martes, 31 de agosto de 2010

Achim von Arnim

Existen escritores afectados por una enfermedad incurable, una extraña melancolía que devuelve su mirada de continuo hacia el pasado. La editorial Nortesur ha editado -con traducción de Jorge Seca- Die Majoratsherren (Los mayorazgos), una narración, a modo de “cuento fantástico”, ideada por uno de estos escritores situados a contracorriente de su tiempo, el novelista y poeta Achim von Arnim, uno de los representantes más peculiares e ilustres -y menos conocidos- del romanticismo alemán. Amigo de Brentano, formado en el llamado círculo de Heidelberg e influido –cómo no- por Goethe y Herder, se interesó vivamente por las leyendas y las canciones populares alemanas, editó un periódico e incluso fundó –más o menos se le puede llamar así- un partido político, pero para cuando publicó este texto corto, Los mayorazgos, en 1820, von Arnim se había retirado definitivamente a su hacienda de Wiepersdorf, abandonando la vida en Berlín y sometiéndose por entero al imperio de la soledad y la nostalgia. La novela es a todos los efectos una suerte de balada nostálgica que apela mediante metáforas e imágenes llenas de simbolismos a una época que se desvanece, heredera del mundo medieval.
Von Arnim presenta al dueño del mayorazgo, protagonista de la historia, como un individuo anacrónico, que vive fuera de su tiempo, duerme de día y lee por las noches, y toma las decisiones demasiado tarde. Es un hombre enfermizo, dedicado a la meditación –su único trabajo es llevar al corriente su diario-, “entregado a los estudios y la contemplación” -que considera verdaderas todas las historias sagradas de todos los pueblos- y capaz de ver los espíritus que revolotean a nuestro alrededor porque posee unos segundos ojos. Precisamente su visión del mundo trastoca, interpreta y deforma todo lo que observa dándole un sentido diferente. Una jauría de perros que ataca el carruaje de un médico se convierte en una jauría humana al acecho –imagen que sirve para recordar los peligros que experimenta la nobleza francesa en sus castillos-; el pañuelo blanco de la criada resulta ser un halo sobre su cabeza; el gorro alto de la vieja judía, Vasthi, se asemeja a un cuervo negro, y así sucesivamente. A través de su ventana –una imagen que nos retrotrae al paisaje romántico (¡quién puede olvidar Vista a través de la ventana o Mujer en la ventana de C. D. Friedrich)-, el mayorazgo contempla extasiado a la joven Esther, también débil, enfermiza y soñadora, hasta el punto de que parece tener claro el final próximo que le tiene reservado el destino. Esther está desapegada de las cosas terrenales, y actúa y habla casi como si se tratara de un oráculo: “pero nuestro amor no es de este mundo”, le recuerda al mayorazgo, “a mí me ha destruido este mundo con todas sus majaderías”. La muerte de estas dos criaturas, el mayorazgo y la bella Esther, representa el fin de una época, una forma de vivir y una mentalidad, pero expresa también la impotencia de una generación –entre la que se incluye von Arnim- para mantener a flote la herencia medieval.
Por eso, la imagen de la muerte aletea en toda la narración, mediante una serie de símbolos y tradiciones que actúan como premoniciones del final de la historia, como cuando unos toros escarban entre las tumbas de un camposanto, lo cual quiere decir según los judíos que “está próxima la muerte de alguien del barrio”; o como cuando el protagonista cuenta que ha soñado con la joven Esther, que le ofrecía la copa del dolor, idea que se repite después a través de la mención de la leyenda judía de Lilit, mujer que tras el pecado original “adoptó el oficio de ángel de la muerte”; o como cuando el mayorazgo se refugia en el tejado de la casa de su primo y confunde unas palomas blancas con símbolos beatíficos que le anuncian que su presencia en la tierra ya no es necesaria; o como cuando se alude a la ley sobre los difuntos, que ordena sacar al muerto de casa después de tan sólo tres horas. Toda la novela, pues, está presidida por esa idea de muerte, de acabamiento. Y esta idea afecta, lógicamente, a los dos personajes principales de la historia, que parecen vivir en otro mundo y estar preparados ya para otro mundo.
No es casualidad, por lo demás, que esta pequeña joya se inicie con una apología nostálgica de un “fabuloso mundo” que acaba con la llegada de la revolución francesa. Von Arnim, aristócrata culto de raigambre prusiana, se enternece al hablar de “la claridad intelectual de aquellos tiempos” -de una generación que se acercó con prontitud a un mundo superior-, añora la estructura y jerarquía feudales, y defiende las atemporales instituciones medievales, “todas ellas serias e importantes y contrastadas frente a todo cambio”. Es, precisamente, a través de la transformación de una de esas instituciones, el mayorazgo, como von Arnim va a mostrar el desmoronamiento de su mundo. Tampoco es casualidad que la obra se cierre con la alusión a unos tiempos agitados y revolucionarios que provocan una serie de cambios: “los mayorazgos feudales fueron abolidos”, escribe von Arnim, “los judíos fueron liberados de la angosta judería”. Y es que, tal como se muestra a lo largo de toda novela, existe una separación –no sólo de barrios- entre cristianos y judíos que se manifiesta en las costumbres y tradiciones. La casa donde se aloja temporalmente el mayorazgo –propiedad de su viejo primo y que no es su mansión propiamente dicha- y desde cuya ventana contempla a la joven Esther, marca el punto de separación entre los cristianos y los judíos. Como luego se comprobará en el entramado de la historia, Esther es en realidad una muchacha cristiana que al nacer fue arrojada a los brazos de una familia judía. Así pues, la historia amorosa –acaecida en el pasado y además frustrada- entre un joven soldado del regimiento de dragones y la –en teoría- judía Esther sirve a von Arnim para mostrar la separación y el enfrentamiento que existe entre cristianos y judíos. “Pero así como se maltrata a los pobres judíos que se salen de la judería”, escribe von Arnim, “así ellos se creen en su derecho de maltratar a los cristianos que se cuelan en ella”. Y en la visión del escritor alemán el orden que impera en el barrio cristiano contrasta con el bullicio y la agitación del barrio judío. Pero con la llegada de las guerras revolucionarias esta separación se derrumba –como los mayorazgos- y los judíos son liberados de sus barrios. La vieja judía, Vasthi, compra la mansión del mayorazgo para montar una fábrica de amoníaco. “Y el crédito”, se lee al final de la novela, “pasó a ocupar el lugar del derecho feudal”.
Desencantado con los cambios revolucionarios, von Arnim se refugió en su hacienda de Wiepersdorf donde escribió esta fábula llena de imágenes poéticas, empleando la fe y la fantasía como mediadoras entre el mundo terrenal y otra realidad secreta y más elevada –para él seguramente más verdadera-, mientras seguía soñando con una época que se iba difuminando en la que todavía “cada cual se ataviaba en cierto modo para la eternidad en esta tierra”.