jueves, 28 de agosto de 2014
Yves Bonnefoy
El último libro
publicado en castellano del poeta francés Yves Bonnefoy, titulado El territorio interior (Sexto Piso,
2014, L’arrière-pays en la edición
original de 1971), mezcla inclasificable de literatura de viajes, ensayo y
prosa poética, presenta el itinerario italiano del poeta a través de una serie
de imágenes elaboradas a partir de la mirada contemplativa de variadas pinturas
del Quattrocento, teniendo como telón de fondo el paisaje soñado –y real al
mismo tiempo- de la Toscana. La
portada del libro, un horizonte amplio y claro, lleno de luz, en cuyo margen
inferior se intuyen dos figuras que remiten a una pintura de Piero Della
Francesca, llama la atención desde el primer momento y no parece colocada al
azar: auspicia la posibilidad de adentrase en un viaje al interior de la
cultura italiana.
“Amo la tierra, lo que veo me colma”, proclama Bonnefoy al inicio
del libro. Esta bella aseveración ancla al poeta en la frontera de lo terrenal,
pero no limita su visión que abraza el horizonte infinito. El amor a la tierra
que le conduce por los paisajes de la poesía del lugar, de la presencia
inmediata, se compagina con la búsqueda compulsiva de una verdad más allá de lo
tangible, en el ámbito de la ensoñación. El camino de la tierra es el camino de
la belleza, las sensaciones más cercanas liberan un sabor de eternidad, pero lo
mismo ocurre con las realidades más profundas. Bonnefoy busca la disonancia
entre lo que se ve aquí y lo que se
percibe o intuye más allá. Entre aquí
y allá, entre dos lugares se encuentra el territorio interior que Bonnefoy
anhela. Por eso cuando algo conmueve al poeta se encuentra como si estuviese en
el exilio. La vida de Bonnefoy, de hecho, tal como él mismo ha señalado, se
mueve entre dos villas, entre dos puntos, los dos lugares que han configurado
su existencia, la ciudad de Tours, donde nace, y Toirac, el enclave idílico
donde discurren los felices veranos de su infancia.
La propuesta poética de Bonnefoy se abre con la evocación de los antiguos
recuerdos del territorio interior, un lugar inaccesible, ilocalizable, al que
se accede desde la emoción, desde la vigilancia. Conmovido por los relatos de
viajeros en Asia central, el poeta se acerca al desierto de Gobi, al grandioso
Tíbet, a la fortaleza roja en las arenas de Amber, a las ruinas de Jaipur. Un
relato arqueológico acaso inventado o soñado le arrebata profundamente.
Bonnefoy habla de un libro de la infancia, una aventura narrada En rojas arenas: un arqueólogo busca
unas ruinas en medio de un desierto y lo único que encuentra es una ciudad
romana -que sobrevive todavía- escondida bajo la arena y una muchacha que
aparece y desaparece, como si se tratase de un sueño. Esta historia de
hallazgos y búsquedas concentra la atención del poeta para toda una vida,
resume su particular obsesión por el territorio interior, por el aquí y el
allá, lo visible y lo soñado, la mirada al lugar más próximo y la idea de
transmutar lo sagrado en una experiencia sensible.
El viajero termina por ir a Italia, porque el arte toscano del
Quattrocento es su destino, porque en él se funden la entrega a la tierra y una
profunda experiencia moral. Bonnefoy ama la pittura
chiara de los artistas italianos, una imagen que le recuerda el alba y que
evoca el anhelado territorio interior. Emprende entonces un viaje al azar y proyecta
un libro en mitad del camino, la reflexión de un viajero sobre las obras que va
contemplando en pinacotecas y claustros, pero, paradójicamente, más adelante
renuncia a comprender el arte italiano. Bonnefoy habla de la destrucción de un
libro que está escribiendo: El viajero.
Es como si su acercamiento al objeto estudiado no fuese el adecuado. Por eso su
visión está llena de contradicciones, de alumbramientos y de decepciones.
Incluso en el latín busca el poeta una promesa, una esperanza, hasta el punto
de adentrarse en las lenguas primitivas itálicas, tratando de encontrar acaso
una conexión entre las imágenes del renacimiento y la palabra de los poetas.
Bonnefoy acaba su recorrido, no obstante, en el barroco italiano, certificando
su obsesión por Poussin y el tema de Moisés
salvado de las aguas, quizá porque el artista se había inspirado en su amor
a la tierra, quizá porque, tal como cuenta Bonnefoy, el pintor francés había
visto a unas lavanderas en las orillas del Tíber y el gesto de una mujer elevando
a un niño en alto había reclamado su atención.
Treinta años más tarde, Bonnefoy vuelve al territorio interior -a
instancias de Marta Donzelli y a propósito de la edición italiana- y escribe
unas líneas en 2004. Las ensoñaciones que el arte italiano provocó en el
viajero han dado paso a una fase de reflexión, de lucidez. Atrás han quedado
los sueños, las ilusiones, los peligros de las horas en soledad, tal como
recuerda el poeta. Bonnefoy buscó su verdadero lugar en Italia describiendo
quimeras, siguiendo los restos de las lenguas perdidas, leyendo los versos de
Dante y Leopardi. En la perspectiva de los pintores italianos encontró la luz
-no la profundidad-, la pittura chiara,
la pintura del rocío, del alba, de la mañana. Piero Della Francesca, Masaccio,
Botticelli, quizá el aquí y el allá reconquistados. Tan sólo el paso
del tiempo ha dado valor real a lo que el poeta veía como ensoñaciones. “Italia
fue para mí”, concluye el poeta, “en la vida vivida o imaginada, un laberinto
de ilusiones y de lecciones de sabiduría, un tejido de signos de una misteriosa
promesa que no mencionaré de nuevo”. Finalizado el viaje, esa promesa
también orienta mis pasos hacia mi particular territorio interior.
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Evocadora y sugerente la reseña, sobre todo lo concerniente al viaje y la investigación en ignotos desiertos...
ResponderEliminarEste libro me ha sugerido la idea de escribir un libro de cultura italiana. Saludos. Notorius.
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