domingo, 29 de septiembre de 2019

Clavícula



Una mujer toma un avión y durante el trayecto, mientras lee, piensa y desarrolla un pensamiento paralelo, comienza a obsesionarse con un dolor que le llega de la costilla, debajo del pecho. Así se inicia Clavícula (Anagrama, 2017), una narración de claro tono autobiográfico en la que Marta Sanz parece retomar el hilo de Lección de anatomía. Un buen día, esta mujer se derrumba, llora y se desgañita delante de su pobre marido, un cincuentón en paro. Acude a la ginecóloga para tratar de descifrar los males que atraviesan su cuerpo. El dolor se convierte en una obsesión que le persigue en los viajes, en las conferencias, en la vida diaria. En definitiva, no puede desembarazarse de un dolor que le acompaña a todas partes y que es incapaz de definir. Precisamente esta indefinición es lo que más mortifica a la escritora, que se pregunta, igual que el lector, si acaso no está afectada por una enfermedad imaginaria, fruto de la melancolía, si acaso no sea todo quizá un ejercicio de hipocondría, o, finalmente, si acaso no es tan sólo una mujer afectada por la menopausia.
Queda claro, en todo caso, que Marta Sanz, como ella misma dice, escribe sobre lo que le duele. Se desnuda ante el lector, a veces con crudeza, a veces con ternura. El dolor se hace público, se transmite a los demás. Es una mujer ensimismada que trata de focalizar el dolor, que se halla sometida a la incertidumbre de no saber qué es lo que realmente le afecta y eso la deja en un estado de nerviosismo permanente. La punzada, como la llama, parece situarse en la clavícula. Mientras la fragilidad atenaza el cuerpo de esta mujer y su marido la vigila atentamente y la cuida, encargándose de todo, la necesidad de diagnosticar una enfermedad flota en el relato como una obsesión recurrente, al tiempo que la menopausia surge como un fantasma que se despliega junto al sesgo reumatológico, vinculado al dolor de la clavícula. Los viajes a Monterrey, a Cartagena de Indias, a Bogotá o a Manila por cuestiones de trabajo son tan sólo un alivio pasajero, pues la alegría o satisfacción que experimenta la escritora es, en cierta medida, falsa.
En Clavícula, Marta Sanz trata de huir del relato, de la intriga. “La autobiografía”, escribe, es la consagración de la realidad y de la primavera, y no las costuras para convertirla en un relato”. Sin, embargo, Clavícula parece demostrar todo lo contrario pues la autobiografía se convierte en un relato. Y a decir verdad, el texto está plagado de una presencia yuxtapuesta de pequeños relatos, mensajes privados y recuerdos de viajes que ofician casi como sutiles narraciones. La escritora, que se considera una proletaria de las letras, pero ajena a determinado tipo de ficciones, que no soporta, se desenmascara, se desnuda ante los demás con “palabras purgantes”, palabras que hieren, con “un extraño sentido de la autenticidad” que, a veces, provoca el dolor y la angustia de los seres más queridos, sobre todo su marido, pero también sus padres, cuya presencia en el texto parece un intento, vano, de mitigar el dolor. “Yo quiero que me dejen en paz”, proclama la escritora. De lo que no cabe duda, en cualquier caso, es que la escritura asume una función catártica, porque hay “cosas sobre las que merece la pena escribir”. La escritura, sólo la escritura, se convierte en un consuelo. 
Es cierto, además, que el texto tiene un aire de época. Lo dice la propia Marta Sanz, que recoge las obsesiones feministas de nuestros días. No es casualidad que se afirme, con reiteración, que es “una aventura ser mujer y viajar sola”, justamente lo que hace la escritora, que en sus viajes escribe poesía y contempla los contrastes entre pobres y ricos.
Clavícula se presenta, en definitiva, como “una indagación”, un camino que atraviesa el dolor de hacerse viejo. La sensación de paso del tiempo es el anticipo de la mejoría, cuando la escritora es capaz de recomponer sus pedazos y se lleva, finalmente, los dedos al Bósforo de Almasy.