miércoles, 29 de febrero de 2012

José Martínez Ruiz, Azorín

El otoño fluye mientras leo a Azorín. Una sensación de melancolía y nostalgia me embarga, me transporta a otras épocas. La ruta de Don Quijote me conduce a las tierras castellanas que cubren la provincia de Guadalajara, allí donde el Quijote cabalgó antaño con gallardía. Los campesinos labran los campos, el paisaje monótono de La Mancha se extiende ante mis ojos. Las horas pasan lentamente, como en los pueblos que describe Azorín. Los días se repiten, los personajes están llenos de hidalguía. Es la España profunda, castiza.


Azorín describe en La ruta de Don Quijote los pueblos de la Mancha y las estepas castellanas que tanto ama. La ruta de Azorín se inicia en Argamasilla de Alba, la villa de don Quijote. Allí presenta a Alonso Quijano leyendo, como un personaje real de la segunda mitad del siglo XVI. Azorín puede describir la Argamasilla de la época de don Quijote gracias a las Relaciones topográficas ordenadas por Felipe II y concluye que “es un pueblo enfermizo, fundado por una generación presa de una hiperestesia nerviosa”, debido a las continuas epidemias. Azorín se detiene en el ambiente de la actual Argamasilla (la del año 1905, cuando se escribe La ruta de Don Quijote), un pueblo de vieja gente castellana, donde resalta el aire castizo, tan español, de las casas manchegas. El pueblo parece vivir en un continuo silencio, en un aletargado reposo. En Argamasilla, Azorín encuentra una tradición muy fuerte que identifica a don Quijote con un hidalgo del pueblo, don Rodrigo Pacheco. Esa tradición se mantiene incólume y es refrendada por la presencia de un grupo de hidalgos castellanos a los que se denomina los académicos de Argamasilla, que son especialistas en Cervantes y el Quijote. En estos señores observa Azorín “un hálito de arte, de patriotismo”, y en los habitantes de Argamasilla una cierta paralización de la voluntad que deja a medio camino todos los proyectos históricos.
Azorín emula la primera salida de don Quijote desde Argamasilla. En la llanura rastrea como fino antropólogo el espíritu del famoso caballero de la triste figura. Una vez en Puerto Lápice, visita las ruinas de la venta donde don Quijote fue armado caballero. Camino de Ruidera, se emociona al descubrir unos batanes porque le recuerdan la famosa aventura de don Quijote. Buscando la cueva de Montesinos, el paisaje le “hace pensar en los conquistadores, en los guerreros, en los místicos, en las almas, en fin, solitarias y alucinadas, tremendas, de los tiempos lejanos”. En Criptana, Azorín se para a observar los molinos, una auténtica novedad en época del Quijote, y advierte cómo se ha establecido una relación estrecha entre la figura de Sancho Panza y los habitantes del pueblo, que quieren representar el espíritu del bondadoso Sancho.
Llegado a El Toboso, Azorín siente una sensación de soledad y de abandono, la tristeza de La Mancha. En medio de un ambiente decadente, observa las ruinas de un pueblo muerto, vetusto. La casa de Dulcinea ha pasado de ser un palacio a “una almazara prosaica”, medio derruida, con los blasones reposando, olvidados, en el patio. En El Toboso, Miguel de Cervantes se ha convertido en Miguel, en un gesto de cordialidad y humanidad. Una tradición sitúa a parientes de Cervantes en el pueblo. Incluso, existe una mansión denominada la casa de Cervantes.
En su viaje a través de La ruta de Don Quijote, Azorín aprende de los campesinos una filosofía sencilla y veraz: “No hay pasado ni existe provenir; sólo el presente es lo real y lo trascendental”.
Pero el viaje termina, el otoño toca a su fin y debo abandonar a Azorín. “Sin omisiones, sin efectos, sin lirismos”, Azorín nos ha contado su pasión por la historia eterna de la tierra española, esa que vibra como un ideal, como una ilusión que nos impulsa, en las páginas del Quijote.