Mahoma y Carlomagno es la última obra de
Henry Pirenne, publicada tras su muerte, en 1937, después de la revisión formal
que realiza su hijo Jacques Pirenne y con las anotaciones de F. Vercauteren,
discípulo del maestro. Tal como señala su hijo en el prefacio, la idea central
que aletea en el texto había traído azacaneado arriba y abajo al maestro en sus
últimos veinte años. Pirenne, obsesionado con la transición de la antigüedad a
la Edad Media, estaba convencido del carácter mediterráneo del mundo romano y,
más aún, consideraba que las invasiones germánicas del siglo V no habían supuesto
grandes cambios en las antiguas estructuras que había instalado el imperio
romano. Por eso, desde las primeras líneas del libro, insiste en que la civilización romana fluye junto al mar y se diluye
hacia el interior, en donde no hay grandes ciudades excepto Lyon y Tréveris. La
penetración de los germanos en las fronteras del imperio no implica grandes
cambios porque se adaptan a las costumbres y a las estructuras del mundo
romano, a la Romania. No hay ningún intento de sustituir el imperio romano por
un imperio germánico. La lengua germánica sólo se impone en las zonas más
retiradas del imperio. El derecho, la religión y las costumbres germánicas son
socavados por una profunda romanización, que sólo cede en la parte norte del
imperio. Todas las anotaciones, pues, que ofrece Pirenne sobre los Estados
germánicos en Occidente tratan de mostrar cómo se perpetúa la tradición
antigua.
En este cuadro de continuidad de la civilización antigua se puede
considerar también la idea de imperio, que tampoco desaparece después de la
fragmentación de las provincias occidentales. Con Justiniano, además, como se
sabe, el Mediterráneo vuelve a convertirse en un lago romano. Ni siquiera la
invasión lombarda en el siglo VI logra cambiar la situación. Pirenne defiende
la idea con contundencia: “no hay, hasta el siglo VIII más elemento positivo en
la historia que la influencia del imperio”. Y cuando reflexiona sobre
el régimen de las personas y de las tierras tampoco encuentra cambios
tras las invasiones. Sigue prevaleciendo la gran posesión, que será la base del
feudalismo, los colonos y el esclavismo. Los comerciantes sirios, griegos y
judíos están por todas partes, siguen dominando el comercio del Mediterráneo.
“La organización romana”, anota Pirenne, “parece haberse conservado”.
Ello incluye los productos que venían de Oriente, como la seda, las especias,
el papiro y el aceite (de África). Además, el comercio de esclavos se mantiene
y la navegación sigue activa, sobre todo en la cuenca del mar Tirreno, Provenza
y España. Pero es que también el comercio interior se sostiene, igual que antes
de las invasiones. Hay ferias locales y peajes en las ciudades, y todavía no se
han desarrollado los mercados y las ferias medievales. Más aún, sigue
predominando el “comercio individualista a la romana” y la unidad
monetaria se funda en la moneda de oro porque “el sistema monetario de los
bárbaros es el de Roma”. El oro está por todas partes y en grandes
cantidades, lo que parece apuntar a su importación continua. Prevalece, pues,
también la circulación y la acuñación de la moneda. La idea de Pirenne en todo
momento es resaltar una evidencia que se le antoja clara: “la continuación de
la vida económica romana en la época merovingia en toda la cuenca del Tirreno”, trasladando sus evidencias a África y España, aun reconociendo que en
el terreno comercial hubo “un retroceso debido a la barbarización de las costumbres”, pero en ningún caso un corte con
lo que ha sido la vida económica del Imperio.
En el plano intelectual, Pirenne considera, también, que se conserva y se
transmite la tradición antigua, sin grandes cambios, a pesar del triunfo del
cristianismo a partir del siglo IV, pues todavía no hay una cultura cristiana
en sentido estricto, ya que sigue siendo en realidad todavía deudora de la
tradición clásica. Además, se mantienen las escuelas de retórica y dialéctica,
y el latín como medio de expresión. La lengua popular sigue siendo el latín,
aunque vulgarizado y rústico. “La lengua subsiste”, escribe Pirenne, “y es la
que da, hasta el curso del siglo VIII, unidad a la Romania”. Lo que se evidencia con las invasiones germánicas es un desplome de
la cultura espiritual, que es mayor que en el campo de la cultura material. “Lo
que se realiza” afirma Pirenne, “es una decadencia de una decadencia”,
que se había iniciado en el siglo III, pero las invasiones no modifican el
carácter de la vida intelectual en la cuenca del Mediterráneo occidental.
Tampoco en el campo del arte advierte ninguna ruptura. Se aprecia, eso
sí, una progresiva orientalización bajo la influencia persa, siria y egipcia,
que ya era evidente en el bajo Imperio. Pirenne piensa que “no se puede hablar,
pues, de un arte propiamente germánico, sino más bien de arte oriental”, desarrollado por artesanos romanos, con una fuerte impronta bizantina,
siguiendo el ejemplo de Constantinopla.
 |
Henri Pirenne
|
Para rematar “la demostración de que la sociedad continúa siendo igual a
la de antes de las invasiones”, Pirenne insiste en el carácter laico
que lo impregna todo hasta el siglo VIII. La Iglesia, que representa la
continuidad de la tradición romana, está todavía subordinada al poder temporal.
La sociedad, la administración y la cancillería no dependen todavía de la
Iglesia y la mayoría de los cargos principales están ocupados por letrados
formados al margen de la Iglesia. Con la invasión de los pueblos bárbaros,
pues, la tradición antigua se mantiene, sobre todo en el arco mediterráneo.
Sólo en Britania la presencia de los anglo-sajones es capaz de transformar la
situación, dando paso a la tradición germánica. “Mírese por donde se mire”,
escribe Pirenne, “el período inaugurado por el establecimiento de los bárbaros
en el Imperio no ha introducido en la historia nada absolutamente nuevo”. Tan sólo a nivel político una pluralidad de Estados germánicos ha
sustituido la unidad del Estado romano. “El aspecto de Europa cambia”, afirma
Pirenne con rotundidad, “pero su vida en el fondo permanece inmutable”, al menos hasta el siglo VII.
En cambio, la invasión musulmana en el siglo VII lo transforma todo. Como
se sabe, esta invasión llega hasta la Narbonense y la Provenza. Los barcos
musulmanes dominan el mar Tirreno y hostigan las costas italianas. El
mediterráneo occidental se convierte en un lago musulmán. Si los germanos se
han integrado en la Romania,
la actitud de los musulmanes es distinta porque están impulsados por la fe.
Esto va a crear, claramente según Pirenne, una separación con la población
sometida, infiel, no convertida al Islam. No hay integración en la sociedad
musulmana. El nuevo amo impone el derecho coránico y la lengua árabe, aunque
aprende y asimila conocimientos de los persas y de los griegos. La unidad
mediterránea impuesta por la
Romania se rompe, estableciéndose dos civilizaciones
antagónicas separadas precisamente por el mar Mediterráneo. “Se trata del hecho
más esencial ocurrido en la historia europea después de las guerras púnicas”,
escribe Pirenne haciendo hincapié en el eje de toda su argumentación. “Es el
final de la tradición antigua. Es el comienzo de la
Edad Media, en el mismo momento en que
Europa estaba en vías de bizantinizarse”.
Como consecuencia de la invasión musulmana, el imperio carolingio queda
atrapado, sin salida comercial al Mediterráneo. Es un imperio “puramente
terrestre”. El núcleo de la civilización occidental se desplaza hacia
el norte, hacia el eje Sena-Rin. Pirenne está convencido, además, de que, al
detener el avance islámico, Francia juega un papel fundamental en la
reconstrucción de Europa. Y ese papel se lo asigna a los carolingios, con los
que “Europa toma una nueva orientación definitiva”. Claro que eso
significa ir en contra de la continuidad entre merovingios y carolingios,
estableciendo entre ambos un contraste significativo, un corte entre ambas
épocas, que viene pautado por lo que denomina “golpe de Estado carolingio”,
porque, efectivamente, Pirenne es capaz de distinguir entre un Estado
merovingio estrictamente profano y un Estado carolingio ya plenamente
religioso. Por eso, el análisis que hace de la decadencia merovingia en el
siglo VII es importante para comprender su visión del paso a la Edad Media.
Junto a las guerras civiles, usuales en la época merovingia, y la edad juvenil
de muchos de los reyes, Pirenne hace hincapié en la disminución del tesoro
real, que relaciona directamente con “la creciente anemia del comercio”. Es cierto que los botines de guerra han disminuido. Es cierto,
también, que el rey concede cada vez más inmunidades a la aristocracia,
socavando así la base de su poder, y que reparte tierras, sobre todo a la
Iglesia, pero la disminución del impuesto de peaje se antoja fundamental. Todo
esto causa la debilidad de la realeza.
Esta caída del comercio viene acompañada de la decadencia de la vida
urbana. “Seguramente”, escribe Pirenne, “a partir de mediados del siglo VII la
sociedad se desromaniza rápidamente”, lo que va a dar lugar a una
civilización distinta. Entran en juego los Pipínidas, una familia de
terratenientes de Bélgica, que domina la zona de Austrasia. El germanismo se
impone al romanismo. Todo el argumento de Pirenne apunta en esta dirección. De
hecho, define a los Pipínidas como “antirromanos” y “antiantiguos”. Su
dominio territorial de la Galia
y parte de la actual Alemania, desde su posición de mayordomos de palacio en
Austrasia, es gradual. En este territorio se hace común el vasallaje a los
Pipínidas. Además, por esta época se está gestando el cambio de orientación del
Papado. La doctrina iconoclasta de los emperadores bizantinos en la primera
mitad del siglo VIII acentúa la tensión entre el papado y el Imperio bizantino,
de modo tal que la política del papado se orienta hacia los Pipínidas hacia
750. Esto marca el inicio de una nueva época. “El año 751”, escribe Pirenne, “marca
la alianza de los carolingios con el papado”. Pipino, legitimado por el
Papa como rey, recibe también el título de patricius
Romanorum. Se ha consumado lo que Pirenne denomina el “golpe de Estado” de Pipino. Y aunque con Carlomagno el dominio carolingio llega hasta el
Mediterráneo, el eje del nuevo imperio no será mediterráneo sino septentrional.
La coronación de Carlomagno en el año 800 por parte de León III es el final de
un proceso que conduce a la Edad Media.
Pirenne insiste también en remarcar las diferencias con el antiguo imperio
romano y con el imperio bizantino, y hace hincapié en el significado religioso
del nuevo imperio. Carlomagno se convierte, así, en protector de la Iglesia romana en
Occidente y el título imperial, en ese sentido, no tiene un significado laico.
“El imperio de Carlomagno”, escribe Pirenne, “es el punto final de la ruptura,
por el Islam, del equilibrio europeo”. Con él se inicia la
Edad Media.
Se abre, entonces, una época de cambios significativos. El cierre del
comercio en el mediterráneo occidental influye seguramente en la disminución
progresiva del uso del papiro a partir de finales del silgo VII. Lo mismo
ocurre con las especias, la seda y el oro. Y también con la actividad de los
comerciantes, que disminuye claramente. Ese espacio vacío es ocupado en todas
partes, en Occidente, por los judíos, “el único lazo económico”, escribe
Pirenne, “que subsiste entre el Islam y la Cristiandad, o, si se quiere, entre
Oriente y Occidente”. Los judíos son los únicos, junto a los frisones,
que se dedican a un comercio a gran escala, principalmente terrestre. En
Occidente, el único lazo de unión que queda con el imperio bizantino va a ser
Venecia, que emerge en los siglos VII y VIII como enclave comercial que domina
la costa dálmata, haciendo de intermediario con Bizancio a partir del tratado
de 812. La economía carolingia, basada en la tierra, sufre una “regresión”. No hay ningún renacimiento económico vinculado a Carlomagno. Los
principales centros económicos están en la zona de los Países Bajos, gracias al
comercio de los frisones, y en el norte de Italia, gracias al comercio
veneciano. Pero la civilización se vuelve esencialmente agrícola y el comercio,
el préstamo y la circulación de moneda
retroceden por todo el imperio carolingio. También desaparece el
impuesto público, lo que “marca una ruptura con la tradición financiera romana”. La moneda de oro
es sustituida en el nuevo sistema monetario por la moneda de plata, el denario.
Se produce así una ruptura del sistema monetario. El gran comercio se diluye
porque los musulmanes controlan el Mediterráneo occidental y sólo florecen los
pequeños mercados, que demuestran precisamente un repliegue del comercio sobre
sí mismo.
Al mismo tiempo, el vasallaje toma fuerza y se crea una clase militar independiente
del poder real. El feudalismo cobra fuerza precisamente en esta zona del norte
de Francia y Bélgica, donde tiene su origen la dinastía carolingia. Y en el
plano cultural se observa en época carolingia un retroceso del latín vulgar,
mientras las lenguas romances empiezan a florecer a partir del 800. Por el
contrario, el latín culto se mantiene entre la clase sacerdotal como un signo
de poder. “El Renacimiento carolingio”, escribe Pirenne, “coincide con el
analfabetismo generalizado de los laicos”. La cultura se desplaza al
norte y es, sobre todo, una cultura eclesiástica. Mientras, la casta religiosa
impone su influencia al Estado.
La Germania sustituye a la Romania. Se inicia la
Edad Media. La fecha del año 800 es
simbólica porque supone la confirmación de un nuevo imperio, desvinculado de
Oriente y de matices claramente religiosos. El argumento se clarifica. Lo que
tenemos, en definitiva, al inicio de la Edad Media, es algo que no menciona
Pirenne pero que es el punto final hacia el que se orienta toda la
argumentación: el enfrentamiento de la fe islámica y la fe cristiana, el
conflicto entre el imperio islámico y el imperio carolingio o, lo que es lo
mismo, entre Oriente y Occidente, un conflicto que, como todos sabemos,
desemboca en las Cruzadas.