lunes, 29 de octubre de 2012
Mariano José de Larra 2
Larra se refiere a menudo en sus
artículos al monótono y sepulcral silencio de la existencia española. Los lunes
se rompe ese tedio acudiendo la gente a las corridas de toros. Por las mañanas
el pueblo se calza las castañuelas y se agita violentamente, mientras la gente
elegante se pasea por las tiendas de la calle Montera. Por la tarde se duerme
la siesta y por la noche la clase distinguida va al teatro, cuando lo hay. La
clase media, entretanto, se entretiene en las fondas.
En “La educación de entonces”, Larra
advierte que el país está en un período de transición, que están cambiando las
ideas, usos y costumbres, y que todo ello está afectando lógicamente a la
educación. Antes era evidente la excesiva autoridad del padre, de modo tal que,
por ejemplo, los matrimonios estaban convenidos. En la educación tradicional
las muchachas eran recatadas y no se dejaban influir por óperas o novelas. La
idea de Larra es enfatizar el contraste con la nueva enseñanza. Habla por ello
de reformas y de ideas nuevas. En el artículo “Representación de El sí de las niñas”, Larra vuelve a la
carga con el tema de la educación. El autor censura las costumbres del siglo
XVIII, las “rancias costumbres, preocupaciones antiguas hijas de una religión
mal entendida y del espíritu represor que ahogó en España, durante siglos
enteros, el vuelo de las ideas”, idea que está en la obra de Moratín,
quien pretendía criticar los abusos que se cometían en la educación de los
jóvenes durante el siglo XVIII. Sin embargo, en ocasiones Larra se deja llevar
por la melancolía, por la nostalgia de una época ya pasada, el siglo XVIII, un
tiempo de tiranía e Inquisición, pero también de mayor libertad, de menos
censura, una época en la que no se perseguía por ser liberal o carlista. Larra
emplea la expresión “tiempos bienaventurados” en “Una primera
representación” para referirse al siglo XVIII.
De ningún modo puede soportar Larra los pésimos modales y la falta de
educación en gran parte de la clase humilde, tal como se hace eco en “¿Entre
qué gente estamos”? El escritor madrileño describe con crudeza a un mozo
encargado de alquilar calesas. El mismo tipo de individuos pululan por las
oficinas de policía, por las sastrerías, por los cafés. Pero la cosa no acaba
aquí, porque los señoritos no escapan a la mirada crítica de Larra. En “La vida
de Madrid”, el autor describe la ociosidad y la vaciedad de la vida madrileña
de un joven señorito, siempre aferrado a las mismas costumbres, a las mismas
conversaciones, a la misma rutina y amistades, en definitiva, gente ociosa que
no hace nada.
En general, algo que enerva a Larra
es la hipocresía de la sociedad, el egoísmo que sostiene las acciones de los
individuos. Una mujer hermosa y amable, honrada y virtuosa, por ejemplo, es
aborrecida por las demás mujeres y pierde su reputación dentro de la sociedad.
En cambio, otras mujeres, que han entendido mejor el mundo, pasan por
virtuosas. Un hombre que no saluda en la calle, saluda en sociedad porque está
mal visto encontrarse solo sin hablar con nadie. “En una palabra” dice Larra,
“en esta sociedad de ociosos y habladores nunca se concibe la idea de que
puedas hacer nada inocente, ni con buen fin, ni aun sin fin”.
En su afán por describir los tipos
más peculiares de la sociedad, Larra detiene su mirada en los calaveras. La
acepción picaresca de la palabra “calavera” es de uso moderno. No existía en
los autores antiguos, nos recuerda Larra. Las dos cualidades distintivas de un
calavera son el talento natural y la poca aprensión. El autor presenta al
calavera silvestre, hombre de la plebe, sin educación ni modales. Es el típico
castizo achulapado de los barrios populares de Madrid. El calavera lampiño es
joven, pero el número de sus hazañas es infinito. Posee un talento
desperdiciado. Se las da de hombre crecido pero no sirve para ningún oficio. En
general, el calavera necesita espectadores para sus tropelías, gente que ría
sus gracias. De entre los calaveras, Larra destaca por su talento y juicio al
calavera de buen tono, hombre de educación esmerada y de gran cultura, y que
tiene ocurrencias oportunas.
Contrario al espectáculo en que se
ha convertido la condena a muerte de una persona, Larra habla del “abuso
inexplicable” que se hace del hábito de la pena de muerte en los
pueblos modernos en su artículo “Un reo de muerte”. Critica a la tiránica
sociedad por exigir valor y serenidad a los condenados a muerte. El pueblo
contempla la marcha fúnebre del reo como si tratase de una fiesta o un
espectáculo. Y para rematar la faena hay que contar con la presencia de
piquetes de infantería y caballería en torno al patíbulo. También se explaya a
gusto Larra desdeñando la costumbre de los duelos, producto de una falta de
comprensión de lo que realmente es el honor. Todo ello se da en una sociedad
teóricamente civilizada, con avances en religión y política. Esta mirada
descarnada sobre la sociedad de su época se hace patente cuando Larra censura
el sistema penitenciario, la falta de amparo que tienen los presos en la
cárcel. Emplea la palabra “negligencia” para referirse a la actitud de
las autoridades mientras hace hincapié en la falta de igualdad ante la ley. La
sociedad española es sin duda un “monstruo de sociedad” en el que no
cuenta para nada el elemento popular, una falsa, incompleta y usurpadora
sociedad que acepta el garrote vil como medida de justicia. En “Antony”, el
análisis de la sociedad lleva a Larra a distinguir tres pueblos distintos: la
multitud embrutecida que carece de necesidades y estímulos; la clase media,
ilustrada lentamente y que desea reformas; y una clase privilegiada poco
numerosa.
Nada escapa a la mirada de Larra.
Las casas nuevas tienen el inconveniente del uso del brasero y el tamaño
reducido de las habitaciones y las escaleras. Las obras de teatro deben pasar
la censura y luego soportar las dificultades de los ensayos con los actores y,
finalmente, las incidencias con el público en la primera representación. Los
oficios menudos no dan para vivir y mantener una familia. A veces son ejercidos
por personas que desempeñan diferentes cargos según la estación del año. En
concreto, Larra habla del oficio de trapera y zapatero, y remata su artículo
“Modos de vivir que no dan de vivir” citando como oficio menudo “el de escribir
para el público y hacer versos para la gloria”. En “El álbum”, con
fina ironía describe la costumbre de las mujeres elegantes de llevar un álbum
en el coche, como objeto personal, un libro en blanco en el que los hombres
distinguidos estampan un verso, un dibujo o una composición musical dirigidos a
la bella de turno, porque, efectivamente, “todas las dueñas de álbum son
hermosas, graciosas, de gran virtud y talento y amabilísimas”.
Azotado por la melancolía, en “El día de difuntos de 1836” Larra contempla Madrid
y se le asemeja un vasto cementerio. Los edificios se convierten en tumbas
donde reposan el trienio liberal, la Inquisición , la libertad de pensamiento, el
crédito español, la verdad. Esta visión de Madrid como un sepulcro es una
metáfora de la propia situación del escritor, cuyo corazón no es más que otro
sepulcro, lo que se traduce en una vida sin esperanza. Este carácter
melancólico que adquiere la escritura de Larra en sus últimos artículos se
manifiesta en “La nochebuena de 1836” ,
en donde se muestra descontento con su vida y emplea la figura de su criado
–borracho- para –a modo de conciencia- azuzar y criticar su fatua existencia de
escritor. En las “Exequias del conde de Campo-Alange”, Larra escribe: “empero
mil veces desdichado sobre toda desdicha quien no viendo nada aquí abajo sino
caos y mentira, agotó en su corazón la fuente de la esperanza, porque para ése
no hay cielo en ninguna parte y hay infierno en cuanto le rodea”.
Palabras que reflejan el estado de ánimo del escritor poco antes de su muerte.
Insatisfecho con la vida, Larra se pregunta
“¿y no ha de haber un Dios y un refugio para aquellos pocos que el mundo
arroja de sí como arroja los cadáveres al mar?” . El grito de
dolor por su amigo el conde de Campo-Alange es un grito de congoja por él
mismo. Las preguntas retóricas que le plantea la muerte del amigo son las
mismas que se hace él. “¿Qué le esperaba en esta sociedad?”…”¿Qué papel podía
haber hecho en tal caos y degradación?”. El desengaño o la muerte. Ésa
es la alternativa. Parece que Larra tenía claro cuál era su camino.
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