martes, 31 de diciembre de 2013
Jorge Luis Borges
El último libro
de cuentos de Borges, La memoria de
Shakespeare, se compone de cuatro relatos que ilustran de forma admirable
las principales obsesiones del maestro argentino. Publicado en 1983, tres años
antes de la muerte de Borges, el poeta parece deleitarse en sus amores más
queridos, en esa combinación de poesía y sabiduría secreta que se traduce en
dos hombres tan distinguidos y dispares como son Shakespeare y Paracelso, que a
la sazón dan nombre a dos de los cuentos. Borges siempre ha tenido en mente la
posibilidad de ser otro, siempre ha soñado con ser otro sin dejar de ser él
mismo, sin perder su identidad, su memoria. El tema del doble ha ocupado por
entero su vida, su literatura y sus sueños.
En el cuento titulado “Veinticinco de agosto, 1983” , Borges se presenta a
sí mismo inmerso en una especie de sueño en el que se ve como un anciano a
punto de morir. Borges habla con Borges en una suerte de diálogo profético en
el que el autor repasa su propia obra y los temas principales de su literatura
al tiempo que se hace eco de la imposibilidad de haber escrito un gran libro,
ese texto proyectado con el que ha soñado durante tanto tiempo. Es como si
Borges estuviese dialogando consigo mismo, señalando los límites de su
escritura, haciendo balance en el declinar de su vida. Este cuento fantástico
sobre la identidad personal da paso en la colección a un relato simbólico,
metafórico, brillante. Es una historia llena de misterio y sabiduría. Se titula,
de forma enigmática, “Tigres azules”. Un profesor, escocés para más señas, que
se ha trasladado al Punjab y enseña lógica en la universidad de Lahore, decide
instalarse en una primitiva aldea del Ganges porque ha oído hablar de la
existencia de tigres azules. El profesor sueña con esos animales desde mucho
tiempo atrás. A la hora de la verdad resulta que lo que los indios denominan
tigres azules son en realidad pequeñas piedras en forma de discos, que refulgen
en la oscuridad y que, de forma asombrosa, se multiplican. Son piedras que
engendran. El profesor ha encontrado estas maravillas en la cima que está más
allá de la aldea, un lugar sagrado para los indios. Con este acto, el profesor
ha profanado la cumbre, el mágico recinto, movido por la curiosidad, por su
afán de saber, pero a causa de ello puede sufrir el castigo de los dioses, la
locura o la ceguera. ¿Es que acaso, pues, el camino que conduce a la sabiduría
choca con la voluntad de los dioses? El
profesor de “Tigres azules” camina sin remisión hacia la locura, hacia lo
irracional. Las piedras que se multiplican acaban con la cordura, con el orden,
representan un ataque frontal a las matemáticas. Esta posibilidad de caos,
desorden y locura conturba la mente del profesor y no es de extrañar que acuda
a una mezquita para pedir ayuda y desprenderse de las piedras, de los tigres
azules. De este modo se imponen la cordura, los hábitos, el mundo.
En “La rosa de Paracelso”, el sabio renacentista pide a Dios que le envíe
un discípulo a quien transmitir sus enseñanzas, la sabiduría secreta que
atesora. Alquimista, médico y astrólogo, Paracelso exige de su discípulo una
inquebrantable fe, tal como reza la autoridad de la tradición. El sabio recibe
en su taller a un muchacho que quiere seguir el camino del maestro, está
dispuesto a todo pero a cambio desea una prueba fehaciente del poder de
Paracelso, ansía ver un prodigio, quiere que una rosa convertida en cenizas
vuelva a cobrar vida. La resurrección de la rosa se produce cuando el supuesto
discípulo abandona desengañado la casa del maestro. La falta de fe le
incapacita para captar el poder de la palabra, el misterio de la sabiduría
antigua transmitido a través de los tiempos.
Según Thomas De Quincey, tal como nos recuerda Borges, el cerebro del
hombre es un palimpsesto en el que se van solapando escrituras y recuerdos que
la memoria va exhumando progresivamente en función de determinados estímulos.
En el cuento que cierra el libro de Borges y que da título al volumen, un
especialista en Shakespeare recibe la memoria del bardo de manos de otro
consumado erudito. Se trata de una suerte de transmisión que se expande por la
conciencia y se apodera lentamente del individuo que recibe tal herencia. A
partir de ese momento, el protagonista de la historia, Hermann Soergel, entra
en las cavernas de la memoria de Shakespeare, se convierte, en cierta medida,
en heredero del poeta. Preparado para tal milagro gracias a años de
investigación y soledad, Soergel experimenta también una transformación gradual
de sus sueños. Pero la asimilación de la memoria del bardo ejerce tan gran
influencia y poder sobre la conciencia que amenaza la identidad personal del
protagonista. Hermann Soergel se sume en un estado en el que se confunden de
forma inextricable su memoria con la memoria del otro, el bardo. Llevar la vida
de otro a cuestas conduce irremediablemente, tal como nos enseñó Stevenson, al
territorio del caos, el desorden y la locura. Para evitar perder la razón,
Herman Soergel entrega finalmente la memoria de Shakespeare a otro erudito. Es
un acto que le permite volver al orden, a las trivialidades eruditas de la vida
cotidiana, al mundo de los hombres. Perseverando en la necesidad de ser él
mismo ha dejado de ser otro.
sábado, 30 de noviembre de 2013
Henry Beyle, Stendhal
En 1995 se
publica en la editorial italiana La Vita
Felice un manuscrito de Stendhal descubierto por el erudito Carlo Vivari, quien se encarga de verter el original francés a la
lengua italiana y, al mismo tiempo, pone título al texto eligiendo para ello un
verso de Miguel Ángel que cita Stendhal: Chi
mi difenderà dal tuo bel volto? (o sea, ¿Quién me defenderá de tu bello
rostro?). El manuscrito en cuestión se compone de unas pocas páginas que son el
inicio seguramente de una novela corta que Stendhal estaba proyectando y que
nunca concluyó, aunque dejó escrito un plan del desarrollo de la historia. Para
los stendhalianos (entre los que me incluyo), esa denominada minoría feliz, y
para los amantes de la literatura en general, la publicación del texto es un
acontecimiento literario de primera magnitud, una primicia, pese a que sea una
obra inconclusa. En 2007, con una amplitud de miras digna de elogio, la
editorial Pre-Textos decide publicar la obra en castellano, con una
introducción erudita del profesor y poeta González-Iglesias y un epílogo,
continuación de la historia, firmado por el también poeta Luis Antonio de
Villena. En la traducción se acuerda finalmente (de forma discutible) aceptar
el título siguiente: ¿Quién me defenderá
de tu belleza?
La nouvelle sugerida y
proyectada por Stendhal nos acerca a un tema muy querido por el autor francés:
el concepto de belleza expresado a través del amor, en este caso el
homoerotismo que exalta el aspecto espiritual de las relaciones entre los
hombres y que se remonta a la cultura griega. Efectivamente, si no se conoce la
tradición ateniense, si no se comprende el tema tal como lo planteó Platón y lo
recogió Marsilio Ficino en el Renacimiento, no se llegará a captar la esencia
de las Rimas de Miguel Ángel y, por
supuesto, el sentido de la historia que pretende contar Stendhal. De hecho, los
poemas de Miguel Ángel juegan un papel fundamental en el entramado de la
narración y en el arranque del relato. En 1832, Stendhal habita en el Palazzo
Cavalieri, el lugar en el que trescientos años antes se había producido el
primer encuentro entre Miguel Ángel y el joven Tommaso de Cavalieri. Este azar
espacial y temporal exalta la imaginación de Stendhal y sirve como punto de
partida de la historia. Con cierto tono autobiográfico, el relato se inicia con
una escena de tono casi costumbrista entre el escritor y su criada Gina,
artificio que sirve a modo de introducción y que permite enlazar con el pasado
y con las Rimas de Miguel Ángel. El
resto de la narración se resuelve con una conversación llena de inseguridades y
tanteos entre el artista y Tommaso de Cavalieri.
La visión de la belleza del joven caballero seduce completamente al
maestro, que, desde el primer momento, se siente enamorado. La belleza entra
por los ojos. Las miradas entre maestro y discípulo se cruzan, se encuentran.
Quizá Stendhal haya experimentado en esta época, ya entrando en la vejez, las
mismas sensaciones que pudo sentir Miguel Ángel en 1532. Quizá, pues, el
escritor francés se haya identificado con el genio italiano y haya querido
contar una historia de amor entre una persona que entra en la ancianidad y un
joven. Hasta dónde quería llegar Stendhal al recrear la relación entre Miguel
Ángel y Tommaso es algo que tan sólo podemos intuir, a pesar de que en el
epílogo Luis Antonio de Villena nos recuerda que el artista tuvo relaciones
corporales con otros hombres y cita a propósito la escena de palestra griega
que se sugiere en el fondo de La sagrada
familia de Miguel Ángel. Si nos ceñimos al plan proyectado por Stendhal, la
relación entre el artista y el joven Cavalieri debía ser la misma que la que se
establece entre un maestro y un discípulo, tal como en la antigüedad griega se
relacionaban los ancianos filósofos con los jóvenes ansiosos de aprender, los kaloikagathoi. No es de extrañar que
Stendhal hable de “amor platónico” (amour platonique) y “furor intelectual”
(fureur intellectuelle), las dos piedras angulares sobre las que gira la
relación entre los amantes. Miguel Ángel vive encerrado en sí mismo, como un
eremita, obsesionado con su trabajo, con la belleza y con el cuerpo humano, y
la figura de Tommaso de Cavalieri se presenta de repente como la viva imagen de
todos sus anhelos artísticos.
En el plan que cierra el texto,
Stendhal nos dice que toda la obra de Miguel Ángel “nos habla de la castidad
del alma”. Quizá en estas palabras se pueda encontrar la clave de la
historia de esta nouvelle inacabada.
Nunca lo sabremos.
martes, 29 de octubre de 2013
Platónica 4
Los estudios sobre la naturaleza
oral de la cultura griega se han multiplicado a partir de la segunda mitad del
siglo XX. Ha sido un lugar común en la investigación la tendencia a identificar
la tradición con la experiencia poética y con lo que algunos denominan como
“mentalidad homérica”. La palabra mentalidad en concreto es fundamental
para entender todo el proceso. La tradición, viva expresión de la oralidad, se
convierte a la luz de algunos autores en una cuestión de mentalidad que se
expresa mediante el lenguaje. Al mismo tiempo, curiosamente, en esta época se
produce también un importante punto de inflexión en la interpretación
platónica. Dos temas se desarrollan con gran intensidad: la relación de Platón
con el carácter oral de la cultura griega, y la enseñanza platónica en el marco
de la Academia ,
al margen de la doctrina escrita en los diálogos.
La obra pionera en muchos
sentidos es Preface to Plato,
de E. A. Havelock (publicada en 1963 y felizmente traducida al
castellano con el título de Prefacio a
Platón, Visor, Madrid, 1994). El análisis de Havelock tiene como objetivo
demostrar que los resultados de la alfabetización en Grecia a partir del siglo
VIII a. C. son tan sólo parciales, y que la cultura griega sigue siendo
esencialmente de naturaleza oral hasta prácticamente la época de Platón. En
términos estrictos, trata de examinar el paso de una mentalidad primitiva (que
él denomina homérica) a la que él identifica como platónica. Havelock parte de
la idea siguiente: la mentalidad (a saber, los procesos mentales) se puede
analizar en el vocabulario, en la terminología. Hay que estudiar por tanto los
mecanismos del lenguaje. En este sentido, Havelock expresa un a priori bastante
significativo en el prólogo de su obra: “Cabe suponer que la idea no se posee
mientras no aparece la palabra a ella ajustada; y la palabra, para ajustarse,
ha de emplearse en un contexto adecuado”. A este tipo de planteamiento
lo denomina genético-histórico.
Ahora bien, ¿cómo explicar el
cambio de mentalidad, el paso de lo oral a lo escrito, de lo concreto a lo
abstracto que se produce en Grecia entre el último cuarto del siglo V y la
mitad del siglo IV a. C.? El punto de partida de la obra de Havelock es que la
revolución literaria, ya que así la denomina, tiene su “heraldo y profeta”, Platón, y que, siguiendo el testimonio de los oradores, se podría
demostrar que los griegos cultivados a mediados del siglo IV habían pasado a
formar una comunidad de lectores. En este sentido, la principal prueba que
Havelock encuentra de la importancia de la mentalidad homérica y de la
tradición oral todavía en época de Platón es precisamente el ataque que realiza
el filósofo griego contra la poesía en la República , ataque que, según Havelock, hay
que entender en su justa medida: la crítica de Platón contra la poesía parece
centrarse en aquello que la experiencia poética representa, es decir, una
cultura basada todavía en la memoria y en la preservación de la palabra de
forma oral. En palabras de Havelock, “lo que se está juzgando es la tradición
griega y su sistema educativo”.
El investigador británico se plantea la cuestión
en los siguientes términos: la episteme platónica se dispone a sustituir
a la doxa y a la mímesis. Estas dos palabras, doxa y mímesis,
son aquéllas que Platón ha encontrado en la tradición para definir la poesía y
la mentalidad primitiva griega. Precisamente esta mentalidad “homérica” o
“poética”, o “condición oral” de la mente, es la verdadera enemiga de Platón y
constituye el principal obstáculo al racionalismo científico. En esta
formidable lucha que el filósofo griego inicia contra los poetas, Havelock
observa, en definitiva, la emergencia y configuración de un nuevo tipo de
mentalidad, que identifica claramente con la revolución literaria y alfabética
que se estaba produciendo en Grecia. “Lo que nos interesa”, advierte Havelock,
“es la búsqueda platónica de una mentalidad y de un lenguaje no homéricos”. Desde este punto de vista el autor encuentra que hacia el último cuarto
del siglo V a. C se está produciendo un cambio en el sentido de las palabras,
que cataloga como un auténtico descubrimiento. Se trata de la actividad
del pensamiento puro, que da paso a un nuevo tipo de mentalidad. La República de
Platón se convierte de este modo, según Havelock, en el exponente claro del
choque entre una nueva mentalidad emergente y una mentalidad primitiva basada
en la tradición oral.
La importancia del libro de
Havelock radica en el hecho de que nos ayuda a comprender que la cultura griega
sigue siendo esencialmente oral todavía en época de Platón, o que, al menos, en
esos momentos se estaba planteando en el seno de la sociedad ateniense un
importante debate entre cultura escrita y cultura oral, del cual se hace eco la
obra platónica. Havelock nos presenta la tradición como un conjunto de normas y
costumbres, nomoi y ethe,
que se conservan gracias a la memoria viva. La tradición, la palabra preservada
de forma oral, se transmite gracias a un lenguaje poético, rítmico, que
conforma un “discurso” de sucesos plurales y visibles. También acierta Havelock
al señalar que en la mente de Platón la situación sintáctica siempre tiene
prioridad sobre la metafísica. Este planteamiento permite situar los conceptos
y las ideas en el plano lingüístico antes que en el metafísico.
No obstante, la obra pionera de
Havelock plantea dudas. El propio autor, con el paso del tiempo, en posteriores
trabajos ha matizado algunas cuestiones. El investigador británico, por
ejemplo, tiende a identificar poesía y tradición, quedando de este modo
reducida la tradición a Homero y los poetas, a una serie de normas y costumbres
que se conservan a través de la poesía. Havelock, pues, descubre el tema, pero
lo acota y lo encierra. Del mismo modo, la utilización del concepto enciclopedia
refiriéndose a la función didáctica de la poesía, y más concretamente a Homero
(“enciclopedia homérica” o “enciclopedia tribal”) resulta más bien
contradictorio pues es un término que hace referencia a una cultura escrita,
cuando Homero y los poetas son para Havelock la expresión de una cultura oral.
Es frecuente, por lo demás, que
Havelock hable en términos de revolución alfabética en época de Platón.
Quizá de forma no muy adecuada tiende a identificar la revolución conceptual
que representa la obra platónica con la revolución alfabética que tiene lugar
en Grecia. Havelock piensa que el lenguaje platónico es una muestra clara de la
revolución cultural griega que, rápidamente, identifica con la que él considera
“revolución literaria”. Tengo mis dudas sobre el hecho de que se pueda hablar
de una auténtica revolución. Más bien veo el proceso como un cambio
gradual de la cultura griega, un cambio tan sutil, que resulta casi
imperceptible. Es precisamente este hecho el que causa grandes problemas a los
investigadores al tratar el problema del carácter oral o escrito de la cultura
griega.
En su afán por relacionar la
revolución cultural y literaria griega con la obra platónica, E. Havelock llega
incluso a considerar que la denominada teoría de la Formas es una expresión
clara del carácter revolucionario platónico. Sus palabras no dejan lugar a
dudas: “Dentro de la historia del pensamiento griego, la nueva doctrina apuesta
por la interrupción de la continuidad: el suyo es un comportamiento
típicamente revolucionario. Quienes llevan a cabo las revoluciones son, en
su tiempo y para sus contemporáneos, profetas de lo nuevo, nunca reformadores
de lo antiguo”. He situado en cursiva precisamente los dos aspectos
fundamentales sobre los que incide el texto: la interrupción de la continuidad
y el comportamiento revolucionario. Havelock presenta a Platón como un profeta,
no como un reformador, pues la revolución conceptual que representa su obra
significa una ruptura de la tradición.
En
términos generales, Havelock habla de una oposición sistemática entre
mentalidad homérica y mentalidad platónica, entre poesía y filosofía, lo que
convierte a la poesía en la verdadera enemiga de Platón. Este enfoque presenta una
contradicción de fondo bastante clara: si la crítica de Platón contra la poesía
(crítica que bajo mi punto de vista no es tal como la presenta Havelock) es un
ataque a la mentalidad homérica, a una cultura basada en la memoria y en la
tradición oral, ¿qué sentido tiene la defensa de la memoria y de los
métodos orales que hace Platón en el Fedro y en otros pasajes de su
obra? La pregunta que uno se puede plantear, entonces, es cómo Platón puede
estar defendiendo la importancia de la memoria dentro de la cultura griega, y
al mismo tiempo realizar un ataque tan radical a la poesía, que representa la
cultura oral. La cuestión, como se advierte, no es tan clara como la presenta
Havelock, para quien “Platón parece apuntar a la destrucción de la poesía como
tal, excluyéndola en cuanto vehículo de comunicación”. Y es que el
autor británico tiende a situar a Platón, erróneamente, frente a la tradición,
y nos presenta la supuesta revolución general de la cultura griega como un
hecho “que hizo inevitable el platonismo”. Y añade: “Mantengamos, pues, la
vista fija en los 'filósofos' y en la 'filosofía' como bandera de la revolución
-aunque apresurándonos a traducirla por 'intelectualismo'-”. Si nos
fijamos con atención, Havelock habla del platonismo (me refiero aquí a Platón,
no al platonismo posterior) como una necesidad histórica inevitable, que
casi debe más a las circunstancias sociales o históricas, que a las propias
personales del autor. El investigador británico da la impresión de situar sus
propias concepciones sociológicas por encima de las del autor.
A
todo esto, esa consideración “intelectualista” del platonismo que nos ofrece
Havelock no es más que un a priori modernista. “Intelectualismo” es una
palabra que define inadecuadamente el platonismo. Del mismo modo se podría
hablar de tradicionalismo para definir la obra platónica. Ahora bien, la
forma en que intelectualismo y tradicionalismo se mezclan en los escritos
platónicos se le escapa a Havelock o, al menos, permanece fuera de sus intereses.
Además, las pruebas de dicho intelectualismo del que nos habla el autor
británico se remiten casi exclusivamente a ejemplos tomados de la República , como
si en dicha obra Platón nos diese una versión definitiva de sí mismo. Por otra
parte, Havelock es consciente en todo caso de que el cambio dentro de la
cultura griega, la sustitución de la memorización por el intelecto tiene lugar
“dentro de una minoría cultivada”. La pregunta, pues, que se impone
como consideración preliminar es hasta qué punto es lícito pensar que se
produce un cambio de mentalidad dentro del mundo griego si la cultura
escrita y la lectura se imponen tan sólo “dentro de una minoría”. ¿No se podría
decir siguiendo otro enfoque que en el siglo V y IV a. C se están agrandando
las distancias, al menos en la sociedad ateniense, entre cultura ilustrada y
cultura popular? Yendo más lejos, al hilo de estas consideraciones que suscita
el trabajo de Havelock, frente a aquellos autores que suelen oponer la
filosofía platónica a la poesía homérica y griega en general, la episteme
a la mímesis y la doxa, frente a aquellos autores que oponen la
mentalidad platónica a la mentalidad homérica imperante en Grecia, ¿no se
podría pensar que la supuesta mentalidad platónica es una continuación de la
mentalidad homérica, que no existe ruptura, que más bien existe continuidad?
¿Acaso la obra platónica no manifiesta claramente una preferencia del filósofo
por la palabra hablada y una importancia
de la memoria oral puesta a partir de ahora al servicio de la filosofía?
domingo, 29 de septiembre de 2013
Extraña noche en Linares
La idea de que
sólo por el arte merece la pena vivir, evocada por uno de los personajes de Extraña noche en Linares, se encuentra
en el centro de toda la obra y el pensamiento del escritor –y editor- madrileño
Miguel Ángel de Rus. La belleza eterna, de difícil acceso a veces, se encuentra
escondida en los libros, en el cine, en la música, en las artes en general. En
un entorno sacudido por la vulgaridad cotidiana, los personajes creados por De
Rus se refugian en la cultura, se aíslan alejándose de la tormenta de la vida y
de la zafiedad del mundo. No quieren saber nada de los seres humanos, viven rodeados
de cosas viejas, sosteniendo entre sus manos acaso un libro de Proust o de
Valle Inclán, y seguramente una copa de armagnac, mientras luchan con determinación
por vivir entre los sueños. Ahora bien, en Extraña
noche en Linares (M.A.R. Editor, 2013), una colección de cuentos que
compendia de forma ejemplar los principales temas y obsesiones del escritor
madrileño, la gran paradoja radica en que, mientras los personajes huyen de una
realidad enfermiza que les agobia, el autor no puede evitar inmiscuirse en los
problemas de nuestro tiempo mostrando de forma acerada las miserias de la
sociedad, desde la globalización y el paro hasta las lacras de la iglesia y la
política en general.
El carácter irreverente del autor, que ha marcado toda su trayectoria
literaria, se pone en evidencia en Extraña
noche en Linares a través de digresiones que se intercalan en los cuentos a
modo de cuña, aunque a veces el argumento principal y el desarrollo de algunas historias
constituye en sí mismo un ataque frontal a determinadas instituciones o
situaciones del mundo actual, como
ocurre en “Los dados”, que se asemeja a un alegato contra la brutalidad de la religión
a lo largo de la historia, o en “Gente importante”, donde se vincula las
grandes fortunas con la alta política y la actividad criminal, o en “SW”, que
hace hincapié en el espectáculo de la violencia cotidiana en las televisiones, o
en “Mennini, últimas consideraciones”, donde se describe la hipocresía, los
engaños y los negocios de la
Iglesia católica y el Banco Vaticano, o en “No debisteis
poner vuestras sucias manos sobre los libros” que refleja claramente las mentiras
de la televisión, o, finalmente, en “Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit ,
donde el autor aprovecha para lanzar andanadas contra el funcionamiento del
sistema y el falseamiento de la democracia.
Esta faceta iconoclasta, heterodoxa de Miguel Ángel de Rus, enfatizada en
ciertos pasajes con verdaderos arrebatos de furia, no debe despistarnos a la
hora de valorar su trabajo. Siendo considerado el abanderado de una generación
irreverente –que seguramente lo es-, y quizá a pesar de ello, el aspecto que
verdaderamente seduce del escritor madrileño es su capacidad para crear una
narrativa de altos vuelos que, sometiéndose a una gran tradición castellana,
apela a un juego entre realidad y ficción, que se convierte en el soporte
literario del discurso. No experimentamos, por lo demás, ninguna sorpresa al
comprobar que los personajes de De Rus prefieren corretear por la ficción, atrapados
entre los sueños, como ocurre en “Me está esperando la eternidad”, donde una
actriz venida a menos está obsesionada por mantener su estrella rutilante tal
como ha sido moldeada por el cine, o en “Setenta y dos esposas”, que muestra a
un musulmán al borde de la muerte mientras sueña con un paraíso del que no
desea volver a la chata realidad, aun a costa de estar muerto, o en “El café ya
estaba frío”, en donde una pareja de amantes decide refugiarse en el amor
olvidando que a su alrededor se está produciendo el atroz desenlace de las
Torres Gemelas de Nueva York, o en “El corazón delator, en directo” y “Extraña
noche en Linares”, que describe a personajes refugiados en los sueños que
provocan las drogas, o en “Irma, calle Casanova”, que presenta a un individuo
que sólo es feliz cuando se adentra en la película Irma la dulce y en el París imaginado en la pantalla de cine.
Se advierte además en Extraña noche
en Linares, como no podía ser de
otro modo, que el mejor soporte para los personajes en sus anodinas vidas -su
último refugio- se encuentra en los libros. En los cuentos de De Rus aletea una
suerte de apología de los libros, a veces comprados en viejas tiendas, siempre
elegidos con cuidado, con amor, y que conforman, como se cuenta en “Yo fui
quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit ”, bibliotecas llenas de vida, de
mundos posibles. Conviene insistir en este valor purificador de la cultura porque
es uno de los aspectos más relevantes de la poética de De Rus. Por eso se
ensaña tanto con la quema de libros a lo largo de la historia, porque observa
en este hecho el gesto aniquilador de la civilización. Los personajes de Extraña noche en Linares, en definitiva,
sueñan a través de los libros otros mundos. El problema principal es que, pese
a este aislamiento, la vulgaridad de la realidad termina envolviendo a los
personajes, de una forma u otra, casi sin querer. Y lo que es peor, esa maldita
realidad acaba imponiéndose a los sueños, fulminando los recuerdos, el pasado y
la esencia de la vida misma. Es como si no hubiese escapatoria posible. Es como
si el mundo caminase en una dirección equivocada y los únicos capacitados para
resolver este proceso galopante de deshumanización, los hombres cultos -la
auténtica élite de la sociedad-, quedasen marginados, arrinconados, reducidos
en muchos casos al ámbito de la locura.
En semejantes circunstancias es fácil comprender la sensación de
impotencia que puede sentir cualquier intelectual independiente, que no comulga
con ninguna facción política. “Toda persona que tenga conceptos éticos o
estéticos no puede vivir en esta época”, escribe De Rus.” Y quizá en ninguna”.
Cansado de tanta vulgaridad, el escritor madrileño ha optado por refugiarse en
la soledad y los sueños, como sus personajes, en una perfecta conexión entre
literatura y vida. Afectado en ocasiones por la nostalgia, observa
desilusionado el paso del tiempo: “Paseo por las calles de mi infancia y todo
es desolación”. Esta visión del mundo, expresada con tan hermosas palabras,
conduce directamente a la decepción de la vida. Por eso emociona tanto
comprobar en Extraña noche en Linares la
lucha incesante e infatigable del autor por hacer irreductibles los frutos de
la imaginación, por mantener su fidelidad a un ideal en el que radica la
nobleza de su existencia como escritor.
jueves, 29 de agosto de 2013
Julián Ayesta
Helena o el amor del verano, un opúsculo
de Julián Ayesta, publicado por primera vez en 1952 y reeditado varias veces,
sorprende al lector que se adentra en sus páginas (apenas ochenta en la edición
que ha preparado ahora Acantilado) por su fascinante aliento poético. Ayesta
consigue con Helena o el mar del verano crear
una obra modélica, referencial, uno de los libros más importantes y más
apasionantes de la narrativa española del siglo XX. Escritor de un solo libro,
como aquel que dice, póstumamente la editorial Pre-Textos ha tenido la feliz
idea de publicar un volumen de Cuentos
de Ayesta (Valencia, 2001), labor que ha continuado acertadamente Trotta al
editar los Dibujos y poemas (Madrid,
2003) del escritor gijonés.
Escrita, sin duda alguna, en estado
de gracia, la novela es una evocación de la felicidad que acompaña a la
infancia y al surgimiento de un amor tierno, puro y virginal. Estructurada en
tres partes (verano-invierno-verano), se compone de una serie de escenas o
cuadros, a veces costumbristas, en ocasiones bucólicos, siempre nostálgicos y
melancólicos, a través de los que se sugiere un mundo acaso vivido, acaso
soñado por el autor, en el que se describe la infancia de un niño en Gijón.
Aferrado a los recuerdos de su familia y al amor que evoca un nombre –Helena-,
el joven protagonista de la historia contempla la existencia en aquellos
lejanos años como si se tratase de alguien que abre los ojos al mundo. Atrapado
en la espiral poética que ha construido Ayesta, el lector asiste conmovido a la
narración, que fluye cadenciosamente desde el retrato coral de una familia
hasta la experiencia individual sublimada por el amor y la visión de la
naturaleza. Ayesta combina en este sentido las escenas íntimas, que retratan la
alegría familiar, con los cuadros costumbristas en la playa y en el campo, pero
siempre teniendo como horizonte final la sensación de plenitud que produce el
descubrimiento del amor.
Toda la novela está plagada de
detalles, de escenas que tratan de transmitir la felicidad en la infancia: una
comida en el campo, unos juegos inocentes en la playa, una batalla de almohadas
entre niños en una habitación, una canción cantada al unísono por todos los
miembros de la familia, unas sidras tomadas al pie del camino, unas nubes en el
cielo que semejan países o continentes. El relato tiene una suerte de
intermedio invernal, un capítulo central en la novela que Ayesta titula con
cierta ambigüedad, “la alegría de Dios”. El joven protagonista, formado en una
escuela de jesuitas, cuenta sus experiencias religiosas, ligadas a las ideas de
culpa, dolor y remordimiento, expresadas en un sometimiento a la autoridad de
la iglesia. Es como si Ayesta pretendiese crear un contraste de sentimientos y
sensaciones entre el verano y el invierno. Sin embargo, poco más adelante
leemos, en el mismo capítulo invernal, que el muchacho se deja arrebatar por el
fervor religioso, por el amor a la Virgen, tan buena, tan suave, tan hermosa.
Tocado por Dios el muchacho rebosa nuevamente felicidad, hasta el punto de
sentir “el cuerpo y el alma hinchados de alegría y de un gran sosiego y de un
gran amor a todas las cosas”.
Da la impresión de que Ayesta ha
moldeado la novela mediante una serie de ritos o celebraciones que confluyen en
una fábula mitológica que da paso a la apoteosis final en que se celebra el
amor. Tras el paréntesis invernal y la llegada nuevamente de la estación
veraniega, el relato parece derivar hacia un mayor intimismo, como si a partir
de un momento determinado sólo existiesen en el mundo Helena y el protagonista.
La escena bucólica de ecos virgilianos, que se desarrolla en un bosque y que
precede al capítulo final, sitúa la novela en un terreno de ficción sin
límites, donde el anclaje en la realidad se vuelve de tanto en tanto más liviano.
El juego amoroso entre la naturaleza radiante inunda el relato. En el
crepúsculo del atardecer que cierra esta maravillosa novela, Ayesta presenta a
sus protagonistas llenos de amor, llenos de vida, adentrándose en una cueva
cercana a la playa donde les esperan unas ruinas romanas, los misterios de la Edad
antigua y un mundo lleno de belleza sin igual. Una fábula griega certifica el
amor entre los protagonistas en el terreno donde anidan los sueños. En la
playa, “todo era como un gran arco” dispuesto a ser atravesado por los
dos muchachos que, muertos de gozo, caminan hacia más allá, no sé sabe dónde,
hacia un lugar sólo imaginado por los poetas.
Concebido seguramente como un ejercicio
de estilo, Helena o el mar del verano es
un libro feliz que transmite un arrebatado amor a las personas, a los animales,
a todas las cosas que existen en este mundo. La lectura de las páginas de esta
novela provoca tanta afinidad con el protagonista que uno desearía llorar
eternamente ante la visión del amor, ante la sensación de belleza, y desearía,
también, correr con los ojos cuajados de lágrimas más allá del viento, más allá
del arco de colores, más allá.
jueves, 25 de julio de 2013
Arthur Schopenhauer
La publicación
de El arte de sobrevivir (Herder,
2013), con edición e introducción de Ernst Ziegler y cuidada traducción de J.
A. Molina, nos permite revisitar algunas de las constantes y obsesiones de
Schopenhauer a través de una selección de textos dispersos en las distintas
obras del pensador alemán. La edición que ha preparado Ziegler forja la imagen
de un Schopenhauer anciano, al final del camino, un hombre lleno de
experiencias y sabiduría que parece renegar de la vida, que reflexiona con
profundidad acerca de la muerte y que observa el mundo desde arriba, como un
espectador privilegiado situado más allá de las miserias humanas. Es, como si
dijéramos, un Schopenhauer alejado del tumulto de la vida, aislado, escéptico,
radical.
Los textos que se presentan en El arte de sobrevivir no conceden
respiro al lector. No hay ninguna concesión a la galería. El anciano
Schopenhauer contempla la vida en toda su extensión realzando el tiempo de la
vejez porque aporta en términos generales una calma espiritual que constituye
la esencia de lo mejor de la existencia humana. La melancolía y la tristeza de
la juventud ceden su lugar a una cierta jovialidad de la vejez que supone
liberarse de los placeres, las quimeras, las ilusiones y los prejuicios. Y si
bien es cierto que en la juventud pasa el tiempo de forma más sosegada y lenta,
generando por tanto más recuerdos y ofreciendo la sensación de una mayor
felicidad, en la vejez se adquiere una cualidad admirable, el “no sorprenderse
de nada”, que decía Horacio, lo que concede a la ancianidad una paz
especial. Al llegar, pues, a la madurez el hombre sufre un desengaño brutal,
“la convicción inmediata, sincera y sólida sobre la vanidad de la totalidad de
las cosas y la inconsistencia de las
maravillas del mundo”. Esto nos lleva directamente al tema central del
que parten todas las reflexiones de Schopenhauer, la consideración de que la
vida es un engaño, un fraude, y que todos los esfuerzos que realizamos para
cumplir grandes proyectos son vanos e inútiles. La vida, es, pues, en la visión
del filósofo algo monótono, insípido, acompañado normalmente “de una serie de
pensamientos triviales”, que sólo adquiere ciertos aires de novedad
por el progreso del conocimiento. Es bien conocida, en este sentido, la imagen
que ofrece Schopenhauer de la vida como una mezcla de tragedia y comedia,
tragedia si se considera de forma global la existencia, y comedia si se
analizan los pequeños detalles y afanes diarios. La conclusión del filósofo
alemán es que la vida de millones de personas es una especie de “sueño confuso
y agitado”, carente por completo de reflexión y lleno de supersticiones
infundadas por la Iglesia.
Concebida así la vida, la felicidad
se presenta como una quimera, un deseo inalcanzable. La decepción que sufre el
hombre ante esta realidad inapelable puede ser solapada aceptando ese punto de
partida y rebajando las expectativas, tratando de vivir de forma soportable,
evitando en la medida de lo posible los dolores y sufrimientos que forman parte
de la íntima esencia del ser humano. El mundo se convierte así en un lugar de
expiación y la muerte queda como el objetivo moral primordial de la vida.
Conviene insistir en este punto que numerosos fragmentos de El arte de sobrevivir están relacionados
con el tema de la muerte. El curso de la vida tiene en este sentido una
dirección moral y esto se advierte en los últimos pensamientos de cada hombre.
¿No se puede pensar, entonces, que esta selección de textos que atiende al
título de El arte de sobrevivir no
trata –disimuladamente- de reflejar los últimos pensamientos del propio editor,
Ernst Ziegler, a través de la voz de Schopenhauer? Todos los indicios apuntan a
que El arte de sobrevivir es un libro
de preparación para el viaje al más allá. Impulsado por la voluntad de vivir,
pero burlado por la esperanza, el hombre, irremediablemente, “baila hacia los
brazos de la muerte”, y, como un barco a la deriva,
“llega al puerto haciendo agua y desarbolado”. ¿Acaso estos
pensamientos no están estrechamente ligados a la visión del anciano profesor
Ziegler? Tentados estamos de pensar en el valor purificador que ha podido tener
la lectura de Schopenhauer. Y es que el filósofo alemán ofrece una visión del
mundo que nos conmueve y nos remueve la conciencia. Schopenhauer, para bien o
para mal, escamotea la esperanza al ser humano, aleja la utopía y quiebra
nuestra fe inquebrantable en la ilusión. Y lo que es peor, escribe y piensa tan
bien que en lo más íntimo de nuestro ser estamos barruntando que seguramente
tiene razón.
¿Y qué nos queda en medio de tanta
desolación existencial? El conocimiento, la belleza y el arte, las alegrías más
puras de la vida. La paradoja radica en que siendo estas alegrías patrimonio de
unos pocos, aquellos que tienen una disposición singular y una sensibilidad acorde
a las circunstancias, se da el caso de que esta minoría es la que más sufre, lo
que me recuerda la lección de mis maestros, la advertencia tan antigua de que
el conocimiento engendra dolor.
jueves, 27 de junio de 2013
Gustavo Adolfo Bécquer
En homenaje al poeta Luis García Arés

La bella edición conmemorativa de las Rimas de Bécquer que ahora presenta la editorial Cuadernos del Laberinto ha hecho revivir en mi memoria viejos sueños infantiles. Con cuidado esmero y enorme delicadeza, porque la ocasión bien lo merecía, la editora Alicia Arés se ha basado en el manuscrito de El libro de los gorriones que se conserva en
La “introducción sinfónica” que escribe Bécquer a sus Rimas confirma esta visión de García
Arés, pues el poeta sevillano habla del insomnio y la fantasía como fuentes de
creación, y de la confusión entre lo vivido y lo soñado como catalizadores de
la poesía. Fechada en junio de 1868, dos años antes de la muerte del poeta, la
introducción becqueriana también alerta sobre la proximidad del “gran viaje”,
justificando así la necesidad que experimenta de dar a la luz sus creaciones
poéticas. Da la impresión en este sentido de que el conjunto de las Rimas de Bécquer apuntan en una
dirección muy clara, cada vez más nostálgica y triste, que se acentúa con el
avance del poemario. Es como si la muerte aletease desde el inicio de los
poemas pero sólo se manifestase de forma evidente al final. Si tenemos en
cuenta que Bécquer se centra en el tema amoroso en gran parte de las Rimas, el resultado global es una
combinación de amor y muerte en la poesía becqueriana como pocas veces se ha
alcanzado en la literatura.
En las Rimas se advierte también una clara voluntad de definir el
territorio del poeta. La naturaleza, el amor y el misterio se manifiestan como
los grandes temas de la poesía de Bécquer. Capaz de elevarse hacia el azul del
cielo, de fundirse con las estrellas. Así se muestra el carácter divino del
bardo, hasta el punto de estallar con el verso: “y mi pupila abarca la Creación entera” (V). A
la búsqueda de un sueño y un imposible, las rimas becquerianas desembocan en el
amor, seguramente, tal como señala Luis García Arés en el prólogo, fruto de la
pasión del poeta por Julia Espín. En ocasiones, el amor se presenta como una
visión que se desvanece. Y es que en la poética becqueriana juega un papel
fundamental la mirada, el fulgor poético que procede de la mirada de la amada y
que se recibe con entusiasmo divino en los maravillosos versos de la rima XVII:
“hoy la he visto… la he visto y me ha mirado…/ ¡Hoy creo en Dios”. En los casos
de mayor éxtasis, el amor provoca una unión mística, la fusión de dos almas. En
los momentos de mayor ternura, el poeta desea ver cómo la amada reclina la cabeza
sobre su pecho, ansía leer su pensamiento y ver brillar los deseos. La locura
amorosa alcanza el punto en que el poeta siente y ve a la amada en todas
partes. Es curioso observar cómo el esplendor de la pasión amorosa se traduce
en un poema que menciona la Commedia de Dante. Los amantes guardan un
silencio ritual mientras sus mejillas se rozan. Sobre el regazo, la muchacha
sostiene el divino libro del poeta italiano. Entonces, “sólo sé que nos
volvimos / los dos a un tiempo / y nuestros ojos se hallaron, / y sonó un beso”
(XXIX).

Después de este momento de máxima tensión erótica, las Rimas se vuelven progresivamente más tristes y melancólicas haciéndose eco del estado anímico del poeta. La ruptura amorosa provoca la desazón del bardo. Precisamente algunos poemas describen cómo la culpa acaba con la relación entre los amantes, cómo los males del orgullo mal entendido perturban la pasión. ¿Es, por lo tanto, el amor una absurda fábula, tal como deja entrever el poeta? En rimas llenas de dolor, no exentas de cierto resentimiento (“Cayó sobre mi espíritu la noche; / en ira y en piedad se anegó el alma…”, XLII), Bécquer plantea el tema de la pérdida y el olvido del amor. Sentado en la cama, con la mirada fija en pared, el tiempo pasa. Sin amor el poeta envejece mil años. Los sueños se mezclan con la realidad. La presencia de la muerte se empieza a palpar en los versos. La sonrisa, en palabras de Bécquer, se convierte en una máscara del sufrimiento. Y la vida se vuelve monótona. Y se pierde la capacidad de sentir. Y llegados a este punto uno tiene la sensación de identificarse con el poeta cuando afirma “Este armazón de huesos y pellejo, /…/ cansado se halla al fin…” (LVII). La vida así concebida es un erial, tal como recuerda Bécquer. Más aún, es un sueño corto en el que perseguimos, de forma ingenua, la gloria y el amor. Compungido de dolor, el poeta solloza pensando en la soledad de los muertos: “…pero hay algo / que explicar no puedo, / que al par nos infunde / repugnancia y duelo, / a dejar tan tristes, / tan solos los muertos” (LXXIII). La soledad y la muerte acechan irremediablemente. Y Bécquer lo sabe. Cansado de la vida, el poeta cuenta en un poema cómo se refugia en un templo y desde un rincón oscuro contempla el rostro blanquecino y pálido de una hermosa mujer, reposando muerta sobre una tumba. Acaso piense entonces en los versos que escribió a su amada: “te quiero tanto aún; dejó en mi pecho / tu amor huellas tan hondas” (XXXVI). En ese momento de gloria eterna, en la imponente nave de la iglesia, Bécquer siente que en su alma se aviva “la sed de lo infinito” (LXVI).
En una de las rimas que auguran el
triste final, Bécquer escribe: “de qué pasé por el mundo, / quién se acordará?”
(LXI). Numerosas generaciones de lectores confirman que el recuerdo del poeta
sigue vivo. Allí donde la mirada se eleva al cielo, donde se ensancha el
espíritu, donde se abren los horizontes, donde se vislumbra el misterio, donde
un amante mira con ternura a su amada, allí se halla el espíritu de la poesía
de Bécquer.
Y ahora, en el invierno de mi existencia, las Rimas del poeta vuelven a caer en mis manos y, al recordar pasajes
de mi infancia, me hacen pensar que existe una comunión espiritual que invoca
la poesía. Y recuerdo a mi madre sentada en el sillón, leyendo a Bécquer. Y
pienso en el poeta Luis García Arés escribiendo sus últimas líneas en honor de
su adorado Bécquer. Dios los guarde en su gloria. A todos.
viernes, 31 de mayo de 2013
El asalto y la venganza
La publicación
de El asalto y la venganza (Ediciones
Irreverentes, 2013), una colección de relatos llenos de vigor y fuerza
narrativa, confirma que el escritor mexicano Juan Patricio Lombera es un
contador de historias de primera línea. El lector que se adentra en los cuentos
de Lombera se siente atrapado por una espiral, una especie de vértigo que le
contagia y que le arrastra por los vericuetos que siguen unos personajes
generalmente hastiados, cansados de esta vida y de la forma en que suceden las
cosas. Una sensación de desasosiego atraviesa, pues, todos los relatos, como si
Lombera quisiera transmitirnos la desorientación existencial que anida en
nuestra sociedad. Este interés por reflejar aspectos de la vida contemporánea
es característico de la poética del autor y queda de manifiesto en continuos
detalles que desmenuzan las miserias de la sociedad actual, desde la violencia
implícita en el tratamiento de los dueños de las empresas sobre los
trabajadores hasta la actuación de los bancos y las grandes corporaciones, sin
olvidar la lacra del paro y la marginación social.
Pero es en el tratamiento individual
de los personajes donde alcanza verdadero calado el libro de Lombera. Los
héroes de sus relatos son seres anodinos y vulgares en la mayor parte de las
ocasiones. Su vida está marcada por la desidia y el aburrimiento. Normalmente
viven en soledad y realizan trabajos que no les complacen (cuando se da el caso
de que trabajan). Son seres viciados que a veces disponen de una segunda
oportunidad para redimirse. Es el caso del protagonista de “El libertador
encadenado”, que, después de convertirse en millonario gracias a un juego de
azar, decide dedicar su vida a actos filantrópicos, a saber, salvar empresas
que se encuentran en una situación difícil. O como el caso de Neto en “Tiempo
prestado”, un funcionario alcohólico que lleva una vida rutinaria, a modo de
penitencia después de haber presenciado el asesinato de un joven comunista y
mantenerse al margen, y que logra la redención denunciando a la dictadura e
incorporándose a Amnistía Internacional. O como el caso de Gil en “El jugador
redimido”, un adicto al juego, destruido como persona, que logra lavar su
imagen al salvar la vida de un niño evitando que sea atropellado por un coche,
aun a costa de su propia vida. O como el caso de “El superviviente”, Andrés, un
indígena mexicano que, tras una vida llevada al límite llena de violencia y
miseria en Francia y Estados Unidos, se plantea regresar a sus orígenes, al
pueblo de sus padres, y reorientar su vida de forma digna. O finalmente, como
el caso de Martín en “Viaje por el mar amargo”, que, después de perder en un
accidente a su ex-mujer y su hijo, y de pensar seriamente en el suicidio, halla
un resquicio a la esperanza pensando que puede iniciar una nueva vida en
Islandia junto a otra mujer. Estas historias de culpa y redención, de segundas
oportunidades, nos hacen pensar que existe una posibilidad de regeneración en
todo individuo.
Ahora bien, en ocasiones se hace
evidente la impotencia, cuando los protagonistas de los cuentos tratan de
subvertir el orden establecido porque no les complace de ningún modo el mundo
por el que transitan. En todos estos casos el sistema acaba con ellos. En “El
libertador encadenado”, por ejemplo, el protagonista, Prometeo, pretende
cambiar las reglas del juego que mueven las empresas, suprimir toda distinción
entre amos y esclavos (porque efectivamente también hay “esclavos” en la
sociedad moderna), realizar una suerte de pequeña revolución, pero al final es
tratado como un loco. En “Todosantos”, la revolucionaria Rosa María, conocida
como la comandante Elena, tiene un final trágico, al ser entre otras cosas
violada y humillada por el ejército triunfante. Ante esta impotencia que se
experimenta al observar que no se puede cambiar nada en la sociedad actual, los
protagonistas reaccionan a veces con violencia y recurren a la venganza como
una solución, como salida a la opresión y la injusticia. Así pasa en “La
venganza de Wyatt Earp”, en donde el protagonista se toma la justicia por su
mano actuando contra una sucursal bancaria. Este afán de venganza implícito en
los seres humanos también aparece en otros cuentos con unas motivaciones muy
diferentes. Así, por ejemplo, en “La muerte sólo coge tres veces”, Sergio
quiere seguir viviendo exclusivamente para poder vengarse, y en “El asalto, la
humillación y la venganza”, la dueña de un banco humilla mediante juegos
sexuales a un pobre desgraciado que ha tenido la osadía de asaltar su sucursal.
En todo este entramado de injusticias y venganzas es el tema de las
motivaciones éticas, sin duda alguna, el que interesa a Lombera.
Un tema recurrente en El asalto y la venganza es la presencia
de la muerte, que se manifiesta de muy distintas formas y en variados
contextos. En “La muerte sólo coge tres veces”, el protagonista sufre la
aparición de una joven hermosa, provocativa, de modo tal que el cuento se
convierte en un diálogo con la muerte, lleno de erotismo. En “Tiempo prestado”,
Neto recibe la visita de un fantasma en forma de joven comunista, a modo de
conciencia que le recuerda culpas pasadas. Es muy interesante comprobar cómo
esta presencia constante de la muerte en los cuentos de Lombera concede a la
narración un cierto aire inquietante y misterioso, parecido a la estancia en un
sueño, como ocurre de manera extraordinaria en “El último refugio”, uno de los
relatos más hermosos de la colección, en donde el tedio en la vida de Rodrigo,
que se ha dedicado a derrochar la herencia familiar, es solapado por la
intrusión de unos sueños relacionados con su antigua novia Paulina.
Deliciosamente, los amantes, Rodrigo y Paulina, se encuentran exclusivamente en
sus respectivos sueños. Su destino en sus anodinas vidas es la muerte, con la
esperanza de reencontrarse en otro ámbito. “Sólo quiero estar contigo, pero no
en la vida real sino aquí [en los sueños]”, dice Paulina.
En definitiva, la lectura de estos
sugerentes cuentos de Lombera deja una sensación combinada de esperanza y
frustración, esperanza en las segundas oportunidades que nos concede la vida,
frustración ante la imposibilidad de cambiar el mundo. Y uno se plantea si
llegado a este punto es mejor ser revolucionario o un indolente, actuar movido
por la venganza o seguir el camino –a veces injusto- de la justicia, vivir
apegado a la realidad o sumido en los sueños.
lunes, 29 de abril de 2013
Fred Uhlman
Hace bien poco
tiempo llegó a mis manos una novelita titulada Reencuentro. Confieso que el nombre del autor, Fred Uhlman, me
resultaba completamente desconocido. Escritor judío nacido en Sttutgart
(justamente el lugar donde se desarrolla gran parte de la novela) en 1901,
Uhlman se había visto obligado, como tantos otros, a exiliarse de su amada
patria en los años treinta. Esta experiencia, sin duda alguna, como a todos los
artistas, escritores y cineastas que se marcharon de Alemania, había marcado su
trayectoria vital.
Inclinado hacia la pintura, Uhlman ha pasado a la posteridad sin embargo
gracias a esta novela, Reencuentro,
que ha sido definida por Arthur Koestler como “una pequeña obra maestra”. Evidentemente, el relato tiene interés porque retrata de forma muy
sencilla, con cuatro pinceladas, la situación en Alemania en el año 1932,
momento crucial en el que, como se sabe, se van a producir una serie de cambios
históricos. De hecho, el protagonista, que cuenta la historia en primera
persona, el joven judío Hans Schwarz, se ve obligado a abandonar Alemania a
principio del año 1933, exactamente igual que el propio Uhlman. En este
sentido, es evidente que la novela está salpicada de notas autobiográficas.
Pero Reencuentro tiene sobre todo
interés por la elegancia y la sutileza con que Uhlman trata temas como la
amistad eterna, la philía que decían
los griegos, y la tragedia de la existencia humana, la sensación melancólica de
fracaso que se experimenta al hacerse mayor y volver la vista atrás.
En Reencuentro, Uhlman describe el ideal romántico de amistad al
contar la historia de dos jóvenes que se conocen en un gymnasium de Sttutgart
iniciando una relación fraternal que durará un año aproximadamente pero que
marcará de forma indeleble toda su existencia. Los jóvenes pertenecen a
entornos sociales diferentes. Hans Schwarz es hijo de un médico judío, un
típico representante de la clase media burguesa, mientras que Konradin von
Hohenfels es hijo de condes y se mueve dentro del mundo de la aristocracia
germánica. Estas diferencias sociales no impiden que entre ambos se establezca
una hermosa philía, una fraternidad y
una camaradería a prueba de bombas. Hans se siente fascinado desde un primer
momento por la figura de Konradin, encuentra en el joven conde ese amigo por el
que estaría dispuesto a dar la vida. La amistad entre Hans y Konradin está
llena de pureza y ternura, y está descrita por Uhlman con profunda delicadeza,
incidiendo en pequeños detalles como el amor que sienten los dos jóvenes por la
poesía, especialmente por Hölderlin, o la inocencia con que enseñan sus
pequeños “tesoros” (libros, monedas, vasijas, estatuillas) guardados en sus
respectivas habitaciones. La ingenuidad de que hacen gala Hans y Konradin en
temas como las mujeres o la religión parecen no sólo señas de identidad
individuales o de la juventud sino más bien signos de identificación de una
época que se desvanece poco a poco.
Reencuentro
es en muchos sentidos una novela de formación, de aprendizaje. Los
acontecimientos que van a suceder en 1932 van a transformar a Hans y Konradin,
que sufren un proceso de maduración. Lógicamente, teniendo en cuenta la época y
las propias convicciones del autor, el punto de inflexión es la cuestión judía.
Cuando el tema aflora se produce progresivamente el distanciamiento entre los
dos amigos. Konradin confiesa a Hans que su madre, descendiente de la
aristocracia polaca, odia profundamente a los judíos. Esta confesión tiene un
evidente carácter simbólico en la novela porque supone el fin de la inocencia y
de la infancia para los dos jóvenes. Para definir este cambio, Uhlman se sirve
de un elemento esencial que contribuye a moldear las conciencias y la
mentalidad. Se trata de la enseñanza en el gymnasium. Al hilo de las
transformaciones que se están produciendo en las vidas de Hans y Konradin, que
son una metáfora de los cambios en la propia Alemania, en la escuela tiene
lugar un giro radical. Uhlman trata de hacernos ver que la escuela alemana
siempre había sido un templo de las humanidades, alejado de la lucha política,
un lugar donde primaba la tradición y “donde los materialistas nunca habían
conseguido introducir su tecnología y su política”. Sin embargo,
es justo en este momento en que se desarrolla la novela, el año 1932, cuando se
escenifica ese giro radical con la presencia de un nuevo profesor de historia
en el gymnasium, un profesor que habla de los “poderes oscuros” que están
oprimiendo a Alemania y que ensalza la herencia germánica y la aportación de
los arios a la historia de las civilizaciones. Uhlman cuenta cómo a partir de
entonces se inicia “el largo y cruel proceso de desarraigo” de Hans
Schwarz.
Es importante señalar en todo caso que Uhlman –seguramente porque él también pensaba de ese modo- se esfuerza en recalcar que tanto en Hans Schwarz como en su familia la conciencia de ser judío está por debajo de su asimilación como suabos o alemanes. “En primer lugar”, dice el protagonista, “éramos suabos, luego alemanes y después judíos”. Todo ello hace aún más doloroso el exilio de la patria, que es el destino final de Hans. En Estados Unidos, el protagonista desarrolla una brillante carrera de abogado, pero no se engaña a sí mismo. Se siente insatisfecho porque sabe que, pese a las pequeñas alegrías que alivian la cotidiana existencia, ha desperdiciado gran parte de su vida. “Nunca he hecho”, dice Hans, “lo que verdaderamente quería hacer: escribir un buen libro y buena poesía”. Su huida de Alemania ha dado un aire trágico a toda su vida posterior hasta el punto de que el protagonista quiere olvidar en la medida de lo posible su querida patria y todo lo que representa la cultura alemana. Una sensación de fracaso, tristeza y abatimiento recorre la existencia de Hans Schwarz de modo que el lector se siente sobrecogido ante la tragedia del ser humano. Pero al final queda un resquicio a la esperanza. La muerte de Konradin, que se había dejado seducir por las ideas de Hitler, llega en forma de carta, a saber, una lista de muertos de la escuela en la segunda guerra mundial. A través de esa carta sabemos que Konradin había encontrado al final del conflicto su propia redención oponiéndose al tirano. Entonces, y sólo entonces, recordamos la última carta que Konradin escribió a su amigo Hans, antes del exilio a Estados Unidos. En ella le daba las gracias: “¡Siempre te recordaré, querido Hans¡ Has influido mucho sobre mí. Me has enseñado a pensar, y a dudar.” La huella de la amistad ha sido perdurable. Permanece incólume en medio del sufrimiento.
domingo, 31 de marzo de 2013
Alexander Pushkin
Desde hace
veinte años guardo como un tesoro en mi corazón la literatura de Pushkin. La
lectura de Eugenio Oneguin supuso en
su momento para mi formación como lector y escritor una especie de estallido
emocional difícilmente repetible. Como tantos otros antes que yo, y como tantos
otros que vendrán después, me dejé seducir por la poesía de Pushkin. El poeta
pasó a formar parte de un panteón literario que me había forjado a lo largo de
los años y donde sólo se incluían unos cuantos elegidos. Las lecturas posteriores
de las narraciones y los poemas de Pushkin han confirmado siempre esta visión
excelsa del bardo, la imagen de algo puro y cristalino que contribuía a crear
en torno a Pushkin un halo de mitología.
Hace poco tiempo, sin embargo, esta
imagen ha comenzado a desvanecerse, a modificarse en ciertos aspectos. Todo
empezó hace unos meses, cuando mi amigo el escritor Josep M. Sanchis me pasó un
librito del poeta, que respondía al enigmático título de Diario secreto 1836-1837, publicado por la editorial Funambulista. Por supuesto, jamás había oído hablar
de ese libro. Quedé enormemente sorprendido, más aún cuando Sanchis me explicó
que el diario tenía un contenido altamente erótico. Deseoso de confirmar la
autenticidad del texto y de saber el rumbo que había seguido el manuscrito
desde el momento en que apareció hasta que se editó en Estados Unidos en los
años ochenta del siglo XX, me sumergí en el prólogo elaborado por el también
poeta Mijail Armalinsky. Resulta, pues, que después de más de cien años el supuesto
manuscrito aparecía en manos de un historiador que se lo ofrecía
desinteresadamente a Armalinsky para que lo editara fuera de la antigua Unión
Soviética. Más allá de esta rocambolesca historia, la pregunta que se plantea
es la posible autenticidad del texto. Es evidente que siempre han existido
rumores en torno a un misterioso diario escrito por Pushkin en los dos últimos
años de su vida. En torno a estos rumores se ha desarrollado una suerte de
leyenda, pero nada se ha sabido de cierto hasta el hallazgo de este manuscrito.
En cualquier caso, la cuestión de la autenticidad del diario sigue en el
aire aún hoy en día. Y esto es así porque lo que cuenta el poeta se aleja por
completo de su estilo, por lo menos de lo que se conoce a través de su obra. Es
sabido que Pushkin tenía fama de poeta y amante de las mujeres, pero lo que se
narra en Diario secreto acerca de su
obsesión por el sexo femenino supera
todo lo imaginable. Pushkin se presenta a sí mismo como un libertino que,
después de casado, sigue necesitando a otras mujeres hasta el punto de que la
búsqueda constante e infatigable de mujeres representa la esencia de su vida.
De hecho, el matrimonio con la hermosa Nataly es concebido en principio como
una especie de cura al libertinaje y a la melancolía que le embarga. “Era un
intento”, dice Pushkin, “de escapar de mí mismo, al no ser capaz de cambiar ni
tener el valor suficiente de ser de otra manera”. Por eso el punto de
partida del diario es el matrimonio de Pushkin. El poeta dedica una gran
cantidad de páginas al estudio de sus relaciones con Nataly. Pushkin ama
desesperadamente a su esposa, pero al mismo tiempo no puede dejar de tener
aventuras amorosas por doquier con todo tipo de mujeres de la más diversa
reputación. El placer que siente por Nataly es más estético que erótico, pero
los celos consumen al poeta, que no soporta las insolencias y las burlas de la
alta sociedad ante la posible infidelidad de su esposa con el galán francés
D´Anthès. La obsesión por matar a D’Anthès y empezar una nueva vida se
convierte así en uno de los ejes vertebradores del diario. En este sentido, da
la sensación de que en el Diario secreto aletea
la idea de un duelo inevitable, que está también relacionada con la cercanía de
la muerte. Desde las primeras páginas del diario el poeta parece consciente de
un destino aciago que lo empuja al abismo. Pushkin intuye que va a morir de
forma violenta. Sabe que no tiene tiempo para releer el diario y corregirlo. Es
como si el tiempo se hubiese precipitado. “Me veo muriendo”, escribe el poeta,
“mirando por última vez mis libros, mi cama, los árboles, el sol; ¡qué
infortunio saber que al morir no volveré a verlos”.
Tocado por la enfermedad incurable
de la escritura, Pushkin confiesa que escribe el Diario secreto para futuras generaciones, porque la franqueza de su
alma y las revelaciones que contiene el libro no son aptas para la sociedad de
su época. Y no sólo se trata de cuestiones eróticas. Existen alusiones directas
al zar que evidentemente no hubiesen pasado la censura. Preocupado por el honor
de su familia más que por la familia misma, Pushkin reconoce que lleva una vida
de deshonestidad, hipocresía y mentiras. Hace esfuerzos ímprobos por ganar
dinero. Gasta hasta la última moneda en libros nuevos y nuevas prostitutas. Su
biblioteca es su harén. Y encuentra en el amor su tabla de salvación, su
liberación del pasado y del futuro.
Más allá de las aventuras eróticas del poeta, el libro está salpicado de
pasajes entrañables que recuerdan lo mejor de la producción literaria de
Pushkin. Hay un cierto aliento poético que aflora en determinadas ocasiones. La
muerte de la madre hace brotar tiernamente los recuerdos de la infancia, “la
nostalgia de un pasado perdido y sin esperanza”, y exalta los
sentimientos del poeta: “Al morir, sentí que parte de mí había perecido junto
con ella. Al darte la vida, la madre se queda con una parte de ésta cuando
muere. La otra parte que queda en tu cuerpo espera la ocasión de reunirse con
el alma de ella”. Es en este tipo de fragmentos del diario donde
descubrimos al amado poeta, al hombre capaz de emocionarnos al contar cómo se
conmueve al ver a su padre llorando en el lecho de muerte de su madre. “Me
arrojé hacia él, lo abracé y besé su cabeza”, dice Pushkin. Las
lágrimas brotaban de los ojos del poeta mientras sus manos se fundían con las
de sus padres. “Los tres lloramos al presentir la muerte tan cercana, la
soledad y el horror ante lo inevitable…Sólo en ese momento se me desveló el
significado del mandamiento sobre el amor hacia los padres. Ellos son la causa
de mi existencia en el mundo y si no los amo, es imposible amarme a mí mismo.
Para estar en paz, hay que amarse a uno mismo. No se puede amar la consecuencia
odiando la causa. Odiar a los padres significaría odiar la vida que nos dieron”. Así era Pushkin, capaz de dejarse arrastrar como un libertino por el
fango, pero también capaz de escribir las cosas más bellas de este mundo.
miércoles, 27 de febrero de 2013
Julius Fucik
Tal como señala Vera Kukharava en la
sentida introducción, el libro es un testimonio documental de la lucha
antifascista checoslovaca y una reflexión sobre el sentido de la vida.
Comunista convencido, Fucik se muestra en cierta medida optimista ante lo que
considera la llegada de un mundo nuevo. Con el capitalismo en descomposición,
sólo queda esperar la caída del fascismo, y Fucik encuentra signos evidentes
del fin del régimen nazi, como la presencia de policías checos entre los
vigilantes de las S.S. De hecho, el análisis que hace el periodista checo de
los personajes que trabajan para el régimen nazi en la cárcel de Prankac deja
traslucir la idea de agotamiento del nazismo. Por el contrario, el comunismo es
presentado como una fuerza renovadora que cambiará la faz del mundo. La
fraternidad de oprimidos que se apoya silenciosamente en la soledad de la
cárcel está constituida básicamente por comunistas. Es una comunidad de
camaradas con un espíritu vivo y luchador que confía en la victoria final, y
que camina según la visión de Fucik hacia delante, hacia la verdad. Esa
confianza en el triunfo definitivo de la revolución se manifiesta en pequeños
detalles que afloran en la celebración secreta del primero de mayo de 1943
entre los presos de la cárcel de Pankrac. En todos estos camaradas anida un
profundo sentido del deber. Por eso, Fucik detesta la traición. Un cobarde, un
traidor, ya no vive más “porque se ha excluido de la colectividad”. Sin
embargo, un camarada que ha superado los interrogatorios de la Gestapo y no ha comunicado
información a los nazis puede considerar que su vida no ha sido estéril. Por
eso también, Fucik insiste en la necesidad de no olvidar a los héroes anónimos,
personas con nombre y apellidos que han servido fielmente al futuro, figuras
que han contribuido a la revolución, mientras que los asesinos vinculados al
régimen nazi son “insignificantes figurillas de madera podrida”.
Testigo del horror, Fucik escribe
una especie de reportaje que constituye un testimonio de los hombres más que
reflejo de toda una época. Redacta, pues, pequeños monumentos, es decir,
descripciones de camaradas que lucharon valerosamente contra el nazismo y que
sirven de ejemplo por su lealtad. Y es que, escribe Fucik, “el deber humano no
termina con esta lucha y ser hombre exigirá, también en el futuro, un espíritu
heroico, hasta que los hombres sean completamente hombres”. Está
claro, pues, que el autor escribe para el futuro y quiero insistir en este
sentido en que Reportaje al pie de la
horca emociona porque Fucik, más allá de la exaltación del comunismo, ha
sabido transmitir el amor por la vida -“la vida que cuesta tanto abandonar”- y la esperanza en un mañana mejor, dotando a su último escrito de un
profundo humanismo. Qué más se puede decir cuando el libro se cierra con estas
hermosas palabras: “¡Hombres, os he querido¡”.
jueves, 31 de enero de 2013
Antonio Orejudo
En 1996 Antonio
Orejudo agita el panorama narrativo español con una novela cuando menos
arriesgada y sorprendente que responde al ingenioso título de Fabulosas narraciones por historias. La
novela se desarrolla en un marco temporal amplio que abarca desde el inicio de
la dictadura de Primo de Rivera en 1923 hasta la postguerra y cuenta las
andanzas de tres jóvenes que estudian en la Residencia de
Estudiantes, pero que luego siguen caminos divergentes cuando llega la segunda
República. En los destinos de estos tres jóvenes, Orejudo ha querido
seguramente mostrar en cierta medida la evolución del país hacia el panorama
anodino de la postguerra. Santos es un pueblerino enriquecido, sin cultura ni
educación, obsesionado por las mujeres maduras. Patricio es un escritor en
ciernes que lucha por abrirse camino en el mundo de la literatura con su
primera novela. Martiniano, sobrino de Azorín, es un joven violento, de talante
revolucionario. Los tres muchachos conviven y estudian en la Residencia de
Estudiantes hasta que, producto de sus continuas gamberradas, son expulsados. A
partir de ese momento sus caminos van a diferir. Patricio se convierte en un
escritor de éxito a costa de publicar auténtica basura literaria y Martiniano
se relaciona con los anarquistas. Pero ninguno de los dos va a tener futuro a
largo plazo porque los revolucionarios y los escritores no tienen nada que
hacer en la España
que se avecina después de la guerra civil. Es precisamente el más simple de los
tres camaradas, el que no tiene pretensiones ni grandes aspiraciones, Santos,
quien logra un futuro más brillante en la España franquista.
Escrita con maestría y soltura
narrativa, Fabulosas narraciones por
historias sorprende sobre todo por su tono completamente irreverente. El
lector asiste atónito a una desmitificación de lugares y personajes esenciales
de la cultura española del siglo XX. La Residencia de Estudiantes, llamada a modo de
chanza La Casa ,
es un lugar oscuro, casi siniestro, donde se tejen las más variadas
conspiraciones. Su lema, “Diversidad, Minorías, Cultura y Atletismo”, es una
burla más de Orejudo. En la
Residencia pululan personajes reales de la época que el autor
convierte en seres de ficción. Con fina ironía, Orejudo describe con breves
frases a los más grandes escritores de la época. Así, Ortega y Gasset se
transforma en “el incansable luchador por la europeización cultural de España”,
Juan Ramón Jiménez en un “refinado poeta y exquisito prosista”, Azorín en el
“gran maestro del habla española” y Unamuno en “la más fuerte personalidad de
la generación del 98” .
Además, el joven poeta Lorca es satirizado como el “genio de la Residencia ” y se
parodia la forma de escribir novelas de Ramón Gómez de la Serna , porque sus ficciones
carecen de argumento y los personajes son planos. En realidad, da la sensación
a lo largo de toda la novela que Orejudo sitúa en un mismo plano a Ortega, Juan
Ramón y Gómez de la Serna ,
como exponentes de la nueva literatura que se estaba imponiendo en la España de los años 20. De
hecho, en Fabulosas narraciones por
historias se habla de un Proyecto Generación (sin duda una referencia
velada a la generación del 27) integrado por una serie de jóvenes, cultos,
amantes de la poesía y el ensayo, y enemigos de la novela realista. En cierto
modo, la nueva literatura surge en oposición a todo lo que representa Benito
Pérez Galdós. Aquí es donde da la impresión de que Orejudo toma partido de
forma sutil por la novela tradicional advirtiendo por boca de uno de sus
personajes que en España debería existir una estatua de don Benito en cada
esquina y un retrato suyo en cada escuela. No es de extrañar, pues, la imagen
totalmente desmitificada que se nos ofrece de Juan Ramón, Unamuno, Ortega y
Ramón Gómez de la Serna ,
hasta el punto de hacernos sonrojar. En todo caso, lo que no cabe ninguna duda
es que Fabulosas narraciones por
historias refleja con evidente nostalgia una época de efervescencia
literaria y cultural en general, los años 20, una época en donde la literatura
estaba más cerca del poder y los hombres de letras eran respetados por todas
las clases sociales.
La novela tiene una estructura que se asemeja a un puzzle en el que se
mezclan los más variados fragmentos. Al margen de la línea argumental
principal, Orejudo incluye textos de autores de la época relacionados con la
temática que se plantea en cada momento de la historia, textos de Ortega, Ramón
Gómez de la Serna ,
Unamuno…También introduce historias casi pornográficas recogidas en una revista
de la época, La Pasión. Añade ,
finalmente, cartas de una de las protagonistas de la narración, que
supuestamente está ayudando al autor a escribir la historia. Todo ello
aderezado con interludios en los que Orejudo se recrea mostrando cómo eran las
tertulias literarias de la época. Para rematar esta imagen de los años veinte,
se describen en la novela las cacerías y las fiestas de los aristócratas. Hay
en todo caso una tendencia a la exageración y a la desmesura en las
descripciones, como si Orejudo tratase de enfatizar aquello que está contando,
concediendo de este modo a la narración un tono irreal, de alejamiento de lo
verosímil.
En las páginas finales de la novela, Orejudo se burla de su propia obra
consciente quizá de sus posibles defectos: la escasez de vocabulario, la
estructura en fragmentos de la novela, las situaciones inverosímiles, las
incongruencias históricas sobre todo en el empleo de un vocabulario
contemporáneo o la utilización de una pornografía zafia. Es como si Orejudo no
se tomara demasiado en serio a sí mismo, como si todo fuese un juego literario
en el que se nos ofrecen Fabulosas
narraciones por historias.
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