Envuelto en un dilema moral, Olenin no deja de observar la vida que le rodea. Las jóvenes cosacas trasladan los animales, los jóvenes cosacos guardan vigilancia en el cordón militar, los abreks realizan correrías salvajes con sus fieros caballos, algunos hombres retirados de la vida militar se dedican a la caza mientras las canciones y los corros endulzan las noches solitarias. Todo parece fluir al mismo ritmo que la naturaleza. Y el colofón es la fiesta colectiva tras acabar la vendimia.
martes, 29 de septiembre de 2015
Lev Tolstoi 2
En el año 1863
Lev Tolstoi publica Los cosacos (se
presenta ahora una nueva traducción castellana de Fernando Otero en Atalanta, Girona, 2009). La
novela, que tiene un claro tono autobiográfico, refleja la vida cotidiana de un
cadete ruso en una aldea del Cáucaso, entre los cosacos. El relato se inicia
con la despedida de Olenin, que abandona a sus amigos moscovitas para emprender
un viaje, la partida hacia una vida nueva en la que se espera no cometer los
errores de antaño. Se intuye desde un principio que Olenin deja atrás una vida
disoluta y desaprovechada. Pero es joven y tiene tiempo de enmendarse. Eso es
al menos lo que se piensa cuando se es joven. En ese viaje -en todos los
sentidos- que emprende Olenin las montañas del Cáucaso marcan la frontera de un
nuevo mundo. Y antes de penetrar en ese nuevo mundo Tolstoi nos muestra los
lugares donde viven los cosacos, nos presenta a los personajes que luego van a
acompañar al cadete ruso en su estancia en la aldea cosaca. Es curioso porque
estos personajes no me han abandonado nunca desde mi primera lectura de Los cosacos, cuando era muy joven. Quién
puede olvidar al tío Yéroshka, ese viejo cosaco, curtido en mil batallas,
cazador en los bosques, narrador de historias, bebedor empedernido. Quién puede
dejar de pensar en la belleza serena de la joven Marianka. ¿Acaso la primitiva
hermosura de las montañas del Cáucaso no se expresa en el rostro de Marianka?
Quién puede, finalmente, olvidar a Lúkashka, que en su fuerza y vitalidad nos
hace recordar todos los atributos de la juventud. Han pasado los años y han
vuelto, con más vigor si cabe, los personajes y los paisajes que envuelven la
historia: el Terek fluye entre las montañas del Cáucaso, la stanitsa –la aldea cosaca- luce radiante
entre los viñedos y los frondosos bosques guardan el misterioso secreto de la
naturaleza.
En este primitivo y esplendoroso marco, Olenin trata de encontrar un
nuevo sentido a su existencia. El camino iniciático, que significa empaparse de
las costumbres del pueblo cosaco, supone adentrarse en el bosque. Acompañado
primero del tío Yéroshka, que ejerce de guía, y luego en solitario, Olenin no
sólo aprende a cazar como lo hacen los cosacos sino que experimenta una
sensación de identificación con la naturaleza que le proporciona felicidad y la
imperiosa necesidad de hacer el bien antes de morir. Olenin se persigna, como
cuando era niño, al sentir esa felicidad. Durante un cierto tiempo cree vivir
como los cosacos, cree que puede llegar a ser uno de ellos. Quizá es el mismo
pensamiento que debió pasar por la cabeza de Tolstoi cuando en 1851 estuvo
entre los cosacos en la campaña contra los turcos. “Las montañas”, escribe
Tolstoi, “estaban presentes en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía”. Pero da la impresión de que la integración de Olenin en la stanitsa, en el mundo de los cosacos,
resulta un tanto forzada. El contraste de costumbres se hace patente entre
rusos y cosacos. Olenin no entiende por qué Lúkashka puede sentir felicidad al
haber matado a un checheno de las montañas, a un abrek, mientras que el joven cosaco no comprende que la felicidad
de Olenin se encuentre en el simple hecho de regalarle un caballo. La evolución
moral que experimenta Olenin entre los cosacos está expresada de forma
magnífica por Tolstoi a través de una larga carta que el protagonista se
escribe a sí mismo, sin aparente receptor, y marca el tránsito desde una
abnegación hacia los demás a una posición más personal e individual forjada en
el amor. Porque el amor a Marianka es el amor a las montañas y a los bosques.
Es el amor a los cosacos.
Envuelto en un dilema moral, Olenin no deja de observar la vida que le rodea. Las jóvenes cosacas trasladan los animales, los jóvenes cosacos guardan vigilancia en el cordón militar, los abreks realizan correrías salvajes con sus fieros caballos, algunos hombres retirados de la vida militar se dedican a la caza mientras las canciones y los corros endulzan las noches solitarias. Todo parece fluir al mismo ritmo que la naturaleza. Y el colofón es la fiesta colectiva tras acabar la vendimia.
Olenin ha abandonado la civilización, la vida que llevaba en Moscú para
abrazar una vida en contacto con la naturaleza. La nostalgia y la soledad que
siente en la stanitsa son las mismas
que sufre el viejo Yéroshka. Por eso son amigos y se consuelan juntos cazando,
bebiendo y contando historias. En la amistad con el tío Yéroshka alcanza Olenin
la tan anhelada felicidad, sin saberlo, sin ser consciente de ello. El retorno
de Olenin a la civilización ante la aparente indiferencia final del tío
Yéroshka y de Marianka nos deja un regusto amargo pero esclarecedor. Y entonces
recordamos las palabras del viejo en la despedida: “entre vosotros todo es una
farsa, nada más que una farsa”. Efectivamente, la civilización a la
que retorna Olenin, -y en la que estamos anclados todos- es una pura farsa.
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