viernes, 28 de agosto de 2009

Intercanvi


El escritor Josep M. Sanchis me confesó en cierta ocasión que el título original de su primera y hermosa novela –finalmente rebautizada como Intercanvi por razones que no vienen ahora al caso- era en realidad L’avenir dels altres. Un título sugerente y poético que hace alusión al problema de la identidad, eje narrativo de la historia y obsesión –de raíz filosófica- del escritor, había sido sustituido por otro más apegado a la excusa argumental de la historia: un individuo –cuyo nombre nunca conocemos, aunque cuya verdadera identidad quizá acertamos a intuir- cuenta en un cuaderno de notas (escrito en 2007) sus aventuras, andanzas y avatares por París (en agosto de 2003) tras haber intercambiado su casa con un chileno. La intención del desconocido héroe es desaparecer, convertirse en otro, adquirir una nueva identidad. El protagonista es, siguiendo la tradición jüngeriana, invocada en ocasiones por el autor, un emboscado, una persona que busca a toda costa la soledad, espacio y tiempo para pasear y reflexionar. “…Pretenia”, dice el protagonista, “tornar-me invisible per als pocs que podien interessar-se per mi”. Aislado en medio de la gran ciudad, nuestro héroe juega al ajedrez en el Jardín de Luxemburgo, va al cine, visita librerías y, sobre todo, imagina, inventa historias. Un detalle mínimo, una mujer de origen oriental que llora al observar los ideogramas que lleva una joven de raza negra en su camiseta, inspira al protagonista una trama que nos habla de emigración, de la pérdida de las raíces, del olvido de la lengua materna, pero, sobre todo, de la imposibilidad del amor, porque lo que el paseante solitario de Intercanvi imagina es una historia de amor truncada entre dos jóvenes chinos, Li Zhen y Zhou Zhijiang. Obligada por las circunstancias políticas a abandonar China y establecerse en París, Li Zhen escribe cartas de amor a Zhou Zhijiang, pero con el paso de los años llega el silencio, el olvido, porque el tiempo todo lo engulle, incluso la amistad, y Li Zhen inicia en Francia una nueva vida al lado de Prévost, un comerciante de telas. Mientras imagina la historia de la mujer oriental que ha visto llorar en el metro, el protagonista de Intercanvi, en su afán de vivir otra vida, distinta a la que soportamos, adopta una nueva identidad. Se convierte primero en un emigrante español que trabaja como cámara para la televisión francesa y, luego, estimulado por una situación azarosa, adquiere la personalidad de Daniel Rojas, precisamente el chileno que le ha cedido el apartamento en París. La historia de Intercanvi se desarrolla, entonces, en dos planos: la realidad que está viviendo el protagonista al adoptar la identidad de Daniel Rojas y la ficción que inventa para unos personajes que sólo existen en su cabeza.
El libro está lleno de digresiones que remiten a los temas de la novela y a las preocupaciones del autor: la historia de nuestro héroe encuentra paralelos en la vida de los ajedrecistas Spassky y Fischer, dos emboscados, dos desaparecidos (y también dos emigrantes); las películas que se mencionan en el texto (In the Mood for Love, Lost in Traslation, Mala sangre, Brokeback Mountain, Ficció, El amor en los tiempos del cólera) no son exclusivamente el resultado de una cinefilia concreta sino la expresión de una idea que deambula por toda la novela, a saber, la imposibilidad del amor; la imagen imborrable de Li Zhen observada, a través de las persianas que separan una habitación y un patio, por los ojos oscuros de un joven de Pekín, en medio de la noche, en medio de una tormenta, hacen referencia también a esa magia del amor que nunca llega; la pasión por el escritor M. Houellebecq, en especial su libro Las partículas elementales, nos transporta a otro tema latente en la novela, la dualidad, y no olvidemos que la historia de Intercanvi se cierra precisamente en un avión donde el protagonista se encuentra con un polaco que parece su doble y que lee el ya mencionado libro de Houellebecq; la presencia de E. Jünger en el hotel Raphaël durante la segunda guerra mundial, como oficial de la Wehrmacht, mientras observa la vida parisina y escribe unos diarios, está en la base, en el origen de Intercanvi; la historia del escritor M. Bulgakov, un posible emigrante que nunca pudo salir de la antigua Unión Soviética por razones políticas, es una forma de insistir sobre un tema redundante en la novela, la represión de los Estados y la falta de libertad; la descripción de la miseria del corredor de Les Halles y la historia del hospital de La Salpêtrière (tomada del libro de Foucault, Historia de la locura en la época clásica) permiten hacer un retrato de la pobreza y la marginalidad, obsesiones del escritor; las historias que cuenta el anciano Le Pélletier al protagonista nos hablan de la presencia de los soldados alemanes en París –en realidad emigrantes forzosos-, de la deleznable actuación del gobierno de Pétain contra los judíos y de la situación incómoda de los emigrantes argelinos en París durante los años cincuenta y sesenta, historias que en su conjunto confluyen en la vida de Maurice Papon, responsable de las cuestiones judías en el gobierno de Vichy y prefecto de policía encargado de reprimir las manifestaciones de los emigrantes argelinos; las vicisitudes de Pere Espadilla, comerciante textil que vende camisetas con caligrafía oriental impresa y que tiene un importante mercado en China, nos remiten directamente a la historia que imagina el protagonista de la novela y nos devuelven al tema de la dualidad (no es causalidad que la cinefilia del autor nos deje la siguiente pista: la mención de La doble vida de Verónica); el viaje que emprende nuestro héroe a Berlín invita a comparar los trenes franceses y españoles, lo viejo y lo nuevo, pero, sobre todo, da pie a una reflexión sobre el odio a lo antiguo y lo viejo en nuestro país, sean trenes, casas, libros o cines; la visión de un cuadro de Friedrich, El monje frente al mar, es una invitación a la soledad y la melancolía (en el mismo sentido funcionan las referencias a Sisley, Munch o Turner, que no son únicamente fruto de un determinado gusto estético) que impregnan en definitiva toda la historia de Intercanvi. Ante este cúmulo inagotable de pequeñas historias que pululan por la novela –pensemos que el viaje a Berlín funciona como una amplia digresión ¡que ocupa un tercio de la novela¡- da la impresión de que J. M. Sanchis encuentra cualquier excusa para abandonar el argumento central, para desviarse de la narración principal que parece no interesarle demasiado y que queda en cierta medida inconclusa.


Todos –o casi todos- los personajes de la novela, sean reales o de ficción, sea Boris Spassky o Li Zhen, están marcados por el exilio forzoso y el problema de la identidad. No es casualidad, pues, que el problema de la lengua esté también en el punto de mira de la novela. La dialéctica entre el valenciano y el catalán, entre el castellano y el catalán, y la degeneración del lenguaje son algunos aspectos tratados en la novela, a veces de forma seria, a veces de forma irónica, como cuando dos españoles se encuentran en el metro y charlan a propósito de sus experiencias parisinas de esta guisa: “Para mí yo creo que es mejor que el Louvre, que también es una pasada, pero que es tan grande que te pierdes y ya no sabes qué es esto y qué es lo otro. Ya, cuando nosotros también, con la Mona Lisa, todos los japoneses haciendo fotos y el guardia ahí dale que te pego: please, no photos, no photos...”. También está recorrido el libro por metáforas y comparaciones siempre relacionadas con las tribulaciones del paseante parisino de Intercanvi y con las intenciones de la novela: así, por ejemplo, el retorno del pasado después de un período prolongado de olvido se expresa mediante la imagen del lecho de un río vacío que de repente se llena de forma inesperada por las lluvias torrenciales (“Així com els vells llits de riu dessecats per la misèria d’unes pluges que no arriben són de nou omplerts pels inesperats diluvis, els oblits, capses antigues on roman encara la flaire dels afectes, poden tornar de les golfes on estaven abandonats al menjador on fem la vida”).
Es importante detenerse ahora un momento en un pasaje que, hacia la mitad de la novela, nos puede ayudar a comprender mejor las intenciones del escritor: Ariane, la hija de Li Zhen, camina por las calles de Changsha y la visión del río Xiang le recuerda un paisaje de Turner, Rain, steam and speed. La comparación de los dos espacios impulsa al narrador a escribir la siguiente reflexión: “De vegades, els paisatges sobre la terra es repeteixen come els rostres dels humans que l’habiten, és com un aire de família que emparenta dos llocs separats per milions de cares distintes, com si l’etern retorn d’allò igual jugara a mostrar-se ací i allà i prescindira del temps i de l’espai, simplement tornara a aparéixer davant dels ulls humans disposats a constatar, una vegada més, que hi ha en l’ambient algun fil feble que uneix les parts distants i fa posible els intercanvis”. Intercambio de paisajes, de rostros, de identidades. ¿Acaso no estamos ante el tema principal de la novela?
Para finalizar una historia. Como el protagonista se deja llevar en múltiples ocasiones por determinadas ensoñaciones recordaré la más hermosa de ellas. Al salir de París en dirección a Berlín, desde la ventanilla del tren nuestro héroe se abandona a la contemplación del cementerio de Saint-Ouen: “El tren va passar fregant la tàpia del cementeri de Saint-Ouen, des del moviment cadenciós dels vagons les tombes provocaven un estrany joc de perspectives, les primeres creus passaven molt de pressa i desapareixien de seguida mentre les últimes romanien uns instants en silenci, aferrades a la possibilitat inútil de restar fixes en la finestra de doble vidre que separava ara els vius dels morts”. Las primeras cruces del cementerio pasan deprisa delante de nuestra retina, las últimas permanecen en silencio, tratando de quedarse fijas en nuestra memoria. La sensación que ofrece este estimulante libro, Intercanvi, es muy semejante. Fluye como una melodía cadenciosa, tratando de escaparse, pero luego se resiste a abandonarnos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Stefan Zweig



Un día como otro cualquiera en la historia de Roma la cabeza de Marco Tulio Cicerón aparece colgada en la tribuna de los oradores. Ha sido asesinado el último defensor de la libertad de Roma. Stefan Zweig describe la escena en los siguientes términos: “Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina”. La imagen de Cicerón sobre la tribuna de los oradores es un símbolo de la república crucificada. Se inicia la dictadura. Se pone fin a la libertad de Roma. Esta oposición entre libertad y tiranía recorre por entero el libro de Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas. Si, por ejemplo, el escritor vienés se interesa por Lenin es porque la revolución que proyecta representa la idea sagrada de la liberación del pueblo ruso frente a la opresión de los zares, lo cual, a su vez, permite a Zweig volver sobre uno de sus temas preferidos, el hombre solitario encerrado en su castillo, cuando afirma, a propósito de Lenin (un individuo que se pasaba las horas en la biblioteca de Zurich), que los verdaderos revolucionarios son “los hombres solitarios, que siempre están leyendo y aprendiendo”. Y la historia da fe de ello. Del mismo modo, si Zweig se interesa por el himno de la revolución francesa compuesto por Rouget de Lisle es porque representa el espíritu de libertad frente a la opresión de la tiranía. “Liberté, liberté chérie”, se lee en una de las estrofas de la Marsellesa. Curiosamente, Rouget de Lisle paga este momento de gloria, de composición del himno, con un largo olvido. También Johann August Suter sufre en los últimos años de su vida el mismo triste destino. Después de haber forjado un gigantesco imperio en tierras californianas, la masa, el gentío que inunda sus propiedades, acaba con la vida de su mujer y sus tres hijos. Viejo, solo y pobre, Suter termina sus días pleiteando, tratando de buscar justicia. Y es que Zweig trata de transmitir esa sensación de impotencia que a veces se siente cuando, zarandeado por un destino aciago, el ser humano se muestra desvalido. Cuando el capitán Scott llega al Polo Sur en 1912 al mando de una expedición inglesa comprueba que el noruego Amundsen se le ha adelantado en un mes. El desaliento invade al capitán, que hace una descripción rutinaria del paisaje: “Aquí no hay nada que ver. Nada que se diferencie de la atroz monotonía de los últimos días”. Pero lo peor está por llegar. Queda el camino de vuelta, envuelto en peligros y sin incentivos, tan sólo la acuciante lucha por la vida. En medio de un panorama dramático, Zweig exalta el heroísmo espiritual, la voluntad de unos hombres emprendedores, capaces de proseguir sus investigaciones cuando caminan con rapidez hacia la nada. Pero la tragedia del capitán Scott tiene su recompensa pues la caída, la muerte heroica de un hombre en lucha contra el destino enaltece y tensa los mejores valores de la humanidad.

Obsesionado por los momentos decisivos que pueden cambiar el rumbo de la historia, Zweig cuenta la historia del mariscal Grouchy, un hombre mediocre, superado por su propio destino, que, incapaz de subvertir las órdenes de Napoleón y tomar la decisión de abandonar la persecución de los prusianos para retroceder y ayudar a su general en Waterloo, pierde la oportunidad histórica de cambiar el destino de Napoleón y el del mundo entero. Es, sin embargo, una rara merced del destino la que permite que Goehte escriba La elegía de Marienbad, un imponente poema, misterioso en su esencia, memorable en su ejecución. Y una empresa tan arriesgada y difícil como el establecimiento del telégrafo eléctrico entre Europa y América sólo se puede llevar a cabo gracias a un encuentro azaroso: el ingeniero inglés Gisborne, que está enfrascado en la tarea de colocar un cable entre Nueva York y Terranova, se topa por azar con el dinámico, emprendedor y entusiasta Cyrus W. Field, que financiará a partir de ese momento el proyecto de tender el telégrafo eléctrico entre los dos continentes, tomándolo como un empeño personal, la misión de una vida. El azar actúa de la forma más insospechada en los momentos más imprevisibles. Un decreto del zar salva en última instancia la vida de Dostoievski cuando iba a ser fusilado en la plaza de Semenovsk el 22 de diciembre de 1849. El poeta se arrodilla y comprende entonces el dolor y el sufrimiento que hay esparcido por el mundo, comprende entonces que “sólo el dolor lleva hacia Dios”. Zweig explica, por cierto, el destino de Tolstoi en términos de sufrimiento. “Si no hubiera sufrido por nosotros”, escribe, “Lev Tolstoi nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad”.
El humanismo de Zweig entronca con la visión del mundo de Tolstoi, dominada por la idea del amor humano y fraterno entre los hombres. Esta idea de fraternidad universal es la esperanza del escritor vienés. Las cartas que escribe el capitán Scott en 1912 a su familia, a sus amigos, a la nación inglesa, mientras espera la muerte encerrado en una tienda, en medio de la gélida planicie del Polo sur, se convierten de esta guisa en un ejercicio de amistad, humanismo y amor hacia los hombres. Del mismo modo, el éxito en la colocación de un cable eléctrico entre Europa y América no sólo permite transmitir palabras a través del océano sino que contribuye a la unidad de la humanidad. O al menos así lo ve Zweig, precisamente porque ése es el aspecto que le interesa resaltar. “Y desde ese momento”, escribe, “la Tierra tiene un único latido”. Esta unidad de la que habla el escritor vienés se verá truncada con la primera guerra mundial. Tras el sangriento conflicto, la ilusión de una reconciliación definitiva se plasma en el mensaje del presidente Wilson: paz eterna, justicia y humanitarismo. Es el ideario anhelado por Zweig, un ideario fundado en la hermandad entre los pueblos, la compasión, la libertad y la defensa de los derechos humanos. Pero Wilson fracasa en la conferencia de paz de 1919. Y parece que la historia se repite. La fallida reconciliación entre Occidente y Oriente, expresada en la breve unión de las iglesias latina y griega antes de la caída definitiva de Bizancio en 1453, certifica la misma idea. Bizancio, que en la visión de Zweig forma parte sin ninguna duda de la cultura europea, pide ayuda a Occidente para frenar a los turcos a cambio de transigir en ciertos aspectos religiosos. La reconciliación, sin embargo, es efímera porque mientras el clero griego no está dispuesto a la sumisión, los aliados occidentales tampoco cumplen con el apoyo militar que habían pactado con Bizancio. La historia se repite, pues: el anhelo de unidad en Europa, el sueño de una paz duradera en el espíritu de la reconciliación y la eterna quimera de un mundo humanizado se desvanecen.