jueves, 29 de agosto de 2013

Julián Ayesta

Helena o el amor del verano, un opúsculo de Julián Ayesta, publicado por primera vez en 1952 y reeditado varias veces, sorprende al lector que se adentra en sus páginas (apenas ochenta en la edición que ha preparado ahora Acantilado) por su fascinante aliento poético. Ayesta consigue con Helena o el mar del verano crear una obra modélica, referencial, uno de los libros más importantes y más apasionantes de la narrativa española del siglo XX. Escritor de un solo libro, como aquel que dice, póstumamente la editorial Pre-Textos ha tenido la feliz idea de publicar un volumen de Cuentos de Ayesta (Valencia, 2001), labor que ha continuado acertadamente Trotta al editar los Dibujos y poemas (Madrid, 2003) del escritor gijonés.
            Escrita, sin duda alguna, en estado de gracia, la novela es una evocación de la felicidad que acompaña a la infancia y al surgimiento de un amor tierno, puro y virginal. Estructurada en tres partes (verano-invierno-verano), se compone de una serie de escenas o cuadros, a veces costumbristas, en ocasiones bucólicos, siempre nostálgicos y melancólicos, a través de los que se sugiere un mundo acaso vivido, acaso soñado por el autor, en el que se describe la infancia de un niño en Gijón. Aferrado a los recuerdos de su familia y al amor que evoca un nombre –Helena-, el joven protagonista de la historia contempla la existencia en aquellos lejanos años como si se tratase de alguien que abre los ojos al mundo. Atrapado en la espiral poética que ha construido Ayesta, el lector asiste conmovido a la narración, que fluye cadenciosamente desde el retrato coral de una familia hasta la experiencia individual sublimada por el amor y la visión de la naturaleza. Ayesta combina en este sentido las escenas íntimas, que retratan la alegría familiar, con los cuadros costumbristas en la playa y en el campo, pero siempre teniendo como horizonte final la sensación de plenitud que produce el descubrimiento del amor.
            Toda la novela está plagada de detalles, de escenas que tratan de transmitir la felicidad en la infancia: una comida en el campo, unos juegos inocentes en la playa, una batalla de almohadas entre niños en una habitación, una canción cantada al unísono por todos los miembros de la familia, unas sidras tomadas al pie del camino, unas nubes en el cielo que semejan países o continentes. El relato tiene una suerte de intermedio invernal, un capítulo central en la novela que Ayesta titula con cierta ambigüedad, “la alegría de Dios”. El joven protagonista, formado en una escuela de jesuitas, cuenta sus experiencias religiosas, ligadas a las ideas de culpa, dolor y remordimiento, expresadas en un sometimiento a la autoridad de la iglesia. Es como si Ayesta pretendiese crear un contraste de sentimientos y sensaciones entre el verano y el invierno. Sin embargo, poco más adelante leemos, en el mismo capítulo invernal, que el muchacho se deja arrebatar por el fervor religioso, por el amor a la Virgen, tan buena, tan suave, tan hermosa. Tocado por Dios el muchacho rebosa nuevamente felicidad, hasta el punto de sentir “el cuerpo y el alma hinchados de alegría y de un gran sosiego y de un gran amor a todas las cosas”.  
            Da la impresión de que Ayesta ha moldeado la novela mediante una serie de ritos o celebraciones que confluyen en una fábula mitológica que da paso a la apoteosis final en que se celebra el amor. Tras el paréntesis invernal y la llegada nuevamente de la estación veraniega, el relato parece derivar hacia un mayor intimismo, como si a partir de un momento determinado sólo existiesen en el mundo Helena y el protagonista. La escena bucólica de ecos virgilianos, que se desarrolla en un bosque y que precede al capítulo final, sitúa la novela en un terreno de ficción sin límites, donde el anclaje en la realidad se vuelve de tanto en tanto más liviano. El juego amoroso entre la naturaleza radiante inunda el relato. En el crepúsculo del atardecer que cierra esta maravillosa novela, Ayesta presenta a sus protagonistas llenos de amor, llenos de vida, adentrándose en una cueva cercana a la playa donde les esperan unas ruinas romanas, los misterios de la Edad antigua y un mundo lleno de belleza sin igual. Una fábula griega certifica el amor entre los protagonistas en el terreno donde anidan los sueños. En la playa, “todo era como un gran arco” dispuesto a ser atravesado por los dos muchachos que, muertos de gozo, caminan hacia más allá, no sé sabe dónde, hacia un lugar sólo imaginado por los poetas.
            Concebido seguramente como un ejercicio de estilo, Helena o el mar del verano es un libro feliz que transmite un arrebatado amor a las personas, a los animales, a todas las cosas que existen en este mundo. La lectura de las páginas de esta novela provoca tanta afinidad con el protagonista que uno desearía llorar eternamente ante la visión del amor, ante la sensación de belleza, y desearía, también, correr con los ojos cuajados de lágrimas más allá del viento, más allá del arco de colores, más allá.