jueves, 30 de octubre de 2014
Histórica 4
En una especie
de postfacio que se encuentra al final de la lectura de Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz (Barcelona, Península, 2007),
Ruiz-Domènec explica cómo el libro sobre la figura del Cid había surgido, por
primera vez, en unas notas escritas en París en 1979. El historiador sitúa su
investigación en el conjunto de debates de los años 70 en torno a la herencia
de Menéndez Pidal. El estudio, casi como un guiño al nonagenario medievalista,
toma como punto de partida la famosa fotografía realizada en el rodaje de El Cid en la que se ve a Menéndez Pidal observando
el halcón que porta en la mano el actor Charlton Heston. Más allá de esta
anécdota que se presenta como si se tratase de una epifanía, el libro se inicia
con una serie de reflexiones sobre la película de Anthony Mann, sobre la forma
en que el cineasta americano contribuye a forjar la leyenda del Cid, sobre la
relación que se establece entre historia y mito. Esta introducción
cinematográfica deriva en la cuestión que centra el interés del historiador, a
saber, cómo la historiografía y la literatura han transfigurado a un hombre de
frontera del siglo XI convirtiéndolo en palabras de Ruiz-Domènec “en el
portador de la honra de España”. Sorprende, en este sentido, la forma
imaginativa en que nuestro antor ilumina las fuentes. Conocedor de la figura de
Ricard Guillem, establece una suposición sobre la continuación del Carmen Campidoctoris (el poema latino
que inicia el mito del Cid) proponiendo un paralelismo plutarqueo entre la
historia de Rodrigo Díaz y los afanes del también exiliado Ricard Guillem. La
lectura del Carmen Campidoctoris, un
regalo de Guillem al Campeador, quizá hizo pensar por primera vez al Cid que
era un hombre elegido para la gloria. El problema se plantea cuando se
contrasta esta visión del poema con la lectura de los cronistas árabes de
aquella época, pues los escritores musulmanes insisten en la crueldad y el afán
de riqueza del Cid. Una figura, pues, ambigua y equívoca entra de lleno en la
cultura cristiana en una época en la que las baladas de los juglares empezaban
a diseñar la leyenda del Cid.
El estudio de Ruiz-Domènec trata de
captar la forma en que las fuentes se han apropiado de la figura del Cid, cómo
la reina Berenguela ha contribuido a la elaboración de la imagen del Campeador
a través de la memoria familiar –de las mujeres-, cómo la Historia Roderici (una vita escrita en latín por un clérigo)
pretende en realidad legitimar la monarquía de Alfonso IX en el siglo XII, como
el Cantar de Mío Cid inventa el
pasado del héroe para construir un modelo de moral guerrera –o acaso una
proclama política, intuida en el final del poema, en la visión de
Ruiz-Domènec-, cómo la Historia de Jiménez de
Rada y la Crónica de
los veinte reyes responden más a un proyecto de futuro que a un intento de
comprender el pasado, justificando a la sazón las necesidades políticas de
Castilla, cómo la leyenda penetra en un terreno inexplorado –la juventud del
guerrero- en el siglo XIV con las Mocedades
de Rodrigo, cómo a través del Romancero la figura del Cid entra de lleno en
la memoria colectiva de un pueblo, cómo la Crónica del famoso cavallero Cid Ruy Díaz Campeador,
de 1512, muestra a nuestro héroe como un auténtico caballero renacentista, un
humanista legitimando la unión peninsular, cómo el drama barroco de Guillén de
Castro, según la moda de la época, se complace en describir una historia de
honor, sangre, amor y celos, cómo Le Cid de
Corneille refleja las intrigas nobiliarias de la Francia del siglo XVII y
el impulso de la monarquía francesa, cómo la Historia crítica de Masdeu desatiende las que
considera ridículas hazañas del Cid, y cómo, finalmente, las Recherches sur l’histoire et la littérature de L’Espagne pendant le
Moyen Age de Reinhart Dozy, en el siglo XIX, auspician una nueva fase en la
historiografía pues suponen el primer intento claro de deslindar la historia
del personaje literario y la leyenda del Cid. Evidentemente, el libro que marca
una época en el estudio del tema es La España del Cid, de Menéndez Pidal. El erudito
nos presenta a un Rodrigo orgulloso, leal, desterrado. Ruiz-Domènec habla de
las “tramas ideológicas” que componen el libro de Menéndez Pidal, el
tradicionalismo renovador que sirve de modelo en 1929, cuando se publica La España del Cid, y que disfraza al héroe con
las virtudes patrias “para hacerlo coincidir con las preocupaciones de su
tiempo.
Tras la revisión historiográfica y
teniendo como faro especialmente el trabajo de Menéndez Pidal, nuestro autor se
adentra en la segunda parte del libro en una suerte de viaje, unas breves notas
que tratan de clarificar los hechos de Rodrigo Díaz y que se reducen en el
volumen a unas escasas 40 páginas, sin duda alguna por las dificultades que
entraña una biografía del personaje y también tendiendo en cuenta que son tan
sólo las notas de un viajero que proyecta en el futuro un estudio más
pormenorizado. Desde la cuestión del asesinato de Sancho II hasta la presencia
del Cid en Barcelona o la estancia de Ricard Guillem en Valencia la
interpretación de Ruiz-Domènec se basa en conjeturas, aunque en ocasiones son
presentadas como certezas por el historiador. El silencio de las fuentes da
mucho juego. Ruiz Domènec aprovecha, en fin, estas páginas para ofrecer una
imagen del héroe alejada del miles
Christi, un hombre que iba a lo suyo, sin valores religiosos, de ideas
contrarias al integrismo almorávide y al espíritu cruzado, “un hombre que se
enfrenta decididamente a su época”.
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