jueves, 31 de diciembre de 2020

El último encuentro

 


En 1942 se publica El último encuentro (Salamandra, 2018), de Sándor Márai, una novela que trata de reproducir una experiencia moral a través de las confesiones de un viejo general del imperio austrohúngaro que, retirado en la mansión familiar, lleva una vida en soledad, con sus criados y con su nodriza, con la que mantiene una relación extraña, especial. El general vive en la habitación más oscura de la casa, en una de las alas del castillo. No se deja ver nunca desde la muerte de su mujer. Su vida reproduce, en realidad, los esquemas de su familia, de sus antecesores, una generación que vive en el honor, en el orgullo de la palabra dada. El general ha pasado casi toda su vida, en concreto cuarenta y un años, a la espera de algo que por fin se va a producir: el reencuentro con un viejo amigo, Konrad, un antiguo camarada. La fecha del encuentro, en 1940, no es baladí, porque Márai da mucha importancia al paso del tiempo, repitiéndose con asiduidad la cronología en la narración, precisamente porque el pasado pesa como una losa sobre los personajes. De hecho, el encuentro entre los dos amigos debe sacar a la luz la verdad, que se encuentra sepultada en unos acontecimientos acaecidos en el pasado. El general desea, además, que al recibir a Konrad todo sea como antaño, desea que se repita todo, con los mismos elementos, porque de lo que se trata es de dar sentido al pasado y, con ello, dar sentido a la vida misma. 

            Para poder comprender el alcance del ritual que se va a celebrar entre los dos viejos amigos, Márai se toma su tiempo en contar la historia de amistad entre el general y Konrad, surgida en la juventud, en una Academia militar vienesa. Es una convivencia extraña y única la que se establece entre los dos amigos, una relación llena de pureza, que parece ajena al mundo. La vida en común de los dos transmite la felicidad de Viena, la felicidad de toda una ciudad, una alegría que parece flotar en el ambiente de orden y seguridad que transmite el imperio. A pesar de la amistad que los une, a pesar de vivir juntos en Viena mientras realizan su primer servicio al emperador, ambos muchachos son muy diferentes. Konrad ama la música, mientras el general ama la caza. La música y la caza expresan, por así decirlo, las distancias entre los dos amigos, del mismo modo que ponen en evidencia las diferencias existentes, quizá insalvables, entre los padres del general, un guardia imperial húngaro y una joven francesa.

            Los recuerdos del pasado fluyen en la narración antes de la llegada de Konrad, antes del ansiado encuentro. Las fiestas de antaño, que destilan el perfume del antiguo imperio austrohúngaro, y la estancia en Bretaña a los ocho años, donde el rumor del mar se asemeja al de los bosques en Hungría, sirven para dibujar la sensación de que “todo está conectado en el mundo”. Prevalece un aire de misterio (un cuadro que falta en las paredes), un personaje femenino en la neblina del tiempo, Krisztina, la mujer del general, que ya ha muerto. Prevalece, sobre todo, la nostalgia del pasado. Hasta los objetos y los cuadros en el castillo dan una dimensión del pasado. Y la confesión, larga y prolija del general, una vez se ha producido la llegada de Konrad, es una recreación del pasado, de la dimensión externa de los acontecimientos, la guerra y la revolución rusa, que lo han cambiado todo, pero, sobre todo, de la dimensión interna de unos hechos que transformaron las vidas del general, de Konrad y de Krisztina. Las reflexiones del general van desgranándose, poco a poco, hasta llegar a un acontecimiento único, clave en sus vidas. El secreto que yace en la historia radica en una cacería, en un instante último en que todo se resuelve en un bosque, como si la vida entera de los personajes se definiese en ese instante. Ese secreto define la infidelidad de Konrad, que supone, y esto es lo verdaderamente importante, una traición a la amistad, a un valor eterno que sustenta la vida entera del general.

          

Sándor Márai
Sándor Márai

  Mientras la sensación de que el pasado va envolviendo al lector, poco a poco, en una densa bruma, las reflexiones del general, llenas de detalles, caen a plomo sobre el carácter de cada individuo, definiendo a cada persona y situándola en un espacio vital determinado. Estas reflexiones son una especie de ajuste de cuentas con el pasado, cuando ya el final de la vida se acerca. Por eso, la confesión íntima que recorre gran parte de la novela es, a todos los efectos, un monólogo que repasa la vida del general antes de morir, porque lo que acecha al final del relato es la muerte. “Amarillentos y huesudos”, escribe Márai sobre los dos viejos amigos, “parecen unos esqueletos”. Las velas que se apagan al final del encuentro certifican la defunción, simbólica, de los dos camaradas. Nada hay más que decir. “Al fin y al cabo, el mundo no importa nada. Sólo importa lo que queda en nuestros corazones”, concluye el general. Y lo que queda son las cenizas de una pasión que ha desbordado a los tres personajes centrales de la historia. El general, en efecto, ha vivido para la venganza, “contra todo y contra todos”, para conocer la verdad. Y añade: “y por eso no me he matado”. La vida lo arrastra. El envejecimiento moral sucede al envejecimiento físico. Llega el fin, el acabamiento de las cosas. “Un día te despiertas”, dice el viejo general, “te frotas los ojos, y ya no sabes para que te has despertado”.

Algo parecido quizá debió sentir Sándor Márai cuando se suicidó en 1989, en San Diego, lejos de la llanura húngara, tras la muerte de su mujer y de su hijo. Anclado todavía en el viejo mundo, el aislamiento tocaba a su fin con un arrebato último de dignidad.    

 

lunes, 30 de noviembre de 2020

Mahoma y Carlomagno

 


Mahoma y Carlomagno
es la última obra de Henry Pirenne, publicada tras su muerte, en 1937, después de la revisión formal que realiza su hijo Jacques Pirenne y con las anotaciones de F. Vercauteren, discípulo del maestro. Tal como señala su hijo en el prefacio, la idea central que aletea en el texto había traído azacaneado arriba y abajo al maestro en sus últimos veinte años. Pirenne, obsesionado con la transición de la antigüedad a la Edad Media, estaba convencido del carácter mediterráneo del mundo romano y, más aún, consideraba que las invasiones germánicas del siglo V no habían supuesto grandes cambios en las antiguas estructuras que había instalado el imperio romano. Por eso, desde las primeras líneas del libro, insiste en que la civilización romana fluye junto al mar y se diluye hacia el interior, en donde no hay grandes ciudades excepto Lyon y Tréveris. La penetración de los germanos en las fronteras del imperio no implica grandes cambios porque se adaptan a las costumbres y a las estructuras del mundo romano, a la Romania. No hay ningún intento de sustituir el imperio romano por un imperio germánico. La lengua germánica sólo se impone en las zonas más retiradas del imperio. El derecho, la religión y las costumbres germánicas son socavados por una profunda romanización, que sólo cede en la parte norte del imperio. Todas las anotaciones, pues, que ofrece Pirenne sobre los Estados germánicos en Occidente tratan de mostrar cómo se perpetúa la tradición antigua.

En este cuadro de continuidad de la civilización antigua se puede considerar también la idea de imperio, que tampoco desaparece después de la fragmentación de las provincias occidentales. Con Justiniano, además, como se sabe, el Mediterráneo vuelve a convertirse en un lago romano. Ni siquiera la invasión lombarda en el siglo VI logra cambiar la situación. Pirenne defiende la idea con contundencia: “no hay, hasta el siglo VIII más elemento positivo en la historia que la influencia del imperio”. Y cuando reflexiona sobre el régimen de las personas y de las tierras tampoco encuentra cambios tras las invasiones. Sigue prevaleciendo la gran posesión, que será la base del feudalismo, los colonos y el esclavismo. Los comerciantes sirios, griegos y judíos están por todas partes, siguen dominando el comercio del Mediterráneo. “La organización romana”, anota Pirenne, “parece haberse conservado”. Ello incluye los productos que venían de Oriente, como la seda, las especias, el papiro y el aceite (de África). Además, el comercio de esclavos se mantiene y la navegación sigue activa, sobre todo en la cuenca del mar Tirreno, Provenza y España. Pero es que también el comercio interior se sostiene, igual que antes de las invasiones. Hay ferias locales y peajes en las ciudades, y todavía no se han desarrollado los mercados y las ferias medievales. Más aún, sigue predominando el “comercio individualista a la romana” y la unidad monetaria se funda en la moneda de oro porque “el sistema monetario de los bárbaros es el de Roma”. El oro está por todas partes y en grandes cantidades, lo que parece apuntar a su importación continua. Prevalece, pues, también la circulación y la acuñación de la moneda. La idea de Pirenne en todo momento es resaltar una evidencia que se le antoja clara: “la continuación de la vida económica romana en la época merovingia en toda la cuenca del Tirreno”, trasladando sus evidencias a África y España, aun reconociendo que en el terreno comercial hubo “un retroceso debido a la barbarización de las costumbres”, pero en ningún caso un corte con lo que ha sido la vida económica del Imperio.       

En el plano intelectual, Pirenne considera, también, que se conserva y se transmite la tradición antigua, sin grandes cambios, a pesar del triunfo del cristianismo a partir del siglo IV, pues todavía no hay una cultura cristiana en sentido estricto, ya que sigue siendo en realidad todavía deudora de la tradición clásica. Además, se mantienen las escuelas de retórica y dialéctica, y el latín como medio de expresión. La lengua popular sigue siendo el latín, aunque vulgarizado y rústico. “La lengua subsiste”, escribe Pirenne, “y es la que da, hasta el curso del siglo VIII, unidad a la Romania”. Lo que se evidencia con las invasiones germánicas es un desplome de la cultura espiritual, que es mayor que en el campo de la cultura material. “Lo que se realiza” afirma Pirenne, “es una decadencia de una decadencia”, que se había iniciado en el siglo III, pero las invasiones no modifican el carácter de la vida intelectual en la cuenca del Mediterráneo occidental. Tampoco en el campo del arte advierte ninguna ruptura. Se aprecia, eso sí, una progresiva orientalización bajo la influencia persa, siria y egipcia, que ya era evidente en el bajo Imperio. Pirenne piensa que “no se puede hablar, pues, de un arte propiamente germánico, sino más bien de arte oriental”, desarrollado por artesanos romanos, con una fuerte impronta bizantina, siguiendo el ejemplo de Constantinopla. 

Henri Pirenne
Henri Pirenne

Para rematar “la demostración de que la sociedad continúa siendo igual a la de antes de las invasiones”, Pirenne insiste en el carácter laico que lo impregna todo hasta el siglo VIII. La Iglesia, que representa la continuidad de la tradición romana, está todavía subordinada al poder temporal. La sociedad, la administración y la cancillería no dependen todavía de la Iglesia y la mayoría de los cargos principales están ocupados por letrados formados al margen de la Iglesia. Con la invasión de los pueblos bárbaros, pues, la tradición antigua se mantiene, sobre todo en el arco mediterráneo. Sólo en Britania la presencia de los anglo-sajones es capaz de transformar la situación, dando paso a la tradición germánica. “Mírese por donde se mire”, escribe Pirenne, “el período inaugurado por el establecimiento de los bárbaros en el Imperio no ha introducido en la historia nada absolutamente nuevo”. Tan sólo a nivel político una pluralidad de Estados germánicos ha sustituido la unidad del Estado romano. “El aspecto de Europa cambia”, afirma Pirenne con rotundidad, “pero su vida en el fondo permanece inmutable”, al menos hasta el siglo VII.

En cambio, la invasión musulmana en el siglo VII lo transforma todo. Como se sabe, esta invasión llega hasta la Narbonense y la Provenza. Los barcos musulmanes dominan el mar Tirreno y hostigan las costas italianas. El mediterráneo occidental se convierte en un lago musulmán. Si los germanos se han integrado en la Romania, la actitud de los musulmanes es distinta porque están impulsados por la fe. Esto va a crear, claramente según Pirenne, una separación con la población sometida, infiel, no convertida al Islam. No hay integración en la sociedad musulmana. El nuevo amo impone el derecho coránico y la lengua árabe, aunque aprende y asimila conocimientos de los persas y de los griegos. La unidad mediterránea impuesta por la Romania se rompe, estableciéndose dos civilizaciones antagónicas separadas precisamente por el mar Mediterráneo. “Se trata del hecho más esencial ocurrido en la historia europea después de las guerras púnicas”, escribe Pirenne haciendo hincapié en el eje de toda su argumentación. “Es el final de la tradición antigua. Es el comienzo de la Edad Media, en el mismo momento en que Europa estaba en vías de bizantinizarse”.    

Como consecuencia de la invasión musulmana, el imperio carolingio queda atrapado, sin salida comercial al Mediterráneo. Es un imperio “puramente terrestre”. El núcleo de la civilización occidental se desplaza hacia el norte, hacia el eje Sena-Rin. Pirenne está convencido, además, de que, al detener el avance islámico, Francia juega un papel fundamental en la reconstrucción de Europa. Y ese papel se lo asigna a los carolingios, con los que “Europa toma una nueva orientación definitiva”. Claro que eso significa ir en contra de la continuidad entre merovingios y carolingios, estableciendo entre ambos un contraste significativo, un corte entre ambas épocas, que viene pautado por lo que denomina “golpe de Estado carolingio”, porque, efectivamente, Pirenne es capaz de distinguir entre un Estado merovingio estrictamente profano y un Estado carolingio ya plenamente religioso. Por eso, el análisis que hace de la decadencia merovingia en el siglo VII es importante para comprender su visión del paso a la Edad Media. Junto a las guerras civiles, usuales en la época merovingia, y la edad juvenil de muchos de los reyes, Pirenne hace hincapié en la disminución del tesoro real, que relaciona directamente con “la creciente anemia del comercio”. Es cierto que los botines de guerra han disminuido. Es cierto, también, que el rey concede cada vez más inmunidades a la aristocracia, socavando así la base de su poder, y que reparte tierras, sobre todo a la Iglesia, pero la disminución del impuesto de peaje se antoja fundamental. Todo esto causa la debilidad de la realeza.

Esta caída del comercio viene acompañada de la decadencia de la vida urbana. “Seguramente”, escribe Pirenne, “a partir de mediados del siglo VII la sociedad se desromaniza rápidamente”, lo que va a dar lugar a una civilización distinta. Entran en juego los Pipínidas, una familia de terratenientes de Bélgica, que domina la zona de Austrasia. El germanismo se impone al romanismo. Todo el argumento de Pirenne apunta en esta dirección. De hecho, define a los Pipínidas como “antirromanos” y “antiantiguos”. Su dominio territorial de la Galia y parte de la actual Alemania, desde su posición de mayordomos de palacio en Austrasia, es gradual. En este territorio se hace común el vasallaje a los Pipínidas. Además, por esta época se está gestando el cambio de orientación del Papado. La doctrina iconoclasta de los emperadores bizantinos en la primera mitad del siglo VIII acentúa la tensión entre el papado y el Imperio bizantino, de modo tal que la política del papado se orienta hacia los Pipínidas hacia 750. Esto marca el inicio de una nueva época. “El año 751”, escribe Pirenne, “marca la alianza de los carolingios con el papado”. Pipino, legitimado por el Papa como rey, recibe también el título de patricius Romanorum. Se ha consumado lo que Pirenne denomina el “golpe de Estado” de Pipino. Y aunque con Carlomagno el dominio carolingio llega hasta el Mediterráneo, el eje del nuevo imperio no será mediterráneo sino septentrional. La coronación de Carlomagno en el año 800 por parte de León III es el final de un proceso que conduce a la Edad Media. Pirenne insiste también en remarcar las diferencias con el antiguo imperio romano y con el imperio bizantino, y hace hincapié en el significado religioso del nuevo imperio. Carlomagno se convierte, así, en protector de la Iglesia romana en Occidente y el título imperial, en ese sentido, no tiene un significado laico. “El imperio de Carlomagno”, escribe Pirenne, “es el punto final de la ruptura, por el Islam, del equilibrio europeo”. Con él se inicia la Edad Media.                

Se abre, entonces, una época de cambios significativos. El cierre del comercio en el mediterráneo occidental influye seguramente en la disminución progresiva del uso del papiro a partir de finales del silgo VII. Lo mismo ocurre con las especias, la seda y el oro. Y también con la actividad de los comerciantes, que disminuye claramente. Ese espacio vacío es ocupado en todas partes, en Occidente, por los judíos, “el único lazo económico”, escribe Pirenne, “que subsiste entre el Islam y la Cristiandad, o, si se quiere, entre Oriente y Occidente”. Los judíos son los únicos, junto a los frisones, que se dedican a un comercio a gran escala, principalmente terrestre. En Occidente, el único lazo de unión que queda con el imperio bizantino va a ser Venecia, que emerge en los siglos VII y VIII como enclave comercial que domina la costa dálmata, haciendo de intermediario con Bizancio a partir del tratado de 812. La economía carolingia, basada en la tierra, sufre una “regresión”. No hay ningún renacimiento económico vinculado a Carlomagno. Los principales centros económicos están en la zona de los Países Bajos, gracias al comercio de los frisones, y en el norte de Italia, gracias al comercio veneciano. Pero la civilización se vuelve esencialmente agrícola y el comercio, el préstamo y la circulación de moneda  retroceden por todo el imperio carolingio. También desaparece el impuesto público, lo que “marca una ruptura con la tradición financiera romana”. La moneda de oro es sustituida en el nuevo sistema monetario por la moneda de plata, el denario. Se produce así una ruptura del sistema monetario. El gran comercio se diluye porque los musulmanes controlan el Mediterráneo occidental y sólo florecen los pequeños mercados, que demuestran precisamente un repliegue del comercio sobre sí mismo.            

Al mismo tiempo, el vasallaje toma fuerza y se crea una clase militar independiente del poder real. El feudalismo cobra fuerza precisamente en esta zona del norte de Francia y Bélgica, donde tiene su origen la dinastía carolingia. Y en el plano cultural se observa en época carolingia un retroceso del latín vulgar, mientras las lenguas romances empiezan a florecer a partir del 800. Por el contrario, el latín culto se mantiene entre la clase sacerdotal como un signo de poder. “El Renacimiento carolingio”, escribe Pirenne, “coincide con el analfabetismo generalizado de los laicos”. La cultura se desplaza al norte y es, sobre todo, una cultura eclesiástica. Mientras, la casta religiosa impone su influencia al Estado.

La Germania sustituye a la Romania. Se inicia la Edad Media. La fecha del año 800 es simbólica porque supone la confirmación de un nuevo imperio, desvinculado de Oriente y de matices claramente religiosos. El argumento se clarifica. Lo que tenemos, en definitiva, al inicio de la Edad Media, es algo que no menciona Pirenne pero que es el punto final hacia el que se orienta toda la argumentación: el enfrentamiento de la fe islámica y la fe cristiana, el conflicto entre el imperio islámico y el imperio carolingio o, lo que es lo mismo, entre Oriente y Occidente, un conflicto que, como todos sabemos, desemboca en las Cruzadas.   

 

sábado, 31 de octubre de 2020

El placer

 


En 1952 Max Ophüls dirige Le Plaisir inspirándose en tres relatos del escritor francés Guy de Maupassant: La Maison Tellier, Le Masque, Le Modèle. En 2019, siguiendo a Ophüls, la editorial Periférica ha recopilado los tres cuentos en un libro, con el sugerente y bello título del film, El placer. El volumen se abre con La máscara, la historia de un anciano, Ambroise, antaño un joven seductor, que ahora pasa el tiempo en fiestas y en bailes de disfraces con una máscara que oculta su edad pero no sus errores. La narración nos permite observar las infidelidades de Ambroise desde la perspectiva de su mujer, Madeleine, una pobre señora que, a pesar de todo, sigue queriendo a su marido, hasta el punto de hacer entrañable el relato de sus aventuras.

Es evidente, por lo demás, que La casa Tellier es el eje central que articula el libro, como había ocurrido ya en el film de Ophüls. No en vano, La Maison Tellier era el título de la primera colección de cuentos publicada por Maupassant en 1881. En concreto, la “casa Tellier” que se describe en el cuento es una casa de prostitutas en una ciudad de provincias. En el primer piso, en la sala Júpiter, los burgueses del lugar departen con la Madame y con las prostitutas. Es como si determinado grupo social necesitase hacer algunas cosas en la intimidad, en un lugar secreto. Mientras, en la planta baja de la casa, retozan y beben los marineros con las prostitutas. Son dos mundos, pues, separados. Un buen día, la “casa Tellier” cierra porque se celebra en el campo la comunión de la sobrina de la Madame. Maupassant describe lo que ocurre cuando el sábado por la noche está cerrada la “casa”, mientras los burgueses y los marineros ceden a la impotencia y al furor. Es como si al faltar el alimento, el placer, se desplegaran los instintos más violentos del ser humano. Pero Maupassant pone el acento en el viaje y en la aventura de las prostitutas en el campo, porque eso le permite mostrar de forma irónica y poética el contraste entre la ingenuidad de la comulgante, que tiene su correlato en la belleza de la naturaleza, y la nostalgia que experimentan las prostitutas al comprobar el paso del tiempo y las oportunidades perdidas. Es la deriva de la vida.    

El viaje en tren de las prostitutas al campo, con la Madame al frente, es un ejercicio de costumbrismo y de sátira por parte de Maupassant, que busca la ironía en el contraste entre los campesinos y las prostitutas engalanadas. Una vez en la campiña, brillan las colzas, los acianos y las amapolas. Es una nueva vida que seduce en comparación con la vulgaridad de la vida en la pequeña ciudad de provincias. Es el silencio del campo en la noche, que atraviesa el corazón, “un silencio tranquilo, penetrante, que llegaba hasta las estrellas”, escribe Maupassant. Llenas de ternura, las prostitutas explotan su lado más humano ante la pequeña comulgante. Es como si volviesen a la infancia. La culminación de todo este proceso se produce en la celebración de la comunión en la iglesia. La emoción y las lágrimas de las prostitutas, que con toda seguridad están recordando su infancia, transportan a toda la comunidad que celebra la comunión en la iglesia a un estado de éxtasis que raya en el milagro. Por eso, Maupassant se recrea describiendo toda la misa. Tras la eucaristía, llega el regocijo de la fiesta, de la comida. El placer de la vida fluye por todas partes y tiene su remate en el viaje de la carreta que conduce a las prostitutas a la estación de tren, pues la alegría explota en las canciones y en la belleza de la campiña mientras la balada explora el tiempo perdido. Al llegar de nuevo a “la casa Tellier”, por la noche, las muchachas se muestran juveniles, llenas de placer. El fin de semana en la campiña ha dado alas a su existencia mediocre, aunque sea por un breve período de tiempo. Así pues, el placer, el baile y el amor vuelven a sus vidas con fuerzas renovadas.

Guy de Maupassant

En el relato que cierra el volumen, La modelo, se cuenta la historia sentimental de un pintor y una modelo. En la narración, Maupassant ha preferido contar las cosas una vez ya pasadas, para concederles un carácter más funesto y trágico, lo que le permite plasmar con más fuerza, por ejemplo, los contrastes entre la belleza y el silencio del paseo por un río por un lado y el carácter de una mujer inestable por otro lado. Al borde de la locura, la modelo termina lanzándose por una ventana, en una especie de suicidio que no se cumple y que termina dejándola completamente impedida en una silla de ruedas. El narrador se muestra, igual que el lector, completamente anonadado: “No olvidaré jamás la impresión de aquella ventana abierta después de haber visto cómo aquel cuerpo la atravesaba; de un instante a otro me pareció enorme como el cielo y vacía como el espacio”. Es la deriva de la vida, nuevamente.

En estos relatos que configuran El placer, Maupassant se mueve, en definitiva, entre el fulgor de la juventud y la impotencia de la vejez, entre la ternura y la emoción arrebatadoras y la realidad y la violencia más costrosa. Pero todo se acompasa mientras continúa “el profundo sueño de la tierra”. Quizá nosotros, como lectores, soñamos con Maupassant, pues “nos hubiera gustado llevar a cabo cosas sobrehumanas, amar a seres desconocidos, deliciosamente poéticos”. Esa posibilidad, hermosa como un sueño, pero engañosa al fin y al cabo, se presenta en el escritor como una utopía anhelada y rozada, antes del final funesto que todos conocemos, en una clínica, tras varios intentos de suicidio.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Cuadernos de tierra

 


En ocasiones, el escritor necesita abandonar su vida cómoda frente al escritorio porque su espíritu ansía nuevos horizontes. Es, entonces, cuando impulsado por un cierto aire de aventura, decide bordear lo desconocido. Durante un lustro, entre 2007 y 2012, insuflado por este espíritu de renovación, Manuel Moyano realiza una serie de salidas, de excursiones, bordeando los ríos, adentrándose en los bosques, experimentando el insufrible calor del sureste español. Los trayectos que emprende Moyano responden a una idea de abandono, a una necesidad interior que se traduce en experiencias en comunión con la naturaleza, en soledad y que, garabateadas en el cuaderno del escritor, han dado lugar con el paso de los años a un hermoso libro, Cuadernos de tierra (Menoscuarto, 2020). Moyano ha tardado un tiempo en dar forma a estas exploraciones porque es bien cierto que los libros, como si tuviesen vida propia, a veces escogen su momento, el que consideran adecuado para adquirir su definitiva configuración.    

            Cuadernos de tierra se presenta, tan sólo en principio, como un libro de viajes. El narrador acomete una serie de excursiones por el sureste español, caminando sin objetivo fijo, con la única intención de sentir la libertad que todo hombre desea, en “la búsqueda de un impreciso estado mental”. Pero el libro es mucho más que un diario de viajes porque, animado por su espíritu inagotable de contador de historias, Moyano atiende a cualquier detalle que encuentra, a cualquier susurro contado a media voz por alguien. Así pues, casi de forma azarosa, el viajero alcanza a vislumbrar otras historias que no tienen nada que ver con el camino que describe, porque el más mínimo detalle alimenta su imaginación. Y es el deseo de saber más sobre esas historias que ha encontrado en el camino el que mueve a Moyano a volver al lugar de los hechos en busca de información. Es la curiosidad por cerrar el círculo de un viaje, de una narración. Es la necesidad implícita de llegar con una historia hasta el final.  

En los viajes, Moyano bordea los ríos buscando las fuentes del río Segura o su desembocadura en Guardamar, remonta el río Mula hasta sus orígenes, o, incluso, toma como “eje argumental” un río prácticamente seco, el Vinalopó. Pero también se adentra por la sierra de Albacete, en un auténtico tour de force que lo lleva a recorrer una porción de las Cordilleras Béticas, o viaja por las montañas alicantinas atravesando el valle de Gallinera. En estas excursiones, Moyano se comporta como “un puro observador, un antropólogo” que desgrana aspectos de la naturaleza y de la vida humana que le llaman la atención, ya sean los cormoranes en el río, el trabajo del esparto o las casas excavadas en la roca. Hasta cierto punto, quiere sentirse “como un hombre primitivo, en los albores de la especie”. No lo detiene el asfixiante calor, ni las incomodidades del viaje, ni el cansancio, ni los achaques de la edad. A veces, parece estar a punto de abandonar el proyecto, pero una cierta tozudez siempre le incita a seguir adelante. Al mismo tiempo, el cansancio y el agotamiento impulsan en su ánimo una especie de purificación.

            Atento a los detalles que ofrece el camino, como un “rastreador de historias”, Moyano encuentra en sus viajes, casi por azar, singulares y, en ocasiones, desconcertantes historias, como la del extraño autoestopista asesino, que recorriendo Europa ha cometido cerca de Socovos una fechoría en la persona de un viejo campesino, o como el crimen de Góntar, que trae recuerdos de la barbarie implícita en los albores de la guerra civil, o como la estancia de un nazi, durante años, en el valle de Gallinera. Así pues, de este modo, lo que en apariencia se presenta como un cuaderno de viajes por el sureste se transforma en otra cosa, porque Moyano, actuando como un investigador se desplaza, a posteriori, a los lugares donde han tenido lugar los hechos narrados con la intención de entrevistar a informantes e indagar buscando una fábula que contar. Moyano hace, pues, historia oral, porque se topa con tradiciones que han quedado retenidas en la memoria de las gentes del lugar, con elementos que transforma la tradición oral, modificando aquí y allá el núcleo de la historia. A veces, en medio de estas cruentas historias, la necesidad de humanismo obliga al narrador a fijarse en otros detalles, como ese pobre perro que carece de una de las patas delanteras. 

            Repleto de pequeñas historias que acontecen al caminante entre el asfixiante calor, porque el universo está trenzado de historias mínimas, Cuadernos de tierra tiene un claro tono autobiográfico, y traduce las manías del autor, que salen a flote aquí y allá, sea la obsesión por los embalses y por las pintadas de las paredes (donde una frase puede expresar un misterio), el placer de las comidas o los baños en las pozas cuando el calor aprieta, la animadversión por los cazadores o el fútbol, y, en definitiva, el odio al ruido, porque lo que se busca es precisamente el silencio.  

Sea un cuaderno de viajes por el sureste, sea la narración de un viaje de purificación, todo parece aunarse en la llamada de lo salvaje, que diría Jack London, en la necesidad de palpar la inmensidad de la naturaleza. Se busca, dice el autor, “el trance del camino” y, al mismo tiempo, sortear aunque sea por unos días el vacío que provoca la vida cotidiana, porque “mientras se camina, la vida parece tener algún sentido”. De hecho, cuando el deseo de soledad y el ansia de sacrificio remiten el camino queda cerrado, acabado. Pero, más allá de este final inevitable, en el recuerdo quedan, acaso como un tesoro en estos cinco años empleados en viajar, que abarcan en realidad tan sólo tres semanas, ciertos destellos de felicidad o, dicho de otro modo, la ilusoria idea de que se fue “completa y absurdamente dichoso”.          

 

lunes, 31 de agosto de 2020

Doble juego


Dos poetas mano a mano en una suerte de diálogo poético o, dicho de otro modo, una aventura literaria organizada en torno a una serie de temas cruciales que conforman el territorio del poeta. Éste parece ser el punto de partida de Doble juego (Cuadernos del Laberinto, 2015), una apuesta personal de la editora Alicia Arés en la que se embarcan Enrique Gracia Trinidad y Raquel Lanseros. El resultado es un juego literario en donde cada uno de los poetas aporta su visión personal acerca de cuestiones tales como el amor, el tiempo, la soledad, el compromiso, la palabra, el entorno y la trascendencia. Así pues, los “poemas enriqueños y raquelianos”, según la definición de Luis Alberto de Cuenca en el prólogo, que encontramos agrupados en este volumen y que han sido publicados en su mayoría con anterioridad, responden a una determinada orientación, prevista por la editora, con el fin de seguir una trayectoria en la lectura tanto ascendente como trascendente.

            La aportación de Gracia Trinidad se mueve entre lo perdurable, que se encuentra en los pequeños detalles vinculados al amor, y la sensación de que vivimos porque siempre hay algo más allá. Hay en la poesía de Gracia Trinidad una cierta obsesión por la soledad, ese momento donde se expresa la fragilidad de las palabras, “el abandono que se ejerce / como una profesión inevitable”. En ese espacio vital es donde surge el oficio de escribir palabras, donde cobra vida el poema de forma inconsciente. Hay, también, en la poesía de Gracia Trinidad una negación de las ideas no justificadas, un desprecio de la mercadería, un aire de melancolía que brilla en la imposibilidad de no escribir, porque es una necesidad. Y como trasfondo la noche de Madrid, en el silencio, en la soledad. A Madrid le debe Gracia Trinidad la insistencia dolorida y turbia, el cansancio, el olvido, la desilusión, la alegría. Es una deuda que paga recorriendo las calles. La ciudad, escribe, “descompone los patios / huele a ropa mojada y hace exacta la vida”, mientras los fantasmas de las casas antiguas hacen habitables los espacios urbanos. Pero el poeta no alimenta a los dioses, lo que se traduce en una desmitificación de lugares y personajes históricos.

            La aportación de Raquel Lanseros oscila entre la búsqueda de la conjunción erótica que determina una recompensa única, es decir, la esclavitud de Eros, la necesidad de la carne, y la idea de un creador, un dios “concebido como una inmensa fuente”, acaso un dios voluptuoso. La poesía de Lanseros está hecha de contrastes. El hombre que espera solo, sentado, en un bar, en el centro de las miradas que se cruzan como metáfora de la soledad frente a la fortaleza de una mujer. La vida de Yago Bozal en la montaña, el beso de su mujer todas las noches, frente a la necesidad evidente de volver a la montaña, de avanzar hacia adelante, con el misterio, con la búsqueda de nuevos horizontes. Lanseros busca la palabra, la verdad y el misterio en los bosques blancos, y encuentra la belleza de las flores y sus insectos, los árboles de Central Park, la escarcha y el hielo en el río Hudson. “La madre tierra”, escribe, “lo sabe desde siempre”.

            Es en el recuerdo del pasado, en la necesidad de recrear el tiempo, donde los caminos de Gracia Trinidad y Lanseros se cruzan. Es la nostalgia de una mañana de invierno, la imposibilidad de evitar la melancolía, el retorno a las calles de la infancia, vacías, donde no hay nada, y, finalmente, los días perdidos en donde ninguna cosa encaja. “Hay días” escribe Gracia Trinidad, “en que el hombre / debe apagar las horas y volverse a dormir”. Es la identidad en el paso del tiempo, la nostalgia que invita a buscar un pasado, pues el presente no existe. Es la llegada de la mañana, ese momento, escribe Lanseros, “en que lo imaginario y lo existente / diluyen sus esencias”, marcando la necesidad de alcanzar el tiempo o de volver atrás en el transcurso del tiempo, con una cierta añoranza. Es la fiesta en el pueblo, los recuerdos que bullen y la inutilidad de la sangre derramada.

            Me encuentro encendida, escribe Lanseros, “sin encontrar jamás un minotauro”. A lo que podría responder Gracia Trinidad de la siguiente forma: “Pero los años ya no son azules / ni siquiera los días”. El único consuelo que queda, pues, es el diálogo, el fluir de las palabras.  

 

 

jueves, 30 de julio de 2020

Autobiográfica 6

 


Es difícil precisar la forma en que se escribe un libro cuando los años pasan de forma inexorable y el recuerdo que viene a la mente es el de un escritor dando vueltas y más vueltas empeñado en una investigación que parece no tener fin. Así me aconteció durante la última década del pasado siglo, pues pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en una reflexión que estaba resultando inacabable. Era un estudio, por el que luego me convertiría en doctor en historia antigua, que versaba sobre la tradición oral en los textos platónicos. El tema era de envergadura y me provocaba continuos quebraderos de cabeza, porque ya se sabe que entraña gran dificultad todo aquello que camina de lo oral a lo escrito y al revés. Pero mi empeño era inquebrantable y tras diez años de lucha titánica el trabajo de investigación llegó a su fin. Recuerdo que en el verano del año 2000 el estudio quedó acabado y mi mente soñaba con la publicación de un libro que fuese fiel a mis anhelos y reflejo del ardor con el que había desarrollado mi trabajo. Tras la lectura de la tesis doctoral, por fin llegó el momento de la verdad. Terminada la comida que daba cumplimiento a la tesis, recuerdo que paseando por la céntrica calle Trapería, en Murcia, se sucedieron, como por ensalmo, dos conversaciones sobre el mismo tema. ¿Era el azar o el cumplimiento de mi destino? Mi alma estaba azorada, pero al mismo tiempo replegada sobre sí mismo, pensando en las dos proposiciones tan diferentes que me habían ofrecido pero que caminaban en el mismo sentido. Tenía encendido el ánimo, ya que me proponían la publicación de un libro sobre la tradición en Platón. Blázquez, profesor emérito en Madrid, me recomendaba publicar la investigación en su totalidad, tan sólo realizando las revisiones tipográficas correspondientes, mientras mi maestro, A.G. Blanco, sugería la posibilidad de escribir un ensayo con algunas partes del estudio desarrollado. Lógicamente, acabé haciendo caso a mi maestro y en el año 2002 apareció en la Revista murciana de Antropología un ensayo titulado La tradición en Platón. Lo que sucedió a continuación también es digno de mención. Tratando de evaluar el calibre de mi trabajo me dediqué, durante mucho tiempo, a enviar ejemplares del libro a especialistas en historia antigua del más alto nivel. La verdad es que el ser humano siempre busca una justificación externa que dé sentido a la labor que realiza y en mi caso creo que andaba buscando la anhelada ratificación por parte de alguien de reconocido prestigio.

            Recuerdo con emoción, todavía, la conversación telefónica, prolongada por más de una hora, con Emilio Lledó. La quebrada voz del maestro me llegaba a través del hilo telefónico sugiriéndome que el libro merecía una edición mejor que aquella que se había realizado, en la que el estudio se confundía en medio de una revista de antropología. Algunos de mis amigos apuntaban en el mismo sentido, pero la opinión de Lledó ratificaba algo que ya barruntaba desde hacía tiempo y que no era otra cosa que la búsqueda de una edición literaria lejos del escenario académico. Entretanto, el libro iba cayendo en manos de escritores e historiadores a los que admiraba mucho. Entre los lectores del libro, que son bien pocos, tengo el placer de mencionar a Giuseppe Cambiano y Luciano Canfora en Italia, Luc Brisson en Francia y Geoffrey Lloyd en Inglaterra. Desde mi punto de vista, recibir palabras amables de estos señores ha sido una bendición y ha dado sentido a todo el trabajo realizado a lo largo de una década. Quizá era eso lo que andaba buscando, más allá de una nueva edición. Anhelaba dar sentido a las cosas, porque por encima del éxito literario se encuentra la necesidad de cuadrar la labor realizada como si se tratase de una cuestión geométrica. Además, el libro inicialmente publicado en una revista universitaria, con el desarrollo paralelo de mi trayectoria literaria, alcanzó por fin una edición fuera del ámbito académico. Mi editor en Ediciones Irreverentes, Miguel Ángel de Rus, se mostraba encantado con el estudio sobre Platón, que reconocía, lo cual causaba mi asombro, haber leído varias veces. Así pues, finalmente, en el año 2015 salió a la luz nuevamente el libro, con prefacio de Luc Brisson. Yendo más lejos todavía, la presentación del ensayo en el salón de Grados de la Facultad de Derecho de Murcia, un 21 de mayo de 2015, me permitió conocer personalmente a Luc Brisson, quien aquel inolvidable día de mayo dio una conferencia magistral sobre El papel del mito en Platón y sus prolongaciones en la antigüedad. Fue un día de gloria en el que departí, en la comida y en la cena, con uno de los helenistas más reconocidos del mundo, estando acompañado, además, por mi maestro, A.G. Blanco, y por mi infatigable amigo, a la sazón vicedecano de la Facultad de Letras, J.A. Molina, quien había tenido la brillante idea de invitar a Brisson a la universidad de Murcia. Así, con aquel día de gloria, parecía cerrado el círculo del libro, de forma geométrica y perfecta. Pero todavía quedaba una sorpresa inesperada, que vendría a rematar el asunto, esta vez, creo, de una forma definitiva.

            En 2019 tomé la decisión de enviar un ejemplar de La tradición en Platón al escritor Alberto Manguel. Esto requiere una pequeña explicación. Es cierto que yo había entrado en contacto con Manguel a través de Dante. En 2017, tras haber publicado una obra de teatro titulada El exilio de Dante, sabiendo que el escritor Alberto Manguel admiraba profundamente la obra del poeta italiano y teniendo en cuenta que por aquella época era el director de la Biblioteca Nacional argentina, envié a Buenos Aires algunos de mis libros, entre ellos, por supuesto, la obra sobre Dante. La respuesta de Manguel no se hizo esperar. Mis libros irían a reposar en los anaqueles de la Biblioteca Nacional argentina, excepto “el Dante”, que entraba a formar parte de la inmensa biblioteca de Manguel. Se ha de decir en este punto del relato que esta biblioteca, de treinta y cinco mil libros, ha sido el punto de partida de un libro admirable de Manguel, que yo leí por esa época y que se titula Mientras embalo mi biblioteca. Fue, precisamente, mientras leía este libro cuando se me ocurrió la idea de enviar “mi Platón” a Manguel. El ser humano es vanidoso por naturaleza, no cabe la menor duda. Por eso, me permito reproducir la carta que recibí de Alberto Manguel un 26 de agosto de 2019, procedente de Nueva York. En la carta se lee lo que sigue: “Estimado Pedro. Mil gracias por su Platón. ¡Es extraordinario¡ He aprendido muchísimo leyéndolo y es admirable que sea ésta la obra de un Amorós joven (si debemos creer que no modificó su tesis original). Me interesó sobre todo su pesquisa acerca del pasaje del mito a pheme [rumor], concepto esencial hoy. Felicitaciones. Un abrazo. Alberto”. Al recibir esta carta, envuelta en una tarjeta que reproducía una pintura en miniatura de Jean Poyer (St. Marta Taming the Tarasque), tenía la sensación de adentrarme en otro mundo. Lo que se había iniciado como un estudio del cambio antropológico en la Grecia antigua tras la guerra del Peloponeso, a partir de los textos platónicos, tenía su justo acabamiento con una bella carta que procedía directamente de la isla de Manhattan.     

 

 

 

 


martes, 30 de junio de 2020

Piedra y cielo



En Piedra y cielo, Juan Ramón Jiménez agrupa los poemas de 1917 y 1918. La canción del poeta, que se abre con los deliciosos versos “¡No le toques ya más, / que así es la rosa¡”, es fresca y fragante, como el rocío de la aurora sobre la tierra. El poemario está atravesado por un cúmulo de sensaciones. Es la sensación del viento rozando los ojos, la mañana que se esconde, que se apaga, los recuerdos que fluyen con la hierba regada, la paz de la tarde en el retorno a casa, el árbol que atraviesa la ventana y penetra en la cámara del corazón. Es la gloria de ser dueño del mundo, pero también la sensación de que la belleza se desvanece entre los dedos.
            Juan Ramón busca el instante que se convierte en recuerdo a través de la fuerza de la imagen. Es el recuerdo “de aquellas tardes de oro, amor y gloria”, un instante que se apaga, “como médanos de oro”, pero que es como “amor que nunca muere”. Esa obsesión por el tiempo se traduce en sueños de lo infinito, que imagina en el arco iris, en el secreto que esconde la naturaleza. Es el misterio encerrado en el cielo, en la nube. El poemario se mueve así entre el cielo y la tierra, entre lo que percibe arriba y abajo, entre piedra y cielo, buscando contrastes entre el cielo azul del día y el cielo nocturno, entre el rayo del sol último y el rayo primero de la luna. Entremedias, el poeta halla la nostalgia del mar. Sirena de la medianoche, misterio en la sombra, un barco surca las aguas, un faro ilumina la tierra que se aleja, mientras el poeta navega con “los ojos / en lo infinito, guiando / los tesoros abiertos de las almas”. El viaje en el mar es un trayecto eterno porque es el camino del alma, del mismo modo que la tierra es el camino del cuerpo. El poeta da la sensación de haberse liberado del cuerpo, de la tierra, en su camino hacia el azul del cielo. Y grita en mitad de la noche, porque va más allá. Pero al final se llega nuevamente a puerto, a la tierra. El viaje del alma por el mar ha acabado y sólo queda una especie de nostalgia de un crepúsculo dorado, de la tumba del marinero en el firmamento.
            En Piedra y cielo, Juan Ramón ha buscado los instantes claros en que las almas salen de los cuerpos y dialogan en esos momentos que son libres y plenos. Es el alma concentrada en el ocaso, en “el gran sol redondo y grana / en el silencio inmenso”. Es la hermosura del alma girando como un astro, los ojos cerrados mirando hacia dentro con la muerte. Es el corazón sereno, la fuerza indestructible del alma, que debe volcarse hacia el cielo, hacia las estrellas duras, hacia los hondos mares, hacia las tierras vírgenes. Es la eternidad de un momento de paz en el que se funden olor, melodía, oro, luz, amor, “en esa larga tarde de sol puro”, una vida segunda, un renacer, con sol sobre las hojas. Es la gloria en la verdad desnuda, presente, en la canción poética. Es la lejanía del verdadero amor, la nostalgia de una hojita verde con sol. Es la obsesión por el tiempo. Es la búsqueda de eternidad, de un libro puro.
Juan Ramón atesoraba, desde niño, el afán de poseerlo todo, de recrearse en todo: la vía láctea en la noche, el aroma del amanecer, los luceros y las flores del alba, las manos hundidas en las entrañas de la noche. También soñaba, desde niño, con un lugar raro y extranjero desde donde se domina el mundo, un lugar donde deshacerse en la luz, de embriagadora belleza, de plenitud en el atardecer, en la luz crepuscular, un lugar donde el alma es libre en la tarde. Entre el cielo y la tierra. Eso es todo.




jueves, 28 de mayo de 2020

Un año de escuela en Trieste




Hace algunos años cayó en mis manos, gracias al escritor Joan Benesiu, la traducción del italiano, que había preparado la editorial Minúscula, de un libro peculiar y extraordinario, La isla, de Giani Stuparich. Desde entonces, he seguido la estela de Stuparich, me he adentrado en las raíces culturales de un escritor cuya trayectoria es, al menos, tan amplia y fecunda como la de sus compañeros de generación, vinculados a la ciudad de Trieste. La lectura reciente de Un año de escuela en Trieste (Minúscula, 2010) confirma la ligereza, la alegría y la pureza que envuelven a Stuparich y que lo convierten de facto en un referente moral de su generación, porque es evidente que, tras las desgraciadas muertes de su hermano Carlo Stuparich y del brillante Scipio Slataper en el frente de la primera guerra mundial, se sentía obligado a asumir ese papel referencial. Toda su vida apunta en ese sentido.           
            Un año de escuela en Trieste es una nouvelle publicada por primera vez en 1929, en un volumen de Racconti. Al traducir las vivencias de unos jóvenes estudiantes italianos en su último año de bachillerato, Stuparich sin duda alguna estaba trasladando sus experiencias como profesor, actividad a la que se dedicó durante veinte años, de 1921 a 1941. La novela tiene como eje central de la historia un personaje femenino, Edda Marty, precisamente porque lo que aquí está en juego es la libertad. Edda es una joven singular, a contracorriente de toda la tradición y todas las costumbres heredadas entre las mujeres de su época, que decide ingresar en un instituto masculino, curiosamente, como sabemos al final, para comportarse como un muchacho y tener las experiencias de un muchacho y no ser vista como una mujer. Edda es una inteligencia temeraria que ama la lengua italiana y el mar, y que experimenta la “voluntad de liberarse del ambiente mezquino de las mujeres”. Aburrida de la vida provinciana en Trieste, que contrasta con los recuerdos de su estancia en Viena y la libertad allí experimentada, Edda consigue entrar en la clase de último año de bachillerato de un instituto masculino, inevitablemente para cambiarlo todo. Los alumnos se van a transformar durante el año escolar al calor de la imponente presencia femenina.
            Arremolinados en torno a Edda pululan tres jóvenes amigos, tres almas poéticas, Antero, Mitis y Pasini, que en su admiración a Carducci, Pascoli y D’Annunzio ponen en evidencia sus respectivos temperamentos. La relación entre Edda y los muchachos se desarrolla en la escuela, pero también en la naturaleza. Stuparich ha elegido precisamente el paisaje que rodea Trieste para mostrar el amor juvenil, para desplegar a través de la fuerza de la naturaleza la pasión de los jóvenes. Y con el despliegue del amor todo cambia, como no podía ser de otro modo. Edda se vuelve más generosa, más comprensiva con el mundo que le rodea. Antero se torna más melancólico e indeciso, hasta el punto de buscar refugio en la ternura de su madre. Mitis se orienta hacia el estudio, obsesivamente volcado en el tema del irredentismo. Y Pasini coquetea con el suicidio. El amor y la muerte parecen navegar juntos. “Las pupilas de ella [Edda] eran de una luminosidad solar”, escribe Stuparich, “y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante tuvo la sensación de que quizá habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y la miró como si le implorase la muerte”. De hecho, la idea de la muerte, central en toda la literatura triestina, articula la novela a través de dos actos: la muerte de Hedwig, la hermana de Edda, y el intento de suicidio de Pasini, que influye sobre sus compañeros de clase que, a partir de ese momento, toman conciencia de que “la vida posee una trágica seriedad”. Pero más allá de la idea de muerte, que pulula por toda la narración, Stuparich es capaz de dar un sentido vitalista a todo lo que cuenta. Es una luz fulgurante que atraviesa todas sus historias, del mismo modo que una luz blanca inunda los cuadros del Renacimiento italiano. Es la luminosidad y la dulzura de vivir, aunque la vida sea absurda, aunque la libertad ceda ante el sacrificio. Por eso, elige el jardín secreto en casa de Edda, donde fluyen la tristeza, la melancolía, la luz y la quietud de Trieste, para el primer beso de Antero y Edda.      
Articulada a través de una serie de escenas de carácter simbólico, que funcionan como ritos de paso en el camino de los jóvenes a la madurez, la historia de Un año de escuela en Trieste acaba precisamente con el rito que pone fin al año escolar: los exámenes que cierran los estudios de bachillerato. Estos exámenes finales suponen, en cierta medida, la vuelta a la normalidad. Es como si todo volviese a ser como al principio, aunque evidentemente nada es como antes. Para nadie. Pero, al menos, la alegría perdida momentáneamente por los jóvenes se renueva y la amistad prevalece por encima de todo. El abrazo final de Antero y Pasini, los dos amantes de Edda, deja bien claro cuáles son los principios referenciales de Stuparich. Porque, a fin de cuentas, el único consuelo seguro de la vida es la amistad. 
No me cabe ya ninguna duda. Siempre que leo a Stuparich me viene a la memoria el cielo azul y la luz blanca de los cuadros del Renacimiento. Y todo lo mejor de la cultura italiana.



miércoles, 29 de abril de 2020

Adonais



          En homenaje a Percy B. Shelley y John Keats

El cielo azul de Italia cobija la tumba de Adonais. Ni la destrucción ni la corrupción alcanzan su cuerpo, embalsamado, sobre el que brilla una guirnalda de anademas y la palidez de su rostro a la luz de la luna. El cadáver exhala un dulce aroma. Los fugaces pensamientos han desaparecido de su frente y una lágrima resplandece en su pupila.
Tras la muerte de Adonais, el poeta reclama la presencia de Urania, su madre, para llorar y velar el lecho donde yace su hijo. Urania se levanta y recorre, llena de miedo y de dolor, el camino que conduce al lugar donde reposa Adonais. Se lamenta y tan solo espera un beso y unas últimas palabras. El tiempo gira en su ciclo. Un ser extraño también acude al duelo. Porta una brillante lanza que sacude con fuerza y canta con dulce voz. Hacia el sepulcro, en Roma, la ciudad en donde reina soberana la muerte, avanza Venus, porque siente la llamada de Adonais.
 

La primavera finge ser otoño mientras caen, sorprendentemente, las flores. Se lamentan acaso el ruiseñor y el águila. La sagrada naturaleza se estremece. Un murmullo lúgubre se escucha. Se queja el trueno y se enfurece el viento. Se escuchan las endechas de los pastores, que acuden a la montaña.
Sabemos que el alma de Adonais ondeará en las fuentes, ajena al miedo y al dolor, porque una virgen protectora cuidó al hermoso niño, porque ya no sufrirá los estragos del tiempo, porque Adonais vive, en la joven Aurora, en los bosques y cavernas, en las fuentes, en las flores, confundiéndose con la naturaleza, y despliega su hermosura, como un astro, lleno de luz.
Una pirámide acoge el sepulcro, donde se observan ramos de alegres y encendidas flores, en el camposanto. Es la gloria de lo eterno frente al deslumbrante y azul cielo de Roma, frente a las estatuas, la música, las flores, las ruinas y las palabras. Todo se diluye ante la cercanía de la partida. Es la luz, la belleza, la fuerza, el poderoso aliento invocado y que arroja el espíritu más allá, hacia el lugar del firmamento donde brilla el alma de Adonais. Azul, siempre azul el cielo de Roma.

martes, 31 de marzo de 2020

Vidas imaginarias




En el año 1896 se publica Vidas imaginarias (KRK Ediciones, 2009), de Marcel Schwob, un libro que nos retrotrae a las Vidas de personas eminentes, de Aubrey, y a las Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio. La intención de Schwob, tal como señala en el prefacio, es encontrar el “trazo único” que separa a un ser humano del resto de los mortales, tratando con el mismo mimo todas las historias individuales, sea la del gran Empédocles o la de una mísera encajera, pues son “existencias únicas”, y teniendo siempre, por encima de todo, la valentía estética de elegir, porque “el arte del biógrafo consiste precisamente en la elección”.
            Ese trazo único buscado resulta ser en Empédocles su carácter divino. Como se sabe muy poco de él y se desconocen sus orígenes, Schwob aprovecha para incidir en determinados detalles de su vida que lo convierten en un personaje mítico: su hermetismo, su aire enigmático y su relación con los milagros. En el caso de Eróstrato, el incendiario del templo de Artemisia en Éfeso, lo que hace Schwob es combinar la obsesión por alcanzar la fama con el deseo de penetrar en los secretos del templo de Artemisia, mientras que en la biografía de Crates el cínico se apropia de la idea de pobreza y sencillez, de los conceptos de desnudez del cuerpo y del alma, todo ello relacionado con la profunda animalidad del ser humano, ese carácter primitivo que le lleva a comportarse como los animales.
Cuando escribe sobre el poeta Lucrecio, Schwob se inclina por mostrar el misterio que encierra la vida del escritor de un solo libro, De rerum natura, y se complace en presentar al poeta contemplando la belleza de la naturaleza en un claro del bosque. Esto acerca, en cierta medida, la biografía de Lucrecio a la de Empédocles, del mismo modo que ciertos rasgos comunes permiten relacionar la descripción de la hechicera Séptima, empleando filtros de amor, con la historia de la impúdica Clodia, que utiliza el fulgor intenso de sus ojos para la práctica de obscenos actos sexuales.
No es casualidad, por lo demás, que Schwob haya escrito varias biografías de aventureros y piratas, como la del obsesivo buscador de tesoros en los mares españoles, William Phips, o la del feroz capitán Kid, obsesionado con la imagen de un pirata que le persigue hasta la muerte, o la del iletrado capitán Kennedy, pirata también, torturador aplicado y feliz creador de discursos, o, finalmente, la del mayor Stede Bonnet, lector empedernido, convertido en pirata ocasional y que sufre la misma suerte que todos los caballeros de fortuna, a saber, ser colgado hasta morir,
Tocado por un sutil amor al misterio y a la búsqueda de la sabiduría, Schwob pone en evidencia en la vida de frate Dolcino la frágil línea que separa la santidad de la herejía, la piedad del odio, mientras que el pintor Paolo Uccello es delineado como un individuo ajeno a la realidad de las cosas, sólo atento al crisol de las formas. Y si en la historia de Sufrah el geomántico juega con el misterio de Salomón y los relatos de Aladino es porque lo que está fraguándose aquí es un intento, vano, de buscar la inmortalidad terrenal y los arcanos de la sabiduría. Y si Cecco Angioleri es un poeta rencoroso es por su incapacidad para crear versos como Dante. Y si el juez Nicolás Loyseleur es presentado como un ser persuasivo en sus atribuciones como clérigo es porque participa en el proceso contra Juana de Arco
Las historias que cuenta Schwob son hermosas pero, a menudo, resultan tristes, melancólicas, como si la vida no ofreciese oportunidades a sus personajes. Pero Schwab trata con el mismo amor y la misma ternura estas historias, como la de Katherine la encajera, que por azares de la vida acaba ejerciendo de ramera, o la de Alain, soldado convertido en un desertor y en un brutal ladrón, o la del actor Gabriel Spenser, abocado a representar papeles femeninos en una compañía de mala muerte, o la de la dulce princesa Pocahontas, llamada en realidad Matoaka, afectada por una enfermedad que termina con su vida, o, finalmente, la de los señores Burke y Hare, sofisticados asesinos entre la niebla de Edimburgo.
Los finales abruptos, a los que parecen abocados los personajes, nos hacen ver el lado trágico de la existencia y nos conmueven al mismo tiempo. A menudo, ese carácter trágico de las historias que cuenta Schwob está insuflado por el propio personaje, como es el caso del poeta y dramaturgo inglés Cyril Tourneur, que es descrito con matices que parecen sacados de la mitología y la tradición oral, como un ser vindicativo que odia a la realeza y a los dioses, como un ateo que al mismo tiempo ansía ser un rey y un dios. A menudo, también, el tono trágico está matizado por una leve ironía, por ciertos matices cómicos que contribuyen a la ligereza de las historias.
  Es, no obstante, en la biografía de Petronio donde se aprecia el carácter inventivo de la propuesta de Schwob, pues convierte al escritor en un observador de la elegancia romana, de la sociedad en todas sus manifestaciones, transmitiendo luego esa visión a un delicioso escrito “con la punta de su cálamo”, para luego dedicarse a imitar la vida que había imaginado en sus escritos junto a su esclavo Siro. Claro que, para eso, Schwob tiene que desdecir al mismísimo Tácito, ya que Petronio no sufrió la ira de Tigelino ni falleció en una bañera de mármol. Pero esto importa poco cuando la imaginación de Schwob es capaz de regalarnos esta frase: “Petronio olvidó por completo el arte de escribir en cuanto comenzó a vivir la vida que él mismo había imaginado”.
Acaso podemos pensar, entonces, que lo que Schwob pretendía era apropiarse de estas vidas imaginarias que estaba escribiendo, tal como la había hecho Petronio en su historia. Por eso, estas vidas imaginarias están repletas de aventureros, piratas, seres misteriosos, sabios y buscadores de lo eterno. En todos estos personajes vemos a Marcel Schwob. Todas estas historias traducen la vida imaginaria del propio Schwob. Por eso, también, estas vidas imaginarias parecen sostenerse por un débil hilo, precisamente porque lo que le interesa a Schwob es tomar un detalle, un rumor, una pequeña anécdota y elevar la figura del biografiado a la categoría de mito mediante la sublimación poética que puede ejercer la literatura. O dicho de otro modo, Schwob se apropia de ciertas noticias tomadas de la realidad para crear personajes míticos.
El anhelo que sentía Marcel Schwob por las vidas imaginarias era tan intenso que sabemos que viajó a Samoa buscando la tumba de su adorado Stevenson. Por eso escribió un libro sobre ese viaje. Quizá con el intento, vano, de apropiarse de aquello que tanto anhelaba.   


sábado, 29 de febrero de 2020

La persona y lo sagrado




Hacia el final de su apasionante vida, en 1943, Simone Weil escribe un pequeño ensayo titulado La persona y lo sagrado (Hermida Editores, 2019). Más allá del concepto de persona y de la corriente de pensamiento personalista, vigente en su época, Simone Weil indaga en lo sagrado del ser humano, algo que está también más allá del derecho. La incapacidad del lenguaje para marcar el camino es la prueba más evidente de que esos conceptos, persona y derecho, resultan insuficientes. Y más allá de formas de plenitud personal en la literatura, la ciencia, el arte o la filosofía, Simone Weil se detiene en lo impersonal como expresión genuina de lo sagrado, porque conceder un carácter sagrado a la colectividad conduce, y Simone Weil lo sabe por la experiencia de su época, a la idolatría y al desastre más absoluto. Frente a la colectividad y a la persona, se encuentra la posibilidad de rastrear, a través del silencio y la soledad, en lo impersonal del ser humano, que nos acerca a lo sagrado.
            El cuestionamiento que plantea Simone Weil en La persona y lo sagrado se basa en la observación clara y evidente de que detrás del derecho está la fuerza. Del mismo modo que la persona se somete a la colectividad, “el derecho es por naturaleza dependiente de la fuerza”. Y tras el derecho no se encuentra la caridad, sino tan sólo una falsa necesidad de privilegios sociales mediante los cuales se pretende alcanzar una vana plenitud. Aquí es donde Simone Weil desliza una categoría fundamental en su vocabulario: desdicha. Precisamente, la desdicha del ser humano se pone en evidencia en la incapacidad para expresar con palabras las grandes verdades, porque de lo que se trata es de escoger las palabras que expresan “el bien en estado puro”, teniendo en cuenta que “sólo aquello que viene del cielo es susceptible de imprimir realmente una huella sobre la tierra”. No es casualidad que Simone Weil establezca una relación entre verdad y desdicha, teniendo en cuenta que sólo los genios y los santos “pueden prestar ayuda a los desdichados” y observando también que la humildad es un requisito imprescindible para el acceso a la verdad. Un hombre de talento, cautivo del lenguaje, no puede prestar ayuda a los desdichados. Sólo rompiendo los muros del lenguaje se puede abandonar el camino de la inteligencia para iniciarse en el terreno de la sabiduría.      
            Y aquí llegamos al punto culminante de toda la argumentación de Simone Weil. La verdad y la desdicha requieren de la gracia sobrenatural, de un acto de atención que es puro amor. En este punto es donde entra en juego la belleza, porque el espíritu de justicia y de verdad se manifiestan aquí abajo a través del misterio supremo: el resplandor que provoca la belleza. La Ilíada, las tragedias de Esquilo y Sófocles, diversos pasajes de los Evangelios o el Libro de Job son ejemplos palpables de ese resplandor de la belleza. “Justicia, verdad y belleza son hermanas y aliadas”, escribe Simone Weil. “Con tres palabras tan hermosas no es necesario buscar otras”. El problema, pues, radica en encontrar estas palabras en su lugar adecuado, para aplicarlas a las instituciones públicas y a la vida de los hombres, sustituyendo de esta manera a palabras como derecho, democracia y persona. O, dicho de otro modo, la única forma de aspirar al bien puro reside en esa capacidad para aplicar en nuestras instituciones esas palabras tan hermosas. 



jueves, 30 de enero de 2020

Versos para la Navidad. Villancicos

Para Luis García Arés y Alicia Arés, fundadores de Cuadernos del Laberinto

La editorial Cuadernos del Laberinto ha publicado en diciembre de 2019 el volumen número 100 de su colección de poesía. Para celebrar el evento, la editora Alicia Arés ha decidido sacar a la luz un libro delicioso, Versos para la Navidad. Villancicos, de su querido padre, ya fallecido, Luis García Arés. Cuenta Alicia Arés que estos versos se recitaban o cantaban, tanto da, en el ámbito familiar, en las fiestas navideñas. Ahora, estos vitalistas versos pasan del ámbito privado al ámbito público para disfrute del lector. La editora ha querido con ello recordar en cierta medida los orígenes de la editorial y continuar con la tradición poética familiar. Hay, pues, algo de emocional en todo lo que envuelve a la edición de este libro y que el lector acepta con agrado, porque la espera anhelante del poeta, que se traduce en el resplandor, en el misterio que se busca, es algo que anida en la mayoría de los corazones. 
            Luis García Arés se presenta en el poemario como un hombre viejo que ante el portal donde se produce el milagro se transforma en un hombre nuevo, lleno de alegría. Podría decirse que el poeta, convertido en figura de arcilla, como todas las del belén, espera el momento de salir del cajón en donde reposan todas las figuritas porque está “a la espera / de la Vida verdadera”, ésa que obra el milagro de cambiar nuestra condición. Y es que el poeta siente que el hondo sentido de la Navidad ha sido remplazado por abetos invernales y lámparas de color. Por eso se entristece, porque “con su brillo terrenal / el espejismo del mundo / nos vela el amor profundo”. Y por eso también ansía encontrar un hueco para Jesús en su alma ocupada “por esta vida tan apresurada, tan vacua”. Y por eso también la búsqueda de una posada que sirva de refugio a la Virgen y José se convierte en la metáfora que muestra la necesidad de encontrar un espacio para que “quede el alma enamorada, / sólo por Dios ocupada”. Y por eso también, finalmente, se acerca en la noche a ese umbral de algo completamente nuevo, de algo que nos hace renacer, experimentando la llamada del Señor y aprestándose a contemplar lo acontecido “con los ojos de la fe”. Es como el pastor arrodillado ante el pesebre que quiere librarse de “los resabios de un pasado”.
            En el poemario, la nieve, con su pureza, es la metáfora adecuada de la Navidad., pues “la nieve con su blancura / difumina la distancia / entre la mágica infancia / y la vida ya madura”. La nieve “baja silente del cielo” y nos retrotrae a ese momento en donde el tiempo se difumina y todo es alegre y sereno. El fuego que brota como una luz en el portal, a imagen de zarza ardiendo, es el misterio, “la Vida misma, el Sendero / y la verdad que no cambia”. Los ángeles etéreos o el olor a incienso son elementos que nos conducen al niño recién nacido. Las lágrimas del ángel pequeñito oyendo las palabras de Jesús son “como el mejor de todos los villancicos”. Los reyes y los pastores se adelantan al unísono hacia el portal, movidos por un resplandor, una estrella singular, “que trasciende toda ciencia”, parafraseando a San Juan de la Cruz. Y el pozo, finalmente, se convierte en manantial de gracia divina. Todo en el poemario, pues, nos conduce al momento de la gloria.
            Pero al mismo tiempo hay una sensación, ineludible, de paso del tiempo. El poeta, que se ha presentado en el soneto inicial del poemario como un hombre viejo, siente que los párpados se le cierran, como cuando era niño y no podía vislumbrar a los reyes, pero ahora lo que se acerca es el sueño que precede a la muerte. Y aunque sabe que “con el paso del tiempo / algo se pierde”, el poeta encuentra el consuelo pensando que, cuando se cierren los ojos definitivamente, llegará un momento de gozo y plenitud.