domingo, 31 de enero de 2010

Victor Hugo


El 26 de junio de 2009 ha quedado grabado en mi memoria de forma indeleble. Recuerdo que a media mañana partí para Madrid desde la estación del Carmen. Por la tarde debía participar en la presentación de un libro de Ediciones Irreverentes, Microantología del microrrelato. Sumido en una suerte de ensoñación, tras una frugal comida en el restaurante del tren, pensé –o soñé- en el relato que había escrito para la antología, un cuento muy corto que había titulado El hombre de la luna. Me vino a la memoria, mientras dormía, una extraordinaria historia de Dino Buzatti que había editado recientemente Editorial Gadir, La famosa invasión de Sicilia por los osos, porque en algún arrebato de locura se me había ocurrido la idea de escribir un libro ilustrando la gran batalla entre habitantes de la Luna, lunáticos, y habitantes de la Tierra, terrícolas. La idea había quedado aparcada, pero era sin duda alguna el origen de El hombre de la luna. Entonces, siempre mientras dormía, una imagen apareció en mis sueños, como por ensalmo, para recordarme que en algún momento de mi vida había disfrutado de una película deslumbrante y poética: Fueros humanos (Man’s Castle), de Frank Borzage. Un hombre contemplaba el cielo recostado en la cama. Un agujero se abría en el techo de su chabola, situada en los suburbios de la ciudad, porque el hombre necesitaba imperiosamente observar el cielo al anochecer. La imagen seguía suspendida en algún lugar de mis sueños cuando empecé a pensar en la vida rutinaria –y solitaria- que seguimos –aunque no se reconozca- la mayor parte de los seres humanos. Pensé en Kafka, lógicamente, pero también en Vivir, de Kurosawa. El plácido sueño continuaba ajeno al traqueteo del tren.
Entonces, siempre mientras dormía, volví a la Microantología del microrrelato, una combinación de relatos cortos de autores clásicos y modernos que el editor Miguel Ángel de Rus había tenido la gracia y el buen gusto de compilar. Empecé a comparar las historias de los escritores ya fenecidos con los que todavía tenemos la fortuna de seguir escribiendo, pero desestimé pronto la idea. En ocasiones, las mejores intuiciones surgen en los sueños. La enumeración de los autores clásicos, Victor Hugo, Proust, Zola, Anatole France, Ambrose Bierce, Kafka, Chéjov, era para ponerse a temblar si uno se atrevía a establecer cualquier tipo de comparación con autores vivos. No es que el sueño menospreciase a García Tirado, De Rus, Legaz, Pérez Sánchez, Hernández Garrido, Leguina o Slawomir Mrozek, es que el sueño, sorprendentemente, se había vuelto demasiado real y hacía una reverencia al pasado. En ese momento, casi por un encadenamiento necesario, el sueño se volvió hacia una de las historias de la Microantología del microrrelato, hacia La torre de las ratas, hacia Victor Hugo. En este pequeño relato, el escritor nacido en Besançon me trasladaba al Rin, a las ruinas de un edificio -suspendidas en las aguas del río-, a un cuadro situado tras un camastro en el que se contemplaba la siniestra torre de las ratas envuelta entre las brumas, a una criada que esbozaba una fábula. El malvado Hatto, arzobispo de Maguncia, dejaba morir de hambre a los campesinos de la zona, encerraba a unos cuantos en un troje y luego prendía fuego al almacén. Como consecuencia de la imaginación del fabulador, una multitud de ratas emergía de los restos del troje para perseguir hasta el fin al brutal arzobispo, que fallecía devorado en las mazmorras de una torre construida en medio del Rin, denominada a partir de entonces Maüsethurm, torre de las ratas. Cuando más disfrutaba del bello sueño que se me había concedido, la megafonía del tren me hizo abrir uno de los ojos. Estábamos llegando a Albacete. Procuré concentrarme. Debía andar tan cansado como resultado del trabajo desarrollado durante la mañana en el instituto que volví sin ninguna dificultad al mundo de los sueños. Me fue dado por los dioses recordar en ese instante a un personaje que había descubierto en la primera novela de Victor Hugo, Han de Islandia. “La verdad”, pensé mientras dormía, “es que este individuo, este medio hombre y monstruo está a tono con este duermevela porque no acierto a definir su perfil, se difumina y no recuerdo verdaderamente si era un ser de carne y hueso o una bestia”. Al terminar de esbozar esta frase debí entrar en una fase más profunda del sueño porque la siguiente imagen que recuerdo procedía de La misa de las sombras, de Anatole France. Una fábula transmitida de generación en generación rememoraba la historia de Catherine Fontaine, y no se me iba de la cabeza la idea de que esta anciana había tenido un sueño el día de su muerte. Mejor aún, su vida terminaba con un sueño en el que se reunía con su amado, ya fallecido, en la misa de las sombras. Y recordaba la frase del sacristán que narraba la historia: “Le he contado esta historia como mi padre me la contó en reiteradas ocasiones, y creo que es verdadera porque coincide con todo lo que yo he observado de los usos y costumbres concernientes a los difuntos”. Esta maravillosa fábula de Anatole France se inspiraba seguramente en la inscripción latina de una torre pequeña en donde se leía: “el amor es más fuerte que la muerte”.


La torrecilla, sin duda alguna, me permitió volver al cuento de Hugo, pero la perspectiva del sueño había cambiado. Ya no hablaba la vieja contadora de historias, la criada. Hablaba el propio Hugo y reflexionaba sobre la relación entre historia y fábula. “La historia”, decía la voz del poeta, “es en ocasiones inmoral, los cuentos son siempre honestos, morales y virtuosos…Eso ocurre porque la historia se mueve en lo infinito y el cuento en lo finito”. Estas palabras me hicieron entrar en un terreno desconocido y una maraña de ideas y pensamientos se cruzaron en mi sueño hasta el punto de que, otra vez, abrí uno de los ojos (ahora que lo pienso, no acierto a recordar si fue el mismo ojo que antes), algo agitado, pero como el panorama que me rodeaba no era muy alentador, volví sin ninguna dificultad, nuevamente, al mundo de los sueños. Me adentré ahora, sin embargo, en un territorio más espeso. El poeta divagaba sobre el término Maüsethurm y llegaba a la conclusión de que la palabra podía interpretarse como “torre de peaje”, entendiendo que era un lugar donde los barcos pagaban un impuesto al pasar el río -con lo cual Hatto pasaba a ser el aduanero-, o bien como “torre de las ratas”, siendo el arzobispo un espectro. Además, el poeta tomaba partido por la segunda versión y anunciaba que la ruinosa torre de Hatto se habría convertido con el paso del tiempo en una aduana, que el mito, en suma, era anterior a la historia. Absolutamente fascinado por la Maüsethurm, me vino a la memoria la frase de Hugo a propósito de este término: “Se ve en él lo que se quiere ver”. Pensé, no se por qué, en el misterio encerrado en los libros y recordé uno de los cuentos de la Microantología del microrrelato en donde se hablaba de Urueña, la villa de los libros, un lugar imposible perdido en la planicie castellana, o en la inmensidad –nebulosa- de nuestros sueños.
La megafonía del tren me despertó de nuevo, esta vez de forma definitiva, al entrar el tren en la estación de Atocha. Una mano femenina me saludaba desde el andén. Entonces me percaté de que me había asaltado la realidad. Recordé que me esperaban para la presentación de un libro, pero mientras caminaba por el andén de la estación, acompañado por la editora y poeta Alicia Arés, todavía resonaban en mi cabeza –prolongando el sueño- las palabras de Victor Hugo: “Ya saben, no hay hombre que no tenga sus fantasmas, como no hay hombre que no tenga sus quimeras”.

2 comentarios:

  1. Hermoso post, vaya que sí. Tengo la impresión de que los haces un poco largos y que no estaría mal, si aceptas un consejo, meter alguna imagen que otra, por aquello de que el formato internautico lo hace, al menos para el lector, deseable. (A veces se me nota de que, antes que lector de libros, lo soy por vocación de tebeos) Comparto la idea final, fantasmas y sueños a partes iguales nos acompañan. Está bien mientras no nos vuelvan locos, o quizá son estas quimeras las que justamente hacen que no enloquezcamos, no lo sé, no lo sabré nunca, creo.

    "Vivir", de Akira Kurosawa, bellísima reflexión cinematográfica sobre la poética del final de la vida... Me hizo pensar que todos vivimos con tiempo prestado.

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  2. Querido David, efectivamente vivimos con tiempo prestado, acosados por fantasmas y sostenidos por sueños imposibles. Saludos. Notorius.

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