jueves, 30 de abril de 2015
Autobiográfica 3
Era una noche
bochornosa de julio en Murcia. Paseaba por la plaza de Belluga olvidando por
completo que, frente a mí, se encontraba la catedral. En ese momento estaba
teniendo lugar la actuación de un ballet en el impresionante escenario de la
plaza. Sonaba El lago de los cisnes,
de Tchaikovski, y los bailarines hacían, como es normal, piruetas y cabriolas,
equilibrios inverosímiles. El lugar estaba repleto de gente y se percibía una
especie de rumor. Sin embargo, yo estaba sumido en una suerte de ensoñación.
Mientras oía de fondo la música de Tchaikovski se me había ocurrido, a modo de
intuición, que debía recoger noticias diarias en los periódicos para situar mi
futura novela en el verano de 2007. La idea que barajaba aquella noche infernal
de principios de julio era la posibilidad de escribir una historia sobre mi
ciudad retomando la historia de uno de los personajes de mi primera novela, a
saber, un editor que padecía neurastenia crónica y que finalmente recobraba la
memoria. ¿Qué podía haber pasado con este personaje, me preguntaba yo, al cabo
de los años? Fue entonces cuando empecé a recordar, entre el tumulto de la
gente, entre el asfixiante calor, que el sufrimiento es un lugar común. En las
largas y monótonas tardes que pasé en 2005 sujetado a una máquina, en un
programa de hemodiálisis, tuve la oportunidad de conocer a un hombre de edad
avanzada que, debido a una diabetes, había perdido los riñones y la visión.
Afectado por la impotencia que provoca la ceguera, mi nuevo amigo me pedía encarecidamente,
bastante a menudo, que no dejase de hablar, que la conversación se mantuviese
viva mientras durase la sesión de diálisis. Recuerdo, como si fuera hoy, sus
continuas quejas al comprobar las dificultades que tenía para transitar por la
calle y, sobre todo, por las aceras. El dolor que desprendían los razonamientos
de mi amigo iba creando, sin darme cuenta en aquel momento, una especie de
malestar o rabia que acechaba en mi interior. Mientras en la plaza de Belluga
sonaba El lago de los cisnes, esa
rabia acumulada afloraba sutilmente percatándome claramente de que había
llegado la hora decisiva. Sentía la necesidad de contar la historia de un
ciego.
Aquella noche de julio, al mismo tiempo que pensaba en mi amigo ciego, me
venía a la mente un artículo que había leído recientemente sobre una exposición
que se preparaba en El Prado a propósito de Patinir, un pintor flamenco a caballo
entre los siglos XV y XVI a quien los expertos conceden una gran importancia
por el tema del paisaje. A mí lo que me llamaba la atención en Patinir era el
color azul intenso de los fondos, un azul que no se puede olvidar, y sobre
todo, el “paisaje mental” (la frase no es mía, es de Cees Nooteboom) que se
describía en sus cuadros. Especialmente me obsesionaba el más célebre de sus
cuadros, Caronte atravesando la laguna
Estigia, en donde se ve a Caronte conduciendo a un alma a través de la
laguna que separa el cielo del infierno mediante un recodo que forma el río. Al
pensar en ese espacio, ese lugar emblemático en donde las almas deben decidir
su destino, recordé que también en el cine clásico americano las caravanas que,
en su viaje hacia el oeste buscan el anhelado paraíso, encuentran la felicidad
una vez se dobla el recodo del río. La última asociación en mi mente me llevó a
la Commedia de Dante e imaginé, finalmente, a un
poeta ciego sentado en un prado junto a su amada.
La noche ya no daba más de sí. Cuando me vine a dar cuenta ya no se
percibía ningún murmullo en la plaza. El escenario estaba vacío. Los camareros
retiraban las mesas. El ballet había concluido su actuación y la música había
dejado de sonar. Se imponía en el ambiente un silencio ritual.
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