domingo, 28 de diciembre de 2014
Pere Gimferrer
En una nota que
precede al ensayo Cine y literatura (Barcelona,
Seix Barral, 1999), Pere Gimferrer explica que el libro fue concebido a finales
de los años setenta y publicado finalmente en 1985. La anotación no es baladí
pues las observaciones que el autor realiza a propósito de ciertas películas de
Bergman, Antonioni y en menor medida Wenders (sobre todo Persona y El reportero) ponen
el acento en la época en que se está escribiendo el libro. Pero más allá de
esta evidencia, no cabe duda que Gimferrer está pensando en las posibilidades
que ofrece la cinematografía moderna respecto al modelo narrativo impuesto
desde principios del siglo XX. En este sentido, el punto de partida del ensayo,
sobre el que el autor reflexiona varias veces en el texto, es que Griffith se
inspiró en el modelo novelesco dikensiano para construir la narrativa
cinematográfica clásica, dando lugar a un estilo que, casi sin cambios, se
mantiene hasta la actualidad. A pesar, pues, de las aportaciones del cine
moderno, Gimferrer tiene clara la continuidad del lenguaje cinematográfico frente
a un lenguaje literario más complejo, variado y con más recursos. La
consecuencia de todo esto es que cuanto mayor talento literario se despliegue
en una novela o una obra de teatro tanto más difícil será la adaptación al
cine, lo cual explica la dificultad para encontrar una gran novela convertida
en una gran película. “Ninguno de los grandes clásicos de la novela”, afirma
Gimferrer, “ha llegado a ser un gran clásico del cine, y un hecho de esta
naturaleza no puede considerarse casual, sino indicativo de los límites de la
adaptación”. Salvo raras excepciones, los novelistas quedan mejor
reflejados en sus obras menores. La cuestión se complica todavía más con la
novela moderna (a partir de Joyce, Proust y Kafka) pues las novedades
literarias de que hace gala la novela actual (lo que entiende Gimferrer por
novela actual, que nada tiene que ver con la mayor parte de la producción
literaria de carácter mercantil) contribuyen a distanciar cada vez más el cine
de la narrativa contemporánea.
Al plantear la cuestión del teatro,
Gimferrer observa las mismas circunstancias y los mismos problemas que en la
novela, pues se da el caso que el teatro actual (o lo que el autor entiende
como tal, es decir, un espectáculo más centrado en la realidad escénica que en
la ilusión realista) está más alejado del cine que el teatro isabelino.
Gimferrer, como no podía ser de otro modo, acude a Shakespeare para analizar
las relaciones entre palabra escénica y palabra fílmica. El paso del teatro al
cine es seguido a través de los ejemplos de Olivier y Welles. Siempre pensando
en términos cinematográficos, Gimferrer advierte que el cine de Welles es capaz
de lograr aquello que el autor considera fundamental en toda adaptación
fílmica, a saber, emplear los recursos que son propios del cine para solucionar
los problemas que se plantean en una película en vez de mimetizar los recursos
literarios, consiguiendo de este modo obras
verdaderamente autónomas. En el caso de Olivier, Gimferrer aprecia certeramente
uno de los grandes fallos de las adaptaciones cinematográficas: el
desequilibrio entre los parlamentos y el contenido visual de los encuadres. Al
revisar las películas de Olivier, tal como afirma el autor, “el espectador se
queda con la sensación de que o bien sobran palabras o bien faltan metros de
película: se habla demasiado o se ve muy poco; la carga semántica acumulada en
los parlamentos tiene mucho más peso que el contenido visual de los encuadres”.
En la parte final de este magnífico
libro, Gimferrer evoca las películas de Douglas Sirk para poner de manifiesto
que el guión es una cosa muy distinta de la película y no determina el
resultado final que se observa en la pantalla. Sirk ha sabido convertir
melodramas populares y materiales literarios infames en auténticas tragedias
gracias a la estilización de la puesta en escena. Esta idea, que parece muy
clara para quien contempla hoy en día una película de Sirk, pasó inadvertida para
gran parte de la crítica (como tantas otras cosas) durante los años cincuenta.
Por lo demás, el cine documental es también una muestra bien palpable de que el
guión es un pretexto y un punto de partida previo, perfectamente moldeable en
las diferentes etapas de definición de una película hasta el punto de que en
ciertos casos, tal como señala Gimferrer, se puede hablar de guión a posteriori, y el ejemplo de El desencanto es buena prueba de ello
pues el guión se debe tanto a Chavarri como a los Panero. Toda esta
argumentación lleva finalmente a Gimferrer a la conclusión que cierra el
ensayo: el guión es un género literario subsidiario, pero no es cine.
Admirador de Manckiewicz, Cukor y Wilder por lo que se deduce del texto,
nuestro autor no oculta las dificultades que embarga la alianza entre palabra e
imagen y la sensación, bien evidente pero triste, de que el “cine de la
palabra” está hoy en día prácticamente acabado, pero esto es poca cosa si
contemplamos el cine actual y consideramos, como hace Gimferrer, que la
planificación, la dirección de actores y el tratamiento del espacio son los
aspectos que conceden carta de naturaleza a una película. Entonces, nuestra
desazón es todavía mayor.
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