lunes, 31 de diciembre de 2012

Roberto Calasso 3


Giambattista Tiepolo ha sido considerado tradicionalmente como un pintor meramente decorativo y ornamental. Esta visión del artista ha sido completada por otros tópicos y convenciones. Así, Tiepolo ha sido visto como un descendiente de Veronese, como un gran virtuoso y como un hombre fiel a los encargos que recibía. Pero este falso esquema simplifica la figura de Tiepolo y no desvela los misterios de su pintura. El pintor no ha sido reconocido ni comprendido verdaderamente y de él se guarda una confusa memoria. El imponente libro de Roberto Calasso, El rosa Tiepolo (Barcelona, Anagrama, 2009), trata de hacer justicia a la grandeza del pintor veneciano, desentrañando los entresijos y las claves de su arte.
            Tiepolo es un pintor que no ha sido tomado demasiado en serio y da la impresión de que él deseaba que fuese así. Al observar la obra del pintor veneciano da la sensación de que “trabaja sin esfuerzo y casi sin pensarlo”. En realidad, el desdén en Tiepolo es una forma de ocultación. Los elementos indispensables de su arte son la luz, el teatro (la máscara, el disfraz) y la reverencia a la imagen. La naturaleza teatral de la pintura de Tiepolo parece fuera de toda duda, más aún cuando “todo parece como puesto en escena”. Calasso no tiene ninguna duda de que Tiepolo marca el final de una época. Es el radiante y último soplo de felicidad en Europa.
            El trabajo de Tiepolo se circunscribe, tal como apunta Calasso, a un cierto número de formas, perfiles y expresiones aisladas dentro del género humano, que se repiten con variaciones configurando el repertorio del pintor, siempre con gran desenvoltura en el pincel y en la concepción. Al estudiar a Tiepolo se ha de tener en cuenta, además, que “amaba las superposiciones y los dobles significados”. La admiración que Calasso siente por Tiepolo se manifiesta en su deseo de interpretarlo como el pintor de la vida moderna, trazando equivalencias con su también admirado Baudelaire. En Tiepolo asimismo se disimulan las diferencias sociales gracias a la cualidad estética, de tal modo que “los pobres no parecen menos ricos que los ricos”. Por lo demás, es evidente que en cierta forma Tiepolo sigue la tradición de Veronese.    
            Entre otras cosas, en El rosa Tiepolo, Calasso defiende al pintor italiano del ataque de sus críticos que tachaban de inexpresividad los rostros pintados por Tiepolo. Descifrando los grandes temas de su pintura, Calasso nos hace ver cómo Tiepolo mezcla Verdad (o Venus) y Tiempo, la joven rubia y el hombre con barba, viejo y temible, una polaridad típica del pintor, una disonancia de elementos. Un análisis minucioso revela que los personajes preferentes de Tiepolo se repiten con cierta asiduidad en sus pinturas: los orientales, adolescentes y mujeres rubias, lozanas. Calasso habla de “una severa selección de los tipos humanos, una reducción fisiognómica que dejaba sobrevivir un número de posibilidades muy restringido”. Al mismo tiempo, una de las cualidades distintivas y omnipresentes de Tiepolo es el erotismo.
            Pero lo que verdaderamente seduce a Calasso y ocupa la parte central de su libro es el estudio de los grabados de Tiepolo. El carácter enigmático, misterioso y oscuro de las imágenes contenidas en los grabados (los Scherzi y los Caprichos) ha causado numerosos quebraderos de cabeza a la crítica, precisamente porque están separados de cualquier antecedente local y de toda su época. Calasso define la serie de los grabados como algo esóterico, en donde adquiere densidad “todo lo que en su pintura está presente pero sólo como alusión y variación marginal”. En concreto, en los Scherzi los personajes se caracterizan por su gravedad, están concentrados en la observación de algo, quizá miran lo invisible. Los mismos elementos se repiten con variaciones en los Scherzi: los magos –orientales-, las serpientes, las astas, el ara, la trompeta, un gran libro abierto, rollos de pergamino, pájaros. Es esta continuidad de los personajes de Tiepolo, que se transmite a todas sus obras y que forma una auténtica comedia humana, lo que tanto gusta a los devotos del pintor.
            Obsesionado con los grabados, Calasso no cesa de preguntarse: ¿Qué representan los Scherzi y los Caprichos de Tiepolo? La idea de Calasso es que el pintor “prefirió representar el momento en que lo invisible está a punto de aparecer”, en un acto de teurgia. Sorprendentemente, las escenas teúrgicas de los Scherzi se desarrollan a plena luz del día, bajo la atenta mirada de animales nocturnos como los búhos y las lechuzas. En un ejercicio de erudición, Calasso relaciona a los orientales de los Scherzi con los magos de Hermes Trimegisto y con la prisca sapientia procedente de Egipto, aunque, a decir verdad, en los orientales se juntan las tradiciones pagana, judía, islámica y cristina. En los Scherzi, los orientales miran algo que es destruido por el fuego y que se vuelve invisible. Siguiendo el erudito análisis, Calasso vincula las serpientes de los Scherzi con el tema de la salvación por la mirada, que está en la Biblia. En definitiva, el tema de los grabados es el mirar y el observase, una doble mirada que es el presupuesto de toda magia. Los Scherzi son, pues, “imágenes que se miran a sí mismas”. 
            La parte final del libro de Calasso está dedicada a los últimos trabajos de Tiepolo. El escritor italiano define el techo de Wurzburg como una epifanía pictórica, como un auténtico experimento antropológico, comparando la pintura de Tiepolo con una especie de malla o tela de araña. En la Residenz de Wurzburg lo que hace el pintor es convocar a los hombres, mujeres y animales que lo habían acompañado desde siempre. También concede importancia Calasso a los nueve pequeños cuadros realizados en Madrid porque se alejan de lo convencional, configurando lo que él denomina el estilo tardío. En uno de estos cuadros reaparecen el viejo y la muchacha, los dos seres, Venus y Tiempo, los dos poderes supremos que rigen el arte de Tiepolo. Un sentimiento enorme de soledad anida en estos pequeños cuadros de Madrid.
            Al terminar la lectura de El rosa Tiepolo tiene uno la sensación de quedar atrapado entre las mallas del pintor, tejidas con mano sabia por Calasso. La identificación de Calasso con la pintura de Tiepolo es tal que se pueden trasladar al escritor italiano aquellas palabras que pronunció el joven Barrès en 1889: “Mi compañero, mi verdadero yo, es Tiepolo”.
             


jueves, 29 de noviembre de 2012

Noam Chomsky

Ediciones Irreverentes acaba de publicar en primicia mundial el último libro de Noam Chomsky, Ilusionistas. Ni que decir tiene que nos encontramos ante un acontecimiento social y literario de primera magnitud. Ilusionistas es el resultado de cuatro conferencias ofrecidas por Chomsky en Estados Unidos. La obra recoge -tal como señala en el prólogo Jorge Majfud, traductor del libro- las preocupaciones del autor en los últimos años, inquietudes no muy diferentes de las que Chomsky lleva planteando desde los años cincuenta del siglo pasado. 
            Hay en Chomsky un evidente interés por mostrar las falacias del imperialismo estadounidense. El autor califica de guerra terrorista el ataque americano a Libia en 1986 y el apoyo a la contra nicaragüense. Del mismo modo, los asesinatos de jesuitas en El Salvador a finales de los años ochenta por parte de una fuerza militar estadounidense responden a la política del Emperador, que consideraba la doctrina de la Teología de la libración como una herejía. Chomsky remonta al mandato del presidente Wilson la política norteamericana de “legítima defensa contra un ataque futuro” -fruto de la penetración y amenaza ideológica de la Unión Soviética-, una doctrina inventada por Estados Unidos para justificar su política imperialista.
            Para hablar del tema del Estado y las corporaciones, Chomsky toma como modelo su propio país porque es la realidad que mejor conoce y porque “el desarrollo que se produce en Estados Unidos generalmente prefigura lo que va a ocurrir en otras partes del mundo, sobre todo en otras sociedades industriales del mundo capitalista”. Así, en Estados Unidos las instituciones financieras que provocaron la crisis económica fueron rescatadas por el contribuyente común, resultando que después del rescate financiero los bancos mayores son más grandes. Además, Chomsky se queja amargamente de que las grandes corporaciones y las instituciones financieras cuentan con lo que denomina “la póliza de seguro del gobierno”, lo que les permite participar con seguridad en grandes transacciones y obtener enormes beneficios sin tener en cuenta externalidades. Chomsky estudia en concreto el caso de Estados Unidos y nos recuerda que los gobernantes realizan enormes concesiones a las corporaciones. El más claro ejemplo es el nombramiento de Jeffrey Immelt, un exdirector de General Electric, como secretario del Tesoro, un nombramiento de Obama que sin duda agradó a los grandes hombres de negocios y a la Cámara de Comercio de Estados Unidos.
            El análisis de la situación en Estados Unidos se puede aplicar a otros países del ámbito capitalista, entre ellos España: aumento desorbitado de la desigualdad, estancamiento o disminución de los ingresos reales de la mayoría de la población y recortes “cuidadosamente diseñados para beneficiar a los supermillonarios”. La disminución o recorte de impuestos, que favorece a los ricos, viene acompañada de una congelación salarial para el sector público, que es lo mismo que una subida de impuestos, lo que contribuye a desfondar la Seguridad Social. “Se trata” afirma Chomsky, “de una conocida técnica de privatización que consiste en desfinanciar lo que alguien pretende privatizar”. 
            Otra cuestión que suscita interés en Chomsky es el diseño del orden mundial. El autor explica en Ilusionistas cómo, en los años posteriores a la segunda guerra mundial, funcionarios de alto nivel del departamento de Estado y especialistas en política exterior diseñaron el nuevo orden mundial estableciendo la “Gran Área” que Estados Unidos iba  a dominar con poder absoluto. En la actualidad este diseño está siendo desestabilizado por Turquía, Irán y China.


            Chomsky tiene claro que en el orden internacional actual la crisis se ha cebado con maestros y profesores, pero sobre todo con los emigrantes, aumentando de tal modo la xenofobia no sólo en Estados Unidos sino también en Europa. El autor no duda al afirmar, a modo de conclusión, que “la actual crisis económica es atribuible en gran medida a la fe fanática en dogmas como el de la efectividad del libre mercado”.
            Finalmente, un tema que también aborda Chomsky en Ilusionistas y que le preocupa especialmente es el problema ambiental. El autor se lamenta de que en Estados Unidos los lobbies de las grandes empresas, como la Cámara de Comercio y el Instituto Americano del petróleo han desarrollado una maquinaria propagandística para convencer a la gente de que la amenaza ambiental no es real.       
            Abiertamente polémico, Ilusionistas resulta un ejemplo conmovedor del carácter combativo de este anciano y brillante pensador de nuestros días. A sus más de ochenta años, Chomsky sigue manteniendo un espíritu aguerrido y se queja en general del carácter pasivo y apático de la población, “dedicada al consumismo y al odio por los más vulnerables”, mostrándose partidario de un cambio importante suscitado por un movimiento popular “que exija el desmantelamiento de una compleja estructura sociológica, cultural, económica e ideológica que nos está conduciendo al desastre”.    
   

lunes, 29 de octubre de 2012

Mariano José de Larra 2


Larra se refiere a menudo en sus artículos al monótono y sepulcral silencio de la existencia española. Los lunes se rompe ese tedio acudiendo la gente a las corridas de toros. Por las mañanas el pueblo se calza las castañuelas y se agita violentamente, mientras la gente elegante se pasea por las tiendas de la calle Montera. Por la tarde se duerme la siesta y por la noche la clase distinguida va al teatro, cuando lo hay. La clase media, entretanto, se entretiene en las fondas.
            En “La educación de entonces”, Larra advierte que el país está en un período de transición, que están cambiando las ideas, usos y costumbres, y que todo ello está afectando lógicamente a la educación. Antes era evidente la excesiva autoridad del padre, de modo tal que, por ejemplo, los matrimonios estaban convenidos. En la educación tradicional las muchachas eran recatadas y no se dejaban influir por óperas o novelas. La idea de Larra es enfatizar el contraste con la nueva enseñanza. Habla por ello de reformas y de ideas nuevas. En el artículo “Representación de El sí de las niñas”, Larra vuelve a la carga con el tema de la educación. El autor censura las costumbres del siglo XVIII, las “rancias costumbres, preocupaciones antiguas hijas de una religión mal entendida y del espíritu represor que ahogó en España, durante siglos enteros, el vuelo de las ideas”, idea que está en la obra de Moratín, quien pretendía criticar los abusos que se cometían en la educación de los jóvenes durante el siglo XVIII. Sin embargo, en ocasiones Larra se deja llevar por la melancolía, por la nostalgia de una época ya pasada, el siglo XVIII, un tiempo de tiranía e Inquisición, pero también de mayor libertad, de menos censura, una época en la que no se perseguía por ser liberal o carlista. Larra emplea la expresión “tiempos bienaventurados” en “Una primera representación” para referirse al siglo XVIII.
De ningún modo puede soportar Larra los pésimos modales y la falta de educación en gran parte de la clase humilde, tal como se hace eco en “¿Entre qué gente estamos”? El escritor madrileño describe con crudeza a un mozo encargado de alquilar calesas. El mismo tipo de individuos pululan por las oficinas de policía, por las sastrerías, por los cafés. Pero la cosa no acaba aquí, porque los señoritos no escapan a la mirada crítica de Larra. En “La vida de Madrid”, el autor describe la ociosidad y la vaciedad de la vida madrileña de un joven señorito, siempre aferrado a las mismas costumbres, a las mismas conversaciones, a la misma rutina y amistades, en definitiva, gente ociosa que no hace nada.
            En general, algo que enerva a Larra es la hipocresía de la sociedad, el egoísmo que sostiene las acciones de los individuos. Una mujer hermosa y amable, honrada y virtuosa, por ejemplo, es aborrecida por las demás mujeres y pierde su reputación dentro de la sociedad. En cambio, otras mujeres, que han entendido mejor el mundo, pasan por virtuosas. Un hombre que no saluda en la calle, saluda en sociedad porque está mal visto encontrarse solo sin hablar con nadie. “En una palabra” dice Larra, “en esta sociedad de ociosos y habladores nunca se concibe la idea de que puedas hacer nada inocente, ni con buen fin, ni aun sin fin”. 
            En su afán por describir los tipos más peculiares de la sociedad, Larra detiene su mirada en los calaveras. La acepción picaresca de la palabra “calavera” es de uso moderno. No existía en los autores antiguos, nos recuerda Larra. Las dos cualidades distintivas de un calavera son el talento natural y la poca aprensión. El autor presenta al calavera silvestre, hombre de la plebe, sin educación ni modales. Es el típico castizo achulapado de los barrios populares de Madrid. El calavera lampiño es joven, pero el número de sus hazañas es infinito. Posee un talento desperdiciado. Se las da de hombre crecido pero no sirve para ningún oficio. En general, el calavera necesita espectadores para sus tropelías, gente que ría sus gracias. De entre los calaveras, Larra destaca por su talento y juicio al calavera de buen tono, hombre de educación esmerada y de gran cultura, y que tiene ocurrencias oportunas.       
            Contrario al espectáculo en que se ha convertido la condena a muerte de una persona, Larra habla del “abuso inexplicable” que se hace del hábito de la pena de muerte en los pueblos modernos en su artículo “Un reo de muerte”. Critica a la tiránica sociedad por exigir valor y serenidad a los condenados a muerte. El pueblo contempla la marcha fúnebre del reo como si tratase de una fiesta o un espectáculo. Y para rematar la faena hay que contar con la presencia de piquetes de infantería y caballería en torno al patíbulo. También se explaya a gusto Larra desdeñando la costumbre de los duelos, producto de una falta de comprensión de lo que realmente es el honor. Todo ello se da en una sociedad teóricamente civilizada, con avances en religión y política. Esta mirada descarnada sobre la sociedad de su época se hace patente cuando Larra censura el sistema penitenciario, la falta de amparo que tienen los presos en la cárcel. Emplea la palabra “negligencia” para referirse a la actitud de las autoridades mientras hace hincapié en la falta de igualdad ante la ley. La sociedad española es sin duda un “monstruo de sociedad” en el que no cuenta para nada el elemento popular, una falsa, incompleta y usurpadora sociedad que acepta el garrote vil como medida de justicia. En “Antony”, el análisis de la sociedad lleva a Larra a distinguir tres pueblos distintos: la multitud embrutecida que carece de necesidades y estímulos; la clase media, ilustrada lentamente y que desea reformas; y una clase privilegiada poco numerosa.  
            Nada escapa a la mirada de Larra. Las casas nuevas tienen el inconveniente del uso del brasero y el tamaño reducido de las habitaciones y las escaleras. Las obras de teatro deben pasar la censura y luego soportar las dificultades de los ensayos con los actores y, finalmente, las incidencias con el público en la primera representación. Los oficios menudos no dan para vivir y mantener una familia. A veces son ejercidos por personas que desempeñan diferentes cargos según la estación del año. En concreto, Larra habla del oficio de trapera y zapatero, y remata su artículo “Modos de vivir que no dan de vivir” citando como oficio menudo “el de escribir para el público y hacer versos para la gloria”. En “El álbum”, con fina ironía describe la costumbre de las mujeres elegantes de llevar un álbum en el coche, como objeto personal, un libro en blanco en el que los hombres distinguidos estampan un verso, un dibujo o una composición musical dirigidos a la bella de turno, porque, efectivamente, “todas las dueñas de álbum son hermosas, graciosas, de gran virtud y talento y amabilísimas”.
Azotado por la melancolía, en “El día de difuntos de 1836” Larra contempla Madrid y se le asemeja un vasto cementerio. Los edificios se convierten en tumbas donde reposan el trienio liberal, la Inquisición, la libertad de pensamiento, el crédito español, la verdad. Esta visión de Madrid como un sepulcro es una metáfora de la propia situación del escritor, cuyo corazón no es más que otro sepulcro, lo que se traduce en una vida sin esperanza. Este carácter melancólico que adquiere la escritura de Larra en sus últimos artículos se manifiesta en “La nochebuena de 1836”, en donde se muestra descontento con su vida y emplea la figura de su criado –borracho- para –a modo de conciencia- azuzar y criticar su fatua existencia de escritor. En las “Exequias del conde de Campo-Alange”, Larra escribe: “empero mil veces desdichado sobre toda desdicha quien no viendo nada aquí abajo sino caos y mentira, agotó en su corazón la fuente de la esperanza, porque para ése no hay cielo en ninguna parte y hay infierno en cuanto le rodea”. Palabras que reflejan el estado de ánimo del escritor poco antes de su muerte. Insatisfecho con la vida, Larra se pregunta  “¿y no ha de haber un Dios y un refugio para aquellos pocos que el mundo arroja de sí como arroja los cadáveres al mar?” . El grito de dolor por su amigo el conde de Campo-Alange es un grito de congoja por él mismo. Las preguntas retóricas que le plantea la muerte del amigo son las mismas que se hace él. “¿Qué le esperaba en esta sociedad?”…”¿Qué papel podía haber hecho en tal caos y degradación?”. El desengaño o la muerte. Ésa es la alternativa. Parece que Larra tenía claro cuál era su camino.



viernes, 28 de septiembre de 2012

Mont Elín de los caballeros


Mont Elín de los caballeros es la primera novela en solitario del escritor albaceteño Juan Jordán. Previamente había sido coautor de Las puertas de Moeris, una historia ambientada en el Egipto de Amenofis IV. Publicada en 2007, Mont Elín se encuentra ya en su segunda edición. Ambientada a finales del s. XV, tras las guerras de Granada y la expulsión de los judíos –cuyas consecuencias se dejan ver en el relato-, el autor comenta en las advertencias que acompañan la historia que Mont Elín de los caballeros “no pretende ser una novela histórica”. Este comentario -fruto de la modestia del escritor, que se califica como no capacitado para el género histórico- no debe llevarnos a engaño: Mont Elín es una novela histórica de primera línea. Más aún, resultado de un esfuerzo titánico de años de trabajo, el autor ha tenido la osadía de recrear el lenguaje de la época, de tal modo que el lector tiene la impresión de estar leyendo un clásico castellano del siglo XV o XVI.
            Mon Elín cuenta las andanzas de un caballero, don Fernando de Balboa, que decide vengar la muerte de su hija, maltratada y violada por unos desaprensivos nobles. El autor dice inspirarse en un caso real acaecido a Ana Jaraud, una niña que existió en la Baja Edad Media en Albacete. Es más, todos los nombres de los personajes que aparecen en la novela, según nos informa Jordán, se corresponden con individuos de la época que el autor ha convertido en ficción. Cada uno de los enfrentamientos que tiene don Fernando con sus enemigos es tratado como un duelo, no sólo guerrero sino también dialéctico, que nos recuerda ampliamente las escenas del maestro Homero. No es extrañar, por otro lado, en un escritor de formación clásica. No hay más que recordar el pasaje en que don Fernando es transportado al infierno en un sueño y ve las imágenes de sus enemigos, ya muertos. También ve a su esposa e hija. Ni que decir tiene que el relato tiene ecos de la Odisea, como señala el mismo autor: “D. Fernando, al adentrarse en el misterioso mundo de los sueños, tuvo terribles visiones, removidas de los fangos de la Estigia, y fue como cuando Odiseo descendió a los infiernos”. Por lo demás, son muy evidentes también las influencias de la literatura española de los siglos XV, XVI y XVII, fuentes en las que ha bebido nuestro autor: El Quijote, El Lazarillo, La Celestina, las novelas de caballerías.
Don Fernando es presentado como un caballero de la época, haciendo hincapié en el hecho de que lo es “tanto para el rey como para el villano, para el alto como para el bajo”. La fama del caballero va aumentando con cada nueva gesta. De hecho, en el relato se nos muestra al ciego cantor Bocanegra entonando un romance que habla de la figura de don Fernando. Se nos presenta al héroe ayudando a los débiles, a los desprotegidos, sean gitanos, judíos o moriscos, niños o ancianos. Jordán nos cuenta que al deshacerse de su primer enemigo, don Fernando siente “un leve y suave consuelo”, y se supone que el mismo tipo de sensación experimenta en las sucesivas refriegas. Sin embargo, el afán de venganza cede al final y el caballero decide perdonar al último de sus enemigos a instancias de su amigo Luis el ermitaño. Es como si el perdón cristiano hubiese triunfado definitivamente y permitiese a don Fernando iniciar una nueva vida en el exilio. En este sentido se nota, tal como luego reconoce Jordán en las advertencias finales, que “el libro está escrito por cristiano convencido”. 
            Inspirado sin duda alguna por Cervantes, Jordán juega con el tema de la autoría de Mont Elín de los caballeros. La obra se presenta como un conjunto de legajos de autor desconocido encontrados por un tal Juan de Juanes, que contienen “una extraña historia” y además “portentosa”. A lo largo de la narración se incide con frecuencia en las fuentes del autor. Se menciona en varias ocasiones a Iniesta de Villanueva. También recurre a menudo Jordán a la tradición oral, que juega un papel fundamental en los mecanismos de la narración, tal como ocurre en la literatura clásica española. Es constante la referencia al “se dice” de la tradición, casi siempre en forma de leyendas que adornan y engrandecen la figura de Fernando de Balboa. Por lo demás, juega Jordán con la verosimilitud de la historia, pues sabemos por Juan de Juanes que “hay en todos los relatos del tal caballero hidalgo [don Fernando] muy mucho de leyenda y poco de verdad”, pero al mismo tiempo se nos dice nada más iniciar la historia que es cierto todo lo que se narra “pues lo hallamos en documentos escritos y lo recibimos en testimonios dignos de crédito”.              
Oficiando de antropólogo y de etnógrafo, Jordán realiza minuciosas descripciones de los lugares por donde transita don Fernando, dándonos a conocer los más recónditos escondrijos de la geografía albaceteña y murciana. Son frecuentes al mismo tiempo las detalladas pinturas de costumbres. Y en términos generales, más allá de las aventuras y hazañas de don Fernando, el libro plantea con hondura problemas como el conflicto entre la venganza y el perdón, la relación y tolerancia entre culturas, el amor profundo y respetuoso hacia la naturaleza, y vertebrando todos los hilos de la narración un exaltado sentido de lo divino.
            Para acabar, Jordán enfatiza su amor por los libros (no hay más que pensar en don Fernando salvaguardando sus libros en el incendio de su casa), pues tal como nos recuerda en las advertencias finales “los libros divierten, conducen a la reflexión e inducen al pensamiento. Y el que los lee se vuelve más sensible y disfruta más de la vida, y comprende mejor a los seres humanos, y les ama más”.   

domingo, 19 de agosto de 2012

Robert Louis Stevenson


Este verano he vuelto a mi adorado Stevenson a través de dos textos reeditados hace pocos años en la colección Austral. Se trata de una pieza maestra, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y un curioso y espléndido relato amoroso titulado Olalla. Mucho se ha escrito sobre Jekyll, y algunas cosas realmente importantes (estoy pensando en el texto que le dedica Nabokov en su Curso de literatura europea, ahora traducido en RBA). Tampoco han faltado las versiones cinematográficas. Ni que decir tiene, pues, que se trata de una de las historias más conocidas de la literatura occidental. Cuando se lee Jekyll, sin embargo, sorprende a los advenedizos comprobar que el protagonista de la narración no es Jekyll –o Hyde-. El punto de vista desde el que se despliega el relato es el de un abogado que responde al nombre de Utterson. En Jekyll asistimos a un juego de pequeñas intrigas, producto de lo que se elude más de lo que se cuenta. Stevenson maneja los hilos de la intriga sin darnos toda la información de modo que a través de Utterson somos espectadores –al final- de un proceso de desvelamiento. El misterio es desvelado a través de una serie de cartas: la duplicidad de la vida del doctor Jekyll sale a la luz con todos sus horrores.
            Jekyll ha sido siempre un honrado doctor, pero con una cierta tendencia a buscar “aventuras”, a dejarse llevar por la mala vida. Descubridor de un elixir capaz de transformar la persona y el carácter, se ve abocado a una lucha sin tregua –seguramente la que la mayor parte de los seres humanos experimentan- con su alter ego, su otro yo, ese individuo maligno que responde al nombre de Hyde. El lector no se percata completamente de esta doble personalidad hasta las páginas finales del libro. Se va intuyendo esa duplicidad poco a poco, al hilo de las experiencias que va sufriendo Mr. Utterson.
            Hyde es pintado por Stevenson como un ser horrible. Todos los que se cruzan con él sienten de inmediato aversión, odio y espanto. Pronto sabemos que el tal Hyde debe ser “el espectro de algún viejo pecado”de Jekyll, según nos hace saber el propio Mr. Utterson, de modo tal que Stevenson nos anticipa el tema de la obra casi desde un principio. En este sentido, el autor va dejando pistas a través de la narración, como la repentina transformación que acontece a Jekyll, una vez ya está aislado en su casa como un auténtico prisionero y a través de una ventana departe con Utterson y Enfield. El pequeño cambio que sufre es un anticipo de lo que realmente le está sucediendo y nos sugiere de forma velada que Jekyll y Hyde son la misma persona.
            Resulta alumbrador el modo en que Stevenson juega con la dualidad a lo largo de toda la novela. La mansión de Jekyll, por ejemplo, tiene dos partes, la casa propiamente dicha donde vive el doctor con sus criados y se desarrolla la vida monótona y sin sobresaltos de Jekyll, y el laboratorio donde ejecuta sus experimentos que representa sin ninguna duda la tendencia al mal que palpita en el doctor. En la historia también hay dos médicos: el doctor Lanyon, que defiende los principios científicos de su profesión, y el doctor Jekyll, que se deja seducir por nuevas experiencias ajenas a la medicina convencional.
            El misterio de la novela es desvelado al final, a través de dos largos escritos –cartas- del doctor Lanyon y del doctor Jekyll, una vez muertos los dos. El depositario de las cartas es Mr. Utterson. El momento cumbre de la transformación de Hyde en Jekyll es relatado por Lanyon de la siguiente manera: “Se llevó la copa a los labios [Hyde] y la apuró de un trago. Siguió un grito, giró sobre sí mismo, dio un traspié, se agarró a la mesa y se mantuvo asido a ella, mirando con ojos inyectados, jadeante, con la boca abierta. Y mientras le miraba, me pareció que se efectuaba un cambio… como si se hinchase. De pronto la cara se puso negra; parecía que las facciones se disolvían y alteraban… Y me incorporé y, de un salto, retrocedí hasta la pared con el brazo levantado para escudarme contra aquel prodigio, anonadado por el terror”. El lector comprende definitivamente en ese momento, al mismo tiempo que Mr. Utterson, el secreto de la historia.
Tras el relato del doctor Lanyon, la carta de Jekyll se presenta como una especie de confesión, una suerte de autobiografía que sirve a Stevenson para redondear y terminar de pulir la historia. Jekyll confirma la profunda duplicidad de su vida, la orientación mística y trascendental de sus estudios enfocada hacia una única verdad: “que el hombre no es realmente uno, sino dos”. Jekyll se propone luchar contra la primitiva dualidad del hombre tratando de llevar a cabo la separación del bien y del mal, evitando que residan conjuntamente en una misma persona. Pero una vez lograda la transformación en Hyde por primera vez, el doctor experimenta una vida nueva, una alegría interior, juvenil que explica del siguiente modo: “Me sentía más joven, más ligero, más feliz físicamente; y en mi interior me daba cuenta de una arrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban raudas por mi fantasía como el agua por el saetín de un molino; de un aflojamiento de todas las ligaduras del deber y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma. Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato, y esta idea, en aquel momento, era como un vino delicioso que me saciaba”. Para desgracia de Jekyll la tendencia hacia lo peor se apodera rápida y progresivamente de su espíritu. Una súbita transformación que le convierte en Hyde sin desearlo (“me había acostado Henry Jekyll y me había despertado Edward Hyde”, escribe el doctor en su confesión) anticipa futuras desgracias: la ruptura del equilibrio de la naturaleza del doctor en favor de Hyde. En los momentos finales de su existencia, el doctor se ve atormentado por el horror de ser Hyde, por su incapacidad para controlar la situación. El monstruo ha triunfado. Derrotado y consumido por el odio a su otro yo, sólo queda una alternativa viable para Jekyll: el suicidio.


Olalla narra la historia de amor entre un militar británico y una joven española en el ambiente rural de una España irreal, casi soñada por Stevenson. El autor no sitúa la acción en ningún lugar concreto. Sabemos que se trata de un sitio agreste, entre montañas, lo que contribuye a enfatizar el carácter primitivo de los personajes. Contrasta en este sentido el efecto civilizador que procede del militar británico con la rusticidad y el primitivismo de las gentes del lugar. “Era un sitio propio, en suma,” escribe Stevenson, “para estudiar los caracteres más rudos y antiguos de la naturaleza, en el hervor de su fuerza primitiva”.
Un joven militar que se recupera de sus heridas pasa una temporada alojado como inquilino de una familia un tanto extraña. Stevenson aprovecha para contar la historia de una estirpe decadente, la degeneración de una raza, una familia de rancio abolengo venida a menos, hasta rayar en los límites de la pobreza. De esta familia sobreviven una mujer agostada por los síntomas de la locura, y sus dos hijos, Felipe, que manifiesta rasgos de evidente brutalidad, y Olalla, llena de sensibilidad, ternura y misticismo, y que supone el contrapunto dentro de un clan familiar degenerado.
La novela, como suele ser usual en Stevenson, está plagada de misterios, de pequeños secretos que estimulan al lector. La historia de la familia en realidad es presentada como un gran secreto que sólo se desvela al final. Unos tremendos alaridos atraviesan una noche cualquiera las estancias de la casa y dejan aterrorizado y desconcertado al militar, contribuyendo al mismo tiempo a la intriga de la narración. Un cuadro en la alcoba del militar señala un parentesco familiar, unos rasgos físicos semejantes a toda la raza, pero adelanta también ciertos detalles de crueldad que se aprecian en la fisonomía. Más adelante llegaremos a conocer el elemento salvaje y bestial en la conducta de la familia española.
La historia de amor entre el militar y Olalla tarda en estallar. De hecho, Stevenson retrasa la aparición en escena de la joven y prepara el momento del encuentro con sutileza. El militar intuye cómo es Olalla antes de conocerla porque se adentra, no sin cierto pudor, en su habitación atestada de libros y pequeños escritos. El amor que el militar siente por Olalla es sublimado por la presencia de la naturaleza: “Y de nuevo todas las fuerzas de la Naturaleza”, escribe Stevenson, “desde las montañas poderosas y sólidas hasta la hoja leve y la más diminuta mosca que flota en la penumbra del bosque, empezaron a girar a mi alrededor con alegría. El sol cayó sobre las colinas tan pesado como un martillo sobre el yunque, y las colinas vacilaron. La tierra, con la insolación, exhaló profundos aromas. Los bosques humeaban al sol. Sentí circular por el mundo la fuerza de la alegría y el trabajo. Y aquella fuerza elemental, ruda, violenta, salvaje –el amor que gritaba en mi corazón-, me abrió como una llave los secretos de la Naturaleza, y aun la piedras con que tropezaban mis pies me parecían cosas vivas y fraternales”.  El militar está unido, gracias a Olalla, a la pureza y la piedad de Dios. Sin embargo, Olalla, vinculada al mundo salvaje y primitivo que representa su familia, cercana a las supersticiones, leyendas y cuentos de los campesinos, se somete a su destino de mujer que sigue su camino a solas. La imagen de Olalla, abrazada a un crucifijo sobre un montículo de rocas, cierra la novela.                        

   

miércoles, 18 de julio de 2012

Claudio Sánchez-Albornoz


En 1982, dos años antes de su muerte en su querida Ávila, Claudio Sánchez-Albornoz publica una colección de ensayos que responde al título de Todavía. Otra vez de ayer y de hoy, un libro que mezcla artículos de historia -especialmente de época medieval en la que Sánchez-Albornoz era un especialista, pero también breves apuntes de la España de finales de los setenta y principios de los ochenta- con recuerdos personales llenos de nostalgia y emoción en los que palpita en ocasiones la idea de la muerte. De hecho, en la advertencia inicial del libro, Sánchez-Albornoz se define como un eterno exiliado que avanza hacia la muerte. Sabido es que la guerra civil terminó con la carrera política –por llamarla de algún modo- del historiador –vinculado a la segunda república-, que se vio obligado a exiliar a Francia y luego a la Argentina, su segunda patria, tal como repite frecuentemente, donde permaneció por espacio de más de cuarenta años.
            Sánchez-Albornoz, que tuvo oportunidad de saborear las decepciones de la política, y que siempre defendió sus convicciones liberales frente a lo que llamaba “la fuerza ignara de la barbarie reaccionaria”, en clara alusión al alzamiento nacional, considera una llamada del destino –o de Dios- su vuelta a la historia y el abandono de la política, que le había traído azacaneado durante los años 30. En este sentido, a partir del exilio la vida de Sánchez-Albornoz se centra en una doble tarea: la investigación histórica y la formación de investigadores, discípulos entregados a la causa de la historia, de ahí la importancia que concede a los institutos como espacios donde desarrollar la investigación histórica.

            Algunos de los ensayos presentes en Todavía son específicamente históricos. Sánchez-Albornoz cuenta, por ejemplo, cómo Felipe II no recaudaba impuestos sin el consentimiento de las Cortes, respetando las decisiones de los concejos. Habla continuamente de la explotación de Castilla hasta el punto de enmendarle la plana a Ortega y Gasset con la afirmación de que “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla”. Además, el historiador trata de demostrar el vínculo entre Cantabria y Castilla, pues emigrantes godos de las llanuras castellanas marcharon a Cantabria en el siglo VIII, y posteriormente, Santander fue vivero de los condados de Castilla y su puerta hacia Europa Occidental. “Castilla debe a Cantabria”, dice el autor, “su belicismo conquistador; Castilla es la histórica y vital prolongación de la lejana y olvidada Cantabria”. La propuesta de Sánchez-Albornoz –siempre está presente el interés del historiador por el futuro de España- es integrar Santander en Castilla-León y abandonar el erróneo concepto de Cantabria.
Contrario a los nacionalismos, el historiador prefiere hablar de autonomismo. Se manifiesta federalista y al mismo tiempo defensor de la unidad histórica nacional. No puede aceptar la idea de un nacionalismo castellano, pero por otra parte dignifica lo castellano como la raíz formativa de lo hispánico. Es el fervor hacia España y lo hispano una de las constantes en el pensamiento de Sánchez-Albornoz. Defiende la existencia de un pueblo español, que se remonta hasta hace dos mil años y le preocupa hondamente el futuro del país. Considera necesaria una “europeización dentro de las eternas e inviolables constantes históricas de España”. El fervor hispano lleva a Sánchez-Albornoz a señalar y recalcar los servicios prestados por España a la civilización occidental, entre los cuales resalta defender a Europa del Islam y traer al Atlántico la civilización occidental.
           Fiel a los principios demoliberales, Sánchez-Albornoz analiza la situación de la España postfranquista de finales de los años setenta y advierte que el franquismo no tiene futuro. Las “viudas del ayer”, como denomina a los seguidores del franquismo, no tienen más remedio que integrarse en la España democrática. Interesado por los problemas de su tiempo, el historiador manifiesta su apoyo a Argentina y apela a la unidad hispanoamericana en el asunto de las Malvinas, guerra que considera un error de los ingleses, movidos por su orgullo. Al hilo de estas consideraciones se ha de decir que a menudo Sánchez-Albornoz insiste en que las comunidades hispanoamericanas están abandonando la influencia francesa e inglesa, tan notable en la época posterior a la emancipación de las colonias. 
El libro está salpicado de notas autobiográficas cómo cuando cuenta sus recuerdos juveniles de Ávila en los que se deja notar la intensa emoción que le produce la ciudad; o como cuando recuerda a su vieja profesora de francés en los años de juventud; o como cuando saca a relucir las canciones de zarzuela y habaneras que canturreaba su madre y que se han grabado en su memoria; o como cuando rememora la oposición a cátedra en 1918 y los rigores de las pruebas. Al fin y al cabo, como nos señala el autor, “un historiador tiene derecho a rememorar viejas prácticas unidas a emocionantes recuerdos juveniles”. No en vano, Sánchez-Albornoz hace público el deseo, siguiendo una práctica ancestral abulense, de que su muerte sea anunciada desde la torre de San Pedro en Ávila.
En definitiva, Sánchez-Albornoz deja en este libro testimonial la imagen de un hombre que se acerca al final de sus días, la huella de un historiador que no se ha dejado llevar por la interpretación marxista de la historia y que ha seguido la senda liberal, un historiador de profundas convicciones católicas que piensa que el hombre “ha ido avanzando hacia su perfección bajo la mirada y el impulso de Dios”.    

lunes, 25 de junio de 2012

Ivan Turgueniev


Primer Amor, novela corta de Turgueniev publicada en 1860 y editada recientemente por Alianza Editorial, cuenta la historia de un desengaño amoroso. Vladimir Petrovich, un hombre ya maduro, decide narrar a un grupo de amigos su primera aventura amorosa, sus correrías cuando apenas contaba dieciséis años detrás de una joven aristócrata de veintiún años, que responde al inolvidable nombre de Zenaida. La novela tiene un marcado tono autobiográfico.
            Vladimir es un joven que pasa la primavera y el verano en una dacha alquilada por sus padres. Prepara el examen de ingreso en la universidad. Su vida transcurre apaciblemente hasta que en la casa limítrofe con la dacha se instala una princesa arruinada con su hija, la bella Zenaida. Vladimir –Voldemar para Zenaida- es apenas un chiquillo, un niño educado en la soledad y en el ambiente de una casa señorial seria, que entra en contacto con el mundo de los adultos al enamorarse de la joven princesa. Turgueniev describe la alegría de los juegos que recorren la casa de Zenaida y en los que participan un conjunto de enamorados de la princesa: un médico, un joven soldado, un conde, un poeta y el propio Voldemar. La idea de Turgueniev es mostrar el proceso de enamoramiento de Vladimir y su maduración como persona. Puede ser considerada en este sentido Primer amor como una novela de formación.
            Las relaciones de Vladimir con sus padres, la descripción del ambiente familiar, la separación entre padres e hijos, la indiferencia de los padres, los escasos momentos de ternura que se viven en la familia son temas que explota Turgueniev y que en cierta medida se asemejan a notas autobiográficas. El padre de Vladimir es descrito como un hombre frío y distante, sólo tierno en ocasiones. La madre es claramente antipática. La relación amorosa que establece el padre de Vladimir con Zenaida y que sólo al final de la novela sale a la luz permite a Turgueniev tratar el tema de la infidelidad.
            Los sentimientos que experimenta el enamorado Voldemar son muy diversos. Turgueniev habla de melancolía, alegría, presentimiento del futuro, deseo y miedo de vivir. El amor de Voldemar es juvenil, ese que se experimenta por primera vez y jamás se olvida. De hecho así queda constatado en la narración del propio Vladimir a sus amigos, una vez ya se ha convertido en un hombre maduro. El joven experimenta pasión y sufrimiento a partes iguales. “Ella”, recuerda Vladimir, “se reía de mi pasión, jugaba conmigo, me mimaba y me hacía sufrir”. El héroe parece un niño rendido a los pies de la joven princesa. Es intención de Turgueniev resaltar este carácter infantil de las relaciones de Vladimir con su enamorada. El amor de Voldemar contrasta con la dimensión desconocida del otro amor, sobre el cual apenas puede hacer conjeturas y que no comprende, el que viven Zenaida y su padre. El joven héroe empieza a madurar al mismo tiempo que se desvelan las íntimas relaciones de su progenitor.

Hacia el final de la novela, Turgueniev deja correr el tiempo con la intención de mostrar la evolución futura de sus personajes. Tras pasar cuatro años, Vladimir ha terminado sus estudios universitarios. Se ha convertido en un hombre. Su padre ha fallecido de un ataque. El héroe deja pasar la última oportunidad de ver a Zenaida antes de que muera en un parto. La muerte de su padre y de Zenaida sirven a Turgueniev para reflexionar sobre el esplendor de la juventud perdida, sobre la lozanía de ese primer amor que permanece como recuerdo inmaculado de una época en la que se espera lo mejor de la vida. El héroe, narrador de la historia, siente que ha llegado el atardecer de la vida y entonces sobreviene la idea de la muerte. Los recuerdos del primer amor se mezclan con la imagen del odio y el horror ante la muerte. Vladimir reza por su padre y por Zenaida, que ya reposan en sus tumbas, pero no se olvida de rezar por él mismo porque sabe que ha entrado en el otoño de su existencia. En el recuerdo nos queda la despedida de Zenaida que pronuncia el héroe de esta bella historia: “…la querré y la adoraré hasta el fin de mis días”. 

miércoles, 30 de mayo de 2012

Giacomo Leopardi


La editorial Renacimiento ha publicado recientemente una selección de los Pensamientos de Leopardi con el sugerente título de Mi vida sin esperanza. Nacido para el sufrimiento, el poeta se muestra en estas páginas obsesionado con realizar en esta vida alguna empresa grande que le reporte la gloria literaria. Encerrado en la biblioteca de su padre, pasa horas y horas dedicado al estudio con el único fin de alcanzar la fama. Lector esforzado, Leopardi se plantea la lectura como único placer, como obligación con el fin de aprender. Habituado a vivir aislado y en soledad, el poeta considera la vida tranquila, metódica e inactiva como la más feliz. Embriagado por el primer amor, se manifiesta inclinado a la melancolía, al silencio y a la meditación, al tiempo que se muestra “enemigo de toda cursi novelería” en la narración de sus sentimientos. Atrapado por una constante sensación de muerte, de acabamiento, que se pone en evidencia en su delicada salud, Leopardi siente un horrible miedo al olvido y a la muerte absoluta. Arrastrado por los sentimientos y afecciones vinculados a la literatura, la lectura del Werther le sugiere la idea del suicidio. Atravesado intensamente por las vivencias amorosas, siente que “el amor es la vida y el principio unificador de la naturaleza". Preocupado por el porvenir y el futuro, comprende que la máxima felicidad posible se encuentra alcanzando un cierto estado de serenidad. 


Dotado de una extraña capacidad para adueñarse de un estilo, para la imitación, sólo con el paso del tiempo, Leopardi, según el mismo nos cuenta, alcanza la originalidad. Iluminado por un espíritu exaltadamente poético, considera la desesperación resignada el último paso del hombre sensible. Enfermo de la vista en 1819, cuando cuenta tan sólo veintiún años, experimenta un cambio, lo que denomina el paso de un estado antiguo a un estado moderno, el paso de la poesía  a la filosofía. Consternado, Leopardi siente que vive en un siglo filosófico y apoético donde se han perdido las ilusiones y las pasiones, y donde el poeta se ve obligado a usar los moldes antiguos, el lenguaje, el estilo y las maneras antiguas. Abatido, comprende que la felicidad de la niñez se pierde por la necesidad de que el hombre sea culto y civilizado. Rebelándose en ocasiones ante la necesidad, la fatalidad y la infelicidad, el poeta descarga el odio contra sí mismo (surgiendo en el horizonte la idea de suicidio) y contra los dioses. Poeta de la naturaleza, Leopardi dedica algunos pasajes de Mi vida sin esperanza a exaltar la belleza de la tierra y los campos. Poeta de la melancolía, compara la poesía de su siglo, melancólica, con la de los antiguos, solemne y alegre. Nostálgico, se encariña de un lugar cuando ha pasado el tiempo suficiente para adquirir recuerdos de ese lugar. Cansado prematuramente, se considera a los veintisiete años un hombre viejo. Reconociendo la imposibilidad de la felicidad propia, Leopardi vuelca la necesidad de la esperanza en la felicidad ajena, pues el alma debe vivir en los demás. Enternecido el corazón del poeta por el sentimiento de fraternidad, vive intensamente el dolor por la partida definitiva de cualquier persona conocida, alguien que posiblemente no volverá a ver o alguien que ha muerto. Comprensivo con los espíritus superiores y geniales, el poeta acaso se creía –con toda razón- uno de ellos.


  

lunes, 23 de abril de 2012

Blas de Otero


Con la inmensa mayoría es una recopilación de trabajos de Blas de Otero, publicada por la editorial Losada en Buenos Aires (1960) y que incluye dos poemarios, Pido la paz y la palabra y En castellano. Atravesaba Blas de Otero en los años cincuenta, cuando escribe estos poemarios, una etapa de profunda reflexión social, de humanismo exacerbado, de doloroso existir. Apegado a la fuerza de la palabra, ansioso por respirar aire libre, Blas de Otero despliega un contradictorio amor por España y por los hombres en general. El sufrimiento del pueblo español es el sufrimiento del poeta. Desgarrado por dentro, Blas de Otero lanza gritos de desesperación. “…Debo callar y callar tanto” y “hay tanto que decir”, afirma rotundamente el poeta.
            Blas de Otero habla de una España pobre, del rostro terrible de la patria, del llanto desconsolado de sus gentes. España es el país donde sufre y canta. Expresiones como “espantosa podredumbre”, “patria triste y hermosa” o “tiempo amargo” reflejan sin tapujos la situación gris del país, pero el poeta no pierde la esperanza, confía en la masa de hombres que configuran la patria, hombres que están “ahogándose”, esperando un poco de luz. La caricaturesca España de los años cincuenta contrasta, por otro lado, con la descripción que Blas de Otero hace del país vecino, Francia. “La fina Francia, la brutal España”, “la Francia con los campos bien peinados. España miserable”, escribe el poeta. 
      El sentido existencialista asoma pocas veces, pero surge en algunos versos producto del desgarramiento interior: “por qué nacemos, para qué vivimos”, se pregunta el poeta. Blas de Otero se considera un hombre aferrado a la vida, a la tierra, al suelo. Se presenta en numerosos versos como un hombre que ha sufrido el hambre y la sed. “Calvario como el mío pocos he visto”, pronuncia el poeta. Sin embargo, Blas de Otero ansía vivir, el goce de la vida, salir al aire libre, salir de la espaciosa cárcel en la que vive. Ello le conduce a ruar, rondar calles y plazas de Madrid, Bilbao, París o Barcelona. Siente ternura y piedad ante los seres desvalidos, como esa mujer a la que ama, que friega suelos y tiene, a pesar de su juventud, un niño a cuestas. Blas de Otero, pues, protesta contra el dolor de los humildes. Por eso escribe para el hombre de la calle, para el hombre que no sabe leer.  
            No faltan las referencias a la guerra civil (“somos hijos de la gran guerra… llevamos el signo de Caín grabado en la sangre”), a las dos Españas, a la sangre derramada, a una patria derruida, arrastrada como un árbol sobre un río, ni tampoco faltan las notas autobiográficas: el frío de la infancia, el refugio de la madre, el hambre, la escritura llegado a Madrid, la estancia en París. Blas de Otero habla de un tiempo en que es difícil la ternura, de una vieja cárcel en el Cantábrico, de su maldito encierro, de los que no pueden hablar, muertos de miedo o de hambre. La obsesión por la paz y por la búsqueda de una palabra verdadera, necesaria, le lleva a pronunciar “palabras vivas” que dan testimonio del hombre. La falta de aire, de libertad en suma, le motiva enrabietado a levantar la voz, buscando para la patria árida y triste la tan anhelada “fuente serena de la libertad”. Nos conmueve, en definitiva, la fe que atesora Blas de Otero, la confianza que despliega en el hombre, en la paz, en la patria, y su voz, que se alza para lanzar “duras verdades como puños” , y “romper el silencio espesado sobre España”.
           

sábado, 31 de marzo de 2012

Elias Canetti

Fiesta bajo las bombas es un libro autobiográfico publicado tras la muerte de Elias Canetti. Presenta aquí el autor nacido en Bulgaria sus recuerdos ingleses, una serie de notas y fragmentos que recogen su vida en Inglaterra desde 1939 hasta 1988, y que ofrecen sobre todo una imagen del país tal como era hacia mediados del siglo XX. A falta del retoque final de Canetti el texto presenta un carácter irregular, inacabado, con anotaciones dispersas de diferentes épocas que, en ocasiones, se solapan.
En Fiesta bajo las bombas, Canetti describe diferentes tipos ingleses a los que conoció durante su estancia en Inglaterra, desde el barrendero hasta el aristócrata, haciendo hincapié especialmente en intelectuales, artistas y escritores. Se comporta como un observador atento del comportamiento humano, como un oyente receptivo. En sus descripciones, se detiene en pequeños detalles tales como la risa de macho cabrío de Bertrand Russell, el tartamudeo de Aymer Maxwell, la soberbia de Arthur Waley, la fragilidad de Franz Steiner o la voz melosa de Geoffrey Pyke. Canetti no hace distingos sociales en sus amistades, hasta el punto de que es la muerte de un barrendero de Chesham Bois la que más despierta su emoción. No se hace referencia a la vida cotidiana. En ningún momento se detiene en las posibles penalidades que pasó para poder sobrevivir en Inglaterra. Tampoco son frecuentes las alusiones a su esposa Veda. El campo privado queda en este sentido vedado al lector.
La imagen que ofrece Canetti de Inglaterra está llena de contradicciones. Inglaterra es el país de acogida, pero también es el país en que se marcan las distancias sociales. Entre los defectos que atesora la población inglesa sin duda alguna el más evidente es la soberbia. Con una cierta manía personal, Canetti identifica este defecto especialmente con la figura del poeta T. S. Eliot. El odio a Inglaterra es el odio a Eliot. Canetti siente en Inglaterra la humillación de no ser nadie o, lo que es lo mismo, el silencio del desprecio. Y esto se advierte plenamente en una institución típicamente británica, la party o fiesta. En los años que vivió en Inglaterra, Canetti asistió a una enorme cantidad de fiestas. En todas ellas aprecia el mismo sentido de la discreción y el distanciamiento. Los integrantes de una party no pueden rozarse, no pueden tocarse. Son personas, además, diferenciadas por castas de diferente nivel. Es el signo de distinción de una fiesta. El distanciamiento genera una actitud cortés, pero fría, ante el extranjero. “El que no viene de ninguna parte”, escribe Canetti, “es decir de ninguna parte de Inglaterra, no existe”. No debe resultarnos extraño, por tanto, el sentimiento de soledad que debió experimentar Canetti en Inglaterra.
Obsesionado por el poder, Canetti repite varias veces que Masa y poder es la misión de su vida. Su interés por la Inglaterra antigua y tradicional es un interés por las personas que han ejercido el poder mundial durante mucho tiempo. No faltan tampoco las críticas al poder de los ingleses, expresado en la “pequeña” guerra de las Malvinas, esa “tardía pieza satírica del Imperio”, como la denomina Canetti. Y es que el escritor búlgaro aborrece la Inglaterra de los años ochenta. Margaret Thatcher es ridiculizada, reducida despectivamente al título de institutriz, un “ídolo de la época de vendedores de esclavos”, “la predicadora del egoísmo”. En este sentido, Canetti establece un gran contraste entre la Inglaterra que se va a pique tras los nefastos años ochenta y el país surgido de la segunda guerra mundial. La mayor parte de Fiesta bajo las bombas se centra precisamente en los recuerdos de la guerra y la posguerra. Deliciosos son los recuerdos de los tiempos de guerra, vinculados a la campiña, donde Canetti se instala con su mujer, abandonando Londres. El escritor enaltece el arrojo y el valor de los ingleses durante los bombardeos de aquellos años, y recuerda la mezcla de excitación y frialdad que sentía ante el espectáculo de los aviones sobrevolando el cielo.
En definitiva, Canetti se manifiesta en Fiesta bajo las bombas como un hombre atento, siempre dispuesto a aprender. Conocedor extraordinario de los mitos, venera las antiguas historias de forma inocente, libre de cualquier interpretación. Pese a las críticas a la sociedad inglesa de su tiempo, admira el sistema parlamentario inglés. Emocionado en sus visitas al cementerio de Hampstead, se siente allí “libre de toda opresión y más justo de lo que era en la vida cotidiana”. Agradecido, reconoce haber aprendido de su padre el fundamento moral de su vida. Generoso, regala su tiempo a todos como un oyente atento. “Las horas que pasé con cualquiera que me hablara de sí mismo me abrieron horizontes y me hicieron feliz”, dice Canetti, “porque así me ha sido dado, no permanecer reducido a mí mismo, y creo que eso es la dicha verdadera”. Invadido por la tristeza, Canetti se deja arrastrar por la melancolía del recuerdo. De esa melancolía brota este brillante y póstumo libro de Canetti, Fiesta bajo las bombas.

miércoles, 29 de febrero de 2012

José Martínez Ruiz, Azorín

El otoño fluye mientras leo a Azorín. Una sensación de melancolía y nostalgia me embarga, me transporta a otras épocas. La ruta de Don Quijote me conduce a las tierras castellanas que cubren la provincia de Guadalajara, allí donde el Quijote cabalgó antaño con gallardía. Los campesinos labran los campos, el paisaje monótono de La Mancha se extiende ante mis ojos. Las horas pasan lentamente, como en los pueblos que describe Azorín. Los días se repiten, los personajes están llenos de hidalguía. Es la España profunda, castiza.


Azorín describe en La ruta de Don Quijote los pueblos de la Mancha y las estepas castellanas que tanto ama. La ruta de Azorín se inicia en Argamasilla de Alba, la villa de don Quijote. Allí presenta a Alonso Quijano leyendo, como un personaje real de la segunda mitad del siglo XVI. Azorín puede describir la Argamasilla de la época de don Quijote gracias a las Relaciones topográficas ordenadas por Felipe II y concluye que “es un pueblo enfermizo, fundado por una generación presa de una hiperestesia nerviosa”, debido a las continuas epidemias. Azorín se detiene en el ambiente de la actual Argamasilla (la del año 1905, cuando se escribe La ruta de Don Quijote), un pueblo de vieja gente castellana, donde resalta el aire castizo, tan español, de las casas manchegas. El pueblo parece vivir en un continuo silencio, en un aletargado reposo. En Argamasilla, Azorín encuentra una tradición muy fuerte que identifica a don Quijote con un hidalgo del pueblo, don Rodrigo Pacheco. Esa tradición se mantiene incólume y es refrendada por la presencia de un grupo de hidalgos castellanos a los que se denomina los académicos de Argamasilla, que son especialistas en Cervantes y el Quijote. En estos señores observa Azorín “un hálito de arte, de patriotismo”, y en los habitantes de Argamasilla una cierta paralización de la voluntad que deja a medio camino todos los proyectos históricos.
Azorín emula la primera salida de don Quijote desde Argamasilla. En la llanura rastrea como fino antropólogo el espíritu del famoso caballero de la triste figura. Una vez en Puerto Lápice, visita las ruinas de la venta donde don Quijote fue armado caballero. Camino de Ruidera, se emociona al descubrir unos batanes porque le recuerdan la famosa aventura de don Quijote. Buscando la cueva de Montesinos, el paisaje le “hace pensar en los conquistadores, en los guerreros, en los místicos, en las almas, en fin, solitarias y alucinadas, tremendas, de los tiempos lejanos”. En Criptana, Azorín se para a observar los molinos, una auténtica novedad en época del Quijote, y advierte cómo se ha establecido una relación estrecha entre la figura de Sancho Panza y los habitantes del pueblo, que quieren representar el espíritu del bondadoso Sancho.
Llegado a El Toboso, Azorín siente una sensación de soledad y de abandono, la tristeza de La Mancha. En medio de un ambiente decadente, observa las ruinas de un pueblo muerto, vetusto. La casa de Dulcinea ha pasado de ser un palacio a “una almazara prosaica”, medio derruida, con los blasones reposando, olvidados, en el patio. En El Toboso, Miguel de Cervantes se ha convertido en Miguel, en un gesto de cordialidad y humanidad. Una tradición sitúa a parientes de Cervantes en el pueblo. Incluso, existe una mansión denominada la casa de Cervantes.
En su viaje a través de La ruta de Don Quijote, Azorín aprende de los campesinos una filosofía sencilla y veraz: “No hay pasado ni existe provenir; sólo el presente es lo real y lo trascendental”.
Pero el viaje termina, el otoño toca a su fin y debo abandonar a Azorín. “Sin omisiones, sin efectos, sin lirismos”, Azorín nos ha contado su pasión por la historia eterna de la tierra española, esa que vibra como un ideal, como una ilusión que nos impulsa, en las páginas del Quijote.

lunes, 30 de enero de 2012

Maxim Gorki

En un pasaje de Recuerdos de Tolstoi, Chejov y Andreiev (Barcelona, Nortesur, 2009), Gorki escribe lo siguiente: “Esta conversación la reproduzco casi al pie de la letra, la grabé en mi memoria y hasta me la apunté como muchas otras cosas que me asombraron”. La intención de Gorki es reproducir de forma exacta, en la medida de lo posible, sus encuentros con los tres maestros, describir detalladamente el carácter, la personalidad y el pensamiento de los personajes retratados. El acercamiento de Gorki a las figuras de Tolstoi, Chejov y Andreiev pone en evidencia su obsesión por los retratos literarios de hombres ilustres, por buscar la aportación de cada personaje a la vida rusa.
En la visión de Gorki, Tolstoi es un hombre atormentado por el pensamiento acerca de Dios, que a su vez se asemeja a un dios. “Parece un hombre que lo sabe todo y que no necesita aprender nada más”, dice Gorki a propósito del viejo maestro. Posee, además, una extraña sensibilidad hacia las formas lingüísticas y defiende el sentido popular de la poesía. Normalmente habla de Dios, del campesino, de la mujer, pero rara vez de literatura. Considera que Dostoievski escribe de manera fea, que Dickens es un escritor sentimental y parlanchín, y que Balzac es un genio. Es partidario de la sencillez en la escritura. Le encanta formular preguntas molestas y difíciles. Su “anarquismo” se fundamenta en el típico individualismo ruso. Pretende obstaculizar el camino de Rusia hacia Europa, manifestándose como un antieuropeísta. Su actitud inquisitorial respecto a la “doctrina” lacera, sin embargo, el espíritu de Gorki, porque para el gran maestro la única verdad es el amor a Dios. Pero Tolstoi es ante todo el “hombre de todos los hombres”. Su muerte sume a Gorki en una honda tristeza, siente una orfandad total, como si hubiera fallecido su maestro y padre.
Gorki presenta a Chejov como un hombre preocupado por la educación del pueblo, que siente vergüenza ante la situación deplorable en que se encuentran los maestros, auténticos indigentes, que malviven y carecen del respeto de la sociedad. Chejov es capaz de criticar fríamente a Rusia -“un país de gente codiciosa y perezosa a la vez” - y al mismo tiempo sentir compasión por el género humano. Gorki ve a Chejov como un fustigador de la vulgaridad y la mediocridad burguesas. También insiste en la importancia que el escritor ruso concedía al trabajo como fundamento de la civilización. “Sentía la poesía del trabajo”, escribe Gorki, y le molestaba la incapacidad de la gente para actuar, para mejorar el mundo.
Andreiev fue el único amigo de Gorki en el ambiente literario. Según Gorki era un hombre perezoso a la hora de escribir (“prefería hablar de literatura antes que escribirla”), que mostraba un cierto desdén hacia los libros y el conocimiento. Gorki cuenta cómo su visión del pensamiento y del ser humano era totalmente irreconciliable con la de Andreiev, notablemente más pesimista respecto a las creaciones del hombre. La soledad era la fuente de inspiración y de originalidad de Andreiev, que sufría dolorosos vaivenes de ánimo. Compartía con Gorki las críticas al modernismo y el interés por la política (en concreto su afinidad hacia los socialdemócratas bolcheviques).
Estos Recuerdos de Tolstoi, Chejov y Andreiev están salpicados de digresiones del autor en las que expone sus ideas, su forma de pensar y ver el mundo. En los años anteriores a la revolución, Gorki era consciente de que se avecinaba una guerra europea y que un gran cambio político podía tener lugar en Rusia. Sin embargo, seguía atesorando un “fundado escepticismo sobre el destino del pueblo ruso”. En definitiva, Gorki respetaba por encima de todo la inteligencia y le apesadumbraba observar que los hombres eran cada vez más tontos. “Nos hemos acostumbrado a vivir”, escribe Gorki, “con la esperanza de que haga buen tiempo, de una buena cosecha, de un romance agradable, la esperanza de hacernos ricos o de obtener el puesto de comisario de policía, en cambio nunca he notado en la gente la esperanza de hacerse más inteligente”.