viernes, 29 de enero de 2016
Viaje a Rusia
En 1928 Stefan
Zweig viaja a Rusia con una delegación de escritores para conmemorar el
centenario del nacimiento de Tolstoi. A diferencia de otros escritores que se
han trasladado a Rusia para observar los cambios que ha experimentado el país
tras la revolución y se han despachado con un ensayo generalmente de tono
político, Zweig no tiene la intención de escribir ningún libro porque no conoce
el idioma ruso y porque tan sólo va a permanecer unos días en Rusia.
Finalmente, decide publicar una serie de artículos en la
Neue Freie Presse de Viena, que dan pie a Viaje a Rusia (Sequitur, Madrid, 2014),
una colección de pequeños ensayos que pone en evidencia el escaso interés de
Zweig por los asuntos políticos. Su mirada se vuelca en la cultura, en la
mentalidad del pueblo ruso, en sus grandes escritores. El planteamiento de
Zweig, centrado en el sufrimiento y la vitalidad intelectual del pueblo ruso,
incita a admirar el aspecto humano más que a tomar posición política. El paso
de la frontera rusa supone adentrarse en un nuevo mundo, aislado del resto de Europa
no sólo por un bloqueo económico sino por sus ideas. En Rusia el sentido del
espacio y del tiempo son completamente distintos al resto de Europa. Ahí
encuentra Zweig la esencia del pueblo ruso, en su capacidad de espera, de
sufrimiento.
La mirada de Zweig sobre Moscú convierte a la ciudad en un inolvidable
revoltijo arquitectónico, en donde el bullicio de las calles contrasta con la
sordidez de las casas. Al detenerse en la plaza roja, observa la escenificación
de la revolución con la presencia de la tumba de Lenin, con la bandera roja
centelleando en mitad de la noche. Con perspicacia comprende la forma en que la
revolución ha convertido a sus héroes en mártires y la ideología marxista en
religión. Los museos se llenan de obras de arte expropiadas por el Estado, pero
lo que verdaderamente interesa a Zweig es cómo este hecho puede transformar la
visión que se tenía por ejemplo de los iconos. Una vez en Leningrado, Zweig se
da perfecta cuenta de la decadencia del zarismo. La ciudad está como agotada,
sin vida. Ha perdido su brillo. En las salas del Hermitage, al comprobar la
fastuosidad de los tesoros acumulados por los zares, Zweig reflexiona sobre la
separación enorme entre los dos mundos, el de arriba y el de abajo, el de los
zares y la nobleza por una parte y el del campesinado por otra parte, y
entonces comprende, mejor que en ninguna otra parte, la revolución.
Zweig admira la ejemplaridad de los intelectuales rusos, fieles a su
patria a pesar de las condiciones infames en las que viven y conscientes de que
en Rusia se está produciendo un cambio decisivo en la historia del mundo. Y
entre los intelectuales admira a Eisenstein y, sobre todo, a Gorki. La
descripción luminosa de Gorki es la descripción de las posibilidades infinitas
de la nueva Rusia. De hecho, Viaje a
Rusia se completa con un pequeño ensayo sobre Tolstoi, escrito en 1937, y
un texto conmemorando los sesenta años de Gorki. Zweig reflexiona sobre el
pensamiento religioso y social de Tolstoi, cómo la búsqueda de sentido a la
vida y la necesidad de justicia social hacen derivar los intereses de Tolstoi
hacia la filosofía, la ciencia, la religión y la sociología. Late la idea de
utopía, la construcción de un ideal para la humanidad doliente. El texto sobre
Gorki resalta el papel de poeta del pueblo ruso desarrollado por el escritor,
pues nadie ha reflejado con mayor fidelidad el alma rusa. Además de Gorki,
Zweig se encuentra con los jóvenes poetas, con los representantes de una nueva
generación, de un nuevo país. También asiste al teatro, donde advierte el nuevo
espíritu de uniformidad y la ausencia de lujo, porque la vistosidad queda
reducida al escenario.
El punto culminante del viaje a Rusia es la visita a la tumba de Tolstoi.
En Yasnaya Poliana, Zweig comprueba la austeridad de la vida del gran escritor
y se emociona con los objetos que recuerdan a Tolstoi. La tumba del escritor se
encuentra situada en el mismo lugar donde Tolstoi había plantado unos árboles
en su infancia. En el silencio del bosque, la sencillez de la tumba -sin
lápida, sin inscripción y sin nombre- exalta la emoción de Zweig.
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