lunes, 28 de febrero de 2011

Thomas Hardy


Thomas Hardy entiende la vida como una larga espera. La historia de George Barnet y Lucy Savile en Conciudadanos (Fellow-Townsmen) lo pone plenamente de manifiesto. Atrapados en la madeja del destino, Barnet y Lucy parecen condenados a esperar, pues las circunstancias siempre juegan en su contra. Casado con una aristócrata a la que no quiere, el comerciante Barnet lleva una vida fácil y opulenta, pero desgraciada. Por el contrario, su amigo Downe se encuentra felizmente casado. La novela da la impresión de que juega en principio con esa dualidad, con el tema de las oportunidades perdidas. “El camino que no se tomó” en la vida en un determinado momento es el que está consumiendo a Barnet, que no hace sino rememorar el pasado junto a Lucy Savile. La casita donde vive ella ahora se ha convertido en una especie de “terreno prohibido” al cual no puede acceder Barnet para evitar malentendidos.
Pero Thomas Hardy siempre se ha interesado por los asuntos morales. En Conciudadanos, el protagonista, George Barnet se enfrenta a un dilema moral. Un terrible accidente -nuevamente el azar entrando en acción- ha dejado viudo al desconsolado Downe al tiempo que languideciente a la esposa de Barnet. Apurando todas las posibilidades, el protagonista logra salvar a su mujer perdiendo la opción de experimentar una liberación. “Hay hombres honestos”, escribe Hardy, “que no admiten en sus pensamientos, incluso como vanas hipótesis, visiones de futuro que conjeturen como realizado un acto que les repugnaría realizar; y hay otros hombres igualmente honestos para quienes la moralidad acaba en la superficie de sus propias cabezas, y que deliberan sobre lo que los primeros ni siquiera llegarán a conjeturar” (p. 56). George Barnet, no cabe duda, es un hombre honesto marcado por un funesto destino. Hardy juega con el azar cuando al protagonista le son entregadas dos cartas al mismo tiempo. La primera marca su liberación pues le comunica la muerte de su esposa, la segunda, leída unos minutos después, acaba con sus últimas esperanzas ya que le anuncia el matrimonio de su amigo Downe y la señorita Lucy Savile. “Los acontecimientos que ese día se habían sucedido precipitadamente en el transcurso de media hora, mostraban esa curiosa crueldad refinada en su organización que, a menudo, procede del pecho del caprichoso dios conocido en otros tiempos como el ciego Azar”. Downe obtiene el consuelo después de la muerte de su esposa. Barnet urde un plan mientras reposa ensimismado en el cementerio. Decide dejar todos sus asuntos y marcharse de la ciudad, Port Bredy. Es una decisión radical de abandono. Quizá no sea casualidad que Hardy haya empelado el cementerio como lugar donde surge la idea.

Los años pasan, concretamente veintiún años y seis meses. Port Bredy cambia. Algunas personas han pasado a mejor vida. Entre ellos Downe. George Barnet regresa a la ciudad en busca del amor de Lucy Savile, pero el destino no va a permitir que se unan. Ahora es ella quien no se atreve en principio a dar el paso definitivo. Luego se arrepiente, demasiado tarde. Barnet ha vuelto a sus viajes, al abandono. Ella, no obstante, “esperó, años y años, pero Barnet nunca volvió a aparecer”. La melancolía y la tristeza nos embargan al final de la lectura. La tragedia de dos seres que se aman y no pueden unirse se consuma.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Francisco Nieva


En 2003 Ediciones Irreverentes publicó Manuscrito encontrado en Zaragoza, una pieza de teatro escrita por Francisco Nieva basándose en una anécdota que se encuentra en la novela homónima del conde polaco Jan Potocki. Con Manuscrito encontrado en Zaragoza, Nieva escribe una obra sobre la locura erótica. Dos ninfas seducen a un joven militar. Las dos ninfas llevan por nombre Emina y Zibedea, y se presentan como primas del soldado por parte materna (“somos como el reverso de tu sangre y tu conciencia”, dice Emina), moriscas, de familia tunecina, cultas, seductoras, ángeles y demonios al mismo tiempo. El militar seducido responde al nombre de Alfonso de Worden y se deja zambullir en lo prohibido, se adentra en la locura y el conocimiento, y vive acaso un hechizo, una alucinación.
El propio conde Potocki introduce la historia pues dice haber hallado un manuscrito sibilino después de hurgar en el misterio, un manuscrito que “muestra nuevas formas de la felicidad en la traición y la heterodoxia”. Francisco Nieva se complace en jugar con la confusión, en ironizar sobre un cuadro de costumbres en el que se combina la brutalidad de una pareja de bandoleros, la vulgaridad de una tabernera y la sutileza de un fraile besucón. El misterio se inicia con la llegada de Emina y Zibedea a Venta Quemada. Alfonso se ve enredado en una serie de sutiles juegos amañados por sus primas, se deja arrastrar por tentaciones ocultas que anidaban en él. Las historias se repiten, ya que la narración del endemoniado Pacheco se asemeja a la del pobre Alfonso de Worden. Cuenta cómo, siendo seminarista, fue seducido por dos mujeres después de beber una pócima. Es una narración repetida por Pacheco todos los días y que funciona como una leyenda. Nieva, pues, se divierte jugando con diferentes registros, mezclando realidad y ficción, historia y leyenda.

En la pieza se pone en evidencia también el contraste de cultura, costumbres y religión. Emina y Zibedea coquetean con heréticos y brujas que han salvado de la Inquisición, blasfeman contra Jesucristo (“…es poca cosa”, dice Zibedea), se burlan del rey Felipe V (“un francés pequeñito con una peluca muy grande”, afirma Emina) y cuentan historias monstruosas al hacernos saber que llevan introducido en el vano un animalejo llamado el “rospo de Siria” que estimula el deseo masculino. Mientras, Alfonso está esclavizado por su religión católica. “Pertenecemos a mundos distintos. Son otras las costumbres y los usos”, recuerda Emina. Atraído por el misterio, da la sensación de que Alfonso de Worden está sometido a una prueba por sus primas, de tal modo que la obra se presenta como un juego continuo, un misterio dentro de otro misterio. El juicio ante la Inquisición que sufren Alfonso y las moriscas ejerce como catapulta de liberación para el joven militar. Nieva aprovecha para ironizar sobre la Inquisición y el país en general: “Ésta es una institución moderna [dice Don Pedro, el inquisidor] que, en cierto modo, hace lo que la policía, pero con más boato y mejor gusto. Con un protocolo y una solemnidad que intimidan a los enemigos de España, pueblo como se sabe entre los más avanzados y razonables de la Tierra”. Dogmático e intransigente, el inquisidor rechaza el conocimiento y la sabiduría de las moriscas. La situación hace estallar a Alfonso: “habéis nacido, como tantos de los vuestros”, le dice al inquisidor, “para odiar la felicidad, la belleza y la sabiduría”.
Seducido finalmente por las ninfas moriscas, Alfonso de Worden reniega del mundo y de la justicia, se aleja del orden tradicional en el que estaba inmerso. “Por fin soy libre de mí mismo y de mi pesada conciencia, soy dueño de mi alma y mi cuerpo. Soy yo mismo sin mancha. O todo mancha”. Alfonso experimenta al final del relato la felicidad, una suerte de liberación. El conde Potocki reaparece para contarnos que el joven es sacrificado, pero que “murió con un sabor de plenitud en los labios”. El lector, embriagado por el fascinante embrujo de la pieza, suspira consciente de que Manuscrito encontrado en Zaragoza es una obra mágica, llena de maravillas.