lunes, 31 de enero de 2022

Tiempo curvo en Krems

 


Es inevitable que el escritor sienta un impulso interior de acabamiento de las cosas cuando la vejez aflora y lo enreda todo. El tiempo se desplaza a marchas forzadas hacia adelante, hacia la nada, pero también gira hacia atrás, hacia el pasado, hacia la infancia. Entonces, la nostalgia lo invade todo. Escribiendo Tiempo Curvo en Krems (Anagrama, 2021), cinco hermosos relatos de vejez, Claudio Magris ha sentido la ineludible obligación de recrear el pasado, que se presenta como inevitable paso en el trayecto que lleva hacia el final de la vida.

En El guardián, por ejemplo, un hombre rico, anciano y retirado de sus negocios, recuerda el pasado feliz en Moravia. Toda su vida como financiero industrial está observada en contraste con la infancia. Cualquier detalle, como el beso de su nuera en la mejilla, le retrotrae a las mañanas en los bosques moravos. En Lecciones de música, la vida del anciano maestro de música está marcada por su ascendencia judía y polaca. Y en el relato central que da nombre al libro, Tiempo curvo en Krems, el pasado entra en escena cuando un viejo profesor entabla conversación con una dama que dice conocer a una amiga suya del colegio. Siguiendo el hilo de una mentira asentada en el diálogo, el profesor habla de una tal Nori, el amor de su juventud, una compañera del instituto con la cual nunca llegó a hablar. Esta falsa historia de amistad entre el profesor y Nori en el pasado permite a Magris disertar sobre el discurrir del tiempo, sobre la forma en que se solapan causa y efecto. Una inexistente historia del pasado da pie a recrear, por lo tanto, las ondas del pasado, acaso “ondas del corazón”. El tiempo se curva en el castillo Miramare, conformando como un círculo, porque el profesor recuerda una conferencia de física que allí escuchó, cuando era estudiante -y en la que también estuvo Nori-, por lo que pasado y presente se enlazan, dando la sensación de que “todo retorna, todo es”. Esa sensación de que el tiempo se ha diluido aparece también en El premio, donde un escritor que asiste a una cena en la que se ha concedido un premio literario, indiferente a lo que acontece  a su alrededor y agobiado por la presencia del rico protector que concede el premio, dirige su mirada a los recuerdos de su infancia en Moldavia: la fábrica de sombreros, la guerra y el exilio se entrelazan en la memoria. Finalmente, en  Exterior día-Val Rosandra, el rodaje de una película permite a un profesor eslavo divagar sobre su pasado, que se recrea en el film y que da la sensación de estar filtrado por “estratos de tiempo” entre los que emerge con fuerza el recuerdo de la gran guerra y los horrores del fascismo.

         


   Todos los relatos aluden, de una forma u otra, a Trieste, la ciudad natal de Magris y epicentro de toda su reflexión literaria, pero también resulta evidente que todos los personajes principales de las narraciones tienen un pasado centroeuropeo o experimentan algún tipo de relación con Europa central. Trieste se convierte en tierra de acogida, pero todo está señalado por el pasado. El financiero industrial de El guardián procede de Moravia, mientras que el maestro de Lecciones de música es un emigrante polaco y el profesor de Exterior día-Val Rosandra es de origen eslavo. Es curioso, en este sentido, observar cómo Magris insiste en ese pasado centroeuropeo de sus personajes, sin duda porque es el carácter indeleble que define su existencia. Por eso, no nos extraña saber que el maestro de música “se retraía con atávica desconfianza continental” ante el mar. Es la misma sensación que experimenta el financiero industrial, a saber, un disgusto ante las calles perpendiculares al mar, porque se abren a la gran luz, al azul infinito. 

            La ancianidad asumida por los personajes de estos relatos de Magris conduce, en definitiva, a la soledad y al vacío. El panorama es ciertamente desolador, mientras el pasado se confunde con el presente en recuerdos difuminados. A veces, como en el caso del rico protagonista de El guardián, se busca una vía de escape para llegar a ser libre, aceptando un trabajo como portero (en uno de sus edificios y sin que nadie de su familia lo sepa). A veces, también, como en El premio, ocurre que el profesor, aislado, ajeno a las tendencias literarias, sólo se complace en los objetos que pueblan la habitación en la pensión que habita o en la visión de la torre de Lu Monferrato, donde sobrevuelan los pájaros al atardecer.             

            Sin embargo, cualquier sueño de fraternidad, cualquier idea de una vida nueva y un suelo libre parecen diluirse. Sólo queda el afrontamiento de las cosas. Dejar el pasado atrás, finalmente, es adentrase en un camino inevitable, como todos sabemos. Significa afrontar el final. Y si en Tiempo curvo en Krems sabemos que el protagonista está en una ciudad austríaca, cerca de la desembocadura del Danubio, ¿no es lícito pensar que lo que se perfila en el horizonte es el fin de la existencia, porque el río termina su trayecto? Esa metáfora, la del río cerca de la desembocadura, es válida también para todos los protagonistas de estas narraciones de Magris.

            El eterno discurrir del tiempo es más evidente, sin duda, para quien, como Magris, se encuentra “en el irreversible proceso de disolución que constituye la escritura y la vida”. Por eso, como si se tratase del último aliento, Magris evoca la feliz infancia de los personajes, persigue con ansia el sueño dorado, justo antes de que acabe todo. 

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