va avanzando al hilo de los recuerdos que va entrelazando la autora y el perfume de los geranios, que es el olor de la feliz infancia, da paso a una especie de negrura que lo abarca casi todo. El orfanato se convierte para la protagonista en un espacio asfixiante que actúa claramente como metáfora de una época y de una sociedad. A su vez, cada espacio del orfanato cobra vida, desde el claustro hasta las habitaciones donde se trabaja, pasando por el dormitorio, la capilla o el refectorio. En cada lugar encuentra la autora un hueco para una historia, para un recuerdo. Todo pasa bajo el matiz que perfila la memoria: el bordado, las letanías en la capilla, los infames castigos, los ejercicios espirituales en Cuaresma, los bailes regionales, los regalos en Navidad y, sobre todo, como una especie de tabla de salvación, la lectura en voz alta de relatos por las tardes.
En algunos pasajes de la novela parece aflorar en la protagonista cierta actitud de resentimiento, quizá hacia la madre, quizá hacia la vida misma, pero sobre todo hacia las hermanas que regentan el reformatorio. No en vano se advierte cómo el carácter de Caridad se va agriando y la autora, en un ejercicio en donde se mezcla la ficción con la autobiografía, es consciente de ello. Este resentimiento es un caldo de cultivo que conduce a una especie de rebeldía ante lo que sucede, quizá como una forma de luchar contra la resignación, la ausencia de expectativas y la falta de esperanza. 
Por Caridad es, en definitiva, un ejercicio de honestidad, que traduce una experiencia personal convirtiéndola en un acto de purificación. 



jueves, 30 de mayo de 2019

Serem Atlàntida



Serem Atlàntida (Barcelona, Edicions del Periscopi, 2019) completa la afanosa búsqueda de algo inasible, algo que está relacionado con la identidad, individual o colectiva, algo que entronca con las radiaciones que emiten las cosas, algo que conecta directamente con la idea de simulacro y falsificación. Esta afanosa búsqueda, iniciada con Intercanvi y continuada con Gegants de Gel, culmina ahora en un libro denso y hermoso, preñado de nostalgia. No es casualidad que el autor, Joan Benesiu, baraje la posibilidad de publicar algún día las tres novelas como un todo único con el sugerente título de L’avenir dels altres. Si en Intercanvi el protagonista pasea distraído por París y en Gegants de gel se dedica a escuchar historias en torno a una mesa en la ciudad argentina de Ushuaia, en Serem Atlàntida el mismo personaje parece divagar de un lugar a otro obsesionado por la que considera una muy probable descomposición de Europa, mientras siente una extrañable nostalgia que lo lleva azacaneado arriba y abajo por los territorios del antiguo imperio austro-húngaro.
El protagonista de Serem Atlàntida da la impresión en todo momento de ser un individuo nostálgico atrapado en una suerte de parque temático de ilusiones perdidas, da la sensación de no poder escapar a la sociedad del espectáculo en la que estamos inmersos. Un buen día, este protagonista que ejerce como narrador de la historia, mientras se encamina a uno de sus infinitos viajes, sufre un encuentro azaroso en el aeropuerto de Valencia que le permitirá adentrarse en las vidas difusas de Mirko Bevilacqua y Clara Bernat, en la historia peculiar de amor y amistad que enlaza a estos dos seres singulares, y que les ha llevado a una isla perdida en el océano Atlántico, a París siguiendo una persecución inspirada en un cuento de Pron o, finalmente, a las ruinas de Chernobil, donde pulula un turismo nuclear y también una peligrosa atracción por el abismo. Seducido por las historias que cuenta Mirko Bevilacqua, el protagonista entra en una vorágine que le lleva a involucrarse en los viajes de estos dos seres singulares. El viaje iniciático se desarrolla primero por el meridiano de París, siguiendo un libro de Lluis Calvo, para luego continuar por la ciudad de Trieste, hasta Zagreb y más allá, siguiendo la guía de un viejo mapa del imperio austro-húngaro, (la guía Bradshaw del año 1913, justo antes del inicio de la gran guerra).
Benesiu siempre se ha interesado por los lugares de frontera. Trieste, patria de su admirado Claudio Magris, ejerce como anclaje de toda la historia. Allí confluyen diversas culturas y hacia allí apuntan las historias que se cuentan en Serem Atlàntida, historias que se remontan a los horrores de las guerras y las razzias del siglo XX. Trieste se antoja un lugar de paso entre el oeste y el este de Europa. La costa dálmata, entre Italia y Croacia, se convierte en la metáfora que trata de explicar los problemas de identidad, individuales (de los personajes) y colectivos (de los pueblos). Impelido por la necesidad de la memoria, por la búsqueda de la identidad, el protagonista rastrea en su pasado y encuentra ese momento clave que andaba buscando mientras pasea una noche por el paralelo 45, invocando con nostalgia la pérdida del padre. Y Mirko Bevilacqua rastrea también sus orígenes porque anhela vislumbrar su identidad. Es aquí donde se demuestra que, a veces, el pasado es como una losa, exactamente igual que el pasado de Europa. Atenaza a los personajes, hasta el punto de que algunos cambian de identidad y rompen las relaciones familiares.
            Obsesionado por los espacios de la memoria, por una topografía emocional intacta, Benesiu se queja de la desaparición progresiva de estos espacios, que nos deja en un estado de orfandad, el mismo tipo de orfandad que experimentan los personajes de la novela. Por eso la nostalgia invade toda la narración, la nostalgia que se siente en los no-lugares, es decir, los espacios convertidos en ruinas, que han perdido vida, sea por la guerra, por la radiación nuclear o por cualquier otra razón. Son lugares donde fluye el pasado, la identidad perdida. Pero también la nostalgia emana del recuerdo del padre, cuya desaparición provoca también un estado de orfandad.
Los viajes que los personaje realizan a la periferia de las cosas representan un intento, vano e inútil, de escapar del simulacro, de la falsificación que invade Occidente. Por eso, el protagonista está obsesionado con el este, porque en el oeste todo es un simulacro. Su viaje por los territorios del antiguo imperio austro-húngaro se justifica en parte por la búsqueda infructuosa de autenticidad. Pero nada escapa al simulacro, igual que nada escapa a las radiaciones que proporciona el concepto de desplazamiento. El simulacro afecta a las ciudades, incluso a la propia París.
            Serem Atlàntida traduce, finalmente, una cierta obsesión por el viajar infinito, por el tiempo, por la duración y el instante, por la fenomenología del gesto, por el situacionismo. Pero lo que se intuye desde el principio, y está en el eje de la novela, es la decadencia de Europa, las ruinas de un continente que provocan una permanente sensación de melancolía y permiten reflexionar, en la soledad de una noche en el paralelo 45, en la posibilidad de que quizá seamos Atlántidas perdidas.     



martes, 30 de abril de 2019

La actualidad innombrable



En La actualidad innombrable (Anagrama, 2018), Roberto Calasso ha tratado de explicar el funcionamiento de la sociedad secular en la cual estamos anclados. También indaga en el origen del islamismo radical, que ha desembocado como todos sabemos en un terrorismo que invoca el sacrificio y el odio precisamente a la sociedad secular. El origen de este fenómeno con los asesinos-suicidas de Osama Bin Laden nos conduce al siglo XI, a la historia de Hasan-i-Sabbah, más conocido como el Viejo de la Montaña, y a su secta de asesinos viviendo en una especie de paraíso cerca de la fortaleza de Alamut. Pero al rastrear los orígenes del terrorismo islámico también se tiene en cuenta el nombre y el sacrificio de Sayyid Qutb y su obra que sirve de guía, Señales en el camino.
Pero más allá de este enfrentamiento entre el islamismo radical y la sociedad secular, el libro apunta desde un primer momento hacia lo que Calasso denomina “el germen de la autodestrucción”, un período de autoaniquilación que se extiende entre 1933 y 1945. ¿De qué estamos hablando entonces? En la sociedad vienesa del gas, el título del segundo ensayo del libro, Calasso explora lo acontecido entre 1933 y 1945 a través de textos y cartas de escritores de la época, retazos que reflejan el ambiente tenso que se vivía, orientado claramente, como apunta Louis Ferdinand Céline, a la violencia. Las intuiciones de Robert Frost, el miedo de Virginia Woolf a viajar por Alemania e Italia en 1935 o las ambigüedades de Ernst Jünger forman parte de un conjunto de secuencias, de imágenes, que nos iluminan sobre lo que se está gestando en ese momento. Y es que Calasso está obsesionado por demostrar el carácter devorador de la sociedad. Cada carta, cada palabra parece conducir a la inevitable guerra. Particular interés tiene en este contexto la conferencia pronunciada por Élie Halévy en 1936 ante la Société Française de Philosophie, una charla titulada de forma sugerente “La era de las tiranías”. Halévy es de los primeros en equiparar lo que estaba ocurriendo en Rusia con lo que pasaba en Italia y Alemania, comparando la dictadura soviética con la dictadura fascista y hitleriana, evocando al mismo tiempo las interpretaciones de Platón y Aristóteles en el mundo griego para sugerir el paso de la democracia a la tiranía en los años treinta.
En septiembre de 1937 se celebra el congreso de Núremberg que entroniza al hitlerismo como la nueva religión triunfante, con su particular y singular mitología que engloba elementos paganos y cristianos. No hay que olvidar, además, que el hitlerismo caminaba hacia una suerte de doctrina esotérica, con la creación de algo parecido a una orden de caballeros. Robert Brasillach, presente en el congreso de Núremberg, se hace eco, con entusiasmo, del giro que ha dado la nueva Alemania. Simone Weil adivina lo que el hitlerismo supone para tantas almas perdidas: “una sólida ilusión de unidad interior”. Por lo demás, Walter Benjamin informa en 1939 que la Sociedad Vienesa del Gas ha suspendido el servicio del gas a los judíos. Las noticias sobre los parias o sobre los suicidios (entre ellos el de Walter Benjamin) se suceden a lo largo de 1940. La cuestión judía parece en marcha en 1941. Los escritos periodísticos de Goebbels no dejan lugar a dudas. De hecho, en Iasu, en Moldavia, Curzio Malaparte describe la matanza indiscriminada de 13.000 judíos. En Alemania, Hans Carossa es nombrado presidente de la Asociación Europea de escritores. En el discurso de agradecimiento pronunciado en Weimar el escritor advierte: “Todos ustedes, queridos señores, tendrán igual que yo la firme convicción de que una renovación de Occidente sólo podrá surgir del espíritu y del alma”.
Mientras tanto, en 1942 se celebra la boda del príncipe Konstantin de Baviera y en 1943 Goebbels se regocija ante el final de una película largamente deseada para la UFA, Münchhausen. Son los festejos que parecen marcar el final de una época. En abril de 1943 salen a la luz las noticias de la matanza de Katyn, que Goebbels pretende utilizar como propaganda contra el régimen bolchevique y para atacar las afinidades del bando aliado.
Cuando Vasili Grossman entra con el Ejército Rojo en el campo de Treblinka y luego en Berlín todo se asemeja ya a un cementerio. Da la sensación de que el paso de la democracia a las tiranías y el desplome de Europa han sucedido como en un sueño.

domingo, 31 de marzo de 2019

36 maneras de quitarse el sombrero



El escritor y editor Miguel Ángel de Rus ha reunido en 36 maneras de quitarse el sombrero (M.A.R. Editor, 2018) una variopinta y sugerente colección de relatos de humor, creados con “animus jocandi” como el mismo autor apunta en una suerte de advertencia previa a la lectura. La honorabilidad de algunos de los personajes que aparecen en los cuentos, y que podrían identificarse con personas reales, jamás se pone en duda. Con este arranque irónico y humorístico, el libro vuela en todas direcciones. De Rus se fija atentamente en el mundo que le rodea. Y lo que ve, como no podría ser de otro modo, no le gusta.  Por eso, la sociedad que envuelve a los personajes se manifiesta en franca descomposición, porque De Rus no soporta la vulgaridad de los tiempos en los que vivimos, no soporta el progresismo de salón, no soporta lo políticamente correcto y no soporta, en definitiva, a los grandes magnates. No es casualidad, pues, que De Rus encuentre en la ficción el justo castigo que merecen esos nuevos aristócratas que viven ajenos a las desgracias del mundo. Pero más allá de esta sociedad degradada, el espíritu claramente decimonónico del autor, a contracorriente, dedicado plenamente a la observación, se pone en evidencia en esos personajes que sienten náuseas al contemplar el mundo, que no entienden porque en un urinario se vende publicidad o en una cafetería la tecnología te aplasta con su propaganda insulsa. Son seres que buscan la soledad y el aislamiento, acompañados de sus inseparables libros. Pueden ser periodistas, escritores o simples ciudadanos aburridos del devenir de la sociedad, como es el caso de ese personaje de Una justicia horizontal, que vive en un falansterio rodeado de libros y música, dedicado a la meditación y que cultiva un pequeño huerto.
Miguel Ángel de Rus

Conviene no olvidar que algunos de estos personajes que pueblan los cuentos claramente han claudicado, sólo esperan la jubilación porque son ajenos al avance del mundo, como el médico de ¿Y su juramento hipocrático? O, en todo caso, fruto del desamor se dejan arrastrar por la desilusión, la renuncia y la derrota, como en El pan ácimo. Son seres, en definitiva, que muestran una cierta desesperanza, una falta de optimismo ante el futuro de la sociedad. Reflejan la desesperación de no poder hacer nada, porque la opinión pública se ha impuesto, lo políticamente correcto, porque vivimos en una época en donde “la opinión de un sabio vale menos que la de cien locos”. Y si De Rus revive a escritores que adora, como Kafka, Proust o Mihura, es para mostrar siempre un tono pesimista, un cierto desapegado del mundo. Por eso, cuando aparece Mihura en un teatro es para reflejar el distanciamiento del escritor, separado de las prácticas cotidianas de la sociedad actual.
            Algunos cuentos tienen un cierto tono autobiográfico, pero todo parece filtrado por el sentido del humor, desde el feminismo, el animalismo, el ecologismo y el nacionalismo, hasta la madre patria. De Rus bromea a propósito de los Borbones, a los que no soporta, hace escarnio de la monarquía británica, se burla de los servicios de inteligencia y plantea con ironía una posible adaptación de los clásicos a la moral actual. Incluso bromea con la dichosa construcción del muro mexicano, poniendo en solfa los verdaderos intereses políticos que hay detrás de cada acción. Pero no se olvida tampoco de ironizar a propósito de la literatura que se ha impuesto en nuestros días, con la forma en que se escriben la mayoría de los libros, con la disposición de los escritores a recibir premios de antemano. El humor, en definitiva, sirve a De Rus para hacer una radiografía pesimista del avance del mundo, plasmada en el contraste que se establece entre el escritor y el mundo que contempla.
            También hay relatos que hacen gala de un profundo erotismo, de un cierto regusto por los juegos del placer y de la mirada, dando la sensación de que cualquier cosa se puede convertir en un espectáculo. A veces, De Rus saca a la luz de forma algo velada escándalos actuales, haciendo burla de los periodistas. A veces también, muestra las disputas pasionales, producto de los instintos más bajos, y trata con ironía la violencia que ejercen las diversas religiones, las mentiras implícitas en la idea de apocalipsis.
De Rus, en cualquier caso, parece elevarse allí donde el relato camina entre la realidad y la ficción, cuando todo se asemeja a una ensoñación, como en Hieródula bellísima, donde la aventura del protagonista con la joven sacerdotisa tiene los aires de un sueño, o en El rayo rojo, donde un científico consigue dar vida a un héroe soviético para luego devolverlo a la muerte. Y siempre, o casi siempre, mostrando contrastes, allí donde la inteligencia y el silencio se manifiestan como atributos contrarios al ruido que nos acecha por todas partes. Y siempre, o casi siempre, la sensación de que nos envuelve una realidad totalmente manipulada, que más allá de la búsqueda de la verdad, hemos entrado en una fase que irónicamente De Rus denomina “un mundo de posverdad”. Reconociendo que siempre ha sentido debilidad por los placeres estéticos, De Rus, parafraseando a uno de sus personajes, no reconoce más supremacía que la aristocracia del saber.

jueves, 28 de febrero de 2019

Habla, si quieres que te conozca


Preocupado por el empobrecimiento y la perversión del lenguaje, señas de identidad de los tiempos que corren, el historiador y naturalista Ramón Grande del Brío ha escrito un libro, Habla, si quieres que te conozca (Cuadernos del Laberinto, 2016), en donde trata de mostrar que el maltrato de la lengua es el reflejo de una sociedad enferma. Por ello se esfuerza en relacionar la degradación ética y la descomposición lingüística, es decir, la decadencia en el uso del lenguaje como un reflejo de la sociedad actual. La idea implícita es que la despersonalización de la vida social contribuye a la desvalorización de la carga conceptual del lenguaje.
El autor habla a menudo de desnaturalización del lenguaje, de atropellos lingüísticos. Esta trivialización del lenguaje se manifiesta, sobre todo, en medios judiciales, pero también en el ámbito científico y académico. Preocupado, sobre todo, por las implicaciones de los errores de la lengua en el campo jurídico, Grande del Brío se alarma ante el “absurdo bizantinismo”, la pobreza del lenguaje científico, la falta de precisión terminológica y epistemológica, que puede constituir un peligro cuando en el ámbito judicial los jurados populares carecen de la precisión semántica necesaria para captar en ocasiones el significado de las palabras.
El ensayo está repleto, tal como nos recuerda el propio autor, de “casos de uso incorrecto de la lengua y de desastrosa conceptuación”. Grande del Brío se detiene en el abuso del eufemismo, la feminización de determinadas palabras, el empleo de sustantivos desprovistos de artículos, la ausencia de preposiciones y la confusión entre prefijos y sufijos. Se queja, al mismo tiempo, de la forma en que se usa el pretérito imperfecto en determinados medios como reflejo de la ambigüedad y la indeterminación de la sociedad moderna, pero también se queja del exceso de información, de los que denomina normativistas que embrollan la lengua con tecnicismos, de los autores hipercríticos, de la hipercorrección lingüística, de la chabacanería y la gratuidad en el uso del lenguaje. A todo ello hay que unir determinadas obsesiones que acompañan al autor, como la nefasta difusión de la conjunción disyuntiva sustituyendo a la conjunción copulativa, el empleo erróneo del subjuntivo y la necesidad de un adecuado uso de los signos de puntuación para lograr pausa, armonía y musicalidad en la lectura de los textos, que se antoja fundamental porque el lenguaje tiene un tempo.           
Grande del Brío da la sensación de que ansía la elegancia perdida en el lenguaje. Por eso, insiste en considerar la lengua como un organismo vivo, en constante evolución y desarrollo, y recuerda en varias ocasiones que el lenguaje tiene una estructura matemática, profundizando en las relaciones entre las teorías científicas y el lenguaje para poner de relieve la prostitución del idioma. El alegato en defensa de la lengua que hace Grande del Brío deja, en definitiva, la impresión de que tan nefasta es la excesiva laxitud como la excesiva rigidez en el empleo del lenguaje.

jueves, 31 de enero de 2019

Sombra del paraíso

Vicente Aleixandre
Vicente Aleixandre

En 1944, con Sombra del paraíso, Vicente Aleixandre alcanza la plenitud de su estilo. Desde los primeros versos el poeta invoca a la naturaleza radiante, a las criaturas que anidan en el paraíso, que conforman en la luz del amanecer el conjunto de seres que ama. El mar es promesa de felicidad en la infancia. El río, que atraviesa la llanura y la ciudad, ofrece sus reflejos dorados de luz. El cielo azul, que evoca la calma y la paz, es el único amor que no muere. El resonante clamor de los bosques, la lluvia que se asemeja a un junco, el destello del sol, la tierra primigenia, la luz del fuego y el aire resplandeciente completan el conjunto de inmortales que Aleixandre acoge en Sombra del paraíso. El poeta, inmerso en el paraíso, traza las señales de la primavera en la tierra, la deslumbrante fuerza de la naturaleza, llena de luz y de vida, y nos obliga a no permanecer dormidos ante el misterio, a disfrutar de la belleza de la gozosa mañana “y desnudos de majestad y pureza frente al grito del / mundo”.
La luz del sol es el hálito mágico que se pretende atrapar con los brazos tendidos en el aire, el lugar donde reside la verdad. Mientras los pájaros cantan en el amanecer, el poeta se recrea en el brillo de una estrella, en la belleza de una diosa desnuda tendida en la floresta, tumbada sobre un tigre. Pero el sol ofrece sombras. Frente a la luz y a la aurora, el arcángel de las tinieblas anuncia acaso la enfermedad o la muerte, pero sobre todo la llegada de la noche, de la sombra, que mitiga la fuerza de la vida, mientras se produce el titánico esfuerzo, “la estéril lucha de la espuma y la sombra”. En el frondoso paraíso una sombra alargada desea el cuerpo desnudo de una diosa. La luz de la luna se refleja en el cuerpo de una muchacha mientras canta el ruiseñor. Las manos se atraen, se buscan y se enlazan, plenas de amor, en la oscuridad, bajo la luna. Los besos manifiestan la dicha de la vida. Y el amor llega. “Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora”. Ebrio de amor, Aleixandre parece dedicar algunos poemas al derrame del cuerpo, al placer que en los sentidos provoca el amor, vertido en la cabellera o en el perfume femenino.
El cuerpo marca el destino, la herencia de la carne y de la vida apegada a la tierra. Y la tierra habla a través de los campesinos, que constituyen “la verdad más profunda, / modestos y únicos habitantes del mundo”. Y del padre emana una luz que es como el gemido, como el grito que procede de la tierra. Y la bondad del padre transmite la bondad del mundo.
            Efectivamente, el poeta, inmerso en el paraíso, traza la belleza que se extiende ante el hombre desde la altura de una montaña, mientras en el atardecer se despide de los campos. La ciudad amada queda colgada sobre el mar. Un destino trágico aletea en la insondable belleza del mar. Es el último fulgor, el último amor al que se entrega todo, la despedida, porque el hombre es en realidad una pequeña luz que se ilumina durante un cierto tiempo y luego definitivamente se apaga. Porque no basta el mar, no bastan los bosques, no basta el amor, no basta el mundo. Al final sólo resta llorar, abrazado a la madre tierra, mientras se contempla un fragmento de cielo azul.