domingo, 29 de diciembre de 2019
Las suplantaciones
Un hombre
solitario, que lleva una vida anodina en Madrid, que se dedica a leer novelas,
escuchar música clásica y pasear por El Retiro, recibe, un buen día, una carta
procedente de Praga, de su familia paterna. En la carta se le demanda
urgentemente su presencia en la capital checa. A la llegada a la ciudad se
tropieza con una extraña y descacharrante historia. Su primo, George Simurg,
que tiene su mismo nombre, su misma edad y un extraordinario parecido, se ha
transformado en un gran insecto, una suerte de cucaracha gigante. Así se inicia
la aventura de Las suplantaciones (M.A.R.
Editor, 2019), con un absorbente punto de partida que parece remedar en cierta
medida lo acontecido en el inicio de las dos primeras novelas de Pedro Pujante
(El absurdo fin de la realidad y Los huéspedes) y que sitúa la historia
en un terreno resbaladizo, en donde el lector se siente atraído y desconcertado
a partes iguales, asumiendo la ineludible necesidad de aceptar que todo lo que
ocurre navega entre la realidad contada en el relato y el sueño imaginado por
el escritor.
Afrontando las dificultades que
entraña adentrarse en este relato onírico, Pujante se atreve a desdoblar a su
protagonista, que de continuo establece diálogos consigo mismo y, además,
suplanta la personalidad de su primo, adquiriendo por así decirlo una nueva
identidad, que le permite hablar en checo, penetrar en un misterio que se dilucida
en los sótanos del hotel Savoy o entablar una relación amorosa con Felice, la
novia de su primo. La suplantación convierte al protagonista en un individuo
instalado en Praga, integrado en la ciudad de tal forma que pareciese haber
estado allí siempre, al tiempo que adquiere una cierta levedad, ligereza,
asaltándole también una espontánea alegría. La suplantación, además, actúa como
elemento que pone en evidencia la dualidad. No es casualidad, en este sentido,
que el primo del protagonista trabaje para una empresa de máquinas
fotocopiadoras. Todo parece duplicarse, tanto las personas como los grupos o
clubes que funcionan comos sectas mistéricas en la ciudad de Praga. La
suplantación de George Simurg es, en definitiva, sólo el punto de partida de
una serie de transformaciones, que provocan un delirio que sume a la ciudad de
Praga en la más absoluta anarquía. Las suplantaciones lo inundan todo, con
clonaciones, cambios de identidad e implantes de memoria. Es un proceso en
donde la acción se desata en el interior de la historia. La realidad
parece estar diluyéndose, transformándose, ante los sorprendidos ojos del
protagonista.
En Las suplantaciones quizá
asistimos, tan sólo, a un juego ancestral, “prácticas relacionadas con la
identidad, con el tiempo, con la realidad y con las percepciones de nuestros
sentidos”. ¿Qué cabe intuir, pues, de los sueños, de las imágenes de
Londres o Barcelona que surgen en la memoria de George Simurg? Quizá, también,
cabe sospechar que asistimos a un extraño viaje, como el que supuestamente hace
el protagonista a Londres, en el que parece no haber salido nunca de Praga y en
el que tiene un encuentro azaroso en un lugar que parece apartado de la
realidad. Quizá, finalmente, cabe pensar que la transformación que sufre el primo
del protagonista es la misma que experimenta el héroe de Kafka, por lo que se
puede afirmar que lo que se está contando aquí es lo que en la novela del
escritor checo queda entre bambalinas, a saber, lo que ha imaginado Pujante que
ocurre en el exterior, fuera de la habitación donde se encuentra el monstruoso
insecto gigante.
El delirio de la historia acaba aquí
y nos lleva a pensar que la ficción, definitivamente, ha suplantado a la
realidad, que todas las vidas, como consecuencia de las sucesivas suplantaciones,
son imaginarias, falsas. Todo se ha difuminando en las páginas de este relato onírico.
sábado, 30 de noviembre de 2019
El bosquecillo 125
Hacia el final
de la Gran Guerra,
cuando los soldados empiezan a intuir que el conflicto ha entrado en su última
fase, Ernst Jünger escribe las vivencias que acontecen en las trincheras
alemanas, junto a un bosque pequeño que no tiene nombre, cerca de la aldea de
Puisieux-au Mont. Estos recuerdos, publicados posteriormente con el título de El bosquecillo 125, completan la visión
de la guerra que nos ofrecen los diarios de Jünger, sirven, a modo de anexo, a Tempestades de acero.
Es el verano de 1918 y el escritor alemán vuelve, tras un permiso, a la
primera línea del frente. En su mochila, su ordenanza ha colocado unos libros.
En el frente todo es claro y sencillo porque no hay grandes preocupaciones y
“cualquier problema se diluye y queda reducido a una agradable insignificancia
cuando se vive a la sombra de la
Muerte”. El paisaje es desolador, lleno de ruinas.
La posición que defiende la compañía de Jünger se encuentra cerca de la aldea
de Puisieux-au Mont. Las trincheras son menos profundas y la seguridad se ve
afectada por la existencia de ramales ciegos que llevan directamente a las
posiciones enemigas. Las galerías subterráneas han ido desapareciendo del
frente de batalla. Ya prácticamente sólo quedan trincheras. La paz en la
sección donde se encuentra Jünger se ve alterada sólo por los disparos de la
artillería enemiga, que parecen focalizarse más a la izquierda de la posición
de la compañía, en el denominado bosquecillo 125. La defensa inveterada de
dicho bosque pone en evidencia la capacidad de resistencia del ser humano. Es
como si el destino de los pueblos y de los individuos se viviese en la defensa
de dicho bosquecillo.
En el campo de batalla, el soldado es tan consciente de la guerra que es
incapaz de contemplar el paisaje que le rodea, porque lo único que ve es un
terreno de lucha. No obstante, cuando logra concentrarse en el silencio de la
naturaleza, Jünger describe los aromas de las flores silvestres, el canto de
los insectos. Por eso, cuando se adentra en la aldea de Puisieux-au Mont, su
mirada no se centra en la destrucción sino en los jardines, se vuelca en cómo
vuelve la vida, cómo la madre tierra permite que la vida vegetal se adueñe del
terreno, porque tras la aniquilación del paisaje llegará una vida nueva “pues
volverán a ser cultivados los campos, volverán a ser edificadas las aldeas y
volverán a ser engendrados más seres humanos de los necesarios”. Es el
eterno ciclo de la vida y la muerte.
Cuando la compañía de Jünger se toma un descanso en el terraplén del
ferrocarril, situado junto a la villa de Achiet, el escritor comprueba que los
soldados se encuentran cansados, se están como consumiendo y ansían rápidamente
la victoria o la derrota. La guerra, sin embargo, parece suspendida
en una prolongación inacabable. Pero existen evidencias que Jünger no puede
eludir y que anticipan el final de la guerra. La historia de ese caballo muerto
en el Camino de Puisieux, que no es cubierto por clorato de cal para evitar el
olor y que, finalmente, no es devorado por los buitres sino por los soldados,
que aprovechan diversas partes para hacer caldo de caballo o degustar lengua de
caballo, es un claro ejemplo de hacia dónde camina el conflicto. Jünger no
quiere ni oír hablar de la derrota en la guerra, pero la idea pasa fugazmente
por su cabeza.
Molesto con lo que denomina guerra de documentos, esa infinita
acumulación de papeles, circulares que se asemejan a reglas o prescripciones,
Jünger se ve obligado a registrar en un “Cuaderno de partes” la rutina diaria
en el frente. En los momentos de descanso escribe sus vivencias o, simplemente,
al contemplar la caverna que sirve de refugio a los soldados, piensa en un
cuadro de Brueghel. Los sueños son, casi siempre, desagradables.
El peligro acecha por todas partes y, a veces, paradójicamente, es una
fuerza que atrae al soldado de forma misteriosa. La muerte de un camarada
provoca un sentimiento de extrañeza porque uno lo imagina vivo todavía y tiene
una sensación de pérdida, como si faltara algo que forma parte de sí mismo, de
su propia personalidad. En la noche, el avance hacia el bosquecillo 125 para
defender la posición alemana se convierte en un infierno. Los soldados caminan
enfervorizados hacia el peligro. “El conjunto”, escribe Jünger, “produce la
impresión de un jubiloso triunfo de los elementos, de una ígnea erupción de la Tierra misma”. El
ser humano, en este ambiente, resulta insignificante. La locura que hace presa
de los soldados los convierte en “un solo ser, fundido en una unidad, un ser al
que guían otras fuerzas”. Al amanecer, tras el infierno de la noche,
aflora el humor grotesco, cínico, cuando se reconoce que se ha salvado la vida.
Estas sensaciones experimentadas en la defensa del bosquecillo 125 se
repiten en el combate cuerpo a cuerpo en el camino de Elbing, mientras se oye
el grito de los heridos en mitad de la noche, con las bengalas cruzando el
cielo. El lamento es monótono, “parecido a un acompasado canto ascendente y
descendente, como una invocación dirigida a un Poder desconocido”.
Jünger habla de asedio y resistencia. Es consciente de que la posición alemana
es muy difícil, de que acecha la muerte y se muestra triste ante la
posibilidad, evidente, de que nadie pueda cantar los últimos momentos de su
agónica resistencia.
Cuando es relevada su compañía y marcha hacia la reserva, Jünger recuerda
todavía la pérdida del Bosquecillo 125, recuerda el horizonte de los embudos y
las trincheras, recuerda al combatiente, el héroe anónimo que cae muerto junto
a él. “Su imagen y su legado”, dice Jünger, “permanecen en mi corazón”. Es el recuerdo del combatiente purificado por el fuego, una figura que
quedará entrelazada a la imagen de la Gran
Guerra.
Jünger, finalmente, no tiene dudas al afirmar que los acontecimientos que están
teniendo lugar en la guerra “forman parte de un gran orden, y que en algún
lugar se anudan, para formar un sentido cuya unidad se nos escapa”.
Incapaz de vislumbrar esa unidad, en las noches tranquilas contempla a la
estrella Orión mientras percibe acompasadamente el peculiar olor de la guerra,
los sonidos primordiales y también, indefectiblemente, el espíritu de un época
cayéndose a pedazos.
jueves, 31 de octubre de 2019
Clásicos vividos
Cumplidos los
cincuenta años y acabada la laboriosa traducción del Orlando furioso, José María Micó decide revisitar algunos de los
clásicos que le han acompañado en el primer trayecto de su vida. Es como hacer
una recapitulación que tiene algo, lógicamente, de autobiográfico y que ha dado
lugar a un libro ciertamente hermoso, Clásicos
vividos (Acantilado, 2013). El trayecto que acomete Micó se inicia con
Petrarca, con el De remediis, un
libro medieval y moderno al mismo tiempo, de “obstinada actualidad”, una
especie de summa moral que pretende
aliviar y conjurar las pasiones del alma (gozo y esperanza por un lado, dolor y
temor por otro lado).
Consciente de que los poetas de épocas de transición suelen ser grandes
poetas, Micó recuerda la figura de Jordi de Sant Jordi, un poeta trovadoresco
de la corte de Alfonso el Magnánimo del que se sabe muy poco y que falleció
como caballero y poeta antes de los treinta años. Micó le reserva un papel
fundamental en la gestación de una nueva lírica, en lengua catalana, que sirve
de enlace y culmina con la figura de su contemporáneo Ausías March. Al igual
que en la poesía trovadoresca de Jordi de Sant Jordi, el tema principal de
March es el fino amor, pero ya no sólo como tema literario sino como
preocupación filosófica y doctrinal. Micó presenta a Ausías March como un poeta
moderno, fuente literaria para los poetas españoles del Renacimiento e incluso
inspiración para los poetas de las últimas décadas. También en las Sátiras de Ariosto, más allá del colosal
Orlando furioso, observa Micó un
hallazgo para la literatura moderna, un espacio en el que conviven en armonía
sátira y epístola. Ariosto, siguiendo el ejemplo de Horacio, abandona
finalmente “la poesía y los demás juegos fútiles” para ahondar en la
senda de la verdad, empleando la ironía en la misma forma en que lo haría
Cervantes después, perfilando una moralidad “confesional y autobiográfica”. Esa idéntica obsesión por la verdad y ese mismo carácter autobiográfico y
confesional también forman parte del proyecto de Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. La “poética
historia” de Alemán es una fábula llena de moralidad, que mezcla
narración y digresión, autobiografía y consejos, pero parece atinado pensar,
como sugiere Micó, que la intención de Alemán apunta alto pues pretende
convertir la vida del pícaro en “atalaya de la vida humana”. Siguiendo
la tradición del Lazarillo acaso
Alemán ha tratado de llegar más lejos.
El itinerario de don Quijote en
Barcelona, bajo la apariencia costumbrista de la visita, permite a Micó
rastrear, entre la ficción y la realidad, el espacio al fin y al cabo imaginado
por Cervantes, para apuntar, finalmente, la idea que aletea en el discurso, que
“Barcelona era”, para don Quijote, “un destino ineludible, una suerte de finisterre narrativo y simbólico”. Y si Micó se detiene en Góngora es para observar el siempre acechante
desafío a la tradición literaria que experimenta el poeta. Y si Micó se
detiene, finalmente, en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez es porque en ambos
aletea un aire de perfección. Rubén Darío, dotado como nadie con el “espíritu
de la lengua”, convierte su vida y su obra “en una búsqueda incesante,
en la persecución de un imposible”. Esa anhelada búsqueda de la
perfección culmina, como se sabe, en Cantos
de vida y esperanza, con una poética de la interrupción que combina la
versificación tradicional y las preocupaciones religiosas y filosóficas con una
“forma trunca, inacabada”, poética que alcanza su más glorioso ejemplo
en “Lo fatal”. En Juan Ramón Jiménez, el más grande de los seguidores de Darío,
encuentra Micó el mismo anhelo de perfección en la construcción de una Obra en
marcha, quizá porque el propio Micó, como Darío y Juan Ramón, camina en el
mismo sentido, en la misma tradición poética. Por eso el perfil de Juan Ramón
Jiménez se traduce en “Mi Juan Ramón Jiménez” y el libro adquiere un tono
autobiográfico. Y por eso, también, Micó centra su mirada en la poesía de
Eugenio Montale, destacando la unidad de su obra, como si sus poemarios fueran
cantos o fases de una vida humana, “un designio literario de extraordinaria
coherencia” que, más allá de su hermetismo, no elude el diálogo con la
tradición literaria, con ecos de Dante y Leopardi.
El trazo final de Clásicos vividos, casi autobiográfico en
sentido estricto, muestra los vínculos del autor con Vicente Llorens, un
profesor de literatura exiliado en la guerra civil, y permite, en definitiva,
comprender la vocación literaria y poética de José María Micó. Entones, y sólo
entonces, comprende el lector el sentido hacia el cual apunta todo el libro.
domingo, 29 de septiembre de 2019
Clavícula
Una mujer toma
un avión y durante el trayecto, mientras lee, piensa y desarrolla un
pensamiento paralelo, comienza a obsesionarse con un dolor que le llega de la
costilla, debajo del pecho. Así se inicia Clavícula
(Anagrama, 2017), una narración de claro tono autobiográfico en la que Marta
Sanz parece retomar el hilo de Lección de
anatomía. Un buen día, esta mujer se derrumba, llora y se desgañita delante
de su pobre marido, un cincuentón en paro. Acude a la ginecóloga para tratar de
descifrar los males que atraviesan su cuerpo. El dolor se convierte en una
obsesión que le persigue en los viajes, en las conferencias, en la vida diaria.
En definitiva, no puede desembarazarse de un dolor que le acompaña a todas
partes y que es incapaz de definir. Precisamente esta indefinición es lo que
más mortifica a la escritora, que se pregunta, igual que el lector, si acaso no
está afectada por una enfermedad imaginaria, fruto de la melancolía, si acaso
no sea todo quizá un ejercicio de hipocondría, o, finalmente, si acaso no es
tan sólo una mujer afectada por la menopausia.
Queda claro, en todo caso, que Marta Sanz, como ella misma dice, escribe
sobre lo que le duele. Se desnuda ante el lector, a veces con crudeza, a veces
con ternura. El dolor se hace público, se transmite a los demás. Es una mujer
ensimismada que trata de focalizar el dolor, que se halla sometida a la
incertidumbre de no saber qué es lo que realmente le afecta y eso la deja en un
estado de nerviosismo permanente. La punzada, como la llama, parece situarse en
la clavícula. Mientras la fragilidad atenaza el cuerpo de esta mujer y su
marido la vigila atentamente y la cuida, encargándose de todo, la necesidad de
diagnosticar una enfermedad flota en el relato como una obsesión recurrente, al
tiempo que la menopausia surge como un fantasma que se despliega junto al sesgo
reumatológico, vinculado al dolor de la clavícula. Los viajes a Monterrey, a
Cartagena de Indias, a Bogotá o a Manila por cuestiones de trabajo son tan sólo
un alivio pasajero, pues la alegría o satisfacción que experimenta la escritora
es, en cierta medida, falsa.
En Clavícula, Marta Sanz trata
de huir del relato, de la intriga. “La autobiografía”, escribe, es la
consagración de la realidad y de la primavera, y no las costuras para
convertirla en un relato”. Sin, embargo, Clavícula parece demostrar todo lo contrario pues la autobiografía
se convierte en un relato. Y a decir verdad, el texto está plagado de una
presencia yuxtapuesta de pequeños relatos, mensajes privados y recuerdos de
viajes que ofician casi como sutiles narraciones. La escritora, que se
considera una proletaria de las letras, pero ajena a determinado tipo de ficciones,
que no soporta, se desenmascara, se desnuda ante los demás con “palabras
purgantes”, palabras que hieren, con “un extraño sentido de la
autenticidad” que, a veces, provoca el dolor y la angustia de los
seres más queridos, sobre todo su marido, pero también sus padres, cuya
presencia en el texto parece un intento, vano, de mitigar el dolor. “Yo quiero
que me dejen en paz”, proclama la escritora. De lo que no cabe duda,
en cualquier caso, es que la escritura asume una función catártica, porque hay
“cosas sobre las que merece la pena escribir”. La escritura, sólo la
escritura, se convierte en un consuelo.
Es cierto, además, que el texto tiene un aire de época. Lo dice la propia
Marta Sanz, que recoge las obsesiones feministas de nuestros días. No es
casualidad que se afirme, con reiteración, que es “una aventura ser mujer y
viajar sola”, justamente lo que hace la escritora, que en sus viajes
escribe poesía y contempla los contrastes entre pobres y ricos.
Clavícula se presenta, en
definitiva, como “una indagación”, un camino que atraviesa el dolor de
hacerse viejo. La sensación de paso del tiempo es el anticipo de la mejoría,
cuando la escritora es capaz de recomponer sus pedazos y se lleva, finalmente,
los dedos al Bósforo de Almasy.
viernes, 30 de agosto de 2019
Los reinos de otrora
Regreso del río Arinat,
del país de Iramiel, de la región de Baldrás, de la isla de la infamia, de la
ciudad de Xaor, de las tierras de Isapán, de la hospedería de Pr y, finalmente,
de la ciudad de Beirán. Estos lugares configuran el territorio imaginado por
Manuel Moyano en Los reinos de otrora (Editorial
Pez de Plata, 2019), un espacio que sirve para evocar, a veces con nostalgia, a
veces con ironía y humor, y casi siempre con sinceridad, los viajes y peripecias
que acontecen a un joven huérfano y a su tío Nicodemo, un auténtico sabio
versado en múltiples conocimientos. Las fábulas que entrelaza Moyano en este
precioso libro (en todos los sentidos, pues la edición se completa con unas
hermosas ilustraciones del vitoriano Jesús Montoia) nos retrotraen a un mundo
casi atemporal, a caballo entre el medievo y el renacimiento.
Los viajes del joven huérfano se inician en el país de Iramiel, donde se
requieren los servicios de Nicodemo como médico, pues la reina se manifiesta
completamente infértil. En un bosque de almezos, junto a la ciudad de Baldrás,
tras aspirar el aroma de unas flores, Nicodemo se ve inmerso en un estado de
melancolía que le obliga a mirar el pasado con nostalgia. Los viajes en barco
con el almirante Abú Ben conducen a los protagonistas hasta la isla de la infamia,
a una historia contada por el pérfido rey Malubaro, capaz de acabar con todos
los habitantes de su isla, incluidos sus mujeres e hijos, con tal de mantener
ocultos sus tesoros. En la ciudad de Xaor intuimos que Nicodemo ha mantenido
encuentros amorosos esporádicos con una enana, de igual modo que sabemos que,
en la villa de Pr, se retira a un cenobio para acompañar a una serie de santos
varones dedicados al estudio. Y en el país de Isapán disfrutamos de las
aventuras del caballero Alamor, una especie de remedo del Quijote. Tras pasar
por una hospedería en la ciudad de Pr, donde el eco convoca palabras
pronunciadas antes o después, a modo de presagios, la aventura acaba en la
tierra de Beirán, junto a una hermosa floresta, un lugar en donde el engaño de
los sacerdotes se sustenta en un falso oráculo que parece, sólo parece, marcar
el destino del rey.
En este viaje que afronta el lector
en Los reinos de otrora se combinan
las maravillas con las desdichas, como si la vida nos regalase al mismo tiempo
unas y otras. Así pues, disfrutamos del mercado de Iramiel, rebosante de todo
tipo de productos, de la biblioteca de Mirabolán, con los más bellos y
singulares libros, del hipogeo de los reyes, cuya bóveda imita el cielo
estrellado, y de la hermosa floresta de la tierra de Beirán. Pero también somos
testigos de la inquina, del engaño y de la lucha por el poder.
Moyano no esconde sus gustos, sus preferencias. Las historias que cuenta
el caballero Alamor en el país de Isapán recuerdan las desventuras del Quijote
igual que la estancia en Xaor nos devuelve a las andanzas de Gulliver o los
viajes en barco con Abú Ben tienen un cierto regusto de Stevenson. Y da la
sensación de que al contar la historia del caballero Alamor la idea de Moyano
es, precisamente, establecer una especie de trabazón con El Quijote, porque uno de los personajes en el entramado de la
narración es un médico que responde al nombre de Ben Engeli, más conocido por
Cide Hamete, un escribiente que recibe de su criado Sérvulo la historia del
caballero Alamor.
Divertimento o hallazgo literario, o ambas cosas a la vez, el libro de Moyano se presenta como un viaje iniciático, la experiencia vital
más importante del joven protagonista, narrador de las peripecias en primera
persona, al declinar la vida, justo en el momento en que los recuerdos son más
hondos. El joven ha querido que su destino corra paralelo al de su tío
Nicodemo.
Al terminar la lectura de Los reinos de otrora uno queda atrapado
en una extraña sensación de ineludible paso del tiempo, acomodado a la idea de
que “nuestra existencia es ilusoria”, que nada importa demasiado y que
el destino no está escrito, pues la única cosa cierta es que nos espera la
muerte antes o después. Pero, al terminar la lectura, también tiene uno la
sensación de que hasta en los lugares más insospechados pueden surgir momentos
inolvidables, porque incluso en un sitio tan poco agraciado como Xaor
resplandece esporádicamente la belleza cuando el joven protagonista contempla
el amanecer sentado sobre un jorfe: “El aire, que olía a humo de enebro y
manzanas silvestres”, recuerda el protagonista, “me trajo a la memoria cierta
mañana de otoño en el Arinat. Un sentimiento de dicha me llenó por dentro. Bajo
las primera luces del día Xaor me pareció, por esa vez, un lugar hermoso”. Esto es lo único que nos queda, a fin de cuentas.
lunes, 29 de julio de 2019
Mientras embalo mi biblioteca
Una casa, un
jardín, un viejo presbiterio con un granero. Estamos en una suerte de granja al
sur del valle del Loira. Corre el verano de 2015. Con más de setenta años,
Alberto Manguel se ve en la necesidad de embalar nuevamente su biblioteca, de
más de treinta y cinco mil libros, y dejar atrás el viejo presbiterio con el
granero. Consumido por una extraña melancolía, Manguel contempla los estantes
vacíos, los anaqueles donde antes reposaban los libros, que han vuelto, sin más
remedio, a las cajas, al olvido. Así se inicia Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (Alianza
Editorial, 2017). Ni que decir tiene que el libro tiene un claro tono
autobiográfico y que no es casualidad que recorra un arco cronológico que va
desde el momento en que Manguel embala la biblioteca del Loira hasta el
instante en que es nombrado director de la Biblioteca Nacional
de la Argentina. Son
los dos hechos decisivos que articulan el libro.
El hecho de embalar la biblioteca
del Loira es el punto de partida. Como toda biblioteca es autobiográfica,
Manguel encuentra en ello el tema de la elegía sostenida del libro. Por eso
escribe sobre cómo ha organizado su biblioteca, especificando la relación que
ha experimentado con las bibliotecas en general, porque se ha de decir que
Manguel ha pasado la mayor parte de su vida construyendo bibliotecas, que
luego, finalmente, ha embalado en cajas mientras los libros esperaban el
momento oportuno de cobrar vida sobre las paredes de una nueva biblioteca. El
proceso de embalar una biblioteca tiene algo de necrológico. Embalar, señala
Manguel, “es un ejercicio de olvido”, que estimula un ejercicio de
nostalgia. Ante la pérdida de la biblioteca del Loira, por ejemplo, Manguel
experimenta la misma sensación que Alonso Quijano cuando comprueba, después de
dos días de reposo en la cama, que ha desaparecido su biblioteca. Algo parecido
a lo que debió sentir Galeno cuando se incendia su biblioteca en el siglo II y
no tiene más remedio que recluirse en sus recuerdos. Por no hablar de la
desaparición de la biblioteca de Alejandría y la sensación de pérdida para la
cultura occidental que deja en el ánimo de cualquier lector. Desembalar, por el
contrario, es un acto creativo que supone situar los libros en una nueva
posición en los anaqueles. Al desembalar, precisamente, empiezan nuevamente a
aflorar los recuerdos que nos vinculan a cada libro.
Las digresiones que Manguel va
desgranando al hilo del tono elegíaco de la narración son reflexiones en voz
alta que tratan de atrapar al lector en la magia y en los límites del lenguaje,
un tema muy querido por Borges. La leyenda judía del Golem, establecida en el
siglo XVIII, sirve a Manguel para divagar sobre la paradoja en la que se mueve
la creación, que termina siempre en una sensación de fracaso. “Este doble
vínculo”, escribe Manguel, “la promesa de revelación que todo libro ofrece a su
lector y la advertencia de derrota que todo libro da a su escritor, es lo que
presta al acto literario una fluidez constante”. Porque,
efectivamente, en cada libro se busca una epifanía que, al final, nunca se
cumple. Esta sensación de fracaso que se experimenta es fruto, precisamente, de
los límites que impone el propio lenguaje en la representación de la realidad,
cuestión que se pone en evidencia, sobre todo, como señala Manguel, en la
incapacidad para escribir sueños de forma coherente.
Obsesionado por el origen de la invención literaria, Manguel relaciona la
obra literaria con la melancolía, una idea muy extendida desde Aristóteles y
que ha hecho fortuna hasta el punto de que se ha desarrollado una imagen del
escritor, un tópico que lo presenta como un hombre pobre, que sufre y
angustiado. Y movido por la necesidad, y al mismo tiempo imposibilidad, de
desvelar los orígenes de las grandes obras literarias, la reflexión se encamina
hacia la venganza como motor creativo frente al perdón.
Manguel experimenta, por lo demás, una sensación de posesión con los
libros que lee. No puede desprenderse de ellos porque proporcionan alivio y
consuelo, además de una eterna conversación que suple la soledad del ser
humano. Y ama tocar los libros porque son “talismanes mágicos”. Y adora
los diccionarios, por la forma en que se ordenan las palabras, el lenguaje,
principio de todo que nombra las cosas.
Las notas autobiográficas de la
sostenida elegía culminan en Argentina, en Buenos Aires, cuando Manguel es
nombrado director de la Biblioteca Nacional
y vuelve a la ciudad y recuerda con orgullo que Buenos Aires es una ciudad de
libros. Por eso, Manguel explora la forma en que la literatura influye en los
viajes, en la vida misma, como ocurre en la colonización de América, donde la
imaginación de los colonos está inflamada por las lecturas de libros, por las
historias que emanan de los libros. Queda claro para Manguel que “la realidad
imaginaria de los libros contamina cada aspecto de nuestra vida”. De
ahí que los libros que acompañan a Pedro de Mendoza en la fundación de Buenos
Aires configuran una biblioteca imaginaria que acaso da su propio sentido a la
ciudad.
Mientras
embalo mi biblioteca apunta, finalmente, quizá a modo de justificación,
quizá a modo de apuntes de trabajo, a la labor desarrollada por Manguel al
frente de la
Biblioteca Nacional de la Argentina, tras dejar
atrás la biblioteca del Loira. En este punto, los recuerdos de Borges se
mezclan con la idea de justicia y de ética cívica, aplicadas al trabajo en una
biblioteca, porque lo que pretende Manguel es ejercitar esa idea en la Biblioteca Nacional,
buscando con ello ampliar el campo de lectores. No es casualidad que el libro
se cierre con una reflexión sobre el valor de la palabra, sobre la función que
cumple la literatura en la sociedad, dado que la literatura es memoria y tiene
un carácter testimonial.
Quizá, al fin y al cabo, en cualquier biblioteca o ante cualquier libro,
Manguel experimente la misma sensación que el protagonista de la célebre novela
de Kafka, la extraña paradoja de estar atrapado y al mismo tiempo jugar con la
posibilidad de echar a volar.
sábado, 29 de junio de 2019
Por Caridad
La segunda
novela de Mariaje López, Por Caridad (M.A.R.
Editor, 2018), tiene un claro tono autobiográfico que intensifica la aparente
ficción con los recuerdos que va desgranando la autora. De hecho, en las
precisiones previas a la novela, Mariaje López insiste en la veracidad del
relato, al menos en lo sustancial. Pero, en realidad, ¿de qué recuerdos y
vivencias estamos hablando? A modo de expiación, Mariaje López ha retornado a
su infancia, o mejor dicho, al momento en que de forma abrupta se acaba su
infancia. La muerte del adorado padre marca un antes y un después en la vida de
Caridad, la protagonista de la novela, porque en ese preciso instante la niña,
de ocho años de edad, ingresa en una especie de orfanato o reformatorio
regentado por la orden de las Hermanas de la Caridad Divina. La novela, en
este sentido, tiene un matizado tono realista, e incluso costumbrista, pues los
episodios que recuerda la autora en el orfanato, siempre relacionados con el
hambre y el sufrimiento, traducen el ambiente de la época que, aunque en ningún
momento se señala de forma explícita, anuncian el tardofranquismo.
Mariaje López ha querido, no obstante, iniciar la novela con una escena
de enfrentamiento directo entre la protagonista y una de las hermanas del
reformatorio, quizá para poner en evidencia de forma clara a través de la
narración la evolución del personaje, desde la inocencia de los felices días en
la casa familiar hasta la fortaleza de que hace gala tras cuatro años de
experiencias funestas en el orfanato. Es por eso por lo que, en cierta medida,
se puede considerar Por Caridad como
una novela de formación. La narración va avanzando al hilo de los recuerdos que
va entrelazando la autora y el perfume de los geranios, que es el olor de la
feliz infancia, da paso a una especie de negrura que lo abarca casi todo. El
orfanato se convierte para la protagonista en un espacio asfixiante que actúa
claramente como metáfora de una época y de una sociedad. A su vez, cada espacio
del orfanato cobra vida, desde el claustro hasta las habitaciones donde se
trabaja, pasando por el dormitorio, la capilla o el refectorio. En cada lugar
encuentra la autora un hueco para una historia, para un recuerdo. Todo pasa
bajo el matiz que perfila la memoria: el bordado, las letanías en la capilla,
los infames castigos, los ejercicios espirituales en Cuaresma, los bailes regionales, los regalos en
Navidad y, sobre todo, como una especie de tabla de salvación, la lectura en
voz alta de relatos por las tardes.
En algunos pasajes de la novela parece aflorar en la protagonista cierta
actitud de resentimiento, quizá hacia la madre, quizá hacia la vida misma, pero
sobre todo hacia las hermanas que regentan el reformatorio. No en vano se
advierte cómo el carácter de Caridad se va agriando y la autora, en un
ejercicio en donde se mezcla la ficción con la autobiografía, es consciente de
ello. Este resentimiento es un caldo de cultivo que conduce a una especie de
rebeldía ante lo que sucede, quizá como una forma de luchar contra la
resignación, la ausencia de expectativas y la falta de esperanza.
Por Caridad es, en definitiva,
un ejercicio de honestidad, que traduce una experiencia personal convirtiéndola en un acto de purificación.
jueves, 30 de mayo de 2019
Serem Atlàntida
Serem Atlàntida (Barcelona, Edicions del
Periscopi, 2019) completa la afanosa búsqueda de algo inasible, algo que está
relacionado con la identidad, individual o colectiva, algo que entronca con las
radiaciones que emiten las cosas, algo que conecta directamente con la idea de
simulacro y falsificación. Esta afanosa búsqueda, iniciada con Intercanvi y continuada con Gegants de Gel, culmina ahora en un
libro denso y hermoso, preñado de nostalgia. No es casualidad que el autor,
Joan Benesiu, baraje la posibilidad de publicar algún día las tres novelas como
un todo único con el sugerente título de L’avenir
dels altres. Si en Intercanvi el
protagonista pasea distraído por París y en Gegants
de gel se dedica a escuchar historias en torno a una mesa en la ciudad
argentina de Ushuaia, en Serem Atlàntida
el mismo personaje parece divagar de un lugar a otro obsesionado por la que
considera una muy probable descomposición de Europa, mientras siente una
extrañable nostalgia que lo lleva azacaneado arriba y abajo por los territorios
del antiguo imperio austro-húngaro.
El protagonista de Serem Atlàntida
da la impresión en todo momento de ser un individuo nostálgico atrapado en una
suerte de parque temático de ilusiones perdidas, da la sensación de no poder
escapar a la sociedad del espectáculo en la que estamos inmersos. Un buen día,
este protagonista que ejerce como narrador de la historia, mientras se encamina
a uno de sus infinitos viajes, sufre un encuentro azaroso en el aeropuerto de
Valencia que le permitirá adentrarse en las vidas difusas de Mirko Bevilacqua y
Clara Bernat, en la historia peculiar de amor y amistad que enlaza a estos dos
seres singulares, y que les ha llevado a una isla perdida en el océano
Atlántico, a París siguiendo una persecución inspirada en un cuento de Pron o,
finalmente, a las ruinas de Chernobil, donde pulula un turismo nuclear y
también una peligrosa atracción por el abismo. Seducido por las historias que
cuenta Mirko Bevilacqua, el protagonista entra en una vorágine que le lleva a
involucrarse en los viajes de estos dos seres singulares. El viaje iniciático
se desarrolla primero por el meridiano de París, siguiendo un libro de Lluis
Calvo, para luego continuar por la ciudad de Trieste, hasta Zagreb y más allá, siguiendo la guía de un
viejo mapa del imperio austro-húngaro, (la guía Bradshaw del año 1913, justo
antes del inicio de la gran guerra).
Benesiu siempre se ha interesado por los lugares de frontera. Trieste,
patria de su admirado Claudio Magris, ejerce como anclaje de toda la historia.
Allí confluyen diversas culturas y hacia allí apuntan las historias que se
cuentan en Serem Atlàntida, historias
que se remontan a los horrores de las guerras y las razzias del siglo XX.
Trieste se antoja un lugar de paso entre el oeste y el este de Europa. La costa
dálmata, entre Italia y Croacia, se convierte en la metáfora que trata de
explicar los problemas de identidad, individuales (de los personajes) y colectivos
(de los pueblos). Impelido por la necesidad de la memoria, por la búsqueda de
la identidad, el protagonista rastrea en su pasado y encuentra ese momento
clave que andaba buscando mientras pasea una noche por el paralelo 45,
invocando con nostalgia la pérdida del padre. Y Mirko Bevilacqua rastrea
también sus orígenes porque anhela vislumbrar su identidad. Es aquí donde se
demuestra que, a veces, el pasado es como una losa, exactamente igual que el
pasado de Europa. Atenaza a los personajes, hasta el punto de que algunos
cambian de identidad y rompen las relaciones familiares.
Obsesionado por los espacios de la
memoria, por una topografía emocional intacta, Benesiu se queja de la
desaparición progresiva de estos espacios, que nos deja en un estado de
orfandad, el mismo tipo de orfandad que experimentan los personajes de la
novela. Por eso la nostalgia invade toda la narración, la nostalgia que se
siente en los no-lugares, es decir, los espacios convertidos en ruinas, que han
perdido vida, sea por la guerra, por la radiación nuclear o por cualquier otra
razón. Son lugares donde fluye el pasado, la identidad perdida. Pero también la
nostalgia emana del recuerdo del padre, cuya desaparición provoca también un
estado de orfandad.
Los viajes que los personaje realizan a la periferia de las cosas
representan un intento, vano e inútil, de escapar del simulacro, de la
falsificación que invade Occidente. Por eso, el protagonista está obsesionado
con el este, porque en el oeste todo es un simulacro. Su viaje por los
territorios del antiguo imperio austro-húngaro se justifica en parte por la
búsqueda infructuosa de autenticidad. Pero nada escapa al simulacro, igual que
nada escapa a las radiaciones que proporciona el concepto de desplazamiento. El
simulacro afecta a las ciudades, incluso a la propia París.
Serem
Atlàntida traduce, finalmente, una cierta obsesión por el viajar infinito,
por el tiempo, por la duración y el instante, por la fenomenología del gesto,
por el situacionismo. Pero lo que se intuye desde el principio, y está en el eje
de la novela, es la decadencia de Europa, las ruinas de un continente que
provocan una permanente sensación de melancolía y permiten reflexionar, en la
soledad de una noche en el paralelo 45, en la posibilidad de que quizá seamos
Atlántidas perdidas.
martes, 30 de abril de 2019
La actualidad innombrable
En La actualidad innombrable (Anagrama, 2018),
Roberto Calasso ha tratado de explicar el funcionamiento de la sociedad secular
en la cual estamos anclados. También indaga en el origen del islamismo
radical, que ha desembocado como todos sabemos en un terrorismo que invoca el
sacrificio y el odio precisamente a la sociedad secular. El origen de este
fenómeno con los asesinos-suicidas de Osama Bin Laden nos conduce al siglo XI,
a la historia de Hasan-i-Sabbah, más conocido como el Viejo de la Montaña, y a su secta de
asesinos viviendo en una especie de paraíso cerca de la fortaleza de Alamut.
Pero al rastrear los orígenes del terrorismo islámico también se tiene en
cuenta el nombre y el sacrificio de Sayyid Qutb y su obra que sirve de guía, Señales en el camino.
Pero más allá de este enfrentamiento entre el islamismo radical y la
sociedad secular, el libro apunta desde un primer momento hacia lo que Calasso
denomina “el germen de la autodestrucción”, un período de
autoaniquilación que se extiende entre 1933 y 1945. ¿De qué estamos hablando
entonces? En la sociedad vienesa del gas,
el título del segundo ensayo del libro, Calasso explora lo acontecido entre
1933 y 1945 a
través de textos y cartas de escritores de la época, retazos que reflejan el
ambiente tenso que se vivía, orientado claramente, como apunta Louis Ferdinand
Céline, a la violencia. Las intuiciones de Robert Frost, el miedo de Virginia
Woolf a viajar por Alemania e Italia en 1935 o las ambigüedades de Ernst Jünger
forman parte de un conjunto de secuencias, de imágenes, que nos iluminan sobre
lo que se está gestando en ese momento. Y es que Calasso está obsesionado por
demostrar el carácter devorador de la sociedad. Cada carta, cada palabra parece
conducir a la inevitable guerra. Particular interés tiene en este contexto la conferencia
pronunciada por Élie Halévy en 1936 ante la Société Française
de Philosophie, una charla titulada de forma sugerente “La era de las
tiranías”. Halévy es de los primeros en equiparar lo que estaba ocurriendo en
Rusia con lo que pasaba en Italia y Alemania, comparando la dictadura soviética
con la dictadura fascista y hitleriana, evocando al mismo tiempo las
interpretaciones de Platón y Aristóteles en el mundo griego para sugerir el
paso de la democracia a la tiranía en los años treinta.
En septiembre de 1937 se celebra el congreso de Núremberg que entroniza
al hitlerismo como la nueva religión triunfante, con su particular y singular
mitología que engloba elementos paganos y cristianos. No hay que olvidar,
además, que el hitlerismo caminaba hacia una suerte de doctrina esotérica, con
la creación de algo parecido a una orden de caballeros. Robert Brasillach,
presente en el congreso de Núremberg, se hace eco, con entusiasmo, del giro que
ha dado la nueva Alemania. Simone Weil adivina lo que el hitlerismo supone para
tantas almas perdidas: “una sólida ilusión de unidad interior”. Por lo
demás, Walter Benjamin informa en 1939 que la Sociedad Vienesa
del Gas ha suspendido el servicio del gas a los judíos. Las noticias sobre los
parias o sobre los suicidios (entre ellos el de Walter Benjamin) se suceden a
lo largo de 1940. La cuestión judía parece en marcha en 1941. Los escritos
periodísticos de Goebbels no dejan lugar a dudas. De hecho, en Iasu, en
Moldavia, Curzio Malaparte describe la matanza indiscriminada de 13.000 judíos.
En Alemania, Hans Carossa es nombrado presidente de la Asociación Europea
de escritores. En el discurso de agradecimiento pronunciado en Weimar el
escritor advierte: “Todos ustedes, queridos señores, tendrán igual que yo la
firme convicción de que una renovación de Occidente sólo podrá surgir del
espíritu y del alma”.
Mientras tanto, en 1942 se celebra la boda del príncipe Konstantin de
Baviera y en 1943 Goebbels se regocija ante el final de una película largamente
deseada para la UFA,
Münchhausen. Son los festejos que
parecen marcar el final de una época. En abril de 1943 salen a la luz las
noticias de la matanza de Katyn, que Goebbels pretende utilizar como propaganda
contra el régimen bolchevique y para atacar las afinidades del bando aliado.
Cuando Vasili Grossman entra con el Ejército Rojo en el campo de
Treblinka y luego en Berlín todo se asemeja ya a un cementerio. Da la sensación
de que el paso de la democracia a las tiranías y el desplome de Europa han
sucedido como en un sueño.
domingo, 31 de marzo de 2019
36 maneras de quitarse el sombrero
El escritor y
editor Miguel Ángel de Rus ha reunido en 36
maneras de quitarse el sombrero (M.A.R. Editor, 2018) una variopinta y
sugerente colección de relatos de humor, creados con “animus jocandi” como el
mismo autor apunta en una suerte de advertencia previa a la lectura. La
honorabilidad de algunos de los personajes que aparecen en los cuentos, y que
podrían identificarse con personas reales, jamás se pone en duda. Con este
arranque irónico y humorístico, el libro vuela en todas direcciones. De Rus se
fija atentamente en el mundo que le rodea. Y lo que ve, como no podría ser de
otro modo, no le gusta. Por eso, la
sociedad que envuelve a los personajes se manifiesta en franca descomposición,
porque De Rus no soporta la vulgaridad de los tiempos en los que vivimos, no
soporta el progresismo de salón, no soporta lo políticamente correcto y no
soporta, en definitiva, a los grandes magnates. No es casualidad, pues, que De
Rus encuentre en la ficción el justo castigo que merecen esos nuevos
aristócratas que viven ajenos a las desgracias del mundo. Pero más allá de esta
sociedad degradada, el espíritu claramente decimonónico del autor, a
contracorriente, dedicado plenamente a la observación, se pone en evidencia en
esos personajes que sienten náuseas al contemplar el mundo, que no entienden porque
en un urinario se vende publicidad o en una cafetería la tecnología te aplasta
con su propaganda insulsa. Son seres que buscan la soledad y el aislamiento,
acompañados de sus inseparables libros. Pueden ser periodistas, escritores o
simples ciudadanos aburridos del devenir de la sociedad, como es el caso de ese
personaje de Una justicia horizontal,
que vive en un falansterio rodeado de libros y música, dedicado a la meditación
y que cultiva un pequeño huerto.
Miguel Ángel de Rus |
Algunos cuentos tienen un cierto
tono autobiográfico, pero todo parece filtrado por el sentido del humor, desde
el feminismo, el animalismo, el ecologismo y el nacionalismo, hasta la madre
patria. De Rus bromea a propósito de los Borbones, a los que no soporta, hace
escarnio de la monarquía británica, se burla de los servicios de inteligencia y
plantea con ironía una posible adaptación de los clásicos a la moral actual.
Incluso bromea con la dichosa construcción del muro mexicano, poniendo en solfa
los verdaderos intereses políticos que hay detrás de cada acción. Pero no se
olvida tampoco de ironizar a propósito de la literatura que se ha impuesto en
nuestros días, con la forma en que se escriben la mayoría de los libros, con la
disposición de los escritores a recibir premios de antemano. El humor, en
definitiva, sirve a De Rus para hacer una radiografía pesimista del avance del
mundo, plasmada en el contraste que se establece entre el escritor y el mundo
que contempla.
También hay relatos que hacen gala
de un profundo erotismo, de un cierto regusto por los juegos del placer y de la
mirada, dando la sensación de que cualquier cosa se puede convertir en un
espectáculo. A veces, De Rus saca a la luz de forma algo velada escándalos
actuales, haciendo burla de los periodistas. A veces también, muestra las disputas
pasionales, producto de los instintos más bajos, y trata con ironía la
violencia que ejercen las diversas religiones, las mentiras implícitas en la
idea de apocalipsis.
De Rus, en cualquier caso, parece elevarse allí donde el relato camina
entre la realidad y la ficción, cuando todo se asemeja a una ensoñación, como
en Hieródula bellísima, donde la
aventura del protagonista con la joven sacerdotisa tiene los aires de un sueño,
o en El rayo rojo, donde un
científico consigue dar vida a un héroe soviético para luego devolverlo a la
muerte. Y siempre, o casi siempre, mostrando contrastes, allí donde la
inteligencia y el silencio se manifiestan como atributos contrarios al ruido
que nos acecha por todas partes. Y siempre, o casi siempre, la sensación de que
nos envuelve una realidad totalmente manipulada, que más allá de la búsqueda de
la verdad, hemos entrado en una fase que irónicamente De Rus denomina “un mundo
de posverdad”. Reconociendo que siempre ha sentido debilidad por los
placeres estéticos, De Rus, parafraseando a uno de sus personajes, no reconoce
más supremacía que la aristocracia del saber.
jueves, 28 de febrero de 2019
Habla, si quieres que te conozca
Preocupado por el
empobrecimiento y la perversión del lenguaje, señas de identidad
de los tiempos que corren, el historiador y naturalista Ramón Grande del Brío
ha escrito un libro, Habla, si quieres
que te conozca (Cuadernos del Laberinto, 2016), en donde trata de mostrar
que el maltrato de la lengua es el reflejo de una sociedad enferma. Por ello se
esfuerza en relacionar la degradación ética y la descomposición lingüística, es
decir, la decadencia en el uso del lenguaje como un reflejo de la sociedad actual.
La idea implícita es que la despersonalización de la vida social contribuye a
la desvalorización de la carga conceptual del lenguaje.
El autor habla a menudo de desnaturalización del lenguaje, de atropellos
lingüísticos. Esta trivialización del lenguaje se manifiesta, sobre todo, en
medios judiciales, pero también en el ámbito científico y académico. Preocupado, sobre
todo, por las implicaciones de los errores de la lengua en el campo jurídico,
Grande del Brío se alarma ante el “absurdo bizantinismo”, la pobreza
del lenguaje científico, la falta de precisión terminológica y epistemológica,
que puede constituir un peligro cuando en el ámbito judicial los jurados
populares carecen de la precisión semántica necesaria para captar en ocasiones
el significado de las palabras.
El ensayo está repleto, tal como nos recuerda el propio autor, de “casos
de uso incorrecto de la lengua y de desastrosa conceptuación”. Grande
del Brío se detiene en el abuso del eufemismo, la feminización de determinadas
palabras, el empleo de sustantivos desprovistos de artículos, la ausencia de
preposiciones y la confusión entre prefijos y sufijos. Se queja, al mismo
tiempo, de la forma en que se usa el pretérito imperfecto en determinados
medios como reflejo de la ambigüedad y la indeterminación de la sociedad
moderna, pero también se queja del exceso de información, de los que denomina normativistas que embrollan la lengua
con tecnicismos, de los autores hipercríticos, de la hipercorrección
lingüística, de la chabacanería y la gratuidad en el uso del lenguaje. A todo
ello hay que unir determinadas obsesiones que acompañan al autor, como la
nefasta difusión de la conjunción disyuntiva sustituyendo a la conjunción
copulativa, el empleo erróneo del subjuntivo y la necesidad de un adecuado uso
de los signos de puntuación para lograr pausa, armonía y musicalidad en la
lectura de los textos, que se antoja fundamental porque el lenguaje tiene un tempo.
Grande del Brío da la sensación de que ansía la elegancia perdida en el
lenguaje. Por eso, insiste en considerar la lengua como un organismo vivo, en
constante evolución y desarrollo, y recuerda en varias ocasiones que el
lenguaje tiene una estructura matemática, profundizando en las relaciones entre
las teorías científicas y el lenguaje para poner de relieve la prostitución del
idioma. El alegato en defensa de la lengua que hace Grande del Brío deja, en
definitiva, la impresión de que tan nefasta es la excesiva laxitud como la
excesiva rigidez en el empleo del lenguaje.
jueves, 31 de enero de 2019
Sombra del paraíso
Vicente Aleixandre |
En 1944, con Sombra del paraíso, Vicente Aleixandre alcanza
la plenitud de su estilo. Desde los primeros versos el poeta invoca a la
naturaleza radiante, a las criaturas que anidan en el paraíso, que conforman en
la luz del amanecer el conjunto de seres que ama. El mar es promesa de
felicidad en la infancia. El río, que atraviesa la llanura y la ciudad, ofrece
sus reflejos dorados de luz. El cielo azul, que evoca la calma y la paz, es el
único amor que no muere. El resonante clamor de los bosques, la lluvia que se
asemeja a un junco, el destello del sol, la tierra primigenia, la luz del fuego
y el aire resplandeciente completan el conjunto de inmortales que Aleixandre
acoge en Sombra del paraíso. El
poeta, inmerso en el paraíso, traza las señales de la primavera en la tierra,
la deslumbrante fuerza de la naturaleza, llena de luz y de vida, y nos obliga a
no permanecer dormidos ante el misterio, a disfrutar de la belleza de la gozosa
mañana “y desnudos de majestad y pureza frente al grito del / mundo”.
La luz del sol es el hálito mágico que se pretende atrapar con los brazos
tendidos en el aire, el lugar donde reside la verdad. Mientras los pájaros
cantan en el amanecer, el poeta se recrea en el brillo de una estrella, en la
belleza de una diosa desnuda tendida en la floresta, tumbada sobre un tigre. Pero
el sol ofrece sombras. Frente a la luz y a la aurora, el arcángel de las
tinieblas anuncia acaso la enfermedad o la muerte, pero sobre todo la llegada
de la noche, de la sombra, que mitiga la fuerza de la vida, mientras se produce
el titánico esfuerzo, “la estéril lucha de la espuma y la sombra”. En
el frondoso paraíso una sombra alargada desea el cuerpo desnudo de una diosa.
La luz de la luna se refleja en el cuerpo de una muchacha mientras canta el
ruiseñor. Las manos se atraen, se buscan y se enlazan, plenas de amor, en la
oscuridad, bajo la luna. Los besos manifiestan la dicha de la vida. Y el amor
llega. “Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora”. Ebrio de amor,
Aleixandre parece dedicar algunos poemas al derrame del cuerpo, al placer que
en los sentidos provoca el amor, vertido en la cabellera o en el perfume
femenino.
El cuerpo marca el destino, la herencia de la carne y de la vida apegada
a la tierra. Y la tierra habla a través de los campesinos, que constituyen “la
verdad más profunda, / modestos y únicos habitantes del mundo”. Y del
padre emana una luz que es como el gemido, como el grito que procede de la
tierra. Y la bondad del padre transmite la bondad del mundo.
Efectivamente, el poeta, inmerso en
el paraíso, traza la belleza que se extiende ante el hombre desde la altura de
una montaña, mientras en el atardecer se despide de los campos. La ciudad amada
queda colgada sobre el mar. Un destino trágico aletea en la insondable belleza
del mar. Es el último fulgor, el último amor al que se entrega todo, la
despedida, porque el hombre es en realidad una pequeña luz que se ilumina
durante un cierto tiempo y luego definitivamente se apaga. Porque no basta el
mar, no bastan los bosques, no basta el amor, no basta el mundo. Al final sólo
resta llorar, abrazado a la madre tierra, mientras se contempla un fragmento de
cielo azul.
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