jueves, 31 de diciembre de 2015

Prosas apátridas

Las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro se publican por primera vez en 1975. Estas breves narraciones no se ajustan a ningún género, carecen de territorio literario propio. Esta advertencia del autor, señalada en la nota introductoria, da una idea del tono literario del libro, a medio camino entre el aforismo y el diario, entre el ensayo y el cuento. “Hedonista frustrado”, Ribeyro tiñe también de notas autobiográficas sus Prosas apátridas. La dispersión de sus intereses, la insatisfacción ante lo realizado, la sensación de haber errado el camino se combinan con una cierta melancolía que aflora en ocasiones, sobre todo cuando se deja llevar por la nostalgia arrebatadora de los paisajes de la infancia, la sensación de que “también mueren los lugares donde fuimos felices”, el espacio imaginario de una casa en que se proyectan todos sus anhelos.  
Ribeyro estaba obsesionado por identificar la verdadera cultura, por matizar la distinción entre erudición y cultura, de modo tal que en pequeñas dosis va dejando caer sus ideas sobre el arte y la literatura, cómo el arte moderno está ya presente en el arte antiguo. Sólo hace falta cambiar la perspectiva, fijarse en los detalles para darse cuenta de ello. Convencido de que la escritura es una forma de conocimiento, no duda en advertir que la literatura es afectación, una afectación que debe evitar la retórica. A través de la escritura Ribeyro deja trazas, señales de su existencia. “En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida”. El acto de escribir se convierte en un sacrificio personal, un acto primordial que da sentido a la vida pues mediante la escritura Ribeyro ha tratado de comprender y ordenar el mundo, tentativa vana que justifica el escepticismo del escritor. La literatura, además, se alimenta de la memoria. Por eso el libro está cuajado de pequeñas reflexiones sobre el paso del tiempo. La memoria es imperfecta, selectiva, sólo restituye aquello que no puede hacernos daño. Ribeyro insiste a menudo en la destrucción de la memoria y en el continuo olvido de la historia, en cómo la memoria de lo vivido sustituye a la memoria de lo imaginado, en cómo el tiempo reconstituye, modifica de continuo nuestra visión del pasado. 
            Prosas apátridas es, por lo demás, un libro teñido de pequeñas historias que dejan huella, que emocionan, como la del redactor que, afectado de locura erótica y desmemoriado, termina de barrendero en la misma oficina donde trabajó; o la de esa hermosa niña de ocho años, que aquejada por una enfermedad, ve cómo progresivamente la vida se le escapa; o más aún, la del propio Ribeyro, anclado en una cama de hospital y obsesionado por contemplar cómo una hoja germina en primavera. Observador atento de la vida cotidiana, Ribeyro describe al empleado de agencia, al policía del metro, a los pobres de Andalucía, al albañil argelino, a los agentes de Bolsa, perfilando con minuciosidad la deshumanización de nuestro tiempo. 
Ribeyro odia el capitalismo en la misma medida en que odia la religión. Elogia la amistad, superior en todos los sentidos al amor. Recalca que las grandes obras de la creación humana son anónimas. Concede una gran importancia al azar en la forma en que se cruzan y se separan las vidas de las personas. Encuentra como denominador común en el hombre, a lo largo de la historia, la crueldad. Consciente de que el hombre moderno ha perdido contacto con la naturaleza, sabe que el camino hacia lo esencial raras veces se abre. Dominado por la idea de que la vida se reduce a unos pocos actos y momentos valiosos, teniendo claro que nada vamos a dejar en esta vida y agostado por el escepticismo, Ribeyro parece esperar la llegada de un soplo de misterio o de poesía, la irrupción de lo maravilloso en un mundo dominado por lo trivial.
Entretanto, en las Prosas apátridas se intuye la presencia cercana de la muerte, la sensación de que Ribeyro vive a crédito, como si en medio de la enfermedad apurase sus pocas opciones. La necesidad de la soledad y el silencio no son mitos literarios, se traducen en una necesidad vital en Ribeyro. Morir solo, en la profundidad del bosque o de la selva, se presenta como un deseo irrenunciable. Anhelando capitular, el tintineo de la campana que dobla a muerto es una melodía doliente mientras resuenan sus últimas palabras: “la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro”.  
  




domingo, 29 de noviembre de 2015

Mi Gaudí espectral

Rafael Argullol ha escrito un relato sobre la figura de Gaudí que explora, a medio camino entre la ficción y el ensayo, la relación de amor y resentimiento entre Barcelona y el arquitecto. El libro, Mi Gaudí espectral (Barcelona, Acantilado, 2015), que se podría incluir dentro del proyecto que el propio autor ha denominado escritura transversal, pone de manifiesto la obsesión de Argullol por la Sagrada Familia. La historia se inicia con unas anotaciones sobre la muerte de Gaudí, con la mitología creada en torno a este evento y, sobre todo, con la mirada de un niño que empieza a vislumbrar en sueños el espectro de Gaudí. Los encuentros ficticios que desde la infancia el escritor ha soñado establecer con el arquitecto van marcando el ritmo de la narración y sirven a Argullol para construir una imagen de Gaudí en la que se combina la mitología popular con el afán por escrutar la belleza.        
            El tono autobiográfico del relato permite relacionar al arquitecto con la historia de su ciudad, con los acontecimientos de la Semana Trágica, con los incendios de iglesias en la guerra civil, con el desarrollo urbanístico de Barcelona. Argullol cuenta los altibajos que ha tenido la figura de Gaudí en el imaginario popular, el sentimiento de rencor latente entre unos profesores de la Escuela de arquitectura que veían la modernidad en otro lugar, y que consideraban a Gaudí un arquitecto anclado en el pasado. Arquitecto de Dios, arquitecto de los pobres, viejo loco, pobre diablo, las imágenes que suscita la figura de Gaudí se van sucediendo en la narración, mientras el escritor ve al espectro cuando sube a ver la Sagrada Familia, cuando contempla la Pedrera o cuando se adentra en la cripta de la Colonia Güell.
Obsesionado por la cuestión de la fe, Argullol trata de acercarse a la espiritualidad de Gaudí para entender la forma en que se plasma la belleza. El taller del arquitecto es presentado como una cueva, un lugar en el que Gaudí vive alejado de la vida cotidiana, en su mundo espiritual, ajeno a la realidad. Y la Sagrada Familia se convierte en una conquista del espíritu, el proyecto redentor de Gaudí. Así pues, si la inspiración del arquitecto se encuentra en el gran libro de la naturaleza la Sagrada Familia se concibe como una prolongación de la obra divina en la naturaleza. En 2009 Argullol contempla la Sagrada Familia desde lo alto, montado en un helicóptero. En el momento en que el sol está en todo su plenitud tiene la sensación de que la luz inunda el edificio concediendo un “halo de armonía” a la ciudad. Entonces nos percatamos de que Mi Gaudí espectral es una narración que trata de comprender la relación entre la Sagrada Familia y Barcelona. Es un libro concebido desde esa perspectiva. Un año más tarde, Argullol asiste a la consagración de la iglesia por parte del Papa. Es en esa ceremonia cuando se da cuenta de que la Sagrada Familia, como todas las grandes obras, desnuda a la ciudad, la hace más frágil. Quizá el templo sea la expresión del fin de una época, de la decadencia del cristianismo o del inicio de algo nuevo. Lo que queda en todo caso es la imagen de una concha reflejando la luz del cielo, pues esa luz es la que traslada el arquitecto a la piedra para captar sin duda alguna la belleza. 



sábado, 31 de octubre de 2015

La rebelión de los inexistentes

En La rebelión de los inexistentes (Madrid, Irreverentes, 2003), Juan Patricio Lombera traza el cuadro de una sociedad futura en el año 2059. Tras el estallido de una guerra nuclear acaecida cuarenta años atrás, algo así como una tercera guerra mundial, se ha establecido como sistema político una especie de Estado Universal –un remedo acaso de la globalización-, un mundo pacificado que da la sensación de ser un espacio idílico y que ofrece una apariencia de normalidad. Tan sólo un grupo violento que se autodenomina “Guerrilla del pensamiento para la liberación universal” parece poner en jaque el orden establecido. En este clima de aparente sosiego en el denominado Estado Universal se desarrolla la aventura de Isidro Gálvez, una suerte de viaje que tiene mucho de descenso a los infiernos, pues tras cometer una imprudencia el joven protagonista de la historia pierde su empleo y es enviado a un campo de trabajo. Es entonces cuando empezamos a percibir las fisuras que posee el sistema. Comprobamos que los parásitos de la sociedad, los que no tienen empleo, son desterrados tras la celebración de un juicio. Las desdichas del protagonista no acaban aquí porque, finalmente, Isidro Gálvez pasa de estar en un campo de trabajo a un enclave inhóspito que se denomina el desierto de los olvidados.
La paradoja radica en el hecho de que es precisamente a través de este descenso a los infiernos cómo el protagonista logra recobrar la memoria histórica, la conciencia de un pasado que le había sido arrebatado como habitante del Estado Universal. En un poblado perdido Isidro Gálvez aprende las costumbres establecidas en el desierto de los olvidados y se percata de que el trabajo es considerado una necesidad ineludible únicamente para conseguir lo imprescindible. La gente atesora tiempo libre. Isidro Gálvez enseña literatura universal y, al mismo tiempo que empieza a recobrar los recuerdos, su visión del pasado, que se limitaba a las narraciones orales de su padre, se transforma conforme se ilumina su vida. Sólo poco a poco el protagonista va tomando conciencia de que en realidad ha vivido en un engaño. Sólo entre los desahuciados, entre los “inexistentes”, es capaz de recobrar la verdad de lo acontecido en el pasado. Es entonces cuando se da cuenta de que su vida ha sido una farsa.
La fuerza narrativa de la historia nos arrastra con el protagonista hasta el punto de sentirnos identificados con esa idea. ¿Acaso el engaño en el que vive Isidro Gálvez no es un remedo de la farsa en la vivimos todos en la actualidad? ¿Acaso los inexistentes de la historia de Lombera no son los olvidados de nuestros días? ¿Acaso el gobierno universal no es una metáfora de la reciente globalización? Los inexistentes, en realidad, se rebelan únicamente porque pretenden darse a conocer, sólo ansían entrar en la historia. El engaño en el que vive el protagonista –y todos los habitantes del Estado Universal- sirve para mantener el sistema y los privilegios de una minoría a costa de una mayoría de pobres que son desterrados y olvidados en lugares aislados.
            Metáfora del mundo actual, libro de ciencia ficción, proyecto utópico, aviso apocalíptico, La rebelión de los inexistentes es una aventura literaria en donde Lombera proyecta una visión crítica de la sociedad globalizada deambulando entre el escepticismo y la esperanza, entre la farsa y la verdad.    


     

martes, 29 de septiembre de 2015

Lev Tolstoi 2

En el año 1863 Lev Tolstoi publica Los cosacos (se presenta ahora una nueva traducción castellana de Fernando Otero en Atalanta, Girona, 2009). La novela, que tiene un claro tono autobiográfico, refleja la vida cotidiana de un cadete ruso en una aldea del Cáucaso, entre los cosacos. El relato se inicia con la despedida de Olenin, que abandona a sus amigos moscovitas para emprender un viaje, la partida hacia una vida nueva en la que se espera no cometer los errores de antaño. Se intuye desde un principio que Olenin deja atrás una vida disoluta y desaprovechada. Pero es joven y tiene tiempo de enmendarse. Eso es al menos lo que se piensa cuando se es joven. En ese viaje -en todos los sentidos- que emprende Olenin las montañas del Cáucaso marcan la frontera de un nuevo mundo. Y antes de penetrar en ese nuevo mundo Tolstoi nos muestra los lugares donde viven los cosacos, nos presenta a los personajes que luego van a acompañar al cadete ruso en su estancia en la aldea cosaca. Es curioso porque estos personajes no me han abandonado nunca desde mi primera lectura de Los cosacos, cuando era muy joven. Quién puede olvidar al tío Yéroshka, ese viejo cosaco, curtido en mil batallas, cazador en los bosques, narrador de historias, bebedor empedernido. Quién puede dejar de pensar en la belleza serena de la joven Marianka. ¿Acaso la primitiva hermosura de las montañas del Cáucaso no se expresa en el rostro de Marianka? Quién puede, finalmente, olvidar a Lúkashka, que en su fuerza y vitalidad nos hace recordar todos los atributos de la juventud. Han pasado los años y han vuelto, con más vigor si cabe, los personajes y los paisajes que envuelven la historia: el Terek fluye entre las montañas del Cáucaso, la stanitsa –la aldea cosaca- luce radiante entre los viñedos y los frondosos bosques guardan el misterioso secreto de la naturaleza.
En este primitivo y esplendoroso marco, Olenin trata de encontrar un nuevo sentido a su existencia. El camino iniciático, que significa empaparse de las costumbres del pueblo cosaco, supone adentrarse en el bosque. Acompañado primero del tío Yéroshka, que ejerce de guía, y luego en solitario, Olenin no sólo aprende a cazar como lo hacen los cosacos sino que experimenta una sensación de identificación con la naturaleza que le proporciona felicidad y la imperiosa necesidad de hacer el bien antes de morir. Olenin se persigna, como cuando era niño, al sentir esa felicidad. Durante un cierto tiempo cree vivir como los cosacos, cree que puede llegar a ser uno de ellos. Quizá es el mismo pensamiento que debió pasar por la cabeza de Tolstoi cuando en 1851 estuvo entre los cosacos en la campaña contra los turcos. “Las montañas”, escribe Tolstoi, “estaban presentes en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía”. Pero da la impresión de que la integración de Olenin en la stanitsa, en el mundo de los cosacos, resulta un tanto forzada. El contraste de costumbres se hace patente entre rusos y cosacos. Olenin no entiende por qué Lúkashka puede sentir felicidad al haber matado a un checheno de las montañas, a un abrek, mientras que el joven cosaco no comprende que la felicidad de Olenin se encuentre en el simple hecho de regalarle un caballo. La evolución moral que experimenta Olenin entre los cosacos está expresada de forma magnífica por Tolstoi a través de una larga carta que el protagonista se escribe a sí mismo, sin aparente receptor, y marca el tránsito desde una abnegación hacia los demás a una posición más personal e individual forjada en el amor. Porque el amor a Marianka es el amor a las montañas y a los bosques. Es el amor a los cosacos.  

Envuelto en un dilema moral, Olenin no deja de observar la vida que le rodea. Las jóvenes cosacas trasladan los animales, los jóvenes cosacos guardan vigilancia en el cordón militar, los abreks realizan correrías salvajes con sus fieros caballos, algunos hombres retirados de la vida militar se dedican a la caza mientras las canciones y los corros endulzan las noches solitarias. Todo parece fluir al mismo ritmo que la naturaleza. Y el colofón es la fiesta colectiva tras acabar la vendimia.
Olenin ha abandonado la civilización, la vida que llevaba en Moscú para abrazar una vida en contacto con la naturaleza. La nostalgia y la soledad que siente en la stanitsa son las mismas que sufre el viejo Yéroshka. Por eso son amigos y se consuelan juntos cazando, bebiendo y contando historias. En la amistad con el tío Yéroshka alcanza Olenin la tan anhelada felicidad, sin saberlo, sin ser consciente de ello. El retorno de Olenin a la civilización ante la aparente indiferencia final del tío Yéroshka y de Marianka nos deja un regusto amargo pero esclarecedor. Y entonces recordamos las palabras del viejo en la despedida: “entre vosotros todo es una farsa, nada más que una farsa”. Efectivamente, la civilización a la que retorna Olenin, -y en la que estamos anclados todos- es una pura farsa.
     


domingo, 30 de agosto de 2015

Telefone sem fio

La editora Patuá prosigue la publicación de la obra de la escritora brasileña Vera Helena Rossi con la novela Telefone sem fio. La protagonista de esta sutil y sugerente narración es Alma Pontes, una periodista que sufre “el síndrome de supervivencia”. Atrapada en su obsesión por escribir, envuelta en un cuerpo cada vez más cansado y dolorido, Alma Pontes cuenta su historia en un intento de comprender los límites de la realidad y la ficción de su propia vida. La escritura se presenta de este modo como una forma de supervivencia, el único modo de redimir el pasado.
El relato tiene un sentido circular, envolvente. Vera Helena Rossi se sirve de pequeñas anécdotas e historias –de acentuado carácter teatral- para contar las peripecias de Alma Pontes desde su infancia. Un nombre tecleado en el ordenador, Priscilla Figuereido, que aparece significativamente al principio y al final de la narración nos retrotrae a la infancia de Alma. Desde el primer instante, la escritora se inventa cosas, se imagina circunstancias inéditas, transforma la realidad. Por eso no acertamos a vislumbrar con claridad donde se encuentra la frontera entre lo real y lo imaginado ¿Es Priscilla Figuereido una amiga de Alma Pontes? ¿O es tan sólo una creación de la periodista? Tanto da, porque lo que de verdad importa es que a través de esta poeta de segunda fila, nuestra protagonista aprende un juego infantil, el telefone sem fio que da título a la novela, un juego en el que como todo el mundo sabe la mentira juega un papel decisivo. Porque de eso trata la novela, de las mentiras que se incrustan en nuestras vidas emponzoñándolo todo. Y la más vergonzosa de estas mentiras se manifiesta en el núcleo familiar, empezando por una madre que muestra un falso interés por sus hijos y un padre ausente que es sustituido por un amante de relleno. El libro en este sentido se construye en base a una serie de pequeños secretos que nos va contando la protagonista sobre su propia vida. Y el mayor de estos secretos es la relación enigmática que Alma mantiene con su hermano Mauro. Los dos hermanos, siempre solos y juntos a pesar de sus respectivas relaciones amorosas, parecen abocados por el azar a lo que Rossi denomina una “soledad combinada”.    
            Da la sensación de que la historia de Alma Pontes en realidad es la narración de una desorientación existencial, el relato de una mujer que no parece encajar en la sociedad actual. El telón de fondo que emplea Rossi son ciertos acontecimientos de la vida brasileña de los últimos años del pasado siglo y los primeros años de la presente centuria, que la escritora va puntualmente mencionando, sin énfasis alguno, como las fiestas en que suena la lambada, las interrupciones de luz eléctrica del gobierno de Henrique Cardoso o la elección de Lula como presidente. Pero lo verdaderamente significativo es que Alma Pontes tropieza con la realidad. No parece encajar en los diversos trabajos que realiza (en una tienda de cosméticos, como estudiante en prácticas para un periódico, como periodista, como plañidera) pero tampoco parece amoldarse a la vida familiar ni a los distintos amantes que tiene, ni a sus amigos, ni siquiera a su marido. Alma Pontes se apega a su cuaderno de notas y a su bolígrafo como únicos instrumentos de supervivencia mientras desgrana su vida, dirigiéndose continuamente a los lectores, interrumpiendo la narración, recordando, soñando con su pasado. 
            A veces, da la sensación también de que la novela tiene un cierto tono autobiográfico, sobre todo cuando Alma Pontes nos habla de su experiencia como periodista. Trabajando como estudiante en prácticas para el periódico O Caso, la protagonista comprende que no es posible escribir poesía, lo que pone en evidencia acaso su desconexión con la realidad. “Siempre que reflexiono sobre la deconstrucción de la realidad llego a la ficción”, responde Alma a uno de sus profesores. Esta fina ironía, bagaje intelectual del personaje, sirve generalmente como elemento distanciador ante una realidad asfixiante de la que no hay forma de escapar. Telefone sem fio nos susurra al oído, con delicadeza, la cruda verdad, la pérdida de las ilusiones con el paso del tiempo, “o gosto amargo da irreversibilidade do tempo”.              
 
 




viernes, 31 de julio de 2015

Platónica 6

En el ensayo Sobre los mitos platónicos (Barcelona, Herder, 1984), el filósofo alemán Josep Pieper se plantea si el mito es una especie de didáctica, de poetización, una forma especial de alcanzar y exponer la verdad. Aun teniendo en cuenta la riqueza semántica que la palabra mythos presenta en el corpus platónico, Pieper es capaz de distinguir en el mito una serie de elementos característicos: es una narración sobre un suceso entre la esfera divina y humana, emplea un lenguaje simbólico y el narrador no es expresamente su autor. Dejando aparte cualquier posible discusión sobre estos rasgos específicos del mito, se nos antoja que el último aspecto señalado por el filósofo alemán es el más interesante, pues hace hincapié en el carácter oral del mito. Platón nunca asume la autoría de un mito: “No habla como testigo presencial, sino como el que transmite lo que ha recibido por tradición”. La pregunta que surge al instante es si Platón emplea este recurso para conceder autoridad a lo que está contando o simplemente hay que pensar, como hace Pieper, que Platón no es un “forjador de mitos”, sino tan sólo un “pos-narrador”, un transmisor de los mitos cuya originalidad reside en “su genial fuerza lingüística”.
            Siguiendo los criterios establecidos para la definición de mythos, Josef Pieper excluye de la categoría de mito a una gran cantidad de historias que se desarrollan en los diálogos platónicos: los denominados “mitos alegóricos”, el “mito artístico”, las comparaciones y las metáforas, las parábolas. De este modo, Pieper reduce el mito a una serie de narraciones concretas: el relato sobre la creación del mundo en el Timeo, el relato de Aristófanes en el Banquete, y los mitos escatológicos al final del Gorgias, de la República, y el Fedón. Esta visión reduccionista del mito, que insiste sobre todo –no por casualidad- en las narraciones escatológicas sobre el más allá, no le impide al filósofo alemán reconocer que los diálogos están impregnados de fragmentos míticos y que los propios mitos están salteados por elementos extraños que no tienen un carácter mítico. Esta “impureza” o “mezcla” es “al parecer inevitable” en el entramado del mito. 
            Obsesionado con la cuestión de la verdad –en este caso encerrada en los mitos-, Pieper observa que este problema está matizado y condicionado por las propias creencias del intérprete moderno. De ahí que se impongan categorías como fábula o juego para referirse al mito. La tesis de Pieper es que Platón “acepta el mito como una forma de la verdad y que personalmente cree en esa verdad”. Ahora bien, Platón opone la tradición sagrada y los mitos narrados por él mismo –la expresión es del propio autor- a la impiedad de los mitos homéricos y hesiódicos. La crítica platónica a la doctrina homérica de los dioses se encuadra dentro de una tradición filosófica que incluye a Jenófanes y Heráclito. Platón venera a Homero, pero ama aún más la verdad. Ésta es la pieza clave en toda la argumentación de Pieper. Y además, esta creencia en la verdad de los mitos, es decir, lo que Pieper entiende por mito, se convierte en un acto de fe. Por eso, al final del libro, el pensador alemán vuelve al tema ya sugerido en las primeras páginas, y que se intuía de forma meridiana. ¿Por qué Platón no es un forjador de mitos? Porque los mitos son transmitidos de forma oral, ex akoes, por “los antiguos”, pero éstos, en vez de reflejar el origen primitivo de una tradición oral, en la interpretación de Pieper son el conducto por el que se expresa una “fuente divina”, o lo que es lo mismo, la forma en que se manifiesta “el concepto de revelación primitiva”. Finalmente salimos de dudas y comprobamos que la verdad a la que se refiere Pieper es la de la teología cristiana por lo que es lícito pensar que cuando Platón se opone a las historias antropomórficas de dioses en realidad acaso está pensando en un nuevo concepto de Dios, y que con ello está transmitiendo “el patrón del mito verdadero” e incorporando “la tradición sagrada del mito como un elemento y hasta quizá como el acto supremo del quehacer filosófico”. Con qué sutileza la creencia en los mitos platónicos se convierte en un acto de fe en el mito verdadero.      
             


martes, 30 de junio de 2015

Monólogos del jardín

En la colección Signos, fundada por el ya tristemente fallecido Ángel Luis Vigaray en la editorial Huerga y Fierro, se publicó en 2013 una colección de pequeños ensayos con el hermoso título de Monólogos del jardín. El autor de los artículos es el escritor Ángel Luis Prieto de Paula, catedrático de literatura en la universidad de Alicante. Según cuenta el propio autor en la introducción al libro, los escritos habían aparecido a modo de columnas en el suplemento literario “Artes y Letras” del diario Información con la intención de “hablar de pensamiento, arte y libros”. Es interesante comprobar cómo en la introducción Prieto de Paula sugiere que el receptor ideal de los artículos es el propio autor, pues el libro, en cierta medida, no deja de tener en algunos momentos un claro tono autobiográfico. Lo cierto es que tomando como modelo y emblema el jardín epicúreo, Prieto de Paula se aproxima en estos ensayos a “una lasitud del espíritu”, una actitud moral que hace de la serenidad y la amistad posiblemente las virtudes más encomiables.
            Por afinidad acaso, en el libro son los poetas, lógicamente, quienes tienen un mayor espacio. La adoración a Claudio Rodríguez, el amor a Virgilio o la devoción por Antonio Cabrera (el poeta de los pájaros) no hacen olvidar a Prieto de Paula los excesos de vanidad de ciertos poetas. Se nota, en este sentido, un cierto desapego de la pretenciosidad poética. No es de extrañar que hable en tono irónico de “la consideración oracular e iluminada de la poesía” en Gamoneda y en Colinas. En cambio, los misioneros de la poesía, tal como los define el autor, son aquellos que trabajan lejos de la corte, la fanfarria y el espectáculo. Esta idea entronca con una visión personal del poeta que parece complacerse en el exilio, en la soledad, en el silencio, en la tertulia de aldea, frente al ruido atronador que nos envuelve.
            En Monólogos del jardín, haciéndose eco de un malestar que le conturba, Prieto de Paula ataca el relativismo cultural actual que podría situar en una misma escala de valores, por ejemplo, el urinario de Duchamp  y las veladuras de Vermeer, delata el exceso en la publicación de libros como un signo de nuestro tiempo, menosprecia el paternalismo estatal que coarta nuestra libertad individual, se ceba en la falta de moralidad en la literatura y en la banalidad de la universidad, critica la degradación del lenguaje, se desgañita, en fin, por la progresiva desaparición de los autores clásicos en las aulas.
Pero, al mismo tiempo, como poeta que es, se recrea en el otoño como estación literaria, o tiembla ante la soledad metafísica de la Edad Media. Y es que hay en el libro un cierto tono melancólico que aflora cuando se detiene en los perdedores, aquellos potenciales grandes escritores que nunca llegaron a publicar nada, o cuando se refiere a los nuevos usos lingüísticos, las palabras nuevas que denuncian el inexorable paso del tiempo, o cuando la convalecencia por una enfermedad le hace reflexionar sobre el dolor y la felicidad, o cuando los recuerdos de la infancia surgen y le traen la imagen de un niño leyendo las Rimas de Bécquer o la despedida de la casa familiar para realizar estudios lejos del pueblo.
En los entresijos de Monólogos del jardín se intuye una visión del mundo que opera a contracorriente de los ruidos de nuestra época, un alma epicúrea que sin desdeñar la vanguardia no reniega de la tradición, un poeta que en el páramo solitario, en la melancolía donde habita quizá haya sentido lo que él denomina “el latido terebrante de la existencia”, acaso la tan anhelada felicidad.   
             


sábado, 30 de mayo de 2015

Natalia Ginzburg

Natalia Ginzburg siempre ha sentido un particular interés por el microcosmos familiar. En Antón Chéjov. Vida a través de las letras (Barcelona, Acantilado, 2006), Ginzburg articula la narración teniendo en cuenta, sobre todo, las relaciones familiares, especialmente aquellas que Chéjov estableció a lo largo de toda su vida con su madre y con su hermana. Ginzburg combina con ligereza los aspectos más conocidos de la trayectoria vital de Chéjov con breves secuencias de sus relatos, anotaciones que nos introducen en el mundo del escritor a través de sus historias. Se entrelazan vida y escritura en la narración hasta tal punto que los hechos que componen la biografía del escritor van dando pie a los cuentos. Así, por ejemplo, la observación de la epidemia de tifus en San Petersburgo, con los efectos devastadores que tiene sobre la población, da lugar a un relato titulado precisamente “Tifus”, o se adelanta la posibilidad, la idea de que el personaje principal del drama Ivánov sea un retrato de uno de sus hermanos, o que la historia de su desgraciada amiga, Lika Mizinova, quede reflejada en La gaviota. Ahora bien, en ocasiones esta relación entre vida y escritura queda implícita en el relato de Ginzburg, de tal modo que después de contar la aparición de la actriz Olga Knipper en la vida de Chéjov, sin llegar nunca a evidenciar su relación, la escritora nos hace ver que en el cuento La dama del perrito iba a mostrar Chéjov un nuevo tipo de personaje que tras toda una existencia de relaciones fugaces parece asomarse al amor verdadero. Yendo más lejos todavía, Ginzburg nos cuenta las reacciones de los amigos de Chéjov al verse representados en sus obras y cómo afecta eso a su amistad. Es como si la literatura se inmiscuyera en la vida. A veces, Ginzburg se detiene a susurrarnos una historia y nos cuenta la pelea que se organiza entre el público en la primera representación de Ivánov. La capacidad de observación de la escritora hace que determinados momentos de la vida de Chéjov se vivan como si estuviesen ocurriendo en ese instante, como si se tratase de una novela, como cuando el escritor se desespera ante el fracaso de la primera representación de La Gaviota. Ginzburg acompaña al escritor en su sufrimiento a través de las calles de San Petersburgo. 
Natalia Ginzburg nunca hace comentarios, nunca hace interpretaciones de las narraciones del escritor. Pero cuando está segura de una cuestión la certifica de forma incuestionable para no dar crédito a los rumores, de modo que si Chéjov viaja a la isla de Sajalín es por el interés que siente ante la indefensa vida de los presos de la penitenciaria y no por una decepción amorosa. Cuando lo considera oportuno, Ginzburg recoge frases del propio Chéjov que resultan fundamentales para comprender su visión del mundo y de la literatura, como cuando la censura actúa sobre uno de sus relatos, Tres años. Ginzburg parece aproximarse emocionalmente a la historia al dar cuenta de la tragedia de la hermana de Chéjov, el sufrimiento de María al saber que su hermano se casa con la actriz Olga Knipper, al comprender que toda su vida la había dedicado a Chéjov y que ahora se quedaba sola.   

En este ensayo sobre Chéjov es como si Natalia Ginzburg estuviera componiendo un mosaico de pequeñas historias que se van entrelazando con una ligereza asombrosa. La obsesión por el tema de la muerte y la indiferencia de la gente ante la enfermedad y la miseria dan al libro un cierto aire de tristeza y melancolía, que se combina admirablemente con la comicidad, como en los textos de Chéjov. En la visión de Ginzburg, el escritor ruso no tenía ninguna fe en el pueblo ruso, pero sus cuentos y sus comedias parecen desmentir esta idea. Al final la vida vence a la literatura. O quizá no. Se sabe que el ataúd con el cuerpo de Chéjov llegó desde Alemania en un tren que transportaba ostras. En Moscú una marcha fúnebre que tocaba una banda militar confundió a los amigos y familiares del escritor, que siguieron, sin darse cuenta, el cortejo fúnebre del general Keller. Sin duda alguna, si Chéjov hubiera sabido todo esto se hubiese levantado de la tumba para escribir una elegante comedia.
            Se cuenta que al leer El monje negro, Tolstoi quedó impresionado, exclamando con rotundidad. “¡Qué hermoso es¡ ¡Ah, qué hermoso es¡”. Lo mismo se puede decir de este ensayo que narra la vida de Chéjov a través de las letras.   

jueves, 30 de abril de 2015

Autobiográfica 3


                                                        

   A Pedro Nicolás

Era una noche bochornosa de julio en Murcia. Paseaba por la plaza de Belluga olvidando por completo que, frente a mí, se encontraba la catedral. En ese momento estaba teniendo lugar la actuación de un ballet en el impresionante escenario de la plaza. Sonaba El lago de los cisnes, de Tchaikovski, y los bailarines hacían, como es normal, piruetas y cabriolas, equilibrios inverosímiles. El lugar estaba repleto de gente y se percibía una especie de rumor. Sin embargo, yo estaba sumido en una suerte de ensoñación. Mientras oía de fondo la música de Tchaikovski se me había ocurrido, a modo de intuición, que debía recoger noticias diarias en los periódicos para situar mi futura novela en el verano de 2007. La idea que barajaba aquella noche infernal de principios de julio era la posibilidad de escribir una historia sobre mi ciudad retomando la historia de uno de los personajes de mi primera novela, a saber, un editor que padecía neurastenia crónica y que finalmente recobraba la memoria. ¿Qué podía haber pasado con este personaje, me preguntaba yo, al cabo de los años? Fue entonces cuando empecé a recordar, entre el tumulto de la gente, entre el asfixiante calor, que el sufrimiento es un lugar común. En las largas y monótonas tardes que pasé en 2005 sujetado a una máquina, en un programa de hemodiálisis, tuve la oportunidad de conocer a un hombre de edad avanzada que, debido a una diabetes, había perdido los riñones y la visión. Afectado por la impotencia que provoca la ceguera, mi nuevo amigo me pedía encarecidamente, bastante a menudo, que no dejase de hablar, que la conversación se mantuviese viva mientras durase la sesión de diálisis. Recuerdo, como si fuera hoy, sus continuas quejas al comprobar las dificultades que tenía para transitar por la calle y, sobre todo, por las aceras. El dolor que desprendían los razonamientos de mi amigo iba creando, sin darme cuenta en aquel momento, una especie de malestar o rabia que acechaba en mi interior. Mientras en la plaza de Belluga sonaba El lago de los cisnes, esa rabia acumulada afloraba sutilmente percatándome claramente de que había llegado la hora decisiva. Sentía la necesidad de contar la historia de un ciego.
Aquella noche de julio, al mismo tiempo que pensaba en mi amigo ciego, me venía a la mente un artículo que había leído recientemente sobre una exposición que se preparaba en El Prado a propósito de Patinir, un pintor flamenco a caballo entre los siglos XV y XVI a quien los expertos conceden una gran importancia por el tema del paisaje. A mí lo que me llamaba la atención en Patinir era el color azul intenso de los fondos, un azul que no se puede olvidar, y sobre todo, el “paisaje mental” (la frase no es mía, es de Cees Nooteboom) que se describía en sus cuadros. Especialmente me obsesionaba el más célebre de sus cuadros, Caronte atravesando la laguna Estigia, en donde se ve a Caronte conduciendo a un alma a través de la laguna que separa el cielo del infierno mediante un recodo que forma el río. Al pensar en ese espacio, ese lugar emblemático en donde las almas deben decidir su destino, recordé que también en el cine clásico americano las caravanas que, en su viaje hacia el oeste buscan el anhelado paraíso, encuentran la felicidad una vez se dobla el recodo del río. La última asociación en mi mente me llevó a la Commedia de Dante e imaginé, finalmente, a un poeta ciego sentado en un prado junto a su amada.
La noche ya no daba más de sí. Cuando me vine a dar cuenta ya no se percibía ningún murmullo en la plaza. El escenario estaba vacío. Los camareros retiraban las mesas. El ballet había concluido su actuación y la música había dejado de sonar. Se imponía en el ambiente un silencio ritual.
     

martes, 31 de marzo de 2015

Historia griega 2

Exponente principal de la tradición clásica oxoniense en la segunda mitad del siglo XX, Oswyn Murray ha heredado de su maestro Arnaldo Momigliano el gusto por el carácter problemático de la historia. En 1980 publica un libro, Early Greece (Grecia Arcaica, Taurus, 1986), en donde se plantean de forma ejemplar algunos de los principales problemas de la historia de los pueblos griegos en sus etapas iniciales. En Early Greece, Murray escribe unas penetrantes páginas sobre el tema de la alfabetización en Grecia, cuestión que considera axial en el desarrollo de la racionalidad y en la formación de un enfoque crítico de la vida. Sugiere que la escritura se difunde en Grecia entre 750 y 650 a. C, y que los primeros poetas cuya obra fue consignada por escrito fueron Hesíodo y Arquíloco, o en todo caso Homero. Murray piensa que la difusión fue rápida y amplia. Argumenta esta generalización en base a los siguientes elementos: las temáticas variadas de las inscripciones antiguas, la institución del ostracismo en Atenas a finales del siglo VI a. C y el elevado número de inscripciones poéticas. Para Murray “está probado que hacia el siglo V el ciudadano varón ateniense medio podía leer y escribir”. Se muestra contrario, en este sentido, a la teoría de una alfabetización restringida en los siglos VII y VI, aunque admite la imposibilidad de certificar el número de ciudadanos alfabetizados y su distribución en los distintos grupos sociales. Ahora bien, la cuestión determinante de si la cultura griega es oral o escrita está matizada por la ambigüedad del concepto de alfabetismo. Evidentemente, no es lo mismo dominar el alfabeto que la lectura comprensiva de textos filosóficos o históricos. “Los textos literarios” afirma Murray, “tenían una circulación restringida y eran leídos sólo por una minoría, y la escritura rara vez era un modo de comunicación normal o preferido, si era posible la palabra”. En cierta medida, este planteamiento, que se me antoja coherente, debe mucho a las conclusiones extraídas por J. Goody y I. Watt en su famoso artículo sobre las consecuencias de la alfabetización en Grecia.
En la interpretación política de Murray el sentido de la eunomía, el buen gobierno, juega un papel decisivo. Al hablar de la tradición espartana hace hincapié en la importancia del mito, en la forma en que se emplea la constitución ancestral de Licurgo, en la necesidad del pasado para justificar el presente. La eunomía, fundada sobre la constitución original, “constituía el patrón inalterable al que apelaban todos los espartanos”. En Atenas, la eunomía soloniana establece un modelo de justicia social, una constitución ancestral, que no excluye elementos que remiten a Tirteo y Esparta. La figura del legislador se agranda por la necesidad de mantener un equilibrio entre las demandas públicas del pueblo, demos, y los apremios de la tradición, la fuerza de la costumbre, lo que convierte al legislador en una especie de héroe semidivino. No es casualidad que la valoración excesiva de la tradición que tiene lugar en Esparta haya ejercido una gran influencia sobre Platón, y que los nombres de Licurgo y Solón atesoren un valor ejemplar, paradigmático, en la obra platónica. 
En las páginas que dedica al estudio de la economía como estilo de vida en la época arcaica, Murray critica las interpretaciones que tratan de buscar equivalencias entre las clases sociales y las actividades económicas, adaptando categorías de época clásica a la etapa arcaica. Se tiende, pues, a establecer un a priori que sitúa a la primitiva Grecia en un estadio menos avanzado económicamente Esta concepción de un movimiento lineal y unidireccional en la historia económica es, según Murray, “típica del deseo del economista que quiere construir modelos o esquemas teóricos de comportamiento”. Se dejan de lado así otros factores influyentes que pueden conducir a una conclusión sorprendente, pues Murray piensa que “en muchos aspectos Grecia y el área de comercio del Mediterráneo estuvieron económicamente más avanzados en el período arcaico que en tiempos posteriores”.     
En Early Greece, Murray es muy dado a realizar comparaciones históricas. Cuando estudia el tema de la colonización griega llama la atención la forma en que relaciona la fundación de Estados Unidos y el establecimiento del republicanismo con la dispersión de colonias griegas por el mediterráneo y el derrumbamiento de los gobiernos aristocráticos en Grecia. El historiador parece tener claro, en todo caso, que la fundación de colonias ejerció una gran influencia en la transformación política de las aristocracias durante el siglo VII a. C. En otro pasaje del libro, la discusión sobre la influencia oriental en la teogonía hesiódica permite a Murray una curiosa comparación del poeta tebano con el profeta hebreo Amós, lo cual le lleva finalmente a concluir que la poesía de Hesíodo está cercana al pensamiento del Próximo Oriente. Y cuando analiza las leyes de Solón, se permite comparar el cercamiento de tierras en la Inglaterra del siglo XVIII en vistas a una agricultura científica y la división subsiguiente entre las clases terratenientes con la situación provocada por las reformas de Solón, que debió causar un cierto impacto entre los nobles atenienses que se aferraban a los valores antiguos, generando una escisión entre la clase propietaria de Atenas.
Lleno de sugerencias y escrito con un carácter problemático, como un ensayo en el que se plantean dudas, problemas y cuestiones que afectan a la primitiva Grecia, Early Greece se cierra con unas páginas dedicadas a la guerra contra los persas. Siendo evidente que el conflicto marcó el fin de una época, Murray escribe unas líneas sugerentes y extraordinarias que parecen alumbrar el mundo actual: “La cultura griega había sido creada mediante el intercambio fructífero entre el Este y el Oeste; esa deuda cayó ahora en el olvido. Una cortina de hierro había descendido: el Este contra el Oeste, el despotismo contra la libertad; las dicotomías creadas en las guerras médicas producirían su eco a través de la historia del mundo y parecen continuar aún, ahora que el hombre revive viejos caminos y descubre otros nuevos para atormentar su alma”. En este caso, y con esto concluyo, la comparación de Murray parece tener un carácter profético.   




sábado, 28 de febrero de 2015

Robert Louis Stevenson 2

La idea de que el arte no puede competir con la vida, implícita en el ideario de Stevenson, parece apuntar a un gusto por la ficción romántica y a un cierto rechazo del realismo. De hecho, en sus Ensayos literarios (Hiperión, 1983), el autor escocés no duda en señalar los peligros del realismo. Deudor de la concepción romántica, que nutre sus lecturas y evocaciones infantiles, Stevenson no soporta los excesivos detalles, la elocuencia descriptiva y la conversación desaliñada. Atento a las cuestiones de estilo, a la precisión en el lenguaje, se muestra partidario de un estilo sintético. Enemigo de la falsedad pública –tan practicada por el periodismo, y que causa un daño atroz-, propone fidelidad a los hechos y vigor en el tratamiento. Dotado de un espíritu elevado, noble y valeroso, las exigencias que impone al joven escritor son de tipo intelectual y de orden moral. Sabedor de que la actitud del artista está por encima del argumento literario, reconoce que en la fidelidad a un ideal radica la nobleza de su existencia.

            Pero más allá de los consejos, reglas y aptitudes que regulan el arte de la escritura, los ensayos de Stevenson brillan con luz propia cuando el escritor se detiene en pequeños bocetos, acercamientos a personajes y lugares de la infancia, que han dejado una huella indeleble en la memoria del autor. Seducido por las imágenes que surgían en la noche -cuando siendo niño se acercaba, acompañado del aya, a la ventana iluminada por una tenue luz-, Stevenson recuerda con especial cariño la espera del momento en que las carretas, deslizándose por las calles, anunciaban la llegada del alba. Admirando la visión de un cementerio, agitado por un estado de melancolía, el escritor describe el contraste entre la belleza de las tumbas y las sórdidas viviendas que sirven como telón de fondo, entre el pragmatismo de las gentes y la silenciosa poesía de las lápidas. Pero es el trabajo y el desvelo de las nodrizas el que más despierta la ternura poética del escritor, al pensar en la inevitable soledad al que se ven abocadas estas desconsoladas mujeres.
            El espíritu satírico de Stevenson, por lo demás, no descansa en los Ensayos literarios y alcanza incluso a los narradores que más admira. La crítica del escritor se centra en los escritores de su tiempo, de tal modo que las narraciones de Jules Verne, sostenidas por la fábula y el misterio, presentan unos personajes que más bien parecen marionetas o muñecos, con una total ausencia de estilo o interés por la naturaleza humana, mientras que los últimos cuentos de Poe, careciendo de la agudeza que esgrimía el escritor para tratar el terreno resbaladizo que se encuentra entre la demencia y la cordura, están llenos de artificio e imaginación rebuscada. Por no hablar de las flaquezas de Walter Scott, quien combina el encanto de las incidencias románticas de sus novelas con la ineptitud que manifiesta en los aspectos técnicos del estilo. Por el contrario, Stevenson no duda en señalar –y repetir- la alegría que siente al releer El progreso del peregrino, de Bunyan, y la fascinación que le provoca El vizconde de Bragelonne, de Dumas, una novela repleta de sentido común, alegría, ingenio, encanto espiritual y una reconfortante atmósfera de melancolía.
Distanciándose de los autores populares de su tiempo –que, como en todas las épocas, complacen al lector poco cultivado, que se contempla a sí mismo en distintas situaciones al leer las novelas de estos escritores-, Stevenson busca lectores genuinos, porque aunque sea osado decirlo se necesita un cierto talento para la lectura, una dotación intelectual, una cierta gracia. El objetivo del escritor es deleitar y enseñar. Y mantenerse fiel a un ideal. No le vaya a ocurrir como al hombre de la fábula de Stevenson que, atrapado por la vida, se convirtió en un tedioso banquero. Porque, efectivamente, la vida es un encantamiento. La flauta suena dulcemente y el hombre, sin darse cuenta, cuando menos lo espera se encuentra enredado entre la maraña de circunstancias que le ha impuesto la sociedad. Vale.   



sábado, 31 de enero de 2015

Crimen en la Torre de Montijo

Autor de una amplia obra narrativa preñada de costumbrismo, el escritor murciano José María López Conesa ha publicado recientemente Crimen en la Torre de Montijo (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013). En esta deliciosa novela el escritor se acerca con nostalgia y humor, pero también con descarnado realismo, al mundo de su infancia, hacia un lugar en trance de desaparecer situado en la huerta. La Torre de Montijo es un barrio aislado formado por una calle con unas cuantas casas, algunas de ellas deshabitadas, un pueblo situado en el manto verde de la huerta, un espacio alejado hasta cierto punto de Murcia, donde la vida se repite monótonamente, los agricultores pasan el día cuidando la tierra y al atardecer acuden a la taberna “El Quemao” -el único establecimiento de la zona-, donde las mujeres cuidan las casas y el lugar más exótico es una casa de prostitutas.
Con austeridad casi espartana, López Conesa describe el primitivismo de los habitantes de la Torre de Montijo, la vida dura y sencilla de agricultores y vendedores de leña. El ambiente viril que preside todas las acciones se traduce en una violencia verbal y física. Así pues, la honra de una mujer puede dar lugar a una brutal paliza, la venganza campa a sus anchas, la homosexualidad es vista con malos ojos y las mujeres parecen abocadas a un destino aciago (en algunos casos el suicidio o la prostitución). Este primitivismo que envuelve a los personajes de la novela, entre la crueldad y el humor, contrasta poderosamente con la figura de una joven, Florita, que representa los mejores valores de la huerta, la pureza y la sencillez. Este enfrentamiento entre el primitivismo asfixiante de la sociedad huertana y el candor de la joven se traducen finalmente en un hecho luctuoso sobre el cual gira la historia, a saber, la violación de Florita.
En una reciente entrevista, López Conesa se ha definido como un escritor costumbrista. “En mis relatos”, dice el escritor, “describo personajes, hechos, paisajes y momentos de la vida cotidiana, de la belleza de la huerta, de la dura tarea del agricultor y he querido profundizar en los entresijos del alma humana”. En Crimen en la Torre de Montijo, el autor parece deambular entre las descripciones costumbristas que enriquecen el relato (pensemos, por ejemplo, en el horno de leña comunitario o el cementerio para renegados y suicidas), el interés por penetrar en la psicología de los personajes y una sucesión de acontecimientos que se multiplican conforme avanza la narración (a la violación de Florita se sucede el asesinato del violador, por no hablar de la muerte de la mujer de Julián, el agricultor sobre el que se mueve toda la historia, y el suicidio de la esposa del violador). Más allá de las intrigas policíacas, que rellenan la parte final de la historia, la novela seduce finalmente por las deliciosas notas de humor -que hacen, por ejemplo, que unos huevos mezclados con coñac bajen “por el canal digestivo en busca del lago estomacal”, o que alguien que ha recibido una paliza salga de urgencias “con el cuerpo forrado como una momia”- y, sobre todo, por el tono de tragedia que inunda la historia, el destino funesto que corren los personajes, especialmente las mujeres, y la sensación de que estamos ante un mundo prácticamente acabado. Por eso, acaso la pureza mancillada de la joven Florita, más allá de una velada crítica de la sociedad huertana -pues el autor parece moverse entre la nostalgia y el rechazo- o una descripción de la inadaptación al ambiente viril de la huerta, no sea más que una metáfora del fin de una época.