martes, 31 de mayo de 2022

Mi viaje a Italia en Pentecostés de 1912

 


La nostalgia de Italia es una enfermedad que se padece cuando se ha abandonado definitivamente el país transalpino, cuando, tras un viaje que sin duda lo cambia todo, una sensación inequívoca de retorno arrastra y atrapa al viajero, que anhela volver a Italia. Así acaba Mi viaje a Italia en Pentecostés de 1912 (Abada, 2017), un libro escrito por Walter Benjamin cuando todavía no había cumplido los veinte años.

            En mayo de 1912, efectivamente, Benjamin viaja a Italia acompañado de dos amigos, concretamente el músico Erich Katz y el fotógrafo Simon Guttmann. Una nueva consciencia parece asomar en el horizonte, pues Benjamin ya no se siente un alumno, alguien que tiene que dar respuestas. Siguiendo la estela de Goethe, la propuesta es clara: poner en marcha un “viaje formativo”. El trayecto del escritor pasa esencialmente por el norte de Italia. Todo está minuciosamente detallado en el viaje. El filtro que opera en la redacción de Mi viaje a Italia es, en este sentido, la mirada que se detiene en la belleza, desde el principio hasta el final del texto. Pero el juicio estético de Benjamin no sólo actúa sobre las obras de arte. Su curiosidad se extiende a los paisajes y las costumbres peculiares de una población determinada. Es así como, una vez iniciado el trayecto, el paisaje del Gotardo, todavía en los Alpes suizos, se le antoja un espacio que tiene “el carácter arcaico, originario, de una honda, profunda soledad”, mientras que en Isola Madre y en Isola Bella, sobre todo, admira preferentemente la belleza de las flores. 

            La primera gran ciudad italiana que visita Benjamin es Milán. Aquí hace acopio de detalles costumbristas que le interesan o le llaman la atención: el hábito cotidiano de escupir o de fumar un tabaco horrendo, la costumbre de tocar la campanilla en el teatro dos minutos antes del final de la función, la ceremonia religiosa en la que unos niños reciben el primer sacramento en la catedral de Milán o, incluso, la manía de fumar en el interior del teatro. Benjamin se muestra crítico cuando algo no le convence, como ese cementerio milanés que parece el vestíbulo de una exposición universal, un monumento al dinero que le provoca, al mismo tiempo, “risa y estupor”, o como esa pieza de teatro de D’Annunzio, El placer, que se le antoja “de lo más burdo” y que se nutre “de afectos heroicos o de carácter muy sentimental”. En cambio, cuando algo le interesa, como La última cena en Santa María delle Grazie, es capaz de correr, agobiado por la falta de tiempo, para contemplar la “mísera decadencia” y la “enigmática descomposición” que cautivan en la pintura de Leonardo.

En Verona, observa en silencio el anfiteatro, “ese cráter de piedra” que domina la ciudad, mira “una y otra vez los techos y el cielo” mientras está sentado en la plaza del mercado. La sensación de decadencia, tan afín a Benjamin, también la aprecia en el teatro romano, “un lugar de total ruina”. Vicenza, en cambio, se abre al genio de Palladio, que se manifiesta en el Teatro Olímpico -donde sorprende la “ilusión perspectivista” lograda en un espacio cerrado-, pero, especialmente, en la Basílica, donde la impresión es tan fuerte que Benjamin contempla allí, con ligereza y claridad, “lo sublime”.

Al llegar a Venecia por la noche, en un vaporetto, Benjamin tiene la sensación de que los palacios venecianos están enraizados en el agua. En la Academia veneciana disfruta, sobre todo, del colorido crepuscular y sombrío de la Pietà de Tiziano. En las iglesias italianas advierte que la concepción del espacio “no corresponde a los conceptos alemanes”, en donde se privilegia la configuración de un ambiente recogido. En la catedral de San Marcos, en concreto, prefiere los colores apagados de los mosaicos más antiguos, que aprecia más, frente a los “patéticos mosaicos de colores muy chillones sobre un fondo dorado deslumbrante”. 

Benjamin dialoga con sus amigos sobre arte, sobre poesía moderna, pero, en ocasiones, se permite entablar breves conversaciones con la gente común, como ese obrero italiano al que pregunta sobre la guerra colonial en Libia, sobre la situación de “los estamentos inferiores”. Ciertas descripciones sugieren que, en ocasiones, la belleza se riñe, cercana, con la podredumbre. A veces, como ya se ha señalado, Benjamin se detiene en detalles que no tienen nada que ver con la estética: la pasión del pueblo por el himno nacional italiano o la plaza de san Marcos iluminada por la noche como una gran sala. También hay omisiones en la narración que sorprenden: cuando llega a Padua y visita la capilla de los Scrovegni, por ejemplo, nada dice de las pinturas de Giotto.

Las anotaciones de Benjamin no van más allá de la estancia en Padua, porque llega el momento de regresar a Alemania. Es curioso advertir que, al final del viaje, el escritor, que no domina bien el italiano, vive en un estado de ánimo que auspicia el retorno, “anhelando el alemán y los escritos y gentes alemanas, a los que uno se enfrenta más seguro”. Pero en el último momento, ya cerca de Friburgo, se abre paso con fuerza la melancolía, invadida la mente del escritor por “la nostalgia de Italia”.

 

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