martes, 30 de junio de 2015
Monólogos del jardín
En la colección Signos, fundada por el ya tristemente
fallecido Ángel Luis Vigaray en la editorial Huerga y Fierro, se publicó en
2013 una colección de pequeños ensayos con el hermoso título de Monólogos del jardín. El autor de los
artículos es el escritor Ángel Luis Prieto de Paula, catedrático de literatura
en la universidad de Alicante. Según cuenta el propio autor en la introducción
al libro, los escritos habían aparecido a modo de columnas en el suplemento
literario “Artes y Letras” del diario Información
con la intención de “hablar de pensamiento, arte y libros”. Es
interesante comprobar cómo en la introducción Prieto de Paula sugiere que el
receptor ideal de los artículos es el propio autor, pues el libro, en cierta
medida, no deja de tener en algunos momentos un claro tono autobiográfico. Lo
cierto es que tomando como modelo y emblema el jardín epicúreo, Prieto de Paula
se aproxima en estos ensayos a “una lasitud del espíritu”, una actitud
moral que hace de la serenidad y la amistad posiblemente las virtudes más
encomiables.
Por afinidad acaso, en el libro son
los poetas, lógicamente, quienes tienen un mayor espacio. La adoración a
Claudio Rodríguez, el amor a Virgilio o la devoción por Antonio Cabrera (el
poeta de los pájaros) no hacen olvidar a Prieto de Paula los excesos de vanidad
de ciertos poetas. Se nota, en este sentido, un cierto desapego de la
pretenciosidad poética. No es de extrañar que hable en tono irónico de “la
consideración oracular e iluminada de la poesía” en Gamoneda y en Colinas.
En cambio, los misioneros de la poesía, tal como los define el autor, son
aquellos que trabajan lejos de la corte, la fanfarria y el espectáculo. Esta
idea entronca con una visión personal del poeta que parece complacerse en el
exilio, en la soledad, en el silencio, en la tertulia de aldea, frente al ruido
atronador que nos envuelve.
En Monólogos del jardín, haciéndose eco de un malestar que le
conturba, Prieto de Paula ataca el relativismo cultural actual que podría
situar en una misma escala de valores, por ejemplo, el urinario de Duchamp y las veladuras de Vermeer, delata el exceso
en la publicación de libros como un signo de nuestro tiempo, menosprecia el
paternalismo estatal que coarta nuestra libertad individual, se ceba en la
falta de moralidad en la literatura y en la banalidad de la universidad,
critica la degradación del lenguaje, se desgañita, en fin, por la progresiva
desaparición de los autores clásicos en las aulas.
Pero, al mismo tiempo, como poeta que es, se recrea en el otoño como
estación literaria, o tiembla ante la soledad metafísica de la
Edad Media. Y es que hay en el libro un
cierto tono melancólico que aflora cuando se detiene en los perdedores,
aquellos potenciales grandes escritores que nunca llegaron a publicar nada, o
cuando se refiere a los nuevos usos lingüísticos, las palabras nuevas que
denuncian el inexorable paso del tiempo, o cuando la convalecencia por una
enfermedad le hace reflexionar sobre el dolor y la felicidad, o cuando los
recuerdos de la infancia surgen y le traen la imagen de un niño leyendo las Rimas de Bécquer o la despedida de la
casa familiar para realizar estudios lejos del pueblo.
En los entresijos de Monólogos del
jardín se intuye una visión del mundo que opera a contracorriente de los
ruidos de nuestra época, un alma epicúrea que sin desdeñar la vanguardia no
reniega de la tradición, un poeta que en el páramo solitario, en la melancolía
donde habita quizá haya sentido lo que él denomina “el latido terebrante de la
existencia”, acaso la tan anhelada felicidad.
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