domingo, 28 de diciembre de 2014
Pere Gimferrer
En una nota que
precede al ensayo Cine y literatura (Barcelona,
Seix Barral, 1999), Pere Gimferrer explica que el libro fue concebido a finales
de los años setenta y publicado finalmente en 1985. La anotación no es baladí
pues las observaciones que el autor realiza a propósito de ciertas películas de
Bergman, Antonioni y en menor medida Wenders (sobre todo Persona y El reportero) ponen
el acento en la época en que se está escribiendo el libro. Pero más allá de
esta evidencia, no cabe duda que Gimferrer está pensando en las posibilidades
que ofrece la cinematografía moderna respecto al modelo narrativo impuesto
desde principios del siglo XX. En este sentido, el punto de partida del ensayo,
sobre el que el autor reflexiona varias veces en el texto, es que Griffith se
inspiró en el modelo novelesco dikensiano para construir la narrativa
cinematográfica clásica, dando lugar a un estilo que, casi sin cambios, se
mantiene hasta la actualidad. A pesar, pues, de las aportaciones del cine
moderno, Gimferrer tiene clara la continuidad del lenguaje cinematográfico frente
a un lenguaje literario más complejo, variado y con más recursos. La
consecuencia de todo esto es que cuanto mayor talento literario se despliegue
en una novela o una obra de teatro tanto más difícil será la adaptación al
cine, lo cual explica la dificultad para encontrar una gran novela convertida
en una gran película. “Ninguno de los grandes clásicos de la novela”, afirma
Gimferrer, “ha llegado a ser un gran clásico del cine, y un hecho de esta
naturaleza no puede considerarse casual, sino indicativo de los límites de la
adaptación”. Salvo raras excepciones, los novelistas quedan mejor
reflejados en sus obras menores. La cuestión se complica todavía más con la
novela moderna (a partir de Joyce, Proust y Kafka) pues las novedades
literarias de que hace gala la novela actual (lo que entiende Gimferrer por
novela actual, que nada tiene que ver con la mayor parte de la producción
literaria de carácter mercantil) contribuyen a distanciar cada vez más el cine
de la narrativa contemporánea.
Al plantear la cuestión del teatro,
Gimferrer observa las mismas circunstancias y los mismos problemas que en la
novela, pues se da el caso que el teatro actual (o lo que el autor entiende
como tal, es decir, un espectáculo más centrado en la realidad escénica que en
la ilusión realista) está más alejado del cine que el teatro isabelino.
Gimferrer, como no podía ser de otro modo, acude a Shakespeare para analizar
las relaciones entre palabra escénica y palabra fílmica. El paso del teatro al
cine es seguido a través de los ejemplos de Olivier y Welles. Siempre pensando
en términos cinematográficos, Gimferrer advierte que el cine de Welles es capaz
de lograr aquello que el autor considera fundamental en toda adaptación
fílmica, a saber, emplear los recursos que son propios del cine para solucionar
los problemas que se plantean en una película en vez de mimetizar los recursos
literarios, consiguiendo de este modo obras
verdaderamente autónomas. En el caso de Olivier, Gimferrer aprecia certeramente
uno de los grandes fallos de las adaptaciones cinematográficas: el
desequilibrio entre los parlamentos y el contenido visual de los encuadres. Al
revisar las películas de Olivier, tal como afirma el autor, “el espectador se
queda con la sensación de que o bien sobran palabras o bien faltan metros de
película: se habla demasiado o se ve muy poco; la carga semántica acumulada en
los parlamentos tiene mucho más peso que el contenido visual de los encuadres”.
En la parte final de este magnífico
libro, Gimferrer evoca las películas de Douglas Sirk para poner de manifiesto
que el guión es una cosa muy distinta de la película y no determina el
resultado final que se observa en la pantalla. Sirk ha sabido convertir
melodramas populares y materiales literarios infames en auténticas tragedias
gracias a la estilización de la puesta en escena. Esta idea, que parece muy
clara para quien contempla hoy en día una película de Sirk, pasó inadvertida para
gran parte de la crítica (como tantas otras cosas) durante los años cincuenta.
Por lo demás, el cine documental es también una muestra bien palpable de que el
guión es un pretexto y un punto de partida previo, perfectamente moldeable en
las diferentes etapas de definición de una película hasta el punto de que en
ciertos casos, tal como señala Gimferrer, se puede hablar de guión a posteriori, y el ejemplo de El desencanto es buena prueba de ello
pues el guión se debe tanto a Chavarri como a los Panero. Toda esta
argumentación lleva finalmente a Gimferrer a la conclusión que cierra el
ensayo: el guión es un género literario subsidiario, pero no es cine.
Admirador de Manckiewicz, Cukor y Wilder por lo que se deduce del texto,
nuestro autor no oculta las dificultades que embarga la alianza entre palabra e
imagen y la sensación, bien evidente pero triste, de que el “cine de la
palabra” está hoy en día prácticamente acabado, pero esto es poca cosa si
contemplamos el cine actual y consideramos, como hace Gimferrer, que la
planificación, la dirección de actores y el tratamiento del espacio son los
aspectos que conceden carta de naturaleza a una película. Entonces, nuestra
desazón es todavía mayor.
jueves, 27 de noviembre de 2014
Caminando desnudo
Caminando desnudo (Cuadernos del
Laberinto, Madrid, 2012) es el primer poemario de Andrés Carlos López Herrero,
reconocido pintor y profesor de artes plásticas. Liberado sólo hasta cierto
punto del pudor y de la vergüenza al mostrar sus pensamientos, tal como afirma
en el prólogo, López Herrero nos ofrece en Caminando
desnudo un discurso sincero –cercano a su admirado José Hierro-, una
propuesta que gira en torno a una cuestión fundamental, a saber, el paso el
tiempo. Obsesionado con la estulticia de la postmodernidad, el incipiente poeta
libera sus sentimientos para describir con breves pinceladas los signos y las
enfermedades de nuestro tiempo, mientras camina, en dirección contraria diría
yo, hacia una comunión con la naturaleza y lo primitivo. Por eso, la presencia
hipnótica de una isla encantada se traduce en el misterio, en la intuición del
“arcano enigma”, en la afirmación de la soledad. Desamparado,
desconsolado, el poeta desaprueba los espacios urbanos acotados de acero y
cemento. Los campanarios, los árboles, los pájaros y las montañas han perdido
su brillo. “Ahora no escucho respirar a la montaña”, se lamenta el
poeta. El paisaje está dormido. Se ha impuesto un mundo futurista de palabras
feas e impronunciables (el poemario está intoxicado de vocablos inefables), un
espectáculo postmoderno en el que se suplanta a Dios y se entierra la historia,
en el que se conciben “almas de puerilidad retroalimentada”, en el que
domina una “sensiblería impostada”. La herencia de la tierra parece
desvanecerse mientras la arrogancia parece dominar nuestra existencia.
Observador cínico de lo que denomina “bochornoso carnaval humano”, López
Herrero habla de miedo e insiste en la pérdida de humanidad. Este tono
pesimista, casi apocalíptico, que aletea en el poemario, como si existiese un
brutal contraste entre lo que ve y lo que sueña el poeta, culmina en la
destrucción, en el “Apocalipsis” que centellea en el último poema ahondando en
la futilidad del mundo presente.
Da la impresión al leer el poemario
de que el único refugio, la única forma de luchar contra la modernidad, contra
la locura y el paso del tiempo –todo a la vez- es la poesía, la palabra, la
capacidad de soñar, la melancolía aferrada a la imposibilidad de olvidar el
amor. Un núcleo de poemas está precisamente enraizado en la ausencia de amor,
en la locura que supone la pérdida y en el porvenir que sugiere el reencuentro
soñado, ese / ulterior porvenir que cae del cielo / cada atardecer azul y
naranja. La necesidad que experimenta el poeta de reinventarse a mitad
del camino, de plantearse cuestiones cuando la vida avanza sin freno, se
relaciona estrechamente con la irrupción en el poemario de dos cuestiones: el
destino y el sentido del tiempo. Afrontar la muerte, afrontar el pasado,
necesidades vitales que se expresan como “ejercicio de honestidad profesional”. El tiempo corre veloz mientras el poeta desnuda su alma y demanda
nuestra atención preguntándonos si acaso “hemos dejado de soñar”.
jueves, 30 de octubre de 2014
Histórica 4
En una especie
de postfacio que se encuentra al final de la lectura de Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz (Barcelona, Península, 2007),
Ruiz-Domènec explica cómo el libro sobre la figura del Cid había surgido, por
primera vez, en unas notas escritas en París en 1979. El historiador sitúa su
investigación en el conjunto de debates de los años 70 en torno a la herencia
de Menéndez Pidal. El estudio, casi como un guiño al nonagenario medievalista,
toma como punto de partida la famosa fotografía realizada en el rodaje de El Cid en la que se ve a Menéndez Pidal observando
el halcón que porta en la mano el actor Charlton Heston. Más allá de esta
anécdota que se presenta como si se tratase de una epifanía, el libro se inicia
con una serie de reflexiones sobre la película de Anthony Mann, sobre la forma
en que el cineasta americano contribuye a forjar la leyenda del Cid, sobre la
relación que se establece entre historia y mito. Esta introducción
cinematográfica deriva en la cuestión que centra el interés del historiador, a
saber, cómo la historiografía y la literatura han transfigurado a un hombre de
frontera del siglo XI convirtiéndolo en palabras de Ruiz-Domènec “en el
portador de la honra de España”. Sorprende, en este sentido, la forma
imaginativa en que nuestro antor ilumina las fuentes. Conocedor de la figura de
Ricard Guillem, establece una suposición sobre la continuación del Carmen Campidoctoris (el poema latino
que inicia el mito del Cid) proponiendo un paralelismo plutarqueo entre la
historia de Rodrigo Díaz y los afanes del también exiliado Ricard Guillem. La
lectura del Carmen Campidoctoris, un
regalo de Guillem al Campeador, quizá hizo pensar por primera vez al Cid que
era un hombre elegido para la gloria. El problema se plantea cuando se
contrasta esta visión del poema con la lectura de los cronistas árabes de
aquella época, pues los escritores musulmanes insisten en la crueldad y el afán
de riqueza del Cid. Una figura, pues, ambigua y equívoca entra de lleno en la
cultura cristiana en una época en la que las baladas de los juglares empezaban
a diseñar la leyenda del Cid.
El estudio de Ruiz-Domènec trata de
captar la forma en que las fuentes se han apropiado de la figura del Cid, cómo
la reina Berenguela ha contribuido a la elaboración de la imagen del Campeador
a través de la memoria familiar –de las mujeres-, cómo la Historia Roderici (una vita escrita en latín por un clérigo)
pretende en realidad legitimar la monarquía de Alfonso IX en el siglo XII, como
el Cantar de Mío Cid inventa el
pasado del héroe para construir un modelo de moral guerrera –o acaso una
proclama política, intuida en el final del poema, en la visión de
Ruiz-Domènec-, cómo la Historia de Jiménez de
Rada y la Crónica de
los veinte reyes responden más a un proyecto de futuro que a un intento de
comprender el pasado, justificando a la sazón las necesidades políticas de
Castilla, cómo la leyenda penetra en un terreno inexplorado –la juventud del
guerrero- en el siglo XIV con las Mocedades
de Rodrigo, cómo a través del Romancero la figura del Cid entra de lleno en
la memoria colectiva de un pueblo, cómo la Crónica del famoso cavallero Cid Ruy Díaz Campeador,
de 1512, muestra a nuestro héroe como un auténtico caballero renacentista, un
humanista legitimando la unión peninsular, cómo el drama barroco de Guillén de
Castro, según la moda de la época, se complace en describir una historia de
honor, sangre, amor y celos, cómo Le Cid de
Corneille refleja las intrigas nobiliarias de la Francia del siglo XVII y
el impulso de la monarquía francesa, cómo la Historia crítica de Masdeu desatiende las que
considera ridículas hazañas del Cid, y cómo, finalmente, las Recherches sur l’histoire et la littérature de L’Espagne pendant le
Moyen Age de Reinhart Dozy, en el siglo XIX, auspician una nueva fase en la
historiografía pues suponen el primer intento claro de deslindar la historia
del personaje literario y la leyenda del Cid. Evidentemente, el libro que marca
una época en el estudio del tema es La España del Cid, de Menéndez Pidal. El erudito
nos presenta a un Rodrigo orgulloso, leal, desterrado. Ruiz-Domènec habla de
las “tramas ideológicas” que componen el libro de Menéndez Pidal, el
tradicionalismo renovador que sirve de modelo en 1929, cuando se publica La España del Cid, y que disfraza al héroe con
las virtudes patrias “para hacerlo coincidir con las preocupaciones de su
tiempo.
Tras la revisión historiográfica y
teniendo como faro especialmente el trabajo de Menéndez Pidal, nuestro autor se
adentra en la segunda parte del libro en una suerte de viaje, unas breves notas
que tratan de clarificar los hechos de Rodrigo Díaz y que se reducen en el
volumen a unas escasas 40 páginas, sin duda alguna por las dificultades que
entraña una biografía del personaje y también tendiendo en cuenta que son tan
sólo las notas de un viajero que proyecta en el futuro un estudio más
pormenorizado. Desde la cuestión del asesinato de Sancho II hasta la presencia
del Cid en Barcelona o la estancia de Ricard Guillem en Valencia la
interpretación de Ruiz-Domènec se basa en conjeturas, aunque en ocasiones son
presentadas como certezas por el historiador. El silencio de las fuentes da
mucho juego. Ruiz Domènec aprovecha, en fin, estas páginas para ofrecer una
imagen del héroe alejada del miles
Christi, un hombre que iba a lo suyo, sin valores religiosos, de ideas
contrarias al integrismo almorávide y al espíritu cruzado, “un hombre que se
enfrenta decididamente a su época”.
martes, 30 de septiembre de 2014
Els passejants de l'illa de Xàtiva
Después de
publicar, bajo el amparo de la universidad de Valencia, un magnífico estudio
sobre un poeta de la
Renaixença valenciana (Joan
B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia), el escritor Josep M. Sanchis
–ahora el bajo el pseudónimo de Joan Benesiu- retorna a la ficción con su
segunda novela. Els passejants de l’illa
de Xàtiva (Barcelona, ViBooks, 2014), continuando y profundizando la estela
narrativa de su primera novela (la galardonada Intercanvi), es una compleja combinación de literatura de viajes,
ensayo, autobiografía y ficción (quizá al modo -o en la tradición- de su
admirado Claudio Magris). El libro, tal como el propio autor sugiere en varias
ocasiones en el relato, es concebido y escrito tras el esfuerzo extraordinario
que le había supuesto la composición del ensayo sobre el poeta valenciano.
Agotado física y mentalmente, con una cierta sensación de vacío, el escritor,
convertido en viajero y protagonista de su propia novela, relata los
acontecimientos quizá ficticios, quizá reales, que suceden a varios exiliados,
emigrantes o viajeros –tanto da- que, casualmente –o quizá de una forma no tan
casual- coinciden alrededor de la mesa de un bar contándose historias, anclados
en una ciudad situada prácticamente en el fin del mundo, en el cono sur de
América, en la frontera entre Argentina y Chile. El lugar de encuentro de estos
viajeros es Ushuaia –“fin del mundo, principio de todo”, reza el lema de esta
ciudad-, un espacio límite desde el que se contemplan los dientes de Navarino y
cercano a la renombrada isla de las Malvinas.
Cada uno de los componentes de la
“taula de les històries”, tal como la define el autor en uno de los capítulos,
se complace en narrar las vicisitudes que explican su presencia en un lugar tan
alejado del mundo: Guillaume Housseras, un aburrido burgués parisino que huye
de su acaudalada familia poniendo tierra de por medio, abandonando con ello
temporalmente la dirección de su prestigiosa empresa; Peter Borum, un inglés
que se aleja del horror familiar (su mujer le ha dejado y su hijo ha ingresado
en la cárcel) y se traslada a Ushuaia para indagar en el suicidio de su
hermano, un hecho relacionado de forma indirecta con la guerra de las Malvinas;
Nemesio Coro, un mexicano que ha salido de México D. F. perseguido por la mafia
vinculada al narcotráfico; Martín Medina, un chileno represaliado por la
dictadura de Pinochet y enfrentado a su padre; Joan Benesiu, es decir, el
narrador, que llega directamente desde Buenos Aires después de una intempestiva
y extraña historia de amor con una joven argentina amante de los pájaros y
admiradora incondicional de Gombrowicz.; y, finalmente, Dominika Malczeswka,
una polaca dueña del bar Katowice -el local donde se cuentan las historias-,
una emigrante aterrizada en Argentina tras los desastrosos sucesos de la
segunda guerra mundial que tanto afectaron a Polonia.
Optando por una narración personal desde la óptica del supuesto viajero
Joan Benesiu, el autor elabora una especie de rompecabezas, un precioso tapiz
en el que todos los elementos van entrelazándose en torno a dos temas
recurrentes, a saber, la búsqueda de identidad y el mito de la frontera. Al
mismo tiempo, reforzando la densidad de la narración, todos los relatos que se
entrecruzan en el Katowice están enraizados en acontecimientos violentos de la
historia reciente como la ya mencionada guerra de las Malvinas, la ocupación
alemana y soviética de Polonia en la segunda guerra mundial o la matanza de
estudiantes en la plaza de las Tres Culturas en México D. F en 1968. La
violencia del Estado, en ocasiones, da la sensación de estar confrontada con la
libertad anarquista que emerge también en algunas historias, aunque sólo de forma
muy tamizada. El complejo entramado narrativo se completa con constantes
digresiones literarias a propósito de escritores -y libros- que acosan la mente
del viajero, desde los centroeuropeos como León Bloy, Robert Musil, Ernst
Jünger, Stanislaw Lem, Winfried Sebald y Primo Levi hasta los hispanoamericanos
como Sergio Pitol, Roberto Bolaño, Juan Rulfo y Witold Gombrowicz. Casi sin
descanso, la lectura de Els Passejants de
l’illa de Xàtiva nos conduce de una historia otra, de un espacio geográfico
a otro, hasta el punto de que da la impresión de que se pierde el hilo
principal de la narración. Pero al final siempre hay una salida. El narrador,
Joan Benesiu, (protagonista cuyo nombre nunca se menciona en la novela) sirve
de anclaje, de motor alrededor del cual se teje todo el relato. No es
casualidad, por tanto, que Els passejants
de l’illa de Xàtiva atesore en ciertos momentos un marcado tono
autobiográfico teñido de emoción y humor a partes iguales. Los recuerdos
familiares entre los que emerge, fascinante, la imagen de la abuela se combinan
con la lectura de cuentos, la soñada –y anhelada- visión del padre perdido y la
foto imponente del poeta Pastor –que preside la casa familiar-. Estos recuerdos
que obsesionan al escritor están relacionados de forma inequívoca con la
pérdida de la inocencia, pero también con una cierta idea de la soledad y la
muerte que pulula casi desde el inicio del relato, lo cual acentúa aún más la
sensación que se tiene al final del libro de estar ante una obra de inspiración
romántica en la que un hombre busca su identidad a través de un viaje
existencial al fin del mundo.
jueves, 28 de agosto de 2014
Yves Bonnefoy
El último libro
publicado en castellano del poeta francés Yves Bonnefoy, titulado El territorio interior (Sexto Piso,
2014, L’arrière-pays en la edición
original de 1971), mezcla inclasificable de literatura de viajes, ensayo y
prosa poética, presenta el itinerario italiano del poeta a través de una serie
de imágenes elaboradas a partir de la mirada contemplativa de variadas pinturas
del Quattrocento, teniendo como telón de fondo el paisaje soñado –y real al
mismo tiempo- de la Toscana. La
portada del libro, un horizonte amplio y claro, lleno de luz, en cuyo margen
inferior se intuyen dos figuras que remiten a una pintura de Piero Della
Francesca, llama la atención desde el primer momento y no parece colocada al
azar: auspicia la posibilidad de adentrase en un viaje al interior de la
cultura italiana.
“Amo la tierra, lo que veo me colma”, proclama Bonnefoy al inicio
del libro. Esta bella aseveración ancla al poeta en la frontera de lo terrenal,
pero no limita su visión que abraza el horizonte infinito. El amor a la tierra
que le conduce por los paisajes de la poesía del lugar, de la presencia
inmediata, se compagina con la búsqueda compulsiva de una verdad más allá de lo
tangible, en el ámbito de la ensoñación. El camino de la tierra es el camino de
la belleza, las sensaciones más cercanas liberan un sabor de eternidad, pero lo
mismo ocurre con las realidades más profundas. Bonnefoy busca la disonancia
entre lo que se ve aquí y lo que se
percibe o intuye más allá. Entre aquí
y allá, entre dos lugares se encuentra el territorio interior que Bonnefoy
anhela. Por eso cuando algo conmueve al poeta se encuentra como si estuviese en
el exilio. La vida de Bonnefoy, de hecho, tal como él mismo ha señalado, se
mueve entre dos villas, entre dos puntos, los dos lugares que han configurado
su existencia, la ciudad de Tours, donde nace, y Toirac, el enclave idílico
donde discurren los felices veranos de su infancia.
La propuesta poética de Bonnefoy se abre con la evocación de los antiguos
recuerdos del territorio interior, un lugar inaccesible, ilocalizable, al que
se accede desde la emoción, desde la vigilancia. Conmovido por los relatos de
viajeros en Asia central, el poeta se acerca al desierto de Gobi, al grandioso
Tíbet, a la fortaleza roja en las arenas de Amber, a las ruinas de Jaipur. Un
relato arqueológico acaso inventado o soñado le arrebata profundamente.
Bonnefoy habla de un libro de la infancia, una aventura narrada En rojas arenas: un arqueólogo busca
unas ruinas en medio de un desierto y lo único que encuentra es una ciudad
romana -que sobrevive todavía- escondida bajo la arena y una muchacha que
aparece y desaparece, como si se tratase de un sueño. Esta historia de
hallazgos y búsquedas concentra la atención del poeta para toda una vida,
resume su particular obsesión por el territorio interior, por el aquí y el
allá, lo visible y lo soñado, la mirada al lugar más próximo y la idea de
transmutar lo sagrado en una experiencia sensible.
El viajero termina por ir a Italia, porque el arte toscano del
Quattrocento es su destino, porque en él se funden la entrega a la tierra y una
profunda experiencia moral. Bonnefoy ama la pittura
chiara de los artistas italianos, una imagen que le recuerda el alba y que
evoca el anhelado territorio interior. Emprende entonces un viaje al azar y proyecta
un libro en mitad del camino, la reflexión de un viajero sobre las obras que va
contemplando en pinacotecas y claustros, pero, paradójicamente, más adelante
renuncia a comprender el arte italiano. Bonnefoy habla de la destrucción de un
libro que está escribiendo: El viajero.
Es como si su acercamiento al objeto estudiado no fuese el adecuado. Por eso su
visión está llena de contradicciones, de alumbramientos y de decepciones.
Incluso en el latín busca el poeta una promesa, una esperanza, hasta el punto
de adentrarse en las lenguas primitivas itálicas, tratando de encontrar acaso
una conexión entre las imágenes del renacimiento y la palabra de los poetas.
Bonnefoy acaba su recorrido, no obstante, en el barroco italiano, certificando
su obsesión por Poussin y el tema de Moisés
salvado de las aguas, quizá porque el artista se había inspirado en su amor
a la tierra, quizá porque, tal como cuenta Bonnefoy, el pintor francés había
visto a unas lavanderas en las orillas del Tíber y el gesto de una mujer elevando
a un niño en alto había reclamado su atención.
Treinta años más tarde, Bonnefoy vuelve al territorio interior -a
instancias de Marta Donzelli y a propósito de la edición italiana- y escribe
unas líneas en 2004. Las ensoñaciones que el arte italiano provocó en el
viajero han dado paso a una fase de reflexión, de lucidez. Atrás han quedado
los sueños, las ilusiones, los peligros de las horas en soledad, tal como
recuerda el poeta. Bonnefoy buscó su verdadero lugar en Italia describiendo
quimeras, siguiendo los restos de las lenguas perdidas, leyendo los versos de
Dante y Leopardi. En la perspectiva de los pintores italianos encontró la luz
-no la profundidad-, la pittura chiara,
la pintura del rocío, del alba, de la mañana. Piero Della Francesca, Masaccio,
Botticelli, quizá el aquí y el allá reconquistados. Tan sólo el paso
del tiempo ha dado valor real a lo que el poeta veía como ensoñaciones. “Italia
fue para mí”, concluye el poeta, “en la vida vivida o imaginada, un laberinto
de ilusiones y de lecciones de sabiduría, un tejido de signos de una misteriosa
promesa que no mencionaré de nuevo”. Finalizado el viaje, esa promesa
también orienta mis pasos hacia mi particular territorio interior.
jueves, 31 de julio de 2014
Historia griega
Nombrado “Regius
Professor” de griego en la universidad de Oxford en 1936 -heredando en esa gran
tradición a Gilber Murray-, amigo de poetas como Yeats o Elliot, y catalizador
de una nueva visión del mundo griego –que debía mucho a Jane Harrison y que
corría paralela a la que se desarrollaba en Cambridge, donde empezaron a
trabajar a partir de los años cincuenta Kirk y Finley-, el irlandés Eric
Robertson Dodds es conocido en España, en los círculos intelectuales, gracias a
un imponente libro titulado Los griegos y
lo irracional, que fue publicado por primera vez en la Revista de Occidente en
1960, y reeditado por Alianza Universidad en los años 80. Producto de unas
conferencias que Dodds impartió en la universidad de Berkeley en 1949, el libro
es publicado por la universidad de California en 1951. El ensayo, tal como
señala el autor en el prefacio, no es en sentido estricto ni una historia de la
religión griega ni un compendio de los sentimientos o ideas religiosas de los
griegos sino más bien el estudio de “una clase de experiencia por la que se
interesó poco el racionalismo del siglo XIX”. Influido por las
tendencias antropológicas de la época y la psicología social, Dodds nos ofrece
en Los griegos y lo irracional una
serie de sugerencias sobre el mundo mental de los griegos –que se alejan de la
visión “aseada” y convencional que nos mostraban los mitólogos del XIX-,
iluminando ciertos aspectos de la mentalidad primitiva de los griegos,
procedentes de la época arcaica y que todavía permanecían vigentes en época
clásica tal como testimonian las fuentes escritas, especialmente Platón.
Entre las sugerencias y aspectos que
pone de relieve Dodds en el ensayo se pueden citar la universalidad del
desenfreno (hybris) como el primero
de los males, la idea de culpabilidad heredada por los crímenes contra los
padres –cuestión relacionada con la creencia en la solidaridad de la familia,
la contaminación (miasma) y la
purificación ritual (katharsis)-, el
papel de lo demoníaco en la creencia popular de los griegos, la relación entre
el “demonio” (daimon) y el destino (moira) de cada persona, la función
protectora que ejerce el oráculo de Delfos en el mundo griego, la función
social del ritual dionisíaco, la tradición del “sueño divino” o khrematismós –que supone la aparición de
una divinidad o un antepasado en donde el sueño es considerado como un oráculo-
y la visión referida a las recompensas y los castigos después de la muerte
–relacionada en Esquilo con las tradicionales leyes no escritas-. El estudio de
todas estas experiencias típicas de la mentalidad religiosa del pueblo griego
parece desembocar, en el núcleo central del libro, en una idea que solidifica y
anuda todo el texto, a saber, el conflicto -y el distanciamiento- que se
produce en el siglo V a. C, en Atenas, entre cultura ilustrada minoritaria y
cultura popular. Dodds observa que en el siglo V había una amalgama de
creencias funcionando, pero no había una “opinión griega”. Tan sólo
existía “una masa de confusión” a la que Esquilo había tratado de dar un
sentido moral -un proyecto que luego retomará Platón-. Siguiendo a Gilber
Murray, el autor emplea el concepto de “conglomerado heredado” para referirse a
ese conjunto de creencias religiosas existente en Grecia, que, sin duda alguna,
contribuían a la cohesión social. Ahora bien, a lo largo del siglo V la brecha
entre las creencias del pueblo y las creencias de los intelectuales se había
ampliado por la difusión de lo que se ha dado en llamar la “ilustración
griega”. El resultado es una especie de reacción en la segunda mitad del siglo
V contra los intelectuales que se certifica en el decreto de Diopites de 432 o
430 y en los juicios por herejía contra Anaxágoras, Diágoras, Sócrates y
posiblemente Pitágoras y Eurípides. Y es que la tradición estaba fuertemente
arraigada en el pueblo ateniense, lo que puede explicar también el histerismo
religioso provocado por un hecho puntual como la mutilación de los Hermes en 415 a . C. Dodds habla en este
sentido, y para esta época, de un absoluto “divorcio entre las creencias de los
pocos y las creencias de los muchos”. Además, como consecuencia del
empuje de la “ilustración ateniense” –y de la guerra del Peloponeso- se produce
lo que Dodds denomina un “rebrote de la religión popular” que se
manifiesta en la difusión del culto a Esculapio, el culto a dioses extranjeros
y el renacimiento de la magia.
En este contexto conflictivo a nivel
moral, mental y religioso, la labor que afronta Platón en las Leyes según nuestro autor es la de
“estabilizar la situación por medio de una contrarreforma”. Así, las
últimas propuestas de Platón se corresponden, en palabras de Dodds, con “una
sociedad completamente cerrada, que había de gobernarse, no por la razón
iluminada, sino (bajo Dios) por la costumbre y la ley religiosa” , es
decir, por la tradición. La interpretación de Dodds –tan sugerente como
clarificadora- corre el riesgo de deslizarse por terrenos más ambiguos y menos
firmes cuando relaciona las ideas mágico-religiosas de Platón con un origen remoto
en la cultura chamanística nórdica o cuando identifica la fe platónica en la
razón –heredada del siglo V- con el yo oculto de la tradición chamanística.
Esta visión “panchamanista” se aprecia claramente en la cautela con la que
Dodds trata el tema del orfismo, presentando a Orfeo como una especie de
chamán, igual que Zalmoxis, Abaris, Epiménides, Pitágoras y Empédocles. En
todos ellos encuentra aspectos similares al chamán escita. Sin embargo, duda de
las afirmaciones más repetidas por los eruditos acerca del orfismo, y duda del
carácter órfico de algunos mitos escatológicos de Platón.
Considerado por Dodds “casi el
último intelectual griego que parece tener verdaderas raíces sociales”, por su enraizamiento en la polis, Platón no sólo trata de estabilizar el
conglomerado heredado sino que pretende “poner contrafuertes a la estructura
tradicional” y “descartar” todo lo que estuviera “podrido”, sustituyéndolo por
algo más “duradero”, de tal modo que en algunos puntos se ve obligado a “romper
con la tradición” y en otros aspectos admite el compromiso.
Enfatizando el culto al sol, quizá de procedencia oriental –y en todo caso un
elemento nuevo en la religión griega-, Platón propone finalmente en las Leyes un culto combinado de Apolo y del
dios-sol Helios. “Este culto asociado”, dice Dodds, “en lugar del culto de
Zeus, representado Apolo el tradicionalismo de las masas y Helios la nueva
religión natural de los filósofos, es el último y desesperado intento de Platón
por construir un puente entre los intelectuales y el pueblo, y salvar con ello
la unidad de la creencia griega y de la cultura griega” (p. 207). Platón
trabaja por la cohesión social, por la unidad de la polis, para evitar la stasis. Lo que vendría después con el
helenismo –un cambio notable- supondría -acaso- una progresiva decadencia de la
tradición.
lunes, 30 de junio de 2014
El absurdo fin de la realidad
Publicada por
Ediciones Irreverentes en 2013 y ganadora del Primer Premio 451 de novela de
ciencia ficción, El absurdo fin de la
realidad es una fantasía teatral construida de forma modélica por el escritor
murciano Pedro Pujante. En primera persona, como si se tratase de un relato
autobiográfico, el protagonista de la historia cuenta los acontecimientos que
se suceden en Orentes, un pueblo ficticio de la costa murciana, tras llegar la
noticia de la inminente presencia en la villa de un ovni procedente de otra
galaxia. El narrador de la historia es a la sazón el escritor del pueblo y se
apresta rápidamente a elaborar un discurso de bienvenida a los alienígenas. El
punto de partida de la narración recuerda de forma muy evidente Bienvenido, mister Marshall, la película
parcialmente escrita por Mihura, más aún cuando bien avanzada la historia
leemos que los habitantes de Orentes se preparan para el evento y realizan
sus peticiones al alcalde en la plaza mayor del pueblo. La novela, pues,
funciona como relato de ciencia ficción, con sucesos que van alterando la
fisonomía y la vida de Orentes, pero además se presenta como ejercicio
literario, como proceso de construcción de un discurso que parece sólo afectar
a la mente del protagonista.
Desde el principio de la novela
sabemos que el personaje principal sufre una especie de extrañamiento. En medio
de la monótona existencia de Orentes, el escritor se siente un extraño en su
pueblo, un ser solitario, anónimo y sin orígenes que se identifica con El extranjero de Camus. Aunque se define
como una persona asocial, de índole pacifista, que reniega de su raza y de su
pueblo, proclamándose prácticamente un extraterrestre, conviene recordar
también que a lo largo de la narración el escritor va identificándose
progresivamente con distintos personajes, como si tuviese múltiple
personalidad, como si fuese al mismo tiempo alcalde, falsificador, impostor y
un sinfín de cosas más. La mayor parte de la novela se desarrolla en función de
los devaneos intelectuales de este personaje, lo que permite al autor
ejercitarse en la reflexión filosófica y literaria, y construir un discurso
metaliterario no exento de una fina ironía.
La narración principal en El absurdo fin de la realidad da un giro
cuando hacia la parte final del relato se produce una suerte de regresión
temporal, un salto hacia atrás en la historia, de tal modo que empiezan a
repetirse los mismos hechos que han acaecido en los últimos tres meses. Ahora
bien, estos acontecimientos se desarrollan con variaciones, hasta el punto de
que los personajes tienen una especie de segunda oportunidad. La historia se
escribe otra vez, pero de forma diferente. Los turistas ya no pueden acceder al
pueblo para contemplar el espectáculo, es decir, la llegada del ovni, porque
una especie de muro rodea la villa dejándola incomunicada. A partir de este
giro dentro de la historia, la novela parece tornarse más cercana al lector,
más hilarante, más narrativa y menos metaliteraria.
Más allá del núcleo
central que compone la historia, El
absurdo fin de la realidad brilla como disertación filosófica y literaria.
Da la impresión de que Pujante ha construido un discurso con las lecturas que
han forjado su formación. La referencia a Vila-Matas, que parece el punto de
partida, da paso a una tradición que enlaza Kafka con Borges. Los temas que
sugiere Pujante en la novela no dejan lugar a dudas. El deseo de ser otro que
experimenta el protagonista, el tema del doble, la soledad que sentimos en
nosotros mismos, la práctica literaria que introduce al autor dentro de su
propia obra, la defensa de la teoría de la multipersonalidad, la deconstrucción
de la memoria, la escritura como autobiografía, la impostura y la falsedad en
el relato, y la cuestión de la búsqueda son ideas y obsesiones que conforman el
universo literario del autor. No faltan tampoco las notas de ciencia ficción y
fantasía, las alusiones a grandes clásicos desde Crónicas marcianas a Solaris,
los comentarios y análisis de libros de autores contemporáneos, desde Sebald a
Cormac McCarthy, las referencias cinematográficas a directores todavía vivos,
como Allen o Burton, la presencia de microrrelatos y pequeñas historias, y,
quizá, breves apuntes autobiográficos, como cuando el autor habla de la lectura
de tebeos en la infancia o de su afición a la literatura romántica en la
adolescencia. Todo esto, en definitiva, configura un tejido literario que,
unido a la descacharrante historia de la llegada de un ovni, nos hace dudar si
la experiencia es vivida o soñada.
sábado, 31 de mayo de 2014
Miguel Mihura
La historia de
Paula y Dionisio me persigue desde hace días, allá donde vaya, de forma
implacable. No logro apartar de mi mente ese escenario singular y único de
personajes creado por Mihura. Me deleito pensando en el encadenamiento
imaginativo de los diálogos, las situaciones absurdas, el humor refinado y
elegante, los juegos semánticos, el carácter irreverente y genial de la obra. A
veces irónica, a veces tierna o melancólica, siempre humorística y deliciosa,
evocadoramente poética, me refiero evidentemente, por si alguien no lo hubiera
intuido, a Tres sombreros de copa,
obra cumbre del teatro español del siglo XX.
La obra tardó veinte años en ser representada por primera vez. Escrita en
1932, en el ambiente libertino de la segunda república española, salta a los
escenarios curiosamente en plena época franquista, en 1952. A primera vista, Tres sombreros de copa da la sensación
de ser una comedia de enredo saturada de situaciones absurdas y sin sentido. En
el primer acto, Mihura nos presenta al personaje principal, Dionisio, como un
pequeño burgués, convencional, un hombre de escasa fuerza de voluntad pero de
buenas intencionas. En la habitación de hotel donde va a pasar la última noche
antes de casarse con la hija del rico del lugar, Dionisio conversa de forma un
tanto extraña para el espectador de la época con el ridículo dueño del hotel,
Don Rosario, sobre unas lucecitas (rojas o blancas) que se ven en el puerto a
través de la ventana de la habitación y sobre una bota que hay bajo la cama.
Desde ese preciso instante, el lector –y el espectador- sabe que se encuentra
ante una pieza de teatro nada convencional, dotada de unos mecanismos y
registros que configuran un mundo particular que debe disfrutar y desentrañar.
Un objeto nuevo (los objetos son muy importantes para Mihura) se observa en el
cuarto desde que estuvo por última vez Dionisio en el hotel. Es un teléfono,
desde el que el protagonista recibe durante la noche varias llamadas de su
novia Margarita (a la que nunca vemos ni oímos) que no obtienen respuesta. Es
el mismo teléfono que más tarde, una vez arrancado de la pared, empleará
Dionisio para auscultar –es un decir- a Paula después de haberse desmayado. En
el aparente orden de la habitación de Dionisio irrumpe como un torbellino la
joven Paula, hermosa, radiante, fresca. Es la intrusión de un nuevo mundo que
va a establecer el desorden y el caos. No en vano Paula es una artista que
trabaja en el music-hall, canta, baila y todo lo demás. Cuando la muchacha
entra en el cuarto se sorprende al ver a Dionisio frente a un espejo,
probándose un sombrero de copa para la boda del día siguiente. En las manos
sostiene otros dos sombreros. Engañando casi inconscientemente a la inocente
Paula, el protagonista se hace pasar por un malabarista, de modo que se
equipara a ella y se sitúa así en el mismo mundo de la bohemia. A partir de ese
momento todo puede suceder pues Dionisio ha transgredido la breve línea que
separa el aburrimiento de una vida convencional de la bohemia artística.
En el acto segundo, Mihura acelera la acción y llena el escenario, en
ocasiones, con una gran cantidad de personajes excéntricos. En la habitación
contigua a la de Dionisio se celebra una gran fiesta en la que participan todos
los artistas del music hall, una serie de muchachas de alterne que coquetean
con viejos aburguesados (un militar, un cazador, un odioso señor rico) con tal
de mejorar su situación social, pues los artistas, tal como se refleja en la
obra, viven en una gran penuria. Desde abajo, pues, también se intenta transgredir
el orden social. Todos estos personajes secundarios, pasajeros, cruzan el
escenario intermitentemente de derecha a izquierda, y al revés, apareciendo y
desapareciendo de la habitación. Dionisio, por un momento, permanece ajeno a
todo, borracho. Es entonces cuando sabemos que el negro de la compañía de
artistas, un tal Buby, ha convencido a Paula para engañar y engatusar a
Dionisio con tal de sacarle dinero. Sabemos, por tanto, que toda la escena del
primer acto entre los dos protagonistas ha sido una artimaña, un engaño. En el
final del acto segundo, después de rechazar a un pretendiente, al odioso señor
rico, Paula se muestra tal como es, tierna, melancólica, maravillosa. Mihura
avanza en este momento hacia la fase más poética de la obra. Ir a la playa,
comer cangrejos, nadar, hacer castillos, jugar como niños. Esa es la propuesta
de Paula a Dionisio. Quizá la de Mihura, a saber, la de abandonarse al mundo de
la imaginación.
Pero finalmente la realidad se impone. El padre de la novia de Dionisio,
don Sacramento, se presenta en el hotel sorpresivamente, de madrugada. Entramos
de lleno en el tercer acto, el más triste y melancólico de la obra. Mihura
reduce la extensión de este acto. La presencia de don Sacramento reconduce la
historia hacia el orden, hacia la maldita geometría convencional. Cuando usted
se case con mi hija, viene a decir el viejo burgués, dejará de ser un bohemio.
Por una noche, Dionisio ha saltado todas las barreras morales establecidas en
la sociedad y se ha comportado como un artista bohemio. Don Sacramento repite
varias veces la palabra “bohemio” para recordarle a Dionisio en qué bando está.
La falta de voluntad personal y la educación que ha recibido inducen al
protagonista a dejarse llevar por la corriente. A partir de ese momento
cualquier promesa de felicidad queda cercenada. Paula, que ha escuchado la
conversación entre Dionisio y don Sacramento escondida tras un biombo,
comprende entonces que el protagonista le ha engañado con el tema del
matrimonio. Cuando se cierra la obra de forma magistral –y muy
cinematográfica-, Paula se despide de Dionisio sin palabras, desde detrás del
biombo, con un saludo que es respondido por el novio antes de salir de la
habitación con don Rosario, camino del altar. Al quedar sola, Paula se dirige hacia
la ventana –desde donde ya no se contemplan las lucecitas del puerto porque se
han apagado- para ver supuestamente por última vez a Dionisio. De forma
sorpresiva, cuando todo parece desembocar en llantos, Paula recoge los tres
sombreros de copa que estaban por el suelo y comienza a hacer malabarismos.
Al caer el telón de forma tan gloriosa, la sensación agridulce permanece
en el lector-espectador. Más que una pieza de enredo, más que teatro del
absurdo, más que análisis o disección del orden burgués. Hay algo más en la obra.
El desengaño de Paula forma parte de un engranaje en donde todos los personajes
se engañan unos a otros. Como en la vida misma. Por eso, bajo la chispeante,
luminosa y radiante imagen de Tres
sombreros de copa se esconde la idea ciertamente triste de que la vida es
un engaño. Telón.
miércoles, 30 de abril de 2014
La sonrisa del ahorcado
Ya estaba bien
avanzada la década de los ochenta del siglo pasado cuando tuve la fortuna de
conocer a Pedro López Martínez, un joven culto, lector voraz y poeta incipiente
de Moratalla, un pueblo situado en los confines de la región murciana. Dedicado
plenamente a la lectura y la escritura, por aquel entonces López Martínez
avanzaba viento en popa en sus estudios de filología, mientras yo terminaba mis
estudios de historia antigua y empezaba a probar en el mundo del cine
escribiendo guiones que no llegarían a ninguna parte. Recuerdo vivamente
todavía hoy los cuadernillos donde el escritor de Moratalla recogía con
particular obsesión las citas más ingeniosas y extraordinarias de los
escritores de otras épocas. López Martínez tenía ya por aquel entonces el aire
de un hombre minucioso, riguroso, detallista en su trabajo. Todo ello,
evidentemente, se ha trasladado con el paso del tiempo a sus libros. El
transcurrir de los años me permitió leer algunos de sus poemarios, que él
atentamente me regaló y que yo, celosamente, guardo en mi biblioteca (Imágenes de archivo; Necedarius, viceversas, etc.).
Interesado desde siempre por la literatura erótica española, López Martínez
trabajó muchos años sobre este tema, que fue el objetivo de su tesis doctoral.
Recuerdo también que, durante la década de los noventa, si por casualidad nos
veíamos alguna vez no faltaba una conversación en la que se mezclaban de forma
inverosímil su pasión por la literatura erótica y mi interés por Platón, tema
de mi tesis.
La sonrisa del
ahorcado (Círculo Rojo, 2013). Ya antes de empezar la lectura me imagino
que voy a transitar por caminos pocos trillados. El afán de López Martínez por
buscar nuevas formas de expresión narrativa, por jugar con un lector atento a
través de ejercicios literarios le delata desde las primeras páginas. La
pregunta que me planteo desde un principio es si el tono de los cuentos va a
ser siempre el mismo o si voy a observar una evolución en el estilo del autor
en una colección que abarca nada menos que veinticinco años. Al finalizar la
lectura del libro constato que, aunque hay una serie de temas que se repiten y
obsesionan al escritor, se puede apreciar en el tono de los cuentos, que no sé
si realmente guardan una secuencia cronológica, una constante búsqueda de
estilo. Es como si López Martínez, imbuido de la herencia de la tradición
castellana, tratase en algunos cuentos de remedar el gran estilo de nuestros
clásicos, mientras que al mismo tiempo en otros relatos diese la impresión de
caminar hacia un lenguaje más sencillo, más desnudo y menos retórico o
afectado.
Han pasado los años y nuestros caminos se han cruzado otra vez. Mientras yo entrego a López Martínez mis últimos libros, el escritor de Moratalla me ofrece su primer trabajo publicado en narrativa de ficción. Se trata de una colección de cuentos que abarca desde 1987 (más o menos la época en que nos conocimos) a 2012 y que responde al sugerente título de
Han pasado los años y nuestros caminos se han cruzado otra vez. Mientras yo entrego a López Martínez mis últimos libros, el escritor de Moratalla me ofrece su primer trabajo publicado en narrativa de ficción. Se trata de una colección de cuentos que abarca desde 1987 (más o menos la época en que nos conocimos) a 2012 y que responde al sugerente título de
Lo que no cabe duda es que López
Martínez emplea toda una serie de recursos literarios para mantener en vilo al
lector. Los artificios que despliega en los cuentos son numerosos, desde el
monólogo interior hasta los cambios de punto de vista dentro de la narración.
El autor convierte la literatura en una suerte de diálogo, de juego, entre el
lector y el narrador, de tal modo que ciertos cuentos se asemejan a un artificio o engaño. Asistimos, así pues, a ciertas piruetas en el transcurso de
los relatos, giros imprevistos, sorpresivos finales. Casi como una premonición
y quizá con cierta ironía, en “Cartas al director” leemos que aquello que
escribe un incipiente escritor son “irregulares ejercicios de estilo”.
¿Acaso está hablando el autor de sí mismo? No creo equivocarme, en todo caso,
si afirmo que uno de los grandes logros de La
sonrisa del ahorcado es la sutileza con que López Martínez mezcla
literatura y vida, autobiografía y ficción. Da la sensación de que el autor ha
creado un tipo de personaje que se repite en muchos relatos, un individuo que
camina por las calles de la ciudad divagando con sus pensamientos, quizá
precisamente en búsqueda de una historia que contar, como ocurre en “Esa hora
imprecisa”, en “Tentativas” o en “Mejor así”. Es un ejercicio propio de la
modernidad, ante la incapacidad para contar historias al estilo tradicional,
que obliga a transitar por nuevos caminos. El autor busca historias en la
observación de la realidad cotidiana, basándose a veces en pequeñas anécdotas
unidas por el azar (un matrimonio, un asesinato, un accidente, el lanzamiento
de un penalti…), lo que resulta bastante evidente en el bloque de cuentos que
titula “Casualidades de la vida”, encabezado por un párrafo que luego repite en
“Instante” y en el que se lee algo así como que el destino “manda y de mandarín
ejerce”. En este entramado de cuentos llenos de veladas referencias
personales, que parecen muy cercanos y narran acontecimientos contemporáneos,
llama la atención la presencia de varios relatos (en el inicio de la
colección), concretamente “Monólogo en seis tiempos”, “El giro inverosímil” y
“El último tren”, que se sitúan en el pasado, seguramente en época franquista,
y que presentan ciertas similitudes tales como el primitivismo de la historia,
las repeticiones estilísticas, el tedio y el aburrimiento de la época, la
educación en el sacrificio y la resignación, y la idea de suicidio. En estos
cuentos a decir verdad se presenta la vida como una larga espera sin demasiado sentido.
La sonrisa del ahorcado. En ocasiones, el autor maneja unos
códigos que es necesario desentrañar, lo que obliga al lector a involucrarse en
el texto, como ocurre en la página en blanco que sucede a “La atracción de las
palomas”, que invita a la reflexión y excita la imaginación del público (si se
ha percatado del asunto), más aún cuando, más adelante, comprobamos que en un
cuento titulado “El curioso caso de la página en blanco” se repite en la
ficción lo mismo que ocurre en realidad en La
sonrisa del ahorcado, es decir, la desaparición de un cuento en la
colección, lo que, al mismo tiempo, permite al autor plantear el tema de la
imposibilidad de reproducir un texto que ha desaparecido, la incapacidad para
transmitir íntegra y fielmente la memoria pues “la literatura no es sólo
historia y contenido, sino que es, antes que ninguna otra cosa, la forma de contener
y de transmitir una historia”. No sorprende, por lo demás, que las
frecuentes reflexiones sobre la escritura que desgrana el autor en estos
cuentos sean una prolongación de una visión del mundo que privilegia la
literatura y el arte sobre la mercaduría de nuestros días. Por eso, al
finalizar estas líneas, me emociono al comprobar que nuestros caminos –el de
López Martínez y el mío- se han cruzado nuevamente gracias a la literatura,
gracias a La sonrisa del ahorcado.
Uno de los temas que recorre la obra de López Martínez es el problema de la identidad y la necesidad de la memoria. En “Aunque sé que es inútil” se habla de “la tragedia terrible de un hombre que no tiene recuerdos”. En “El arte y la vida”, por ejemplo, donde se funden el amor y la poesía entre dos jóvenes amantes, sólo la memoria permite al protagonista recrear la relación erótica. Pero el recuerdo del pasado no se trata en los cuentos con efectos nostálgicos y melancólicos. Yo diría que prevalece la ironía, como ocurre en cierta historia que narra el encuentro con antiguos compañeros de facultad una vez pasados los años. La obsesión por los recuerdos y la identidad personal conduce al autor a un pequeño discurso sobre la legitimidad de la memoria en “Dietario de Juan”, cómo posiblemente vamos construyendo el pasado a nuestra entera voluntad, creando un palimpsesto que a veces oscurece o tergiversa la supuesta realidad. Este discurso sobre la memoria individual es fundamental porque entronca con la esencia de la construcción literaria en los cuentos de López Martínez. Nos estamos refiriendo evidentemente a los límites de la ficción. En “La obra maestra”, por ejemplo, un escritor que está escribiendo una novela se enreda él mismo en la tragedia de sus personajes; y en “Porque hoy era jueves”, un profesor tiene un sueño y realmente no sabemos si permanece en la cama o está impartiendo clase en las aulas. De forma usual, por tanto, se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción en
Uno de los temas que recorre la obra de López Martínez es el problema de la identidad y la necesidad de la memoria. En “Aunque sé que es inútil” se habla de “la tragedia terrible de un hombre que no tiene recuerdos”. En “El arte y la vida”, por ejemplo, donde se funden el amor y la poesía entre dos jóvenes amantes, sólo la memoria permite al protagonista recrear la relación erótica. Pero el recuerdo del pasado no se trata en los cuentos con efectos nostálgicos y melancólicos. Yo diría que prevalece la ironía, como ocurre en cierta historia que narra el encuentro con antiguos compañeros de facultad una vez pasados los años. La obsesión por los recuerdos y la identidad personal conduce al autor a un pequeño discurso sobre la legitimidad de la memoria en “Dietario de Juan”, cómo posiblemente vamos construyendo el pasado a nuestra entera voluntad, creando un palimpsesto que a veces oscurece o tergiversa la supuesta realidad. Este discurso sobre la memoria individual es fundamental porque entronca con la esencia de la construcción literaria en los cuentos de López Martínez. Nos estamos refiriendo evidentemente a los límites de la ficción. En “La obra maestra”, por ejemplo, un escritor que está escribiendo una novela se enreda él mismo en la tragedia de sus personajes; y en “Porque hoy era jueves”, un profesor tiene un sueño y realmente no sabemos si permanece en la cama o está impartiendo clase en las aulas. De forma usual, por tanto, se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción en
lunes, 31 de marzo de 2014
Autobiográfica 2
He de confesar,
porque así lo creo, que la mayoría de lectores pasan las páginas de los libros
con demasiada ligereza. La sucesión de historias que encandila a estos
despistados lectores obstaculiza una correcta comprensión del texto e impide
percibir los errores que contienen a menudo casi todos los escritos. Y no me
refiero exclusivamente a cuestiones tipográficas o a la estructura de las
frases o al estilo. La verdad es que casi todos los escritores -incluso los buenos-
han cometido errores de trazo grueso en alguno de sus libros. Es misterioso
comprobar cómo en muchas ocasiones los autores, a pesar de realizar múltiples
revisiones de sus obras, no logran ver aquello que está ahí, a la vista, oculto
para el obnubilado escritor, la equivocación que quedará registrada en el papel
para siempre, precisamente colocada ahí para que cuando el autor descubra el
error sufra una decepción que le acompañará largo tiempo, quizá toda una vida.
Sin ir más lejos, mi primera novela,
Bajo el arco en ruina, presenta
ciertas confusiones cronológicas que afortunadamente han pasado desapercibidas,
gracias esencialmente a que casi nadie ha leído el libro. Quiero pensar que mis
más entrañables amigos, grandes lectores, han paseado con indulgencia sus ojos
por el texto y no se han percatado de estos pequeños errores de la novela. Del
público no quiero hablar porque no ha sabido ni creo que sepa jamás de la
existencia de este libro. Concebido hace más de diez años, entre la escritura
de varios guiones y después de abandonar en un cajón la obra de teatro Beatriz Cenci –rechazada por múltiples
editoriales-, Bajo el arco en ruina pretende
ser un texto sobre la búsqueda de la identidad. Un editor que padece
neurastenia crónica encuentra un viejo manuscrito en una caja de cartón
arrumbada en el apartamento que ha alquilado en una calle céntrica de Murcia.
Curioseando en el manuscrito, el editor se adentra en el pasado recuperando su
memoria y su identidad. Abandoné pronto este texto, titulado provisionalmente Manía y escrito a mano en una vieja
libreta, por falta de ideas para continuar el relato. Fue por aquel entonces
cuando empecé a escribir un cuento, Nemuel
y Selina, la historia de dos personajes que gracias al azar se van
encontrando a lo largo de los años en diferentes ciudades. El relato estaba
lleno de sugerencias, de secretos velados, de cosas que nunca se decían de
forma completa. Era como crear un gran tapiz de lana o seda en donde el cuadro
pintado permanecía incompleto. La historia tenía múltiples referencias
cronológicas que situaban cada uno de los momentos de la narración y estaba
plagada de notas literarias, artísticas y bíblicas, colocadas estratégicamente
en cada uno de los capítulos. En una libreta
anoté que Nemuel y Selina era un
cuento acabado el 19 de agosto de 2003. No sé en qué momento de aquella época
se me ocurrió que este relato podía encajar con lo que ya llevaba escrito con
el título de Manía. El caso es que,
pensando que mi obra de teatro, Beatriz
Cenci, no iba a tener salida por ningún lado, pensé en esos días ya lejanos
que podía transformar la dramaturgia de la historia de Beatriz en una suerte de
cuento que narra un anciano, en una plaza toledana, a un historiador curioso,
ávido de relatos y leyendas. El historiador encontraba en Toledo, por azar, la
tumba de Selina. Una historia aparentemente aislada empezaba a enlazarse con
otra. El 2 de abril de 2004 es la fecha que tengo anotada al final del cuento,
que titulé Rumor. Debo pensar que fue
a partir de ese instante cuando retomé la primera historia, Manía, aquella que había dejado
inacabada y que se iba a convertir en el tercer y último relato integrado en Bajo el arco en ruina. El tono
melancólico y poético de las dos primeras historias contrastaba, sobre todo,
con las primeras páginas de Manía,
que tenían un carácter más cercano, realista e irónico. Quise burlarme de mí
mismo e introduje algunas cosas que había escrito en mi juventud, con apenas
dieciséis o diecisiete años. Siempre consideré que eran tan malas que los posibles
lectores acabarían dándose cuenta de que esos textos no eran de la misma época.
Eran simplemente material de derribo que volvía a emplear antes de ser devorado
por las llamas. Este material formaba parte de una colección de escritos de
época estudiantil, que había titulado Pensamientos,
en honor a Pascal, y que finalmente irían a parar en su mayoría a la basura.
Seguramente, al tratar de encajar las fechas y los personajes de las tres
historias que componen Bajo el arco en
ruina fue cuando cometí varios deslices. No me percaté de ello hasta meses
más tarde de la publicación del libro en 2007, en la editorial Nuevos Autores. A finales de ese año le
pedí a la dibujante Consuelo Pastor que hiciese una ilustración para la portada
del libro, pues había quedado con mi editora de entonces, Elisabeth Bordes, en
ampliar la primera edición (muy reducida en ejemplares). Al realizar la
revisión del manuscrito de esta nueva edición fue cuando me di cuenta de los
errores cronológicos, que no había captado ni siquiera la editora. Aquella
mañana en que descubrí los defectos de la novela sufrí un disgusto casi sin
precedentes. Me consumía pensando que esos deslices permanecerían en el libro
para siempre. Por supuesto, la edición revisada de Bajo el arco en ruina, publicada finalmente en 2008, carece de esos
defectos cronológicos porque me encargué de suprimir una serie de fechas.
Ahora, pasado el tiempo, con una perspectiva más amplia del asunto,
concedo menos importancia a estas jugarretas del destino. Seguramente porque me
da todo exactamente igual. No me importan los críticos, ni los historiadores,
ni el público. Tan sólo algunos lectores. No experimento ningún placer con la
venta de mis libros. Si acaso me alegro por mi sufrido editor. No aspiro a
realizar ninguna obra de arte porque no soy artista ni aspiro a serlo. Quizá
sea un solipsista. Experimento el placer de escribir y escribo lo que me la
gana. No tengo que rendir cuentas a nadie. Y el día que llegue el final de
todo, que llegará, recordaré que Bajo el
arco en ruina es una novela que gustaba a mi madre. Y con eso sobra. Cuando
mi querida madre agonizaba en el hospital de un cáncer en el año 2008, recuerdo
que nos visitó mi tía, que venía desde Francia. El encuentro entre las dos
hermanas fue emocionante. Se abrazaron y acto seguido mi madre le preguntó: ¿A
qué te ha gustado la novela? Mi tía respondió afirmativamente. Yo no pude
aguantar más en la habitación y me salí al pasillo. Las lágrimas y el dolor me
consumían.
viernes, 28 de febrero de 2014
Heinrich Heine
La lectura
reciente de los Espíritus elementales
de Heinrich Heine en cuidada traducción de J. A. Molina para Ediciones
Irreverentes me ha traído de nuevo a la memoria la tragedia de la existencia
del gran poeta alemán. Me imagino a Heine en sus últimos años postrado en una
cama, ciego y afectado por una especie de parálisis, exiliado en París y
alejado de su patria. Ante semejante situación se remueve lo más profundo de mi
corazón mientras busco las palabras más adecuadas para mostrar mi admiración
por el poeta. Heine ha sido definido como romántico, antieclesiástico,
revolucionario e irónico en sucesivas ocasiones, pero ninguna de estas etiquetas,
ciertas a su manera tan sólo en determinadas ocasiones, sirve para mostrar lo
que el poeta verdaderamente es, algo que sólo está al alcance de unos pocos, un
espíritu libre.
En los Espíritus elementales, Heine presenta una amalgama de cuentos y
leyendas de tradición centroeuropea, especialmente germana, que conocía en
muchos casos desde su más tierna infancia gracias a la tradición oral. Heine
también se sirve en múltiples ocasiones de fuentes escritas que habían excitado
su imaginación, libros y autores que admiraba como es el caso de la gramática
alemana de Jacob Grimm, los estudios de Paracelso sobre los espíritus
elementales o los escritos de Johannes Pretorius. Heine tenía claro que todas
las historias y tradiciones que recopila en los Espíritus elementales atesoraban un gran valor histórico. No se
trataba exclusivamente de supersticiones populares tal como pretendían ciertos
sectores de la población y la cultura alemana sino el fruto de la gran
tradición germánica pagana anterior al cristianismo. Se puede pensar, por lo
tanto, que en una época de retroceso de la cultura popular, Heine trata de
colocar en el lugar histórico que se merece toda una maravillosa herencia que
estaba siendo socavada.
Contrario a cualquier tipo de
sistematización, en los Espíritus
elementales el poeta alemán recurre sin embargo a ordenar en categorías las
historias que trata de recordar y transmitir, de tal forma que se puede
observar cómo Heine inicia el libro con leyendas relacionadas con los espíritus
de la tierra (los enanos) y luego continúa con los espíritus del aire (elfos) y
los espíritus del agua (los nixos), para finalizar con una serie de tradiciones
que nos hablan del espíritu del fuego (el demonio o el Diablo). Aparecen, pues,
representados en estos cuentos los elementos principales del culto germánico, a
saber, las piedras, los árboles y los ríos. Las historias que cuenta Heine
están llenas de encanto, de belleza poética, de misterio, de bailes, de
seducción, de violencia y de muerte Algunas se repiten, se transforman, se
escriben en verso o en prosa. Son narraciones que muestran en cierta medida las
relaciones entre los humanos y los espíritus elementales. En este enjambre de
cuentos no faltan las doncellas cisne, las valquirias o las hilanderas,
personajes que presentan en la mitología germánica un cierto parentesco.
Conviene observar también que en la
narración de las historias Heine sigue un orden lógico que nos recuerda la
sabiduría tradicional antigua. Cada relato que expone el poeta viene precedido
de una idea sobre la cual gira luego la historia y, una vez terminada la
narración, Heine suele hacer una especie de valoración personal o comentario a
propósito del relato. El poeta de este modo enlaza con la prisca sapientia ya
que lo pretende en cada leyenda es argumentar, ejemplificar una idea. Se vale
de las tradiciones germánicas para mostrar acaso su visión del mundo. Por ello
cada relato se suele cerrar con un pequeño apunte del poeta, siempre rebosante
de ironía. Son, en este sentido muy frecuentes, los sarcasmos que afectan a la
actitud de la iglesia, a las mujeres o los jóvenes que erróneamente se
consideran espíritus libres. Se trata en todo caso de una sutileza que no
resulta hiriente y que provoca la sonrisa del lector.
En los Espíritus elementales asoma también con perfecta claridad una
cierta añoranza de los tiempos antiguos, primitivos, una época más ingenua en
donde los hombres estaban más cerca de los dioses y de la verdad, es decir, la
época de los orígenes, lo cual entronca con el sentimiento poético que embarga
el alma de Heine, con la visión de un mundo ancestral en contacto con la
naturaleza, un sentimiento y una visión que, más allá de cualquier
consideración religiosa, le hacen suspirar por la búsqueda de la felicidad, que
tan sólo encuentra en el mito y la poesía. No es casualidad, pues, que este
delicioso libro concluya con algunas historias alejadas de los espíritus
elementales y centradas en la figura mitológica de Barbarroja. A través del
mito de un personaje que vive en una cueva rodeado de armas, esperando el
momento de salir al exterior y actuar con sus fuerzas en busca de la
regeneración del mundo, Heine anhela la llegada de un reino de luz y alegría.
Por eso el libro se cierra con estas historias, porque provocan en el poeta
“una sagrada nostalgia y una misteriosa esperanza”. El grito aterrador
que Heine lanza en el interior de la cueva donde vaga el espíritu de Barbarroja
es una metáfora de la vida del poeta y, sin duda, es el mismo grito que debía
proferir en el final de su vida, mientras ciego e inmóvil vegetaba en una cama,
aislado en París. El corazón ardía en su pecho y las lágrimas corrían por sus
mejillas. Seguramente, en esos instantes de dulzura poética, Heine se abrazaba
al mundo.
jueves, 30 de enero de 2014
Platónica 5
A finales de la década de los
ochenta del siglo pasado, una vez finalizados mis estudios de historia antigua,
recuerdo que mi maestro –ahora ya jubilado- A. G. Blanco, me recomendó la
lectura de un ensayo que me iba a venir muy bien, según solía decir él, para la
realización de mi tesis sobre Platón. El libro en cuestión se había publicado
en el año 1981 en París y se titulaba L'invention de la mythologie. El
autor era uno de los grandes renovadores de los estudios helenos en Francia, a
saber, Marcel Detienne. La edición que cayó en ese momento en mis manos era la
traducción castellana que había preparado Ediciones Península en 1985. Como el
libro me impactó bastante, estuve indagando en la génesis de la obra y fue
entonces cuando leí un artículo esclarecedor del año 1982, escrito por el sabio
Arnaldo Momigliano sobre el libro de Detienne. En ese mismo año, también en
París, Luc Brisson había publicado un ensayo –hoy ciertamente famoso y
reputado- titulado Platon, les mots et les mythes. La publicación de
ambos libros en tan corto espacio de tiempo no era fruto de la casualidad. Al
parecer, ambos autores, Detienne y Brisson, habían trabajado conjuntamente en
un proyecto que tenía como objetivo el estudio del vocablo “mito” en Platón. La
diferencia de conclusiones había dado lugar finalmente a la publicación de dos
libros distintos. Esta diferencia, además, suponía según Momigliano una especie
de “ruptura” dentro de la “escuela” de J. P. Vernant.
Con una extraordinaria amplitud
de miras, el libro de Detienne parte de un análisis de las diversas
interpretaciones modernas de la mitología griega para luego descubrir el origen
mismo de dichas interpretaciones en las diatribas de los hombres “piadosos y
reflexivos” de la antigua Grecia, es decir, los filósofos. En el origen de esta
interpretación de la mitología, Detienne descubre el inicio de un proceso que
conduce de una sociedad fundada sobre la memoria y la tradición oral a una
sociedad fundada sobre la escritura, a una cultura del libro. El arco que traza
Detienne en su estudio va acertadamente de Jenófanes a Platón. El filósofo
ateniense representa el final del trayecto. El proyecto de Detienne incluye,
además, una historia de la palabra mythos desde finales del siglo VI a.
C hasta Platón, en cuya obra se produce la invención del vocablo mitología.
M. Detienne explica su proyecto del siguiente modo: “Es indispensable otra
historia, historia del interior, seguramente griega, así como lo es la palabra
“mito” que en la cronología precede a “mitología”, más amplia, pero no menos
insólita. Historia decididamente genealógica en que el análisis semántico sólo
es el camino más seguro para desarmar la trampa de una transparencia inmediata,
de un conocimiento intuitivo que reconcilia a unos y otros alrededor de la
evidencia de que un mito es un mito.
Ahora bien, el análisis
semántico lleva a Detienne a un terreno resbaladizo: el mito se convierte en un
género inhallable, en un “significante disponible”. El mito pierde su
entidad como relato. Detienne habla de “ilusión mítica” para explicar el
sentido en que los intérpretes modernos de la mitología hablan del mito como
algo concreto, real y evidente. Por el contrario, piensa que el mito se
disuelve en múltiples formas que van desde el refrán y el proverbio hasta la
genealogía y la epopeya. “Los refranes - afirma Detienne - forman parte de los mitos
y el legislador los convoca en Las Leyes con ocasión de diferentes
reglamentos”. El mito se diluye en la mitología, concepto más amplio
que recoge en Platón todas las múltiples voces en que se expresa la tradición.
“La mitología, habitada por el mythos - sigue Detienne -, es un
territorio abierto en donde todo lo que se dice en los diferentes registros de
la palabra se encuentra a merced de la repetición que transmuta en memorable lo
que ha seleccionado”. A través de Platón, Detienne llega a una
identificación entre mitología y tradición.
A decir verdad, las conclusiones
de M. Detienne ya están esbozadas como hipótesis en el inicio de su libro: “Una
arqueología del “mito” invitaba a concluir que la mitología existe sin ninguna
duda al menos desde que Platón la inventa a su manera; pero sin que por ello
disponga de un territorio autónomo ni designe una forma de pensamiento
universal cuya esencia pura espera a su filósofo. Otras hipótesis son las de
que el “mito” es un género inhallable, tanto en Grecia como en otros sitios;
que la ciencia de los mitos de Cassirer y de Levi-Strauss es impotente para
definir su “objeto”, y ello por buenas razones”. Detienne condena el
mito, pues, a una especie de disolución y salva una cierta idea de la mitología
siguiendo el modelo elaborado por Platón. La mitología, tal como la “inventa”
Platón, se presenta como un espacio en el cual confluyen todas las producciones
memoriales de la tradición: proverbios, teogonías, fábulas, genealogías y
arqueologías. Detienne ve con claridad la relación existente entre mitología y
“arqueología”. El discurso sobre los tiempos antiguos iniciado por los logógrafos
se le antoja fundamental para entender la mitología y la tradición: “Y en esta
actividad logográfica, entrelazando el mythos y el logos, el
escribir y el contar, es donde se muestra con mayor nitidez la naturaleza
gráfica de lo que en época de Platón se llamará “mitología”. La
actividad de los logógrafos, a mitad de camino entre la oralidad y la
escritura, representa interpretar y reescribir la tradición. Yendo más lejos
todavía, quizá el gran acierto de Detienne sea incidir en la importancia que
posee el rumor, aquello que los griegos llaman pheme, como componente
fundamental de la tradición. Pheme es el elemento que debe conceder
unidad a los ciudadanos. De ahí el papel tan importante que juega este vocablo
en las Leyes de Platón. La repetición de un rumor conduce directamente
al establecimiento de un “mito”.
Leyendo las páginas de L'invention
de la mythologie se tiene la impresión de que Marcel Detienne ha tenido en
cuenta los estudios de E. A. Havelock, particularmente su Preface to Plato, pero mientras Havelock relaciona tradición y paideia,
Detienne habla de tradición y mitología, entiende
que el concepto de tradición es más amplio que el de paideia y así lo
hace ver: “La paideía, la cultura de la educación, aquella cuya
transmisión es consciente y voluntaria, es objeto de reglamentación en la República en
tanto que indispensable para los guardianes de la ciudad. Y sus normas, sus
saberes jerarquizados, su programa estricto, se refieren a un sistema escolar
experimentado”. En cambio, la tradición es más amplia que la casa del
pedagogo y acoge numerosas voces extrañas al libro y a la escritura: “La paideía
sólo está en los libros, y la mitología no está encerrada en un Homero del que
bastaría con borrar (exaleîphein) los versos censurados. Así como el
aire en torno, lo cultural se halla por doquier: en la canción de una anciana,
en la canción infantil, en los rumores que circulan. Y si la cultura, como la
tradición, se modela transmitiéndose por el oído y por la vista, los murmullos
de un anciano tienen tanta importancia como las genealogías de un Hesíodo”. La idea de Detienne es bastante clara: ampliar el campo de la tradición y
advertir nuevos elementos en la mitología tal como son concebidos en el Timeo
y en el Critias, y sobre todo en las Leyes. No olvidemos,
por lo demás, que las Leyes, tal
como afirman los ancianos, constituyen en sí mismas una vasta mitología. Si en la República la
mitología es estudiada desde el punto de vista de la rectitud moral, en las Leyes
la cuestión apunta hacia la comunidad de pensamiento, hacia la memoria común,
hacia el saber compartido. Detienne diluye la idea de “mito” en una concepción
más vasta de tradición y mitología.
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