jueves, 31 de octubre de 2024

Relato de un desconocido

 

1. Relato de un desconocido (Ediciones Invisibles, 2021) es una nouvelle de Antón Chéjov publicada en 1893. Fiel a su mirada noble sobre las cosas, humanista y crítica al mismo tiempo, Chéjov retrata, con ironía y mordacidad, la abulia y la apatía del funcionariado ruso, y traslada esta visión, sin enfatizar el asunto, a la totalidad de la sociedad rusa, necesitada sin duda alguna de un cambio, de un aliento vital capaz de movilizar a la población. En definitiva, lo que se muestra en Relato de un desconocido es la esencia que define el alma rusa: la incapacidad para la acción. Es una idea, una forma de vivir que se traslada a los personajes de la historia. Un joven aristócrata, de nombre Stepan, decide trabajar como criado en casa de Orlov, un alto funcionario del Estado. La razón principal por la que asume esta situación queda oculta, pero se intuye desde el principio que el joven, posiblemente un revolucionario, desea saber más sobre el padre de Orlov, alguien que ocupa un importante cargo como hombre de Estado. Stepan nos cuenta que está enfermo, que tiene tuberculosis y que no sabe exactamente qué es lo que quiere en la vida. Es un soñador desplazado, acaso una imagen del propio Chéjov. El propietario de la casa, Orlov, también parece atenazado por la inacción, por la ociosidad. En su entorno, la vida se desarrolla con una monotonía desesperante, sin sobresaltos. Todo parece controlado, hasta el más mínimo detalle. De hecho, los amigos que acompañan a Orlov en las cenas de los jueves contribuyen a describir el contexto anodino en el que se despliega la vida de los funcionarios rusos. Son individuos indolentes, arribistas, que hacen gala de una ironía desgarradora, burlándose de todas las cosas de este mundo: todos niegan la práctica del bien, la existencia de la pureza moral. En realidad, definiendo a estos individuos Chéjov define al propio Orlov. Todos parecen hechos con el mismo molde. En este estado de cosas, donde todo adquiere un aire de permanencia absoluta, las circunstancias cambian cuando la joven Zinaída Fiódorovna abandona a su marido y se instala en la casa de su amante, Orlov. Un ser frágil y soñador, enredado en un destino fatal, se sumerge en la vida del indolente funcionario para alterar el orden de las cosas.  

2. Chéjov relata en primera persona la historia que se cuenta en Relato de un desconocido: el criado observa atentamente cómo la vida fluye en la mansión de Orlov y recrea, hasta donde puede, lo que está ocurriendo a su alrededor. Es cierto que, a veces, determinadas situaciones quedan truncadas porque, tal como se dice en el teatro, el criado sale de escena. Es interesante, en este sentido, la forma en que se contempla la historia, siempre a través de la mirada de Stepan, que siente odio y vergüenza por los comentarios de Orlov y sus amigos, pero también experimenta una cierta compasión por la joven señora de la casa. Es evidente que Orlov es un hombre cultivado, más bien reservado, pero en su forma de vida juega un papel principal el engaño. De hecho, al llegar año nuevo, Orlov se inventa un viaje mientras, en realidad, sigue en la ciudad, con sus amigos. El engaño, pues, forma parte de la relación amorosa y también está en la esencia de la historia. ¿Cómo afrontar, entonces, el engaño que proporciona la realidad? Zinaída, como un personaje romántico de novela, se muestra totalmente entregada a las supuestas ideas que atesora su amante, incapaz de ver la realidad, sometida por entero a la ficción. El conflicto doméstico que, por supuesto, tiene lugar en casa de Orlov es, en cierta medida, una metáfora de dos mundos en colisión: la realidad y la ficción, pero también el engaño y la verdad. Las discusiones entre los amantes son frecuentes y los temas recurrentes: los males de la alta sociedad y las anomalías del matrimonio. Orlov, en realidad, se considera “un vástago podrido de esa misma sociedad podrida” de la que huye Zinaída. Ambos, por lo demás, están enredados en una situación que no parece tener solución. La historia entra en otra dimensión cuando ni Zinaída ni Stepan son capaces de aguantar la situación establecida en la mansión de Orlov. Acaso llega el momento de la verdad después de tanto engaño. Stepan siente una tristeza insoportable y, al mismo tiempo, una enormes ansias de vivir: “Tengo unas ganas terribles de vivir, de que nuestra vida sea sagrada, elevada y solemne como el firmamento”. Los sentimientos que experimenta hacia Zinaída, la emoción que siente en cada gesto de la joven dama, algo que no es amor pero que se le acerca, abren un camino a la esperanza, a una nueva vida, para alguien que, siendo consciente de su enfermedad, sabe -o intuye- que la felicidad personal sólo es posible en sueños. Por eso, agobiado y extenuado por la enfermedad y las circunstancias, Stepan decide abandonar su trabajo como criado en la casa de Orlov y escribe una carta de despedida, porque frente al engaño, frente a la sensación de ser un hombre fracasado que ha perdido la ilusión, que no siente el afán por la búsqueda del bien, debe aflorar la verdad.  

3. Desvelado el engaño en el que, en realidad, están todos los personajes atrapados, de una forma u otra, Stepan se marcha con la joven Zinaída. Son dos personas desesperadas, irremediablemente perdidas. No parece haber solución, no parece haber felicidad en el horizonte, a pesar de los viajes. En Venecia, junto a Zinaída, aun estando enfermo, Stepan se siente embriagado de vida, conmovido, con una sensación de libertad plena, aunque sólo sea por un breve espacio de tiempo, porque pronto asoma la tristeza, la desazón. Hay, además, algo aciago que revolotea sobre el destino de Zinaída, una visión del pasado relacionada con la figura de su madrastra. Consumida por el dolor y el sufrimiento, incapaz de amar la vida, Zinaída camina desesperada hacia el final de su vida, hacia el suicidio. Es en ese justo momento cuando Stepan, un hombre de ideas pero sin capacidad para la acción, es capaz de ver con claridad cuál es su misión, quizá la misma misión que obsesionaba al propio Chéjov: “…Solo ahora mi cerebro y mi alma desgarrada”, afirma Stepan, “han comprendido que el destino del ser humano, si es que tiene alguno, está en una sola cosa: en amar abnegadamente al prójimo”. Pero el destino, implacable, se cumple para la pobre Zinaída, un destino que, como si se tratase de una profecía, Stepan ha imaginado en una noche fría de San Petersburgo. Este destino aciago se extiende al propio Stepan, que, irremisiblemente, está en el final de sus días, y por, si fuera poco, también parece afectar a la pequeña Sonia, la hija de Zinaída. Quizá, pues, este maravilloso relato de Chéjov tan sólo sea una metáfora del destino de una generación entera de “neurasténicos, amargados, renegados”, pero es evidente que hasta las almas más nobles quedan enredadas en este aciago e implacable destino.   

 

 

lunes, 30 de septiembre de 2024

Una semana en Atenas

 

1. El arquitecto Alfonso Pastor emprende en marzo de 2015 un viaje, largamente esperado y proyectado, con un objetivo claro: recrear un sueño dorado -el viaje de los viajes-, que esconde el anhelado deseo, quizá vislumbrado ya en la infancia, de transitar hacia la cuna de la civilización europea, Atenas, el lugar en que, sin duda alguna, se transforma la historia de Europa. A raíz de ese viaje, Pastor escribe un libro, Una semana en Atenas. Entre la deconstrucción del país y el rescate de nuestros orígenes (Europa Ediciones, 2022), una especie de diario que detalla los acontecimientos vividos durante su estancia en Atenas y que, entre notas históricas y costumbristas diversas, con continuos contrastes entre lo antiguo y lo moderno, reflexiona, entre otras cosas, sobre la situación de Grecia en el contexto europeo. El subtítulo del ensayo, en este sentido, es bastante significativo porque Pastor aprovecha cualquier detalle para trasladarse a la historia griega o referirse a la situación actual de Grecia y la necesidad de progreso. Este constante deslizamiento entre el pasado glorioso de Atenas y los problemas del presente define con nitidez los propósitos del autor. Todas las anotaciones que desvelan la importancia de la democracia en Atenas contrastan con la situación caótica de Grecia, sometida a un difícil equilibrio entre democracia y globalización. Ahora bien, cuando se trata de buscar las causas de esta terrible situación, el autor apunta siempre en la misma dirección: las decisiones de los políticos han hundido al país. Este énfasis del autor en el contexto político griego, que observa siempre con cierta congoja, culmina precisamente en el epílogo del libro, escrito en julio de 2015, cuatro meses después del viaje. Pastor insiste, antes de cerrar el libro, en la situación del país, y encuentra que, frente al “vomitivo sistema financiero capitalista”, sigue siendo evidente la incapacidad de Grecia para gestionarse como país.

2. Más allá de las digresiones históricas y de las anotaciones de carácter político, Pastor escribe y piensa como arquitecto. No se puede entender Una semana en Atenas excluyendo este tono artístico que atraviesa todo el libro. Obsesionado con la cartografía de la ciudad, Pastor reflexiona sobre los edificios y las viviendas, generalizando, distinguiendo entre lo común y lo singular. Critica, por ejemplo, la organización del espacio en el Museo de la Acrópolis, porque “las circulaciones están pésimamente resueltas y, salvo dignas excepciones, la iluminación resulta inadecuada”, y deplora la organización del Museo Arqueológico de Atenas, porque impide una correcta observación de la evolución de la historia griega. Tampoco le convencen la Biblioteca Nacional y la antigua universidad, que se presentan como edificios de “una personalidad bastante dudosa”, mientras que el Parlamento, que desilusiona a la vista, es una construcción “burda y pacata”. Es evidente que Pastor, como arquitecto, no duda en definir sus gustos y cita, por ejemplo, la iglesia de Kapnikarea porque está en el recuerdo de su madre y por su peculiar situación, en medio de la calle. En sus observaciones gusta mucho de los contrastes. Así, por ejemplo, frente al jerarquizado espacio de las iglesias occidentales, no duda en señalar que las iglesias ortodoxas, “pequeñas, oscuras y atiborradas de iconos, platerías y candelabros esperando ser encendidos”, se acercan más a los fieles. Y, cuando visita el puerto del Pireo, no duda en comparar la racionalidad del crecimiento urbano en la antigua Grecia con el desorden, la falta de criterio y la fealdad en el desarrollo del puerto. El relato de Pastor está, además, plagado de detalles urbanísticos, como los contrastes, muy acusados, entre barrios. Igual se detiene a observar, cerca del barrio de Plaka, “las somnolientas villas con su jardín alrededor”, con su aire ecléctico y decadente, que se fija en los grafiti del barrio de Exarchia, lo que, a su vez, le impulsa a una reflexión sobre el nuevo arte del grafiti y sus posibilidades expresivas. A pesar de que, en ocasiones, el autor se siente sorprendido o disgustado por determinas cosas que no le convencen, como la “extraña brutalidad” de la plaza Omonia, incapaz de gestionar el tráfico, es evidente que los espacios por los que transita terminan por resultarle familiares. Pastor siente, en este sentido, que se apropia de las cosas.

3. Una semana en Atenas es un diario plagado de notas costumbristas, de digresiones sobre la historia y la mitología de Atenas, pero lo que resulta en verdad interesante es comprobar los caminos por los que transita el autor, las conexiones que establece entre pasado y presente. El recuerdo de la política ateniense, por ejemplo, conduce a una reflexión sobre la identidad griega; la reconstrucción de las murallas de Atenas, que causa recelo en Esparta, se equipara con el recelo de Rusia con Estados Unidos por el tema del escudo antimisiles; el bloqueo del puerto de El Pireo por los espartanos es comparado con el bloqueo inglés durante la guerra de Crimea, para evitar el apoyo griego a Rusia; y el papel insignificante del Areópago en la época democrática se relaciona con el papel del Senado en la España actual. Pero este tipo de comparaciones se manifiestan a todos los niveles, se trasladan a todo lo que observa el autor: las pequeñas estatuillas de carácter votivo, típicas de las islas Cícladas se emparentan con el arte egipcio o el cretense; la suavidad de la comida española se aprecia en contraste con los sabores más fuertes de la comida griega; y una compra de libros se transforma en una reflexión sobre el desconocimiento en España de la literatura griega actual. Finalmente, Pastor se complace en convertir en personajes del diario a las personas con las que se encuentra o se cita en Atenas, las personas que le acompañan en sus paseos, como Eleni, la profesora de español en la universidad de Salónica, o Angélica, la profesora en la universidad de Atenas, o Sandra, profesora en el Instituto Cervantes, o los dueños del hotel donde se hospedan, o su querida Susana. Todo cobra vida porque todo forma parte de la historia.

4. Pastor contempla por primera vez la soñada Acrópolis una tarde del 14 de marzo de 2015. La fecha y la hora es señalada por el autor como un hito en su vida. No en vano se encuentra en la ciudad que “había estudiado, leído, dibujado, imaginado, recreado”. Es compresible, pues, que los momentos decisivos de este viaje iniciático se desarrollen en espacios cargados de historia. Así pues, al llegar a los propileos, el autor tiene “la reconfortante sensación de penetrar el útero de la propia civilización occidental” y cuando se enfrenta al edificio del Partenón tiene la impresión de que es “un delicado cofre dispuesto sobre una bandeja”. Pero es en el ágora donde se produce el momento que define y da sentido al viaje emprendido. Ante la visión del templo de Hefesto, el autor se detiene a dibujar, uno de sus grandes placeres. Mientras los turistas se recrean en continuas fotografías, en una “exaltación del yo” propia de nuestro tiempo, Pastor, aislado de la multitud, se deja llevar por un reconfortante momento de serenidad, dibujando el templo de Hefesto y contemplando desde otro perfil la majestuosidad de la Acrópolis. Con esta nueva perspectiva, que le concede la armonía del tiempo detenido, el autor vislumbra, finalmente, el objetivo del viaje iniciático: el sueño dorado de la infancia.  

sábado, 31 de agosto de 2024

Catedral

  

1. Manuel Amorós ha ganado el VIII Premio de Aforismos Rafael Pérez Estrada con un exquisito libro titulado Catedral (Renacimiento, 2023). Cuando pienso en aforismos me viene a la memoria la airada y sutil reacción de Pushkin ante lo que consideraba una “prosa infantil”, ante el empleo de “blandas metáforas” por parte de determinados escritores. La reacción de Pushkin venía envuelta en una pregunta retórica: “¿Suponen, acaso, que suena mejor por ser más largo?”. Maestro de la literatura de lo mínimo, Amorós huye de las blandas metáforas, como Pushkin. Enarbola la sencillez, la duda, la precisión, la capacidad para nombrar las cosas y escribir de forma distinguible, huyendo siempre del artificio. En este sentido, da la sensación de que la brevedad sienta bien al autor, y da la sensación, también, de que Catedral es un libro que lleva mucho tiempo escribiéndose en papeles y notas dispersas. Cada aforismo, por lo demás, responde a un concepto, una idea que se expresa en el título que antecede a cada texto, a cada una de las invenciones del autor. No es quizá casualidad que el título de uno de los más hermosos aforismos, aquel en el que se lee que “la forma gótica de los paraguas nos hace feligreses de la lluvia”, se haya convertido a la vez en el título del libro. 

2. Como no podía ser de otro modo, los aforismos reflejan la personalidad del autor. Es algo que se intuye, en cada línea, en cada una de las metáforas, en cada una de las bromas del autor. Más que una idea, cada aforismo encierra un mundo: el mundo del autor, por supuesto. ¿Acaso no es posible pensar, por ejemplo, que la melancolía y la nostalgia que desprenden ciertos aforismos responden por entero al estado de ánimo del autor? ¿Acaso no forman parte del escritor el gusto por la invención (fruto de la curiosidad, pero también del tedio) y la paradoja, tal como se deduce de la lectura del libro? ¿Acaso no es evidente que el autor se muestra contario a los dogmas, a la contaminación que provocan las filosofías y las doctrinas? Es evidente, al hilo de estas consideraciones, que Catedral se asemeja a un palimpsesto en el que se va desvelando la identidad del escritor, que se hace transparente, capa a capa, aflorando, como se señala en el texto, desde abajo y desde atrás. 

3. En Catedral se advierte el peso de determinadas tradiciones, desde las greguerías de Ramón Gómez de la Serna a la precisión y la brillantez de la prosa de Julio Ramón Ribeyro, en un trabajo que sin duda alguna recopila años de reflexión sobre lo que el aforismo es y representa. Amorós gusta de las sugerencias, de los contrastes (“se juega al ajedrez para no pensar”), de los juegos de palabras (“la realidad ideal no existe”). Es un bromista que se burla del matrimonio (“si uno engaña a otro es estafa, si dos se engañan es matrimonio”), de la subjetividad, del ego de los seres humanos (“no existe un tumor, existe mi tumor”), de la pedagogía moderna, de la rabiosa actualidad. En ocasiones, el sentido del humor, siempre presente, estalla en brillantes ocurrencias (“el poeta más veloz cruza antes la línea de metáfora”), pero también, en ocasiones, el efluvio poético termina ganando el pulso: “subirse a un tren es recorrer la espina dorsal del paisaje”. Los aforismos recopilados en Catedral funcionan, a veces, como apotegmas, como acertijos o simplemente como juegos, como variaciones humorísticas del refranero (“todo tiene sus desventajas y sus inconvenientes”). También es cierto que algunos aforismos tienen un carácter indescifrable, enigmático, del mismo modo que sabemos que tal como ardió la biblioteca de Alejandría también arden los recuerdos de la mente en una suerte de devastación. Es evidente, llegados a este punto, que para Amorós el aforismo es una estrategia: un camino literario, pero también -casi- un camino de salvación, hacia la ensoñación, hacia la belleza, hacia la poesía, hacia la verdad. Consciente de que el aforismo dignifica el mundo, Amorós “no escribe porque le pasen cosas, escribe para que le pasen cosas”.

 

 

miércoles, 31 de julio de 2024

Secuestrado

 

1. Tras la muerte de su padre, maestro rural, David Balfour abandona el pueblo y la parroquia de Essendean para dirigirse a la casa de su tío con una carta de presentación. Es el año 1751. Antes de partir, la mirada de David Balfour se dirige a los grandes serbales del cementerio donde están enterrados su padre y su madre. Es la última mirada, ésa que permanece en la memoria hasta el fin de los días. Así se inicia Secuestrado (Alba, 2018), novela de Robert Louis Stevenson, publicada en 1886. Las aventuras de David Balfour, presentadas como si fuesen unas memorias, constituyen el relato de un proceso de formación, en donde cada acontecimiento en la vida del protagonista funciona casi como una prueba de iniciación. Eso permite explicar la dicha de vivir que el joven experimenta al contemplar por primera vez el mar y los barcos o al observar la marcha militar de una compañía de granaderos. Es la dicha de abrirse a la vida, de experimentar algo nuevo. Pero este proceso de formación está plagado de duras pruebas. La llegada del joven a la ruinosa casa de su tío Ebenezer, avaro y reconcomido individuo, supone un duro golpe en sus expectativas, como si la esperanza de una vida nueva se hubiese esfumado. Tampoco la estancia en el muelle de Queensferry resulta demasiado esperanzadora. Por un lado, el joven se deja llevar por la emoción que supone ver un bergantín, el Covenant, anclado en el muelle. Es el espíritu de aventura, que se apodera de David Balfour pensando en viajes lejanos y lugares desconocidos. Pero, por otro lado, está presente la intuición de que el peligro acecha, de que algo cavila su tío Ebenezer. De hecho, el joven Balfour acaba secuestrado en el Covenant, conociendo de primera mano la vida y el carácter rudo de los marineros.

2. Las peripecias, que se suceden en la vida de David Balfour, son pruebas que contribuyen a configurar el carácter del joven. En el bergantín, la presencia de Alan Breck, un audaz jacobita que ha desertado del ejército inglés, provoca un duro enfrentamiento con los marineros. El joven se ve obligado, entonces, a luchar por primera vez a vida o muerte, al lado del jacobita. Pero es que, yendo más lejos todavía, tras el hundimiento del bergantín en los arrecifes, Stevenson presenta a nuestro héroe desamparado en una pequeña isla. La aventura de supervivencia en el islote de Earraid es demoledora en todos los sentidos y pone en evidencia la crueldad de la vida en soledad,  pero al mismo tiempo la estupidez humana, la incapacidad para reflexionar cuando los problemas se acrecientan, porque en realidad Earraid es un islote que se puede sortear cuando baja la marea, pero el protagonista, cegado por las circunstancias, es incapaz de darse cuenta hasta que se lo hacen saber unos pescadores de la región. En las Tierras Altas de Escocia, el joven Balfour contempla, además, la muerte a sangre fría de Colin Roy, el “Zorro Rojo”. El asesinato de este militar, al servicio del rey y de los casacas rojas, provoca la huida del protagonista, acompañado de su inseparable amigo, Alan Breck. Es un viaje a través de bosques, montañas, ríos, zonas plagadas de rocas y páramos, en donde se palpa la fisicidad a través de la descripción de las situaciones, de los paisajes. Todo rezuma vida, pero también sufrimiento. El viaje desemboca, entonces, en el silencio, el enfrentamiento dialéctico y la pelea entre los dos amigos. Es justo en ese momento cuando se dicen todas las palabras necias que son capaces de decir los hombres para hacer daño, pero también brotan, al final, cuando se ve de cerca la muerte y no se puede más, la compasión, el perdón y la amistad.

3. En Secuestrado, el autor se detiene en la particular forma de ser y en la actitud de la gente en las Tierras Altas de Escocia, con su apego a los clanes, con sus cambios de humor, capaces de pasar, en un instante, de una situación a otra totalmente diferente, capaces de luchar con la espada y, seguidamente, entablar un duelo de gaitas y beber hasta reventar. Stevenson se muestra muy cercano a esta tierra de clanes, un lugar único en el que resuena la canción gaélica, en el que se transmiten historias procedentes de la tradición oral, en el que toman forma las viejas rencillas entre los clanes. En las Tierras Altas de Escocia se hace evidente el enfrentamiento entre jacobitas y whigs. Es, en realidad, un conflicto entre las Tierras Altas de Escocia, un territorio agreste y primitivo, donde se habla preferentemente el gaélico, y las Tierras Bajas de Escocia, que representan el mundo civilizado, donde prevalece el inglés como lengua hablada. Es el mundo de los Stewart contra el mundo de los Campbell. Es la justicia del clan contra la justicia del rey. Precisamente, David Balfour y Alan Breck atraviesan el límite de las Tierras Altas para poner fin a su huida, para poder acabar el viaje, una aventura que, en realidad, se desarrolla por toda Escocia. Al final de la aventura, el joven Balfour llega al punto de partida de toda esta Odisea, es decir, al pequeño embarcadero de Queensferry. Es entonces, al pasar por el muelle, cuando siente una emoción intensa al recordar a los que ya no están entre los vivos, a los que han muerto en el barco, en el transcurso de la aventura. La emotiva despedida de los dos amigos, David y Alan, en la que no se dice nada porque todo está dicho, provoca un dolor tan intenso en el lector que sólo entran ganas de llorar. Queda la tristeza de acabar una aventura, la tristeza que se siente cuando pierdes a un amigo. Queda, incluso, un trasfondo de ambigüedad en el joven Balfour, ese regusto, ese “frío lacerante” por dentro, “como el remordimiento de haber hecho algo malo”. Pero queda también el recuerdo, el signo indeleble de la amistad: el botón de plata que ha regalado Alan Breck a su joven amigo. Queda, en definitiva, la grandeza de Stevenson, la pura belleza de la literatura.

 

 

domingo, 30 de junio de 2024

Polvo en los zapatos

 

1. Contemplando la floración de los almendros, mientras pasea por Talayuelas, un pueblo de Cuenca, el escritor Manuel Moyano anota lo que sigue: “Tengo polvo en los zapatos y voy anotando impresiones mientras camino”. Esta imagen sugerida, “polvo en los zapatos”, perdida en la nebulosa del dietario escrito por Moyano, se convierte a fin de cuentas, gracias según parece a la sugerencia de la mujer del escritor, en el título de un libro cuyo punto de partida es un diario iniciado a principios de 2018, no sin ciertas reticencias, a instancias de Ángel Montiel, editor en La Opinión de Murcia. La escritura del diario en el periódico se prolonga hasta principios de 2020 y es el germen de Polvo en los zapatos (Menoscuarto, 2023). En la primera entrada del diario, con fecha de 21 de enero de 2018, Moyano escribe que siente el impulso de “tratar de plasmar la extraña belleza y variedad del mundo a través de la escritura”. Cualquier detalle que llama su atención es susceptible de convertirse en literatura. Puede tratarse de diálogos que capta al instante y que se transforman en historias, pero pueden ser también sugerentes sueños que incitan la capacidad narrativa del autor. “Hay que permanecer siempre atento para captar la materia literaria que supura la realidad”, apunta Moyano. Esa actitud convierte el trabajo del escritor en una tarea fatigosa, llena de concentración, donde cada detalle susceptible de traducirse en materia literaria y que está ahí, esperando, en los libros, en las películas, en los sueños, en los actos literarios, en los clubs de lectura, en las librerías, en los viajes, en las conversaciones con amigos y escritores y en las fiestas, debe ser asimilado con rapidez y con nitidez para poder encontrar luego su lugar en la literatura. Cierto es que si escribir presenta ya de por sí ciertos inconvenientes, Moyano es consciente, todavía más, de las desventajas que supone escribir un diario, por las referencias personales implícitas, por ese anhelo íntimo de intentar no dañar a nadie en los comentarios, por ese afán, finalmente, que impulsa a no delatar a los protagonistas de las pequeñas historias. “Todo diario”, escribe el autor, “tiene algo de impostura, porque siempre omite parte de la realidad” y, a veces, incluso la propia realidad de la vida cotidiana se convierte en ficción. En Polvo en los zapatos, obsesionado con las pequeñas cosas que pasan a diario, el escritor ha ensayado también determinadas propuestas, a modo de propósitos literarios, como esa gélida mañana que acontece en la plaza de Santo Domingo, en Murcia, una pequeña aventura donde “nada más clarear el día, estalla en la fronda de los árboles una algarabía de gorriones”, pero, aun tratándose, en ocasiones, de experimentos inconclusos, aparecen en las páginas del diario como una imagen vitalista de fracaso parcial, porque, efectivamente, la vida está plagada de fracasos.    

2. Moyano disfruta en los viajes por el campo, por el mundo rural. Ama tanto el paisaje que se asemeja a un ser plegado a la naturaleza. De hecho, la sensación de estar en la naturaleza es única para el escritor. A veces, se embarca en viajes a lugares insólitos como la comarca del Matarraña, en la zona nordeste de Teruel, o como los totémicos Mallos de Riglos, en Ayerbe, o como los bosques cerrados e interminables de Biel y Luesia, quizá para sentir la extrañeza de esos lugares, quizá para disfrutar de la soledad. A veces, también, se deja llevar tan sólo por la belleza del paisaje, como en los montes de Toledo o como en Sierra Morena, donde el viaje se convierte en el origen de un nuevo libro. Su mirada se detiene con la misma alegría e intensidad en las nubes que pasan o en los cormoranes que acechan. Cuando regresa al hogar, exhausto por los viajes, la primera imagen del escritor está asociada a la naturaleza que lo rodea, donde se escucha “el rumor de las acequias, el zureo de las tórtolas”. Su admiración, en este sentido, por los naturalistas se hace patente en las páginas del diario, quizá porque, tal como señala abiertamente, en alguna ocasión ha soñado son ser también un naturalista. Pero la visión del campo, de la naturaleza, se mezcla en Polvo en los zapatos, formando una especie de palimpsesto, con viajes a grandes ciudades, con trayectos a lugares donde el autor rastrea la memoria de escritores a los que admira. En cada lugar por el que transita, el anhelo de viajar se despierta con cualquier detalle: las curtidurías en Marrakech, la medina en Fez, los hórreos y los manzanos en la Asturias rural, las iglesias transformadas en pubs en Escocia, el paisaje en las Highlands, el muro de Adriano en las islas británicas, los cementerios en Varsovia y Cracovia, la arquitectura laberíntica y el paisaje escalonado en Ravello, en la costa amalfitana, el ficus del parque de la Ciutadella en Barcelona, las “monstruosas marañas de cables” en las calles de Bangkok y el gusto por los adornos y las florituras en Tailandia. La lista de lugares visitados, de detalles intuidos, es interminable, porque Moyano también gusta de seguir los pasos de los escritores admirados. ¿Acaso, en este sentido, no está marcado el viaje a Escocia por el constante recuerdo de su adorado Stevenson o el viaje a Bolonia por la memoria de Pasolini? ¿Acaso no recrea en su imaginación la estancia de Cesare Pavese en Brancaleone, donde estaba recluido por el régimen fascista, o la de Carlo Levi en Alioni, donde también estaba exiliado y donde escribió Cristo se detuvo en Évoli? ¿Qué está buscando el escritor, si no es la recreación del pasado, cuando viaja a la aldea rumana de Rasunari, el lugar donde pasó su infancia Cioran, o cuando visita la tumba de Machado en Colliure? 

3. Polvo en los zapatos tiene el mérito de mostrar con claridad, en toda su extensión, el mundo del escritor, el territorio por el que transita la imaginación de Moyano. Es evidente que parte de ese mundo está plagado de artistas, escritores, ya sean amigos o simples conocidos. En las páginas del libro se menciona a Luis Landero, Miguel Ángel Hernández, Paco López Mengual, Manuel Vicent, Ian Gibson, Ana María Matute, Ray Loriga, Antonio Orejudo, Agustín Fernández Mallo, Luis Alberto de Cuenca y Michel Houellebecq, entre otros. La lista, aquí, como la de lugares visitados, es interminable. Moyano se complace también en mencionar, en Polvo en los zapatos, las visitas a cementerios, donde busca normalmente la tumba de algún escritor, quizá para establecer un diálogo último que sirva a modo de despedida. Pero el mundo de Moyano se extiende más allá de la cultura, y abarca, incluso, terrenos extraños o insospechados. Es muy evidente en las páginas del diario el interés antropológico que el escritor siente por el mundo parapsicológico, por todo aquello que escapa a la realidad tangible, es decir, por lo paranormal, por la astronomía, por lo oculto, por la magia, por la curandería. Por eso, por ejemplo, es capaz de acudir a un centro budista cerca de Abanilla o presenciar un congreso sobre el Más Allá en el teatro Circo, porque la curiosidad de Moyano por lo espiritual es inagotable. También afloran en Polvo en los zapatos, a veces de forma reiterada, sin tapujos, las obsesiones y las manías del escritor, como cierta reticencia hacia la filosofía más especulativa, como el odio a lo políticamente correcto, como el placer por la lectura de los cómics, como la necesidad compulsiva de comprar libros. Al mismo tiempo, son frecuentes en el diario los recuerdos familiares, las historias en las que reaparecen el abuelo, el clan de amigos de la infancia y, sobre todo, el padre. La cercanía de la muerte del padre es algo que aletea en las páginas del diario. Cuando se produce el fallecimiento, en definitiva, el dolor del escritor se transforma en un dolor colectivo, de toda la familia, se convierte también en el dolor por la pérdida de los amigos y, finalmente, se traduce en un dolor universal.

4. En el diario aparecen, diseminadas en el tapiz de la narración, notas y reflexiones que nos informan sobre el proceso de escritura, sobre las manías literarias del autor. Es evidente que Moyano relee sus libros, porque él mismo lo reconoce: “Necesito recapitular, pensar a dónde voy literariamente, si es que quiero llegar a alguna parte”. Se manifiesta aquí la necesidad implícita que experimenta el escritor de pensar en su propia trayectoria literaria para poder avanzar en la dirección correcta. Por eso, en Polvo en los zapatos, a veces se detiene en ciertas cuestiones relacionadas con sus propios libros, del mismo modo que nos habla de notas para novelas que luego no se desarrollan o de libros que está preparando, incluso que lleva años puliendo, porque, en efecto, si hay algo que obsesiona al escritor es la necesidad ineludible de que la narración sea fluida, de que el discurso sea coherente. Cuando se trata del proceso de escritura de un libro, Moyano tiene claro que “la mejor fase del proceso llega con los repasos finales, cuando uno logra corregir formas sintácticas que no terminaban de satisfacerle, o encuentra un vocablo más ajustado para expresar determinado concepto”. Es el momento en el que la angustia se transforma en placer. Pero hay algo todavía más interesante que está en relación con la escritura y que está en el corazón de la narración de Polvo en los zapatos. Es “el anhelo -siempre latente- de huir y romper con todo”. Es una idea que fluye junto al impulso mismo de abandonar la escritura. Quizá esta sensación de abandono, de acabamiento de las cosas, tiene algo que ver con la muerte del padre, pero también está relacionada, sin duda alguna, con una reflexión sobre la existencia, sobre el paso del tiempo. “A las siete de la mañana”, escribe Moyano en un evidente momento emotivo, “mientras todos duermen, siento el impulso de echarme a la calle para satisfacer mi faceta de caminante solitario, alejarme de la turbación y el ruido que, a veces, son los demás”.

5. Polvo en los zapatos es un libro repleto de evocaciones nostálgicas y poéticas. Hay en Moyano, en este sentido, una “cierta nostalgia de una vida campesina”, una enorme tristeza por el salvaje abandono del campo. Las mejores páginas del diario posiblemente se escriben en la naturaleza. El tono poético reaparece en el libro, aquí y allá, como cuando recuerda la muerte de Stephen Hawking y la lectura de Breve historia del tiempo buscando consuelo, o como cuando recuerda con cariño a Félix Rodríguez de la Fuente, a quien debe gran parte de su conocimiento de animales y plantas, o como cuando se despierta una mañana en Barcelona con “una repentina e insólita fascinación hacia los seres humanos, hacia la infinita variedad de sus miradas, sus peinados, su ropa”. Son evocaciones, imágenes, sentimientos que atraviesan el libro y lo iluminan. Es la felicidad que se experimenta pedaleando, montado en bicicleta, mientras se contempla desde una perspectiva nueva y distinta las pequeñas cosas. Es la sensación de regresar a la infancia, “esa alegría propia de las cosas que empiezan”, pero es también el sentimiento de desolación del otoño, con los tonos rojizos sobre las hojas de las parras o sobre los frutos del granado. Es, a fin de cuentas, una sensación de agotamiento, de saturación, porque la realidad también agota y todo llega a su fin, la escritura de un diario, los viajes, todo mezclado en una especie de eterno retorno, porque el viajero que llega a casa, como el que finaliza un diario, sabe que volverá al camino, sabe que volverá a escribir.    

 

 

 

 

viernes, 31 de mayo de 2024

El hombre que plantaba árboles

 

1. Un individuo emprende una larga caminata a través de un paraje desértico de la Provenza. La desolación y el abandono del paraje quedan definidos en una aldea abandonada y un pozo seco. El caminante encuentra en estos páramos solitarios a un pastor con su rebaño. La casa del pastor rezuma orden, quietud, silencio. Todo en la casa está situado en el lugar adecuado. Junto a la casa hay un pozo del que el pastor hace acopio del agua necesaria. Intrigado, nuestro caminante decide pasar la noche en la casa del pastor y conocer mejor sus hábitos, quizá porque se da perfecta cuenta de que “la compañía de este hombre daba paz”. El pastor, que responde al nombre de Elzéard Bouffier, se ha dedicado a plantar árboles, concretamente robles, en un erial, una tierra empobrecida y abandonada. Las semillas, es decir, las bellotas, han sido cuidadosamente elegidas. El pastor se propone también, con el paso del tiempo, plantar hayas y abedules. Pero llega la guerra del 14, la destrucción y la muerte. Pasa el tiempo y hacia 1920, nuestro narrador se presenta de nuevo en los parajes desérticos donde habita el pastor, que, tal como se nos cuenta, “no se había preocupado en absoluto por la guerra”. Los robles han crecido. El pastor sigue su tarea plantando ahora encinas. El narrador puede advertir, también, que el agua fluye en la aldea abandonada y que el paisaje ha cobrado vida. Sin embargo, esta tarea desarrollada por el pastor no es apreciada, pasa desapercibida para el mundo exterior y, por supuesto, para las autoridades, porque el bosque de robles es tan sólo un bosque natural. El pastor continúa su labor, en silencio, como todo lo que hace en su vida, ajeno también a la guerra del 39. Acabada la segunda guerra mundial, el narrador vuelve a la región de la Provenza para comprobar que el país, definitivamente, pese a la guerra, es otro: la vida fluye en las aldeas, el agua corre en manantiales. Los árboles han dado vida al país. Es la obra faraónica de un individuo, un pastor silencioso que ama la vida, un “campesino iletrado”, subraya el narrador, “que supo completar una obra digna de Dios”.

2. El hombre que plantaba árboles (Duomo Ediciones, 2014) es una nouvelle de Jean Giono, publicada en 1953, un cuento alegórico si así lo queremos, una fábula llena de vitalidad, de esperanza en las posibilidades del ser humano. El contraste que Giono establece entre las dos guerras que sacuden el siglo XX y la actitud del pastor, silenciosa y esforzada, concentrada en su visión de la naturaleza, ajena a los avatares del mundo, responde al pacifismo y al humanismo propios del autor y conmueve porque ofrece una imagen más amplia de todas las cosas de este mundo. El relato, escrito ya en una edad avanzada del autor, se hace eco, de este modo, de una reflexión, largamente meditada, en donde se elimina todo lo superfluo para incidir en la sencillez, en lo universal que puede haber en el ser humano. Con ciertos matices que se pueden considerar autobiográficos, Giono ha escrito con este cuento una suerte de testamento vital en donde se sugiere qué hay de inolvidable en el carácter de un ser humano. Ajeno a las guerras, el silencioso pastor ama la vida, porque amar la vida significa amar la naturaleza en toda su extensión, y, en definitiva, amar la naturaleza, como se sabe y se sugiere en el texto, significa amar a Dios.        

 

martes, 30 de abril de 2024

Diario de un hombre de cincuenta años

 

1. Un hombre de cincuenta y dos años ha retornado a Florencia, después de un cuarto de siglo, para comprobar que la ciudad sigue siendo la misma. Escribe un diario en la primavera de 1874, para anotar sus sensaciones. Trata de recomponer un amor de juventud, “lo que podría haber sido” su vida de estar junto a ella, junto a la condesa Salvi. Todo en Florencia sugiere el recuerda de ella: el palacio Strozzi, los jardines Boboli, la Madonna de la silla, la capilla Medici en la basílica de San Lorenzo, la galería de los Uffizi. Pero, desgraciadamente, ya sólo quedan esos recuerdos, esas imágenes que sobreviven en algún lugar de la memoria, porque la condesa Salvi, habiendo fallecido diez años atrás, ya no está entre los vivos. En Diario de un hombre de cincuenta años, nouvelle publicada por Henry James en 1879, la nostalgia se ha apoderado del protagonista, un hombre que reconoce haber llevado una vida demasiado seria y que se pregunta por qué no se ha casado en un tono que se antoja autobiográfico. Ahora bien, el azar permite que este individuo nostálgico y apesadumbrado entre en contacto con un joven inglés, que es su viva imagen y que le trae a la memoria aquellos días en que deambulaba por Florencia veinticinco años atrás, enamorado de la encantadora condesa Salvi. Estamos aquí ante una situación que parece repetirse, reproducirse, porque Stanmer, el joven inglés, anda enamorado de la condesa Scarabelli, a su vez la viva imagen de su madre, la condesa Salvi. Los gestos y actitudes del protagonista y su antigua amada, la condesa Salvi, se reproducen ahora en el joven inglés y la condesa Scarabelli.  Además, las similitudes entre el narrador y Stanmer son desconcertantes: aman la pintura, sobre todo la pintura primitiva florentina. Es como si la vida ofreciese una segunda oportunidad al protagonista en la figura de un joven inglés. Es el pasado que vuelve, que se reproduce.

2. Henry James aprovecha la dualidad implícita en todas las situaciones para llenar el vacío que ha dejado el paso del tiempo. Por eso, sospechamos que, cuando la condesa Scarabelli se presenta como “una hechicera”, una artista, una actriz, una mujer coqueta llena de gracia e ingenio, el narrador está desvelando cómo era la condesa Salvi, porque madre e hija “se parecen como dos Madonas de Andrea del Sarto”. La analogía se convierte así en un camino hacia la sugerencia. La infinita perplejidad y el profundo sufrimiento del narrador acechan al joven Stanmer, pero también el riesgo que supone cortejar a la condesa. Pero es tan hermoso dejarse llevar por la coquetería de una mujer, por la ilusión que provoca la belleza y la inteligencia. “Ser joven y ardiente”, escribe James, “inmerso en la primavera italiana, creyendo en la perfección moral de una mujer hermosa”, es decir, dejarse arrastrar por la esperanza, por una ilusión que se sabe falsa.

3. El narrador -quizá el propio James- es un hombre que vive en el pasado, en galerías, en viejos palacios, en iglesias. Sufre una cierta incapacidad para vivir y disfrutar el presente. Habría sido capaz de dejarlo todo por la condesa Salvi, pero al final, indignado con ella y salvado por un instinto, había decidido dejar Florencia. Pero el tiempo sitúa todo en su justa medida. Es entonces, mientras repasa su historia contemplando su reflejo en el joven Stanmer y en la condesa Scarabelli, cuando percibe el gran error que ha cometido, la oportunidad que la vida le ha concedido y que no ha sabido aprovechar. Porque, a fin de cuentas, para ser justos, la vida te ofrece la posibilidad de ser consciente de los errores cometidos, porque el tiempo y la memoria son implacables. El pasado está ahí, acechando, como un peligro cercano, y al final siempre vuelve, porque en ese pasado se configura el sentido moral de la historia. El inquietante miedo a la verdad y el misterio que presiden la novela se compaginan, finalmente, con el recuerdo de la revelación: el camino iniciático hacia la belleza. La primera vez que se visita Italia, recuerda el narrador, “es una revelación”, “es una introducción a la belleza”. Cuando se vuelve a Italia la belleza sigue estando ahí.

  

 

jueves, 29 de febrero de 2024

La habitación secreta

 

1. Poesía y música se intercambian y aprovechan el mismo espacio en La habitación secreta (M.A.R. Editor, 2023), de José Antonio Molina, un lugar secreto en donde anda recluido el autor con sus libros y sus sueños, y donde todo es interpretable, traducible en términos culturales. La habitación secreta es, sin duda alguna, el espacio metafórico donde aletea la alegría furtiva en los momentos de descanso, el espacio en el que se desempeña el misterio de la música. Sostenido en la soledad de su habitación secreta, Molina evoca el encuentro de Debussy con los sonidos orientales de Java, que permite al artista encontrar nuevos caminos, conformar una música nueva que entronca con los templos sagrados y con las deidades de los bosques. La habitación secreta es, pues, el lugar de la evocación. Allí, el autor ha recordado la presencia inspiradora de Mendelssohn en la gruta de Fingal, en las islas Hébridas, la dimensión esotérica de algunas partituras de Ravel o el amor a Rusia, trenzado en la música de Rajmáninov. Literatura y música se confabulan en la misteriosa habitación secreta. Molina se interesa especialmente por libros que hablan de músicos y encuentra en ellos lo que desea encontrar: un oráculo, un dios (evidentemente, Mozart), la voz diabólica y hedonista de un joven músico, el brillo de Wagner. Es así como Vernon Lee, Pascal Quignard, Charles Baudelaire o Joseph Roth se pasean por las páginas de La habitación secreta anticipando sobre todo la música, como un epitafio de la melancolía y la belleza.

2. La visión de Molina, no obstante, se abre también al sonido de las canciones populares, de la música de las iglesias, porque “la potencia sobrenatural de la música es demoníaca”, una idea que se repite con frecuencia en La habitación secreta y que abre un paisaje conocido y querido para el autor: lo demoníaco enlaza con el interés por el enigma, por los misterios ocultos, por el mundo de los sueños y el poder de la mirada. Este gusto por lo demoníaco y por lo enigmático está en el origen de la actividad creadora. Esta idea se revela en los ensayos como un hecho constatable que se puede encontrar en las imágenes que proceden de los sueños, en el gusto por lo sobrenatural y el misterio, ya sea en Marina Tsvetáieva, en Victor Hugo o en Rubén Darío. También es muy evidente, en los ensayos, el interés por lo primitivo, por lo primordial, que pone en evidencia un mundo, quizá anhelado por el autor, donde prevalece todavía la tradición oral, las supersticiones y la mitología. Es lo que Molina denomina “la validez inmortal y atemporal de las mitologías”, que están impregnadas de hermosas mentiras llenas de belleza. Las referencias a la mitología clásica son, de este modo, recurrentes en La habitación secreta y surgen aquí y allá, hasta en los lugares más insospechados, como en los personajes (piratas todos ellos) que pueblan el inicio de La isla del tesoro de Stevenson. Pero más interesante es comprobar que, para el autor, la mitología se ha convertido en una fuente que ilumina la vida contemporánea. Así pues, en la Antígona de Salvador Espriu, por ejemplo, el personaje de Creonte tiene algo de dictador e impone la fuerza y el silencio en una época de oscuridad, y en el Edipo de Voltaire lo que asoma en realidad es la libertad individual frente a las manipulaciones del poder. Este acercamiento a lo que representan las mitologías se compagina con una obsesión repetida y frecuente por el carácter insondable y grandioso de la naturaleza: ya sea en el Cáucaso, en Crimea o en las islas de Aran, las montañas, los ríos y las grandes llanuras certifican que “la naturaleza es el único anclaje eterno”.

3. Quedan, en todo caso, sugeridas, como apuntadas, ciertas narraciones en el conjunto de ensayos que configura La habitación secreta: la orgía de una comunidad festiva que llega a un puerto o, también, la historia de una ermita abandonada por el paso del tiempo, con las piedras que nos hablan y la espadaña vacía. Hay en estas cortas narraciones una evidente sensación de melancolía, de acabamiento, que eleva el tono poético del conjunto. En ciertas ocasiones, además, Molina adopta un punto de vista diferente, a saber, el del autor referido: hace hablar a Alceo, por ejemplo, en su exilio, movido por la melancolía, por la evocación de un tiempo pasado, glorioso y ya acabado, y a Goethe, quejándose de los efectos perniciosos de la técnica. ¿No es acaso entonces, podemos pensar, el autor quien expone sus propias obsesiones aplicándolas a sus autores preferidos? Podemos ir más lejos en estas observaciones: la interpretación que Proust ofrece de la lectura como forma de elevación hacia la cultura y la vida espiritual, ¿no traduce acaso el propio pensamiento del autor? Lo cierto es que esta idea de elevación espiritual se repite en las páginas de La habitación secreta: la belleza instalada en un abanico descrito por Proust, recordando las alegrías de un salón elegante, cerrado ya, nos muestra que “ningún instante se ha vivido en vano, ni se ha perdido para siempre, si el arte lo rescata y lo eleva”. Las lecturas de Molina en su habitación secreta traducen, de este modo, su pasión por la música, pero sobre todo su pasión por cambiar el estado natural de las cosas. ¿Por qué se recrea, podemos pensar una vez más, el exilio prolongado y continuado de Thomas Mann, con la sombra del fascismo persiguiéndole? ¿Por qué se hace hincapié en la piedad y la compasión hacia los refugiados de guerras y revoluciones a su paso por una aldea, tal como cuenta Goethe en Hermann y Dorothea? ¿Por qué lo que se pone en evidencia en la Pandora de Voltaire es el amor, la bondad y la lealtad? ¿No es acaso todo esto un anhelo del propio autor? Los ejemplos se multiplican por doquier en La habitación secreta: así es como el amor puro convierte la oscura flor de El tulipán negro de Dumas en símbolo de justicia y así es como la plegaria de Ifigenia en Táuride, de Goethe, sirve para encontrar la paz y la piedad. No es necesario avanzar más para comprobar que la habitación secreta de Molina es un reducto último donde se imagina y se sueña, la libertad frente al despotismo, evocando a fin de cuentas el poder transformador de la cultura.

  

 

miércoles, 31 de enero de 2024

Efímero infinito

 

1. La lectura de Efímero infinito (Cuadernos del Laberinto, 2021), de Diego Alonso Cánovas, deja una extraña sensación de acabamiento de las cosas, pero, al mismo tiempo, de plenitud. Se percibe en el poemario, en este sentido, una permanente sensación de querer resumir todo lo que ha sido y lo que es el poeta, porque la vejez aprieta y “porque fue pleno de un sentir esplendoroso / lo que pronto será solo vacío”. Por eso, el poeta se conforma con vivir, con contemplar los campos, “pasajero de un tiempo sin regreso”, pero manifiesta también las cosas que todavía se pueden hacer, consciente de que el sueño y la utopía están plenamente presentes en la vida. El tiempo inexorable se hace visible, pues, en oposición a la necesidad del infinito. Pero, ¿dónde se encuentra, dónde habita el infinito? Quizá en la contemplación de una rosa, que “avanza inmóvil, cada vez más bella”, quizá “más allá de esa nube, / allí donde convergen las rectas paralelas”, más allá del cielo, de los límites, quizá frente al mar, en la amplitud de la luz, donde se suceden “las rumorosas ondas”, quizá en los sonidos naturales de cada amanecer. La mirada hacia la lejanía se mueve aquí en contraposición con los objetos cercanos que, a veces, pasan desapercibidos. Esa necesidad de soñar con lo imposible entronca con una mirada de amplios horizontes, hacia el infinito, hacia la utopía, pero también con una imagen de la infancia que define toda la poesía de Alonso Cánovas. En oposición, la sensación de que el tiempo se agota está muy presente en el poemario, como algo que está ahí, permanente, al acecho, como algo que se desploma sobre el poeta. Entretanto, la nostalgia evocadora se recrea en una época de belleza, quizá la infancia, una época y un “eterno tiempo que se agota”.  

2. En Efímero infinito algunos poemas suenan a despedida o son autobiográficos. El poeta se descubre ante el lector, definiéndose como un ser agudo, recto y obtuso, como las matemáticas. Se muestra reacio “ante la jerigonza de lo hermético”, componiendo versos “blancos, libres, rimados”. No oculta sus referencias literarias en determinados poemas, que son como variaciones musicales. Escribe contra la estulticia, contra la ignorancia, contra la masa enfervorizada, contra el consumo, que nos conduce al precipicio. El poeta experimenta, así pues, en Efímero infinito, la necesidad implícita de disfrute de la vida, el ansia de volar frente a la llegada de la ancianidad. Se nota en algunos versos, en efecto, la cercanía de la muerte, el diálogo con la muerte, “porque saben muy bien que ya se acerca / el final de esta obra”. Una suerte de divinidad, un daimon, parece acompañar al poeta. Es quizá la conciencia, que aflora en las noches de insomnio, y que urge a encontrar “la llave para abrir el infinito / y comprenderlo al fin”. En la inagotable búsqueda de verdad y amor resuena con fuerza, finalmente, esa calle rescatada del olvido. Son los recuerdos que brotan desde la infancia, desde la tierra natal, con el árbol, la calle donde se halla el amor, el cerro, el valle y la higuera, socavada ahora por el cemento.

 

 

domingo, 31 de diciembre de 2023

La sumisa

 

1. En la “aclaración preliminar” a La sumisa (Galaxia Gutenberg, 2022), relato fantástico de Fiódor Dostoievski publicado en 1876, el autor anticipa lo que nos vamos a encontrar: un relato “real en alto grado”, pero al mismo tiempo “fantástico” porque el narrador de la historia emplea un artificio literario: un monólogo dirigido a sí mismo para tratar de explicar las circunstancias en que se ha suicidado su mujer. Divagando de una forma evidente porque tiene dificultades para concentrarse, el protagonista cuenta cómo conoció a la joven con la que acaba casándose, la forma en que un mediocre prestamista, “un egoísta de poca monta”, pide en matrimonio a una joven necesitada que aspira a ser institutriz, precisamente porque se da cuenta de que es sumisa y buena. El prestamista, un hombre de mediana edad, se presenta ante la joven como “el liberador”, el hombre que va a salvar de una situación desesperada a una pobre desgraciada, una más entre las jóvenes frágiles y desorientadas que suelen ser frecuentes en las novelas de Dostoievski. Realmente, el narrador no sabe si ha actuado con nobleza o en el fondo es un canalla que se ha aprovechado de la situación. Esta ambigüedad se traduce a todos los planos de la narración, porque hay algo frágil y liviano en todos los acontecimientos narrados, y nada es lo que parece y todo resulta difícil de desentrañar. De hecho, en ocasiones, el prestamista parece sentirse culpable por el estigma que acompaña al oficio que ejerce y por su tendencia a economizarlo todo. Pero también, en ocasiones, pasa a culpabilizar a su mujer, tanto por una posible infidelidad, una cuestión que aletea en el relato, como por su extraña y cambiante actitud. El silencio y la gravedad, huellas indelebles en el carácter del prestamista, se interponen en el matrimonio, como algo intangible que condena y azota la relación entre los recién casados.       

2. Todo el relato suena a justificación. Es como si el protagonista tuviese la íntima necesidad de abrir su conciencia al lector. Justifica su racanería amparándose en la necesidad de guardar dinero para poder comprar una finca. Justifica su cobardía por no haber afrontado un duelo. Justifica haber mendigado antes de ejercer el oficio de prestamista. Justifica, en verdad, cada uno de los pasos que ha dado en su vida, cada una de las acciones decisivas que han vertebrado su existencia. Su discurso, por lo demás, está lleno de contradicciones, algo que Dostoievski describe con sutileza. Cuando la verdad empieza a salir a la luz, es decir, cuando el pasado se abre paso en las vidas de los protagonistas, sabemos que el prestamista está todavía afectado por la pérdida de su reputación durante su estancia en el ejército. “Salí lleno de orgullo [del regimiento]”, dice el protagonista buscando de nuevo la justificación de sus actos, “pero espiritualmente deshecho”. Sabemos, también, que nadie le ha querido. En realidad, Dostoievski está contando la historia de dos pobres almas en La sumisa, dos desgraciados, un tema recurrente en sus novelas. Pero aquí no parece haber redención para los protagonistas. Dostoievski camina hacia el final de su trayectoria literaria, camina hacia la desolación. Así pues, aunque el protagonista experimenta una especie de revelación, a modo de verdad, como en muchas obras del escritor ruso, dándose cuenta en este caso de que ha perdido el tiempo, de que está enamorado de su mujer, no hay escapatoria posible. La posibilidad de una vida nueva, de una renovación, se viene abajo. “Si esto [refiriéndose al suicidio de su mujer] no hubiera ocurrido”, afirma el prestamista, “todo habría resucitado”. Es la idea de resurrección, tan cercana a Dostoievski, el anhelo, la posibilidad de que la vida sea capaz de ofrecer una segunda oportunidad. Pero el velo cae demasiado tarde. La joven institutriz está enferma y poco después llega el suicidio. ¿Es inevitable su destino? Parece que sí, porque cuando el protagonista declara su amor incondicional a la joven se produce, poco después, el suicido. Y uno se pregunta entonces, ¿es la anemia de la joven el factor más decisivo? ¿Se sentía acaso atormentada por algo?¿Juega quizá algún papel la casualidad en todo esto? Nadie sabe por qué la gente se suicida. De hecho, en un momento determinado de la novela se lee que la ironía del destino y de la naturaleza es que “somos malditos, la vida de los seres humanos es maldita en general”. De lo que no cabe ninguna duda, en todo caso, es que la vida del protagonista parece acabada. “¿Qué va a ser de mí?”, se pregunta al concluir el relato. La respuesta ya la sabemos porque la ha avanzado el propio Dostoievski unas líneas antes: “En toda la tierra los hombres están solos, ¡esta es la tragedia¡”.