miércoles, 30 de junio de 2021

La tormenta de nieve

 


Es curioso observar cómo la memoria juega en favor de la creación artística, cómo las ideas permanecen ancladas en algún lugar de nuestro imaginario hasta que deciden salir a flote y adquieren una sólida configuración. En enero de 1854 Tolstoi escribe en su diario lo que sigue: “He estado en camino. La noche del 24 en Belogoródtsevskaia, a cien verstas de Cherkask, me perdí y deambulé toda la noche. Se me ocurrió la idea de escribir un relato, La tormenta de nieve”. Dos años más tarde, en febrero de 1856, Tolstoi se decide finalmente, considera que ha llegado el momento de escribir La tormenta de nieve (Acantilado, 2021), una nouvelle con un claro tono autobiográfico que evoca el recuerdo de un viaje a través de un infinito mar de nieve, un viaje que permanece casi como un sueño entrelazado en la memoria.

El protagonista de la historia se desliza en una troika en medio de la noche, en medio de una tormenta de nieve. No se percibe el camino. Todo se antoja “blancura, espejismos”. El viajero no sabe hacia dónde va. Simplemente avanza esperando llegar a algún lado. Quizá como en su propia vida, busca un lugar que sirva de refugio, un lugar donde poder descansar. Pero en el horizonte sólo se perciben los copos de nieve cayendo parsimoniosamente, englobándolo todo. La realidad se antoja acaso un delirio del protagonista en donde se repiten las situaciones y la tormenta parece reproducir los velados misterios de la naturaleza.

El viajero se adormece y tiene un sueño. Es verano, el calor aprieta. Descansando en el jardín de su enorme casa, se recrea el mundo a través de las flores, las aves, los peces, el estanque, el sauce, los abedules. La belleza rodea al protagonista. Pero la muerte acecha, incluso en los sueños. Un campesino muere ahogado en el estanque. El sueño del viajero se convierte, pues, en un “cuadro de muerte, espeluznante por su absoluta sencillez”.

El viaje por la estepa rusa continúa entre equívocos, entre interpretaciones diversas de los viajeros sobre la ruta a seguir, entre divagaciones y relatos que dotan a la historia de un aire neblinoso. Tolstoi se detiene en los detalles, en un cúmulo de sensaciones que terminan por atrapar al lector, como en una tela de araña de la que no se puede escapar: el aliento de los caballos, la campanilla de la troika, la nieve colándose entre los resquicios de la ropa, el sopor que envuelve al protagonista. Este torbellino de sensaciones tiene su prolongación en la noche infinita, amenazante, en la inquietud que supone avanzar sin rumbo fijo, como en la vida misma.

            La llegada de la mañana devuelve el relato a una realidad más cercana, más tangible, después de una noche dando vueltas en todas direcciones, después de una noche en donde un desapacible sueño ha recordado al protagonista los peligros que acechan en el camino de la vida. Ha llegado el momento del reposo, en la posta.

            En 1856 Tolstoi estaba preparado para convertirse en el escritor que llegó a ser, el hombre que a través de la escritura trataba de entender y sojuzgar el mundo, pero ciertos elementos de la narración dejan al descubierto las amenazas que agobiarían al conde durante toda su vida, pues más allá de la desorientación existencial evocada, anida en el relato una agobiante sensación de miedo, una inquietante premonición ante el ineludible destino, enredado todo en los velados secretos que despliega la naturaleza.

 

 

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