1. En el año
2010 las editoriales C. H. Beck, en Múnich, y Herder, en Barcelona, publican
Senilia.
Reflexiones de un anciano, un manuscrito redactado por Schopenhauer en los últimos
años de su vida, entre 1852 y 1860, y que está plagado de aforismos y
sentencias, de reflexiones sobre cuestiones de todo tipo, desde la física hasta
la barbarización de la lengua alemana. Es la primera edición de
Senilia, porque nadie se había decidido
a publicar el manuscrito completo ya que la mayor parte de los fragmentos
habían sido utilizados por el propio autor en otros libros de la época. Nada
parece ajeno al interés del anciano Schopenhauer, pero conviene advertir que no
es un libro de pensamientos sobre la vejez. Es un libro de reflexiones en la
vejez, un libro de anotaciones dispersas, con discusiones y obsesiones
recurrentes, en donde emerge de continuo el carácter del filósofo, esa esencia
que define a Schopenhauer, al margen de su edad, porque “por más viejo que se
llegue a ser, uno siempre se siente en su interior totalmente el mismo, el que
uno era cuando era joven, más aún, cuando era niño”.

2. Hacia el
final de su vida Schopenhauer seguía dando vueltas en círculo, reflexionando
sobre los mismos asuntos que le habían ocupado desde su juventud. El intelecto
y la voluntad atrapan su atención. El intelecto se presenta como la parte más
pura e ingenua en los seres humanos, siempre al servicio de la voluntad,
excepto en aquellos casos en donde la plétora de intelecto supera a la
voluntad, es decir, en el caso de los genios. El intelecto es, por lo tanto,
casi siempre, una cualidad secundaria, “accidental en relación a la voluntad” y, en cualquier caso, no ordena ni modela la naturaleza. Es, además,
incapaz de captar el enigma de la existencia humana porque es inmanente
mientras que ese enigma es algo trascendente. En el ser humano hay algo que
forma parte de su esencia, un conocimiento a priori que no procede de ninguna experiencia,
que es una forma propia del intelecto. Pero la voluntad, a fin de cuentas, es
el origen de todo. Por eso, cualquier negación de la voluntad se entiende casi
como un tránsito hacia la nada. Frente a la caducidad del intelecto se
encuentra “la consistencia metafísica de la voluntad”, que es idéntica
a las fuerzas en la naturaleza. La voluntad es fuerza y materia. Se centra en
cosas individuales mientras que el intelecto se centra en generalidades, en
ideas sobre las cosas. Por ello, la voluntad no reside en el cerebro. “Mi
enseñanza”, escribe Schopenhauer, “es que el cuerpo entero es la misma
voluntad”. Hay, aquí, en las anotaciones de Schopenhauer, en este
sentido, una especie de vinculación con los conceptos de sujeto y objeto, o de
subjetividad y objetividad. Esa es la razón, por ejemplo, por la que el
filósofo desiste de la mística, porque suprime el intelecto y la voluntad,
porque no hay sujeto ni objeto. Schopenhauer
tiene claro que el cuerpo y el alma están relacionados con la objetividad y la
subjetividad, “son una y la misma cosa vista desde dos lados”, algo que
ya había adelantado Spinoza.
3. La filosofía
es la investigación de la verdad y, más concretamente, en el caso de Schopenhauer
se define como una especie de revelación que se ampara en un “puro servicio a
la verdad, que es la aspiración suprema de la humanidad, y por ello lo más
sublime que hay sobre la tierra”. Esta aspiración legítima aleja a
Schopenhauer del teísmo judío, que no sirve ni para la comprensión de la
naturaleza ni para una investigación seria de la verdad. De hecho, el blanco de
las iras de Schopenhauer, en los últimos años de su vida, es la teología
especulativa (y también la psicología racional). Schopenhauer es totalmente
contrario y reacio a lo que él denomina ascetismo cristiano-judío, aunque más
frecuentemente habla, con ironía, de mitología judía y mitología cristiana. La
mitología del cristianismo, escribe Schopenhauer, es “intrincada, enredada y
hasta bulbosa”, de tal modo que en el Nuevo Testamento sólo se pueden salvar
unas cuantas páginas, que son excelentes, porque el resto es una metafísica
enredada y una serie continuada de cuentos de hadas. Pero Schopenhauer va más
allá al considerar que el cristianismo “no es una pura doctrina, sino que es
esencial y principalmente una historia, una serie de acontecimientos, un
conjunto de hechos, de acciones y sufrimientos de seres individuales”.
Schopenhauer no ve en Cristo la práctica de ninguna ascesis sino más bien “el
símbolo o la personificación de la negación de la voluntad de vivir”.
El punto final de su argumentación, esparcida en las notas de Senilia,
es bien evidente: las religiones tratan de ofrecer coherencia moral de una
forma imprecisa, mediante todo tipo de imágenes y fábulas. Y la consciencia de
Dios es tan sólo una idea que se inocula durante la infancia, como una
revelación, a los hombres educados en el judaísmo y en las religiones que
provienen de él. Pero lo que más disgusta a Schopenhauer es observar que la
supuesta filosofía alemana se ha dejado arrastrar por la teología hasta
convertirse en su esclava. La filosofía académica, de cátedra, escribe
Schopenhauer, es un “catecismo disfrazado de metafísica”. No habiendo
entrado en el mundo académico y con un cierto rencor acumulado en las entrañas,
Schopenhauer se explaya en la crítica a los señores que enseñan filosofía y no
entienden a Kant, a los que denomina profesores de mitología judía o, también,
consejeros áulicos, equiparables a la chusma literaria. Estos señores, llenos
de mediocridad, no entienden, por ejemplo, la cuestión de la idealidad del
espacio, que está en Kant. Pero es que estos mismos consejeros áulicos son los
que han olvidado la filosofía de Schopenhauer, los que la han mantenido en
secreto, por espacio de treinta y seis años, hasta que su lectura ha llegado al
público. La erudición ha cedido ante la piedad. Schopenhauer se muestra, pues,
dolido ante lo que considera “segregación de su producción”. No duda,
en todo caso, y la cuestión está bastante clara, en considerarse un continuador
de la filosofía de Kant, que representa la seriedad “frente a la filosofía en
broma de la universidad”. La figura de Kant es gigantesca, ha dado el
golpe mortal al teísmo. La mitología judía es, además,
algo completamente incompatible con la sabiduría de Kant. Seguidor, pues, de la
filosofía kantiana, Schopenhauer reniega de los tres sofistas, que no se
mencionan en el texto pero que cabe pensar que son Fichte, Schelling y Hegel.
Llega incluso a relacionar la figura de Hegel con una especie de
neocatolicismo. Hegel es un charlatán, seguido por las Academias y por los
profesores de filosofía, algo que con toda seguridad anhelaba Schopenhauer. La
crítica del filósofo alemán se hace extensiva a la astrología, el misticismo,
el materialismo, pero, sobre todo, a la física mecánica, experimental, de su tiempo,
que considera de una gran “tosquedad”. La experimentación no ofrece la
verdad misma, tan sólo datos para buscar esa verdad. El cálculo no sirve para
la correcta comprensión de los procesos físicos. Se requiere de un “correcto
conocimiento de la causalidad y de la construcción geométrica del proceso”. Schopenhauer es consciente de que las verdades más importantes se captan mediante la
agudeza y la reflexión, no a través de la experimentación. Esta crítica a la
física mecánica y atomista alcanza desde Demócrito y Leucipo hasta Descartes.
Schopenhauer reniega de los físicos y de la tradición vinculada a Newton. Eso
explica que su aportación a la teoría de los colores siga la estela de Goethe.
La crítica de Schopenhauer se ceba también, finalmente, con cierto tipo de
especialización, que no debe confundirse con la filosofía, es decir, los
“iluminadores del mundo, que han aprendido su química, o geología, o zoología,
o fisiología, pero que, aparte de eso, no han aprendido nada más en el mundo”.
4. Schopenhauer
dedica una enorme cantidad de páginas en Senilia a la cuestión de la
lengua germánica. Siente admiración hacia las “mentes primordiales del género
humano”, que son las que inventan la gramática de la lengua y se ceba,
sobre todo, con la “barbarización gramatical y lexical con el objeto de lucrar
sílabas” que está teniendo lugar en Alemania, en aras de una supuesta
brevedad y concisión. Se queja de la acumulación de consonantes, de la timidez
en el empleo de las vocales o de la constante interrupción de los discursos
escritos mediante interpolaciones que no conceden vivacidad al estilo. Critica
a los miles de escribidores que maltratan la lengua alemana y que sólo
leen “tinta fresca”, y a la juventud alemana que sólo lee periódicos y
lo más reciente, “con la estúpida ilusión de que se trata del resultado de todo
lo habido hasta ahora”. Insiste en que se han de buscar pensamientos
nuevos y no palabras nuevas, porque existe una tendencia, un afán por las
palabras de nuevo cuño o por las palabras antiguas transformadas. La lengua
alemana se está volviendo, por tanto, más pobre y ambigua. Este empobrecimiento
se hace evidente en el hecho de que con la misma palabra se expresan varios
conceptos en vez de mantener la riqueza de vocabulario. La profanación de la
lengua se inicia en los periódicos políticos, continúa en las revistas
literarias y acaba en los libros. Schopenhauer habla de barbarismo, de errores
lingüísticos, de problemas de estilo, de una “conspiración generalizada contra
la lengua”, que tiene lugar particularmente en Alemania y no en otros
países, hasta el punto de que teme por el estado de la lengua alemana en la
siguiente generación. Por eso, no es de extrañar que Schopenhauer piense que el
brillante período de la literatura alemana ha terminado a principios del siglo
XIX y que “los auténticos escritores alemanes” son todos del siglo
XVIII. Considera necesario, en este sentido, adoptar medidas para frenar la
degradación de la lengua alemana: escribir siempre en un tono noble y matizar para poder “expresar cada idea de forma acertada, exacta, fina y
concisa”. Este interés por escribir de forma concisa y sucinta, frente
a la verbosidad de los autores modernos, procede precisamente de su estudio de
los autores antiguos. De hecho, una de las causas fundamentales de la
barbarización de la lengua alemana es “el cada vez más extendido
desconocimiento de las lenguas antiguas”. Schopenhauer piensa que el
dominio del latín, sobre todo, contribuye a la precisión y la exactitud en el
empleo de las palabras, de tal modo que los antiguos son “eternos modelos del
estilo bello y gracioso”. No cabe duda de que el latín y el griego
amplían nuestro horizonte, y que la literatura griega y romana fomentan el
conocimiento, el entendimiento, el buen gusto y el sentido de la belleza, que
son fundamentales para el dominio de la lengua.
5. En Senilia
algunas notas escritas por Schopenhauer hacen referencia a la historia, a
la forma de concebir el tiempo y el pasado en general, porque el filósofo tiene claro que
lo significativo de los procesos no se reconoce en el presente, “sólo cuando ya
se encuentran en el pasado surgen de la memoria, de la narración, de la
exposición, enaltecidos en su significación”. Es muy interesante
comprobar que Schopenhauer distingue entre la historia política, que es una
historia de la voluntad, y la historia de la literatura y el arte, que es una
historia del intelecto, aplicando de este modo su terminología filosófica a la
propia concepción de la historia. Cuando se refiere a la filosofía de la
historia tiene claro que se fundamenta en la esencia, en la búsqueda de la
identidad y no en aquello que siempre deviene, pero se muestra contrario a un
presunto plan universal que conduce al bien. En realidad, Schopenhauer tiene la
convicción de que la idea de continuidad, de permanencia, se puede aplicar a
todo. Por eso, “el mundo se mantiene a sí mismo”, y de ahí se deriva la
imposibilidad de explicar el origen a partir de una idea, como la de Dios, por
ejemplo. Lo esencial del mundo, de las cosas, del hombre es lo permanente, lo
fijo e inmóvil. De todas formas, Schopenhauer tiene una concepción de la
historia que desemboca en lo militar, y que es muy de época. Habla de pueblos
conquistadores que sólo buscan robar. Es innovador, sin embargo, al conceder
igual valor a los procesos y la historia de una aldea que a las vicisitudes de
un gran imperio. Esta visión de la historia, esbozada en breves líneas, incluye
un concepto muy particular de la literatura y el arte. La figura del poeta, sin
ir más lejos, es revalorizada por Schopenhauer, en su total autonomía, porque
trata asuntos universales: el hombre y la naturaleza. En este sentido, tiene
claro que tanto el filósofo como el poeta y el artista tienen una mayor
reflexividad, una mayor capacidad para entender el mundo, para tomar conciencia
del mundo. Da la sensación, pues, de que el filósofo y el poeta se sitúan en un
nivel de abstracción que está por encima del historiador.
6. En los
últimos años de su vida Schopenhauer experimenta una cierta alegría. Olvidado
por las universidades y por las Academias durante treinta años, el filósofo
observa con asombro la difusión que alcanzan sus libros hacia mediados del
siglo XIX. Es un hecho que quizá pueda resultar sorprendente. Se hacen nuevas
ediciones de sus libros y, en concreto, una tercera edición de su obra
principal: El mundo como voluntad y representación. Parece que, por fin,
pese a los profesores de mitología judía, su doctrina se ha abierto camino. Por
eso, se atreve a escribir lo siguiente: “El ocaso de mi vida será la aurora de
mi felicidad”. Por eso, también, cuando comenta que las obras de los
grandes genios se disfrutan como los higos y los dátiles, más en estado seco
que en estado fresco, con el paso de los años, se refiere, entre otros, a él
mismo. Y concluye de forma categórica con la siguiente aseveración: “he buscado
la verdad, y no una cátedra”. Pero la muerte se aproxima, coincidiendo
en el tiempo con el éxito de sus libros. Como la vida es una representación, un
engaño, que se repite si se alarga el tiempo de existencia, Schopenhauer
afronta la muerte casi como un hecho feliz y deseado, consciente, a fin de
cuentas, de que “el sentido y el fin de la vida no es intelectual, sino moral”.