jueves, 29 de febrero de 2024

La habitación secreta

 

1. Poesía y música se intercambian y aprovechan el mismo espacio en La habitación secreta (M.A.R. Editor, 2023), de José Antonio Molina, un lugar secreto en donde anda recluido el autor con sus libros y sus sueños, y donde todo es interpretable, traducible en términos culturales. La habitación secreta es, sin duda alguna, el espacio metafórico donde aletea la alegría furtiva en los momentos de descanso, el espacio en el que se desempeña el misterio de la música. Sostenido en la soledad de su habitación secreta, Molina evoca el encuentro de Debussy con los sonidos orientales de Java, que permite al artista encontrar nuevos caminos, conformar una música nueva que entronca con los templos sagrados y con las deidades de los bosques. La habitación secreta es, pues, el lugar de la evocación. Allí, el autor ha recordado la presencia inspiradora de Mendelssohn en la gruta de Fingal, en las islas Hébridas, la dimensión esotérica de algunas partituras de Ravel o el amor a Rusia, trenzado en la música de Rajmáninov. Literatura y música se confabulan en la misteriosa habitación secreta. Molina se interesa especialmente por libros que hablan de músicos y encuentra en ellos lo que desea encontrar: un oráculo, un dios (evidentemente, Mozart), la voz diabólica y hedonista de un joven músico, el brillo de Wagner. Es así como Vernon Lee, Pascal Quignard, Charles Baudelaire o Joseph Roth se pasean por las páginas de La habitación secreta anticipando sobre todo la música, como un epitafio de la melancolía y la belleza.

2. La visión de Molina, no obstante, se abre también al sonido de las canciones populares, de la música de las iglesias, porque “la potencia sobrenatural de la música es demoníaca”, una idea que se repite con frecuencia en La habitación secreta y que abre un paisaje conocido y querido para el autor: lo demoníaco enlaza con el interés por el enigma, por los misterios ocultos, por el mundo de los sueños y el poder de la mirada. Este gusto por lo demoníaco y por lo enigmático está en el origen de la actividad creadora. Esta idea se revela en los ensayos como un hecho constatable que se puede encontrar en las imágenes que proceden de los sueños, en el gusto por lo sobrenatural y el misterio, ya sea en Marina Tsvetáieva, en Victor Hugo o en Rubén Darío. También es muy evidente, en los ensayos, el interés por lo primitivo, por lo primordial, que pone en evidencia un mundo, quizá anhelado por el autor, donde prevalece todavía la tradición oral, las supersticiones y la mitología. Es lo que Molina denomina “la validez inmortal y atemporal de las mitologías”, que están impregnadas de hermosas mentiras llenas de belleza. Las referencias a la mitología clásica son, de este modo, recurrentes en La habitación secreta y surgen aquí y allá, hasta en los lugares más insospechados, como en los personajes (piratas todos ellos) que pueblan el inicio de La isla del tesoro de Stevenson. Pero más interesante es comprobar que, para el autor, la mitología se ha convertido en una fuente que ilumina la vida contemporánea. Así pues, en la Antígona de Salvador Espriu, por ejemplo, el personaje de Creonte tiene algo de dictador e impone la fuerza y el silencio en una época de oscuridad, y en el Edipo de Voltaire lo que asoma en realidad es la libertad individual frente a las manipulaciones del poder. Este acercamiento a lo que representan las mitologías se compagina con una obsesión repetida y frecuente por el carácter insondable y grandioso de la naturaleza: ya sea en el Cáucaso, en Crimea o en las islas de Aran, las montañas, los ríos y las grandes llanuras certifican que “la naturaleza es el único anclaje eterno”.

3. Quedan, en todo caso, sugeridas, como apuntadas, ciertas narraciones en el conjunto de ensayos que configura La habitación secreta: la orgía de una comunidad festiva que llega a un puerto o, también, la historia de una ermita abandonada por el paso del tiempo, con las piedras que nos hablan y la espadaña vacía. Hay en estas cortas narraciones una evidente sensación de melancolía, de acabamiento, que eleva el tono poético del conjunto. En ciertas ocasiones, además, Molina adopta un punto de vista diferente, a saber, el del autor referido: hace hablar a Alceo, por ejemplo, en su exilio, movido por la melancolía, por la evocación de un tiempo pasado, glorioso y ya acabado, y a Goethe, quejándose de los efectos perniciosos de la técnica. ¿No es acaso entonces, podemos pensar, el autor quien expone sus propias obsesiones aplicándolas a sus autores preferidos? Podemos ir más lejos en estas observaciones: la interpretación que Proust ofrece de la lectura como forma de elevación hacia la cultura y la vida espiritual, ¿no traduce acaso el propio pensamiento del autor? Lo cierto es que esta idea de elevación espiritual se repite en las páginas de La habitación secreta: la belleza instalada en un abanico descrito por Proust, recordando las alegrías de un salón elegante, cerrado ya, nos muestra que “ningún instante se ha vivido en vano, ni se ha perdido para siempre, si el arte lo rescata y lo eleva”. Las lecturas de Molina en su habitación secreta traducen, de este modo, su pasión por la música, pero sobre todo su pasión por cambiar el estado natural de las cosas. ¿Por qué se recrea, podemos pensar una vez más, el exilio prolongado y continuado de Thomas Mann, con la sombra del fascismo persiguiéndole? ¿Por qué se hace hincapié en la piedad y la compasión hacia los refugiados de guerras y revoluciones a su paso por una aldea, tal como cuenta Goethe en Hermann y Dorothea? ¿Por qué lo que se pone en evidencia en la Pandora de Voltaire es el amor, la bondad y la lealtad? ¿No es acaso todo esto un anhelo del propio autor? Los ejemplos se multiplican por doquier en La habitación secreta: así es como el amor puro convierte la oscura flor de El tulipán negro de Dumas en símbolo de justicia y así es como la plegaria de Ifigenia en Táuride, de Goethe, sirve para encontrar la paz y la piedad. No es necesario avanzar más para comprobar que la habitación secreta de Molina es un reducto último donde se imagina y se sueña, la libertad frente al despotismo, evocando a fin de cuentas el poder transformador de la cultura.

  

 

miércoles, 31 de enero de 2024

Efímero infinito

 

1. La lectura de Efímero infinito (Cuadernos del Laberinto, 2021), de Diego Alonso Cánovas, deja una extraña sensación de acabamiento de las cosas, pero, al mismo tiempo, de plenitud. Se percibe en el poemario, en este sentido, una permanente sensación de querer resumir todo lo que ha sido y lo que es el poeta, porque la vejez aprieta y “porque fue pleno de un sentir esplendoroso / lo que pronto será solo vacío”. Por eso, el poeta se conforma con vivir, con contemplar los campos, “pasajero de un tiempo sin regreso”, pero manifiesta también las cosas que todavía se pueden hacer, consciente de que el sueño y la utopía están plenamente presentes en la vida. El tiempo inexorable se hace visible, pues, en oposición a la necesidad del infinito. Pero, ¿dónde se encuentra, dónde habita el infinito? Quizá en la contemplación de una rosa, que “avanza inmóvil, cada vez más bella”, quizá “más allá de esa nube, / allí donde convergen las rectas paralelas”, más allá del cielo, de los límites, quizá frente al mar, en la amplitud de la luz, donde se suceden “las rumorosas ondas”, quizá en los sonidos naturales de cada amanecer. La mirada hacia la lejanía se mueve aquí en contraposición con los objetos cercanos que, a veces, pasan desapercibidos. Esa necesidad de soñar con lo imposible entronca con una mirada de amplios horizontes, hacia el infinito, hacia la utopía, pero también con una imagen de la infancia que define toda la poesía de Alonso Cánovas. En oposición, la sensación de que el tiempo se agota está muy presente en el poemario, como algo que está ahí, permanente, al acecho, como algo que se desploma sobre el poeta. Entretanto, la nostalgia evocadora se recrea en una época de belleza, quizá la infancia, una época y un “eterno tiempo que se agota”.  

2. En Efímero infinito algunos poemas suenan a despedida o son autobiográficos. El poeta se descubre ante el lector, definiéndose como un ser agudo, recto y obtuso, como las matemáticas. Se muestra reacio “ante la jerigonza de lo hermético”, componiendo versos “blancos, libres, rimados”. No oculta sus referencias literarias en determinados poemas, que son como variaciones musicales. Escribe contra la estulticia, contra la ignorancia, contra la masa enfervorizada, contra el consumo, que nos conduce al precipicio. El poeta experimenta, así pues, en Efímero infinito, la necesidad implícita de disfrute de la vida, el ansia de volar frente a la llegada de la ancianidad. Se nota en algunos versos, en efecto, la cercanía de la muerte, el diálogo con la muerte, “porque saben muy bien que ya se acerca / el final de esta obra”. Una suerte de divinidad, un daimon, parece acompañar al poeta. Es quizá la conciencia, que aflora en las noches de insomnio, y que urge a encontrar “la llave para abrir el infinito / y comprenderlo al fin”. En la inagotable búsqueda de verdad y amor resuena con fuerza, finalmente, esa calle rescatada del olvido. Son los recuerdos que brotan desde la infancia, desde la tierra natal, con el árbol, la calle donde se halla el amor, el cerro, el valle y la higuera, socavada ahora por el cemento.

 

 

domingo, 31 de diciembre de 2023

La sumisa

 

1. En la “aclaración preliminar” a La sumisa (Galaxia Gutenberg, 2022), relato fantástico de Fiódor Dostoievski publicado en 1876, el autor anticipa lo que nos vamos a encontrar: un relato “real en alto grado”, pero al mismo tiempo “fantástico” porque el narrador de la historia emplea un artificio literario: un monólogo dirigido a sí mismo para tratar de explicar las circunstancias en que se ha suicidado su mujer. Divagando de una forma evidente porque tiene dificultades para concentrarse, el protagonista cuenta cómo conoció a la joven con la que acaba casándose, la forma en que un mediocre prestamista, “un egoísta de poca monta”, pide en matrimonio a una joven necesitada que aspira a ser institutriz, precisamente porque se da cuenta de que es sumisa y buena. El prestamista, un hombre de mediana edad, se presenta ante la joven como “el liberador”, el hombre que va a salvar de una situación desesperada a una pobre desgraciada, una más entre las jóvenes frágiles y desorientadas que suelen ser frecuentes en las novelas de Dostoievski. Realmente, el narrador no sabe si ha actuado con nobleza o en el fondo es un canalla que se ha aprovechado de la situación. Esta ambigüedad se traduce a todos los planos de la narración, porque hay algo frágil y liviano en todos los acontecimientos narrados, y nada es lo que parece y todo resulta difícil de desentrañar. De hecho, en ocasiones, el prestamista parece sentirse culpable por el estigma que acompaña al oficio que ejerce y por su tendencia a economizarlo todo. Pero también, en ocasiones, pasa a culpabilizar a su mujer, tanto por una posible infidelidad, una cuestión que aletea en el relato, como por su extraña y cambiante actitud. El silencio y la gravedad, huellas indelebles en el carácter del prestamista, se interponen en el matrimonio, como algo intangible que condena y azota la relación entre los recién casados.       

2. Todo el relato suena a justificación. Es como si el protagonista tuviese la íntima necesidad de abrir su conciencia al lector. Justifica su racanería amparándose en la necesidad de guardar dinero para poder comprar una finca. Justifica su cobardía por no haber afrontado un duelo. Justifica haber mendigado antes de ejercer el oficio de prestamista. Justifica, en verdad, cada uno de los pasos que ha dado en su vida, cada una de las acciones decisivas que han vertebrado su existencia. Su discurso, por lo demás, está lleno de contradicciones, algo que Dostoievski describe con sutileza. Cuando la verdad empieza a salir a la luz, es decir, cuando el pasado se abre paso en las vidas de los protagonistas, sabemos que el prestamista está todavía afectado por la pérdida de su reputación durante su estancia en el ejército. “Salí lleno de orgullo [del regimiento]”, dice el protagonista buscando de nuevo la justificación de sus actos, “pero espiritualmente deshecho”. Sabemos, también, que nadie le ha querido. En realidad, Dostoievski está contando la historia de dos pobres almas en La sumisa, dos desgraciados, un tema recurrente en sus novelas. Pero aquí no parece haber redención para los protagonistas. Dostoievski camina hacia el final de su trayectoria literaria, camina hacia la desolación. Así pues, aunque el protagonista experimenta una especie de revelación, a modo de verdad, como en muchas obras del escritor ruso, dándose cuenta en este caso de que ha perdido el tiempo, de que está enamorado de su mujer, no hay escapatoria posible. La posibilidad de una vida nueva, de una renovación, se viene abajo. “Si esto [refiriéndose al suicidio de su mujer] no hubiera ocurrido”, afirma el prestamista, “todo habría resucitado”. Es la idea de resurrección, tan cercana a Dostoievski, el anhelo, la posibilidad de que la vida sea capaz de ofrecer una segunda oportunidad. Pero el velo cae demasiado tarde. La joven institutriz está enferma y poco después llega el suicidio. ¿Es inevitable su destino? Parece que sí, porque cuando el protagonista declara su amor incondicional a la joven se produce, poco después, el suicido. Y uno se pregunta entonces, ¿es la anemia de la joven el factor más decisivo? ¿Se sentía acaso atormentada por algo?¿Juega quizá algún papel la casualidad en todo esto? Nadie sabe por qué la gente se suicida. De hecho, en un momento determinado de la novela se lee que la ironía del destino y de la naturaleza es que “somos malditos, la vida de los seres humanos es maldita en general”. De lo que no cabe ninguna duda, en todo caso, es que la vida del protagonista parece acabada. “¿Qué va a ser de mí?”, se pregunta al concluir el relato. La respuesta ya la sabemos porque la ha avanzado el propio Dostoievski unas líneas antes: “En toda la tierra los hombres están solos, ¡esta es la tragedia¡”. 

 

jueves, 30 de noviembre de 2023

Haciendo historia

 

1. John H. Elliot ha reconstruido su trayectoria historiográfica en Haciendo historia (Taurus, 2014), mostrando de este modo su visión de la historia moderna de España y reflexionando al mismo tiempo sobre la forma de hacer historia a lo largo de los últimos cincuenta años, con los avances y retrocesos implícitos de la historiografía. En líneas generales, la visión de Elliot es la de un hispanista obsesionado con “cuestionar y afrontar un conjunto de estereotipos profundamente arraigados” en la interpretación historiográfica. Cuenta en Haciendo historia cómo había encontrado su tema de investigación, allá por los años cincuenta del pasado siglo, al leer el Gran memorial del conde-duque de Olivares a Felipe IV, documento en el que expresaba la necesidad de centralizar el país. Obsesionado con este tema, que implicaba la aplicación de una reforma por parte del conde-duque para hacer frente a la inicial decadencia del imperio, las esperanzas de Elliot se desvanecen en Simancas una vez descubre la falta de documentación al respecto. La investigación se orienta entonces hacia el final del gobierno de Olivares, hacia las consecuencias de la presunta centralización, es decir, hacia la rebelión de Cataluña en 1640. Aquí, el problema, tal como es abordado por Elliot en 1953, entronca sin duda alguna con cuestiones políticas, con el nacionalismo sofocado por el régimen franquista y con las interpretaciones nacionalistas de la revuelta de 1640, que consideraban a Castilla opresora de Cataluña. “Como historiador” escribe Elliot, “era importante para mí conservar mi independencia intelectual y evitar ser seducido, por una parte, por las aspiraciones revisionistas de Vicens y sus seguidores y, por otra, por mi natural compasión hacia un pueblo oprimido”. Elliot tiene claro, además, que las investigaciones sobre la revuelta catalana de 1640 que estaba desarrollando en los años cincuenta se llevaban a cabo “en un ambiente político tenso” y que sus descubrimientos podían ser “una fuente de decepción para Soldevila y sus amigos del semiclandestino Institut d’Estudis Catalans”, pero también para la historiografía revisionista que encabezaba Vicens Vives. El telón de fondo en el que se entretejen todas estas cuestiones, todos estos planteamientos en torno a Cataluña, es la política de identidad nacional. Si Castilla, en el siglo XVI, se ve dominada por “el síndrome de la nación elegida”, no es menos cierto que la historiografía nacionalista en Cataluña asume para su país “el síndrome de la víctima inocente”. El propio Elliot explica que al escribir La rebelión de los catalanes “estaba fuertemente marcado por la determinación de liberar la historia de la Cataluña del siglo XVII de las garras de la mitología nacionalista”. En un intento de lograr un equilibrio entre las posiciones revisionistas y nacionalistas, Elliot se aleja de los mitos de identidad nacional, que considera peligrosos a la hora de escribir historia, al tiempo que define la historia nacional como teleológica y reduccionista. Estudiando los documentos del siglo XVII, observa que la palabra patria asume en la revuelta de 1640 un sentido de identidad frente a la política que viene de Madrid, haciendo referencia a la tierra, pero también a las instituciones del territorio. Es curioso observar, en este sentido, cómo el empleo de la palabra patria está relacionado con la apelación a la constitución antigua, tal como ocurre en el caso de la revuelta de los Países Bajos en 1560 o en la propia revolución inglesa de 1640. Así pues, “la conciencia comunitaria expresada en el concepto de patria”, escribe Elliot, “era un elemento común y fundamental en muchas de las principales revueltas que conmocionaron la Europa moderna” . Lo que ocurre en la revuelta catalana de 1640, precisamente, es que se rompe el vínculo, el pacto que existía desde tiempo atrás entre el príncipe y el pueblo, el príncipe y las instituciones, es decir, la constitución antigua, la patria. Frente al sesgo económico y social, que está en pleno auge en la década de los años 50 y 60, Elliot propone, en definitiva, una interpretación política en las causas de la revuelta de los catalanes. “Me llamaban más la atención”, escribe, “las presiones que emanaban desde arriba, en forma de iniciativas tomadas por el príncipe y su aparato estatal, que las presiones desde abajo”. Si la fiscalidad es un factor importante a tener en cuenta en la revuelta, también es interesante constatar que la revuelta no se desarrolla en otros territorios, como por ejemplo el reino de Valencia, quizá en última instancia, apunta Elliot, porque en esta provincia existían “lazos de dependencia personal” que conectaban la corte y el campo.

2. Los dos primeros libros de Elliot, publicados ambos en 1963, La rebelión de los catalanes y La España imperial (1469-1716), están recorridos por el mismo tema: la tensión entre el centro y la periferia, entre la unidad y la diversidad. Elliot es plenamente consciente de esta cuestión. “La historia de España”, escribe, “parecía consistir en un conflicto sin fin entre la diversidad inherente del país y una presión insistente desde el centro por la unidad”. Pero al trabajar en su siguiente libro, La Europa dividida (1559-1598), el historiador se hace cada vez más consciente de la necesidad de escribir “historia transnacional”. Más allá de la historiografía centrada en los Estados-nación, más allá de la narrativa tradicional y más allá de la historia nacionalista, Elliot encuentra en la reconciliación de la unidad con la diversidad “uno de los desafíos principales de nuestra época”, porque piensa que una descripción atenta dentro de un proceso de interacción continua puede ayudar a comprender mejor la realidad de una Europa dividida política y religiosamente, pero con elementos culturales comunes. Por aquel entonces, en los años sesenta, Elliot sigue trabajando, sin embargo, en el tema de su vida: la biografía política de Olivares en el contexto de la decadencia de España. Aunque sabe que juega en contra de la tradición historiográfica de la época, que pone el acento en los aspectos económicos y sociales siguiendo el influjo ejercido por la escuela de los Annales en Francia, Elliot dedica muchos años a la edición de los memoriales y las cartas de Olivares. Se está preparando para desarrollar la idea que le obsesiona desde su juventud, para escribir un libro sobre el conde-duque de Olivares. El planteamiento de Elliot aborda, desde un principio, dos cuestiones fundamentales: la necesidad de “ilustrar la incompatibilidad final entre su determinación [la de Olivares] por restablecer la posición internacional de España y su ambicioso programa de reformas nacional”; y el interés por mostrar al hombre en una sociedad, una cultura y una época. Es aquí, en este punto, al explicar la forma en que ha ido escribiendo la biografía política de Olivares, cuando Elliot se hace eco de los avances históricos en el campo de la prosopografía, en el campo lingüístico, en la historia de los libros y la lectura, en la historia de la realeza y sus símbolos y en el estudio del papel jugado por los validos, seguramente porque todos estos avances han influido de forma decisiva en la publicación de El conde-duque de Olivares. Da la sensación, en todo caso, de que Elliot trata de justificar la necesidad de seguir escribiendo historia política y biografía, pero desde otra perspectiva. Es evidente, en este sentido, que pretende dar un nuevo enfoque a un problema que ya tenía una larga tradición en la historiografía. Por lo demás, el tema de la decadencia, telón de fondo de El conde-duque de Olivares, siempre ha sido prioritario en el trabajo de Elliot, desde el principio de su actividad como historiador. De hecho, en Haciendo historia se hace eco de todas las visiones sobre el concepto de decadencia o declinación que tenían un gran predicamento hacia mediados del siglo XX, desde Spengler a Toynbee pasando por Weber y Huizinga, porque, sin duda alguna, de un modo u otro han influido en la visión del propio autor. En cualquier caso, Elliot deja bien claro en Haciendo historia que su posición se ha orientado hacia la perspectiva que ofrecen las fuentes de la época, a saber, la percepción de la decadencia en los historiadores, políticos, escritores y comentaristas de la época, haciendo hincapié en “la dimensión intelectual de la cuestión de la decadencia de España”. Ahora bien, hasta qué punto puede relacionarse esta obsesión de Elliot por el tema de la decadencia con el propio declive del imperio británico, que los hombres de su generación estaban tratando de asimilar, es una cuestión que es lícito plantearse.

3. El interés de Elliot por la historia cultural y la historia del arte se manifiesta en su estudio sobre el palacio del Buen Retiro, un trabajo desarrollado con la colaboración de Jonathan Brown, especialista en historia del arte. Evidentemente, no quedando prácticamente nada del palacio, excepto el Salón de Baile y el Salón de Reinos, una investigación de este tipo está plagada de dificultades. Elliot se hace eco, precisamente, en Haciendo historia de los problemas afrontados al escribir Un palacio para el rey con Jonathan Brown: el poder de las imágenes, el papel del mecenazgo, los estudios cortesanos, la antropología simbólica, los estudios sociológicos, la cuestión de los dones y los regalos, la reputación y la fama que se celebran para la posteridad. En este sentido, Elliot siempre se ha mostrado abierto a las nuevas corrientes historiográficas, a las nuevas aportaciones, aunque señale sus limitaciones. Por eso, en el campo de la historia cultural reflexiona en torno a las perspectivas innovadoras que ofrecen la microhistoria y la cultura popular. En todo caso, es muy evidente que ha sentido una mayor cercanía por la tradición de la historia comparada, que ha practicado con asiduidad a lo largo de toda su brillante carrera como historiador. Pese a las reticencias de los historiadores, ha seguido en este sentido la tradición de Bloch y Pirenne, explorando las posibilidades de un análisis comparativo. La historia comparada, siguiendo a Bloch, permite ampliar horizontes, pero también, siguiendo a Braudel, permite establecer similitudes. Claro es, no obstante, que la historia comparada presenta ciertos problemas y ciertas limitaciones, como cuando existen menos estudios sobre uno de los términos de la comparación, un problema que Elliot ha tenido que afrontar, por ejemplo, al abordar el estudio comparado de Richelieu y Olivares. Durante muchos años, el historiador ha practicado lo que él denomina “comparación sostenida”, frente a otras propuestas que optan por determinadas variantes de la historia comparada: la “historia conectada” y la “comparación asimétrica”. Es evidente, tal como apunta Elliot, que una comparación sostenida exige un mayor esfuerzo y los objetivos propuestos son más difíciles de conseguir. En este sentido, la investigación comparada de los imperios atlánticos de España y Gran Bretaña, que daría luego a un libro titulado Imperios del mundo atlántico, está atravesada “por un deseo de poner a prueba las posibilidades y las limitaciones de la historia comparada en sí”. Elliot señala el gran problema que suscitaba este estudio comparativo: el desfase cronológico entre el inicio de la colonización española y la puesta en marcha del imperio británico. Pero también hay otras cuestiones que no se deben olvidar: las diferencias de clima entre las diversas zonas, la existencia de pueblos nativos, la herencia cultural de los pueblos colonizadores y, finalmente, algo que no se suele tener en cuenta: el papel del individuo en el proceso colonizador. Queda claro en cualquier caso, según apunta el autor, que su objetivo al escribir Imperios del mundo atlántico no era proponer una nueva teoría sobre el desarrollo de los imperios atlánticos sino más bien ofrecer nuevas perspectivas sobre la estructura, el funcionamiento y carácter de un imperio mediante una comparación detallada con el otro, lo que nos conduce, en definitiva, a un alegato en defensa de la historia comparada.

4. Más allá de la práctica de la historia comparada, Elliot ha sabido encontrar en los últimos años otras propuestas vivificadoras, porque las necesidades de la globalización han abierto el camino al desarrollo de lo que se ha denominado la “historia atlántica”, una visión de conjunto de la historia que conecta Europa con el nuevo mundo y con África. Pero, a pesar de que esta corriente historiográfica ha aportado una nueva visión, no duda en señalar, en Haciendo historia, las dificultades y las limitaciones que supone la práctica de una historiografía de este tipo, empezando por el problema para delimitar el espacio y la cronología del objeto de estudio. Elliot parece más asentado, en este sentido, en las nuevas posibilidades que sigue ofreciendo la historia de los imperios, desde una perspectiva que incluye desde los “vencidos” y la “gente sin historia” hasta las aportaciones que ha ofrecido recientemente la historia cultural y la historia de la representación. La contribución de la “historia atlántica” a la historiografía se complementa con la denominada “historia global”, que ha adquirido vigencia precisamente en un mundo definido por la globalización. Y aquí, en este punto, Elliot tiene clara la necesidad de liberarse de una visión eurocéntrica: “Un mundo en proceso de globalización necesita historia auténticamente global, lo cual a su vez requiere liberarse de prejuicios e ideas preconcebidas occidentales”. Da la impresión, finalmente, de que el camino historiográfico recorrido por Elliot a lo largo de sesenta años está definido por la necesidad de comprensión, por lo que Haciendo historia se puede leer, a fin de cuentas, como el “testimonio de un historiador que ha intentado comprender”, observando las posibilidades y las limitaciones de las diferentes corrientes historiográficas, y ofreciendo sugerencias y nuevos campos de estudio para la historia moderna.   

      

martes, 31 de octubre de 2023

Anoxia

 

1. Existe en el ser humano una necesidad implícita de aferrarse al pasado, una necesidad que aflora de una forma u otra a través del filtro que impone la memoria. La fotografía, en este sentido, invoca de inmediato el pasado. Dolores, el personaje central en Anoxia (Anagrama, 2023), regenta, precisamente, un estudio fotográfico en una pequeña localidad cercana al Mar Menor. Vive anclada en el pasado, manteniendo un duelo, que se antoja en cierta medida infinito, desde la muerte de su marido. Sin capacidad de maniobra para progresar en su vida y atravesada por la culpa, la protagonista de Anoxia experimenta una especie de vacío, una falta de aire, que le acompaña, que le envuelve en el trasiego diario. Dolores sabe que ha sido incapaz de ver el cuerpo de su marido, fallecido en un accidente años atrás, y sabe que tiene que vivir con eso, con esa imagen vacía vinculada a la muerte. En este sentido, la novela de Miguel Ángel Hernández transita por el territorio del dolor y de la culpa. No es casualidad, por tanto, que la protagonista de la novela establezca una relación de complicidad con Clemente Artés, emigrante que ha retornado al Mediterráneo para pasar quizá sus últimos días. Clemente es un fotógrafo que se ha dedicado por entero, durante toda su vida, a fotografiar difuntos, una tradición que ha aprendido en Francia y que pretende transmitir a Dolores, precisamente porque ha encontrado en ella una mirada diferente, un modo distinto de ver el mundo. El anciano fotógrafo atesora, además, una historia familiar plagada de enfrentamientos y traiciones, una historia envuelta en el misterio. La culpa, pues, forma parte de ese pasado que envuelve a los personajes y que va saliendo a flote, poco a poco, en el relato.

2. La fotografía y la experiencia que brota del arte de fotografiar están en el eje de la novela de Miguel Ángel Hernández. Los fotógrafos de Anoxia, es decir, Clemente y Dolores, se toman su tiempo para desarrollar su labor. Digamos que están en otro tiempo, que no es el de la vida cotidiana, con sus prisas y menesteres. La fotografía concebida como arte exige tiempo lento, tiempo detenido. Por lo demás, todo en la novela fluye lentamente, precisamente porque así lo ha decidido, con coherencia, el autor. La fotografía que se hace a un difunto, por ejemplo, exige un ritual, una especie de ceremonia que por supuesto se desarrolla con parsimonia, porque la imagen del difunto es la imagen última, es en realidad una suma de todas las demás para todos aquellos que lo conocieron. Exige el máximo cuidado, la máxima atención, y una mirada singular. Hernández, sin duda alguna, se hace eco en Anoxia del poder de las imágenes, esa capacidad que tienen para quedar grabadas en nuestra memoria y configurar nuestra esencia, tal como acontece con la protagonista, que retiene en su memoria la imagen última, en el ataúd, de su abuela Remedios. De hecho, sabemos que Clemente ha escrito un libro, mayoritariamente de fotografías, titulado La imagen última, y sabemos también que no sólo se ha dedicado a fotografiar difuntos. Ha llegado más lejos: se ha dedicado al daguerrotipo. El tiempo condensado de los daguerrotipos es presentado en oposición al tiempo detenido de las fotografías, en una reflexión sobre el tiempo, sobre la duración, que es bastante frecuente en la narrativa de Hernández. El daguerrotipo es capaz de captar la melancolía de la tragedia, es como “un espejo con memoria”, una imagen única del difunto. En ocasiones, los daguerrotipos son tan sólo imágenes difusas, que no llegan a tomar forma, a concretarse en una imagen nítida. Esta sensación de imagen difusa, etérea, es la misma que se tiene cuando el cuerpo se diluye, se comprime, conforme llega la muerte. Por eso, no es de extrañar que también se hable en Anoxia de daguerrotipos realizados sobre personas que se están muriendo, los inquietos, “una especie de eutanasia fotografiada”. En todo caso, todas estas consideraciones ponen en evidencia la obsesión del autor por el tema del cuerpo, porque no sólo se trata de la imagen, es decir, la fotografía de un difunto antes del momento dramático en que el ataúd es cerrado y ya nunca más se volverá a ver el rostro del fallecido, sino que también se palpa la fisicidad de los cuerpos, los perfumes y los olores que emanan de los cuerpos. Por eso, también, la novela es, entre muchas otras cosas, un bello retrato femenino, en el que se describen con precisión todos los detalles, todas las vibraciones que afectan al cuerpo femenino (de la protagonista), en todas sus dimensiones.

3. En septiembre y octubre de 2019 se suceden dos catástrofes en la zona del Mar Menor: las lluvias provocadas por las inundaciones causan enormes destrozos. En enero de 2020 se repite el fenómeno con una tercera inundación. Peces muertos o en proceso de morir aparecen en las playas. La anoxia que sufren los peces es la misma que siente la protagonista. Es bien evidente la sensación de desolación, de muerte, en la playa, en el pueblo, tras los sucesivos temporales. Hernández ha elegido este contexto histórico para matizar la situación anímica por la que transitan los personajes, para poner en evidencia el ambiente mortífero que lo atraviesa todo. La muerte invade la novela desde el principio, de forma ficticia, a través de las fotografías, o de forma real, a través de los cuerpos de los fallecidos. Es la muerte que llega, la muerte que se espera, la muerte que acecha y, finalmente, la muerte que pesa como una losa, como recuerdo del pasado. En este ambiente desolador, Dolores experimenta la necesidad de retratar la vida, las desgracias que se han cebado sobre el pueblo, sobre las playas, tras el paso del temporal. El daguerrotipo del balneario abandonado que realiza Dolores es la expresión más evidente de esa melancolía de la tragedia de la que se habla en Anoxia. Pero es, también, “el convencimiento de que vivir ahí [en ese espacio] es habitar un presente transitorio, efímero, inseguro”, lleno de fragilidad, como la vida. Ahora bien, una “extraña sensación de recolocación física” acontece al final de la novela, como si el cuerpo de la protagonista asumiese la necesidad de vivir, la necesidad de no detenerse y seguir hacia adelante. Es el despertar progresivo del cuerpo. Cabe pensar, entonces, que Anoxia es, finalmente, un libro sobre las segundas oportunidades, sobre la necesidad de vivir, sobre la necesidad de recuperar la mirada sobre las cosas a través de las posibilidades que otorga la fotografía.  

 

 

 

 

sábado, 30 de septiembre de 2023

Ante el mar infinito

 

La quietud solemne del mar, sólo rota en ocasiones por la tormenta que agita las olas, conmueve la vida y la mirada del poeta “Ninguna otra uniformidad / tantas y tantas cosas cuenta”, escribe Pedro Luis Ladrón de Guevara en Ante el mar infinito (Huerga y Fierro, 2022), porque el mar sugiere fábulas e historias, pero también ilumina los recuerdos de los veranos en la playa y enfatiza, por consiguiente, el paso del tiempo, de las estaciones, provocando una sensación evidente de melancolía que invade al poeta y que permite recordar ciertas sensaciones con emoción contenida. En el sueño de la noche el jilguero canta. El tren pasa y se dirige a un destino determinado. Es la metáfora de la vida. Por eso, “subimos [al tren] todos expectantes ante la partida / y los nuevos paisajes que nos esperan”, y sabemos perfectamente cuál es el final del trayecto. Además, la proximidad de la vejez hace más evidente un mundo ya desaparecido y permite sentir con más emoción los “destellos de juguetes” tras la vidriera de una tienda, los colores de una isla imaginada, el valle que se transforma en océano infinito y todo aquello que fluía “en aquellas noches estivales con olor a jazmín y a mar”.

            El tiempo se desploma sobre todo el poemario, sobre cada línea escrita. Da igual sentir el tiempo detenido, denso, con la experiencia de la pandemia, que percibir en una sencilla fiesta de graduación el fin de un período de la vida. Esta experiencia del tiempo, que arrebata al poeta, alienta la tristeza, que se impone, por ejemplo, al comprobar que el mar está dañado y ultrajado por los pescadores, por los jóvenes que retozan en las playas, o también al recordar que existe una guerra cercana, una maldita guerra que provoca el horror y que cercena la belleza.

La memoria fragmentada del poeta busca, pues, como una tabla de salvación, la armonía que desprende el silencio, busca la placidez, porque es la única forma de invocar y “añorar aquel otro reino / donde disfrutar de la luz / solar, acogedora, cálida, / y en la noche, de las estrellas”. Esta invocación es una necesidad experimentada en la nostalgia. El poeta, que no puede soportar el ruido de nuestro tiempo, queda anclado, entonces, en la atalaya que ha construido, se convierte en un superviviente que anhela la soledad, la lejanía. “Dentro de mí / yo solo habito, / aislado”, escribe desengañado y nostálgico. Es la única forma de abordar la “contemplación serena”, la añoranza del cielo, la añoranza del mar.  

 

 

jueves, 31 de agosto de 2023

La ley del padre

 

1. Es indudable que la obra narrativa de Carlos Augusto Casas está impregnada de una cierta obsesión por los mecanismos con los que se ejerce el poder. En La ley del padre (Ediciones B, 2023), el autor ha escogido el mundo audiovisual para realizar un retrato despiadado de los empresarios que dominan las grandes cadenas, ya defiendan los antiguos modos de funcionamiento o las nuevas propuestas audiovisuales. El enfrentamiento por el poder entre las grandes corporaciones se convierte de este modo en un trasunto de las luchas internas que tienen lugar dentro de las mismas corporaciones. En este sentido, la descripción de una familia adinerada madrileña, los Gómez-Arjona, es la excusa perfecta para mostrar los entresijos de un mundo despiadado, brutal, en donde todos engañan a todos, en el que caben todas las artimañas posibles para obtener el triunfo, porque de lo que se trata, en definitiva, es de exhibir el poder, de humillar al adversario, sin concesiones, sin piedad. Además, nadie quiere ceder el poder porque es la esencia de la vida. Es evidente que el jefe del clan, Arturo Gómez-Arjona, jamás dejará el poder. Es la ley del padre: “Los hijos tienen que arrebatarle el poder al patriarca”. Alrededor de esta premisa se articula la trama narrativa de la novela de Casas: el enfrentamiento entre los hijos del patriarca por la herencia, por heredar el poder. Alguien debe arrebatar el poder al jefe del clan, pero siempre dentro de la familia.  

2. Casas siente una especial fascinación por los procesos mediante los cuales se desarrolla una investigación. De hecho, la intriga en La ley del padre se inicia en el mismo instante en que alguien, dentro de la familia Gómez-Arjona, intenta asesinar al patriarca, porque a partir de ese momento se abre una investigación que recorre toda la novela. Un periodista fracasado y borracho, que acaso representa el antiguo periodismo, un tema recurrente en la narrativa de Casas y muy evidente en su anterior novela (El ministerio de la verdad), es el encargado de hurgar en las miserias de la familia Gómez-Arjona, que es tanto como hurgar en sus propias miserias, porque una extraña relación de clientelismo vertebra la conexión entre el periodista y el jefe del clan. Una antigua historia, velada, que poco a poco sale a la luz y que tiene que ver con la muerte de la mujer de Arturo Gómez-Arjona, abre otra vía narrativa en la novela, porque la hija pequeña del patriarca de la familia se encarga de investigar la muerte de su madre. Esta indagación en el pasado, que aflora en La ley del padre como una forma de llegar a la verdad, sirve para mostrar el sentimiento de culpa que anida en el periodista, quizá el único personaje en la novela que busca redención, pero que se encuentra enredado en un destino aciago, funesto. Cualquier atisbo de humanidad o de piedad en los personajes se ha perdido por el camino. Así planteadas las cosas, no hay nadie que inspire compasión. En cierta medida, Casas retrata vidas tristes en La ley del padre, desde periodistas fracasados que anhelan el suicidio a escritores de libros de autoayuda que odian lo que escriben, pasando por policías corruptos y gente rica y ociosa que consulta su futuro a un vidente. “La mayoría de la gente”, escribe Casas, “tiene una vida triste de la que nunca habla, sobre la que nunca se para a pensar”.

3. El pasado es una carga demasiado grande, de una forma u otra, para los personajes que transitan por La ley del padre. No hay escapatoria posible porque el pasado siempre te alcanza. No importa recordar las oportunidades perdidas, porque cabe la posibilidad de volver a caer en el mismo error, como en el caso del periodista que investiga a los Gómez-Arjona. Es curioso observar, en este sentido, cómo la hija pequeña de la familia, que es un remedo de su madre, se presenta como una segunda oportunidad en la vida del periodista, justamente para duplicar y amplificar todas sus obsesiones y, por supuesto, el deseo de abandonar este mundo. El halo de misterio que invoca el pasado es, en definitiva, una pasarela hacia un futuro casi anunciado: la caída del padre, el hundimiento del jefe del clan, que traduce el inevitable triunfo del cambio, de la novedad, de los nuevos desafíos y las nuevas posibilidades en el mundo de las comunicaciones. Pero nada de esto importa, porque sabemos que las actitudes y los comportamientos de la adinerada familia madrileña no van a sufrir ningún cambio. Sabemos que “todos mienten, engañan, traicionan, abusan”, y sabemos que seguirán haciéndolo, pero también sabemos, finalmente, que es necesario que todo cambie para que no cambie nada.

domingo, 30 de julio de 2023

Montevideo

 

1. Montevideo (Seix Barral, 2022), de Enrique Vila-Matas, arranca con la narración de las andanzas de un aspirante a escritor en el París de los años setenta del pasado siglo, algo que se asemeja en cierto modo a un relato autobiográfico sobre la formación de un escritor. El narrador es alguien que busca una nueva identidad. Por eso, el primer tramo de la novela de Vila-Matas, el capítulo titulado “París”, es en realidad un esbozo de autobiografía literaria que aborda el estilo del autor y que se convierte, claramente, en un callejón sin salida. El narrador despliega sus obsesiones sobre las tendencias narrativas, sobre la negación de la escritura. Mientras, sobre el tapiz van surgiendo los nombres que han poblado la mente de Vila-Matas desde el principio: Ricardo Piglia, Raymond Roussel, Antonio Tabucchi y Paul Valéry. Pero también, más allá incluso, están los perseguidores de la totalidad, como Herman Melville, Thomas Wolfe y Macedonio Fernández, y, sobre todo, los perseguidores de la alegría, como Laurence Sterne. De hecho, la alegría del Tristram Shandy sirve como talismán al narrador: “Tristram no sólo es mi amuleto, sino la columna vertebral de todo lo que he escrito”. Esta sensación inagotable de búsqueda continua atrapa al narrador, que se presenta como alguien que deja la escritura durante tres años mientras reflexiona sobre la forma de dar una nueva orientación a su supuesta novela. “Buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero”, señala el narrador. Por eso, precisamente, la búsqueda de estilo, el lenguaje y los ritmos pasan a un primer plano, mientras que la trama, los personajes o la historia se quedan en un plano secundario. El problema que se plantea es evidente y lo expresa el narrador de forma clara: “me gustaría saber qué puede hacer uno en este mundo con tan pesado fardo como el de haberse posicionado contra las tramas en las novelas”. Planteada de esta guisa la cuestión literaria, cualquier excusa, como por ejemplo una conferencia sobre “la llegada del invierno”, sirve como digresión literaria y como narración, es decir, como ficción. Queda claro, en todo caso, que la propuesta del narrador no permite hablar de autoficción, porque no existe, “porque cualquier versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción, ya que desde el instante en que se ordena el mundo con palabras se modifica la naturaleza del mundo”.

2. La idea es convertir la vida en literatura. El azar se transforma, pues, en motor de la vida y, por lo tanto, de las historias y de la literatura. Es así como una noche en Cascais, en la costa portuguesa, el azar empieza a hilar la historia: el narrador escucha las risas de Jean-Pierre Léaud en el cuarto contiguo y relaciona esta visión con un cuento de Cortázar, La puerta condenada, en donde el protagonista, que duerme en un hotel de Montevideo, escucha cómo llora un niño en la habitación vecina. Para el narrador-protagonista de Montevideo, visitar ese hotel y esa habitación de la puerta condenada se convierte entonces en “un viaje real al lugar exacto de lo fantástico, quizás el lugar exacto de la extrañeza”. Vila-Matas explota a partir de este momento la metáfora de la puerta como lugar de entrada al misterio. Es la llamada de la oscuridad. Una puerta puede conducir a un nuevo paraje, a un nuevo libro. El “laberinto mental” de Montevideo, tal como lo define el narrador, se convierte así en una excusa argumental que sirve para explorar los territorios de la literatura. La misma experiencia, o parecida, que ha tenido lugar en Montevideo se repite en París, cuando el narrador se adentra en una habitación única, en el Centro Pompidou, en una especie de performance creada por su amiga Madeleine Moore. Al entrar en esta habitación, el protagonista siente miedo y turbación: la narración se ha enredado, definitivamente, en un constante cul-de-sac. La metáfora de las habitaciones y las posibles salidas, tanto hacia adelante como hacia atrás, se asemeja sin duda a un callejón sin salida.

3. En tono confesional, el narrador de Montevideo explica que pretende escribir “unas prosas intempestivas, unas leves notas de vida y letras”. Con dichas prosas estaría buscando averiguar quién es realmente y quién es su escritor preferido. Parece, en principio, una de las típicas bromas de Vila-Matas, pero uno tiene la sensación de que es aquí, justamente, donde se debe sondear el proyecto de Vila-Matas, si realmente se puede hablar de proyecto, porque, en realidad, todas las historias que se van engarzando en Montevideo nos llevan a un terreno concreto: la forma en que se plasma la literatura, la forma en que se ejerce el oficio de escritor. Desde este punto de vista, todos los escritores, reales o imaginarios, clásicos o modernos, que cobran vida, que comparecen en Montevideo, certifican el anhelo intrínseco de Vila-Matas por encontrar una voz literaria única, una senda literaria no trillada. La metáfora del “sendero perdido”, del escritor bloqueado, incapaz de seguir escribiendo, tiene algo de autobiográfico, más aún cuando intuimos que quizá todo esto tenga algo que ver con la vida privada de Vila-Matas y la necesidad de superar los obstáculos y las enfermedades, porque el destino del escritor es “elevarse, renacer, volver a ser”. Como Erasmo de Rotterdam, el autor se mantiene entre dos fuegos, viviendo en la indecisión, en la ambigüedad. La idea, en todo caso, es mantener “la conciencia de haber sido independiente y libre hasta el final”, porque, aunque la realidad siempre termina por imponerse, también sabemos que la imaginación ha sido capaz de crear una historia paralela, capaz de mostrar el carácter ficticio de nuestra existencia. 

 

 

viernes, 30 de junio de 2023

Vida de Guastavino y Guastavino

 

1. Es bastante significativo que en la nota introductoria a Vida de Guastavino y Guastavino (Anagrama, 2020), Andrés Barba haya escrito que “toda biografía es inevitablemente una ficción”. No es de extrañar, pues, que la presunta biografía del arquitecto valenciano Rafael Guastavino se inicie con una frase que suena a apotegma: “No sabemos nada y la historia es mentira”. Este punto de partida ofrece sin duda alguna un gran margen de libertad al autor, más aún cuando las fuentes que hablan de Guastavino son también contradictorias. Eso incita a Barba a presentar la biografía como si se tratase de una ficción, como si fuese una fabulación. Es la historia imaginada de un arquitecto y constructor, duplicada y continuada en su hijo. Es la historia de un maestro de obras que se traslada desde su Valencia natal a Barcelona para vivir las “fantasías burguesas” y “veleidades burguesas” y que, más tarde, siguiendo un impulso imparable, se marcha a Estados Unidos para desarrollar una arquitectura que protege contra el fuego, una arquitectura ignífuga. 

2. La vida de Guastavino, o al menos la que nos cuenta Barba, parece moverse en el alambre, con decisiones arriesgadas, como el hecho de marcharse a Huesca en 1871, tras la muerte de su tío, para dedicarse a la producción de vino, abandonando prácticamente a su mujer y a sus hijos, o la partida hacia Estados Unidos, amparada en ese afán de crear una arquitectura contra el fuego que sirva para evitar incendios como el de Chicago en 1871 o el de Boston en 1872, y provocada en parte por el miedo que causan sus engaños y sus estafas. Pero Nueva York es un gran monstruo, en perpetuo crecimiento, y la ingrata realidad acecha a los emigrantes, más aún cuando no se domina el idioma, como es el caso de Guastavino. Consciente de que va a tener problemas para aplicar su visión de la arquitectura en un país que no tiene arquitectura y no tiene historia, en realidad, la idea que desarrolla como arquitecto no es más que una adaptación de la bóveda tabicada, empleada desde el siglo XII y ahora mejorada con el empleo del cemento y cinchas de hierro. En las bóvedas tabicadas Guastavino tiene la ocurrencia de dejar a la vista unos diseños, unos patrones, que se repetirán en sus bóvedas y que se convertirán en “la marca de la Guastavino Fireproof Construction Company y luego en la textura de la arquitectura modernista norteamericana”. Barba imagina a Guastavino construyendo un relato mítico sobre esta invención, porque efectivamente toda invención, aunque no lo sea en realidad, necesita de un mito bien construido. En este caso, el relato sitúa el origen de la arquitectura cohesiva de Guastavino en una epifanía que tiene lugar en una cueva (el “Monasterio de Piedra” en Zaragoza), donde muros y techos forman un compacto unitario que impresiona a Guastavino. Así pues, en la época dorada del crecimiento de Nueva York allí están Guastavino, sus azulejos, el futurismo y la bóveda tabicada, y todas sus obsesiones, hasta el final en 1908.

3. Barba se detiene en pequeños detalles que pueden resultar definitivos, como esa conversación que imagina entre padre e hijo tras ganar Guastavino hijo un concurso, porque a partir de aquí el relato se duplica: Barba acomete la historia de Guastavino y Guastavino, padre e hijo. Guastavino hijo sigue a Guastavino. Sin haber estudiado arquitectura se implica en el estudio de los cálculos de tensión y resistencia de las bóvedas. El dolor y la orfandad, no obstante, sacuden su vida, pero no el amor, que sólo llegará más adelante, cuando Barba imagina una historia de amor entre Guastavino y una joven neoyorkina a modo de miniserie, con estructura de guión incluida. La historia de Guastavino hijo sorprende, en este sentido, porque avanza con una cierta alegría, con viajes a Europa, recorriendo incluso el territorio familiar en España, construyendo bóvedas tabicadas, como su padre, hasta que el relato se detiene, justo en el momento en que Barba imagina la muerte simbólica de Guastavino hijo en 1919, en la isla de Ellis, mientras contempla cómo llegan los emigrantes. Sabemos que Rafael Guastavino hijo falleció en 1950, pero este detalle poco importa cuando intuimos que, siguiendo la gran tradición de Marcel Schwob, lo que Barba ha escrito es una fábula, un relato mítico: la vida imaginaria de Guastavino y Guastavino.              

   

martes, 30 de mayo de 2023

Tratado de dióptrica

 

1. Tratado de dióptrica (Cuadernos del Laberinto, 2022) es un poemario escrito de forma conjunta por Alberto Wagner y Pedro Lecanda, en el que los dos poetas apuntan a la necesidad de “construir lugares comunes” y anuncian que el libro es un “conjunto de visiones”. Es la mirada de dos poetas que se detiene en el trabajo desarrollado por una serie de fotógrafos que, a su vez, también han posado su mirada sobre la ciudad de Madrid, sobre retratos, sobre bocetos, sobre cuerpos, sobre la nieve. Hay en el poemario, pues, dos miradas que, en un esfuerzo de atención -como todo arte-, parecen confluir en imágenes y palabras. El resultado es un conjunto de poemas que deambulan entre lo metafísico y lo corporal, entre lo espiritual y lo material, trazando un camino de fisicidad envolvente, pero también mostrando vibraciones de lo absoluto, la quietud de ser en el silencio.

2. Los poemas sobre Madrid, por ejemplo, reflejan un espacio de edificios imponentes, de cristales, de cemento, de ruinas. Pero en la mirada se advierte una especie de pérdida, que se hace evidente cuando uno se detiene y contempla la rectitud y la frialdad de los edificios fotografiados e imaginados en los poemas. Esta fría e incompleta fisicidad va reapareciendo en el poemario, aquí y allá, en la descripción de cuerpos que arquean la espalda, con rostros provisionales que parecen desvanecerse, rostros “atrayendo los animales y los satélites”, y las rocas, el oleaje, las algas, los arrecifes, los cangrejos de liquen, las lágrimas corales, que simulan ser "ojos alucinados de tristeza”. Son frecuentes, en este sentido, las metáforas marinas, porque todo parece líquido, como si estuviera desvaneciéndose, y junto a las metáforas marinas están las eróticas, los gemidos, la “electricidad” del vientre relacionada con la presión de las manos, hasta el punto de que el oxígeno parece estar en la carne. Esta fría e incompleta fisicidad se aprecia también en los poemas sobre la nieve, que vibran sobre vértebras que crujen, sobre huesos que se solidifican, sobre cuerpos vinculados a la desaparición, como si la muerte estuviese cerca, la muerte entre la nieve que acecha a todos, personas y animales, en un espacio que “es el umbral exacto entre la muerte y el mar”, en donde hay aves que emigran “y arden en las olas”. Se asume así la plenitud del cuerpo, pero también la fragilidad. Es, sin duda alguna, “la certeza de ser carne”. Toda esta fisicidad se retoma en los poemas sobre los cuerpos, en donde se imagina el aire en las arterias, en las piernas, y en los orgasmos, donde se da “la gota que inicia / el florecimiento de los mundos”. Pezones, costillas, tórax de hielo, cuerpos enredados, golpes del esternón con el útero, todo “palpita, impenetrable”.

3. Más allá de la fisicidad de los poemas, resuena el vigor metafísico de la propuesta. Anillos concéntricos y jirones de cielo retumban en el poemario. En la visión de Madrid sale a flote la luz salmón de la melancolía, la luz de arcilla, la luz de terracota, el recuerdo de un rezo, de lo sagrado e, incluso, las historias de la tribu, a modo de esperanza, quizá como lo único que queda, porque en esos relatos que se cuentan tal vez encontremos  “un fuego que imaginemos eterno”. Llegados a este punto, afloran en el poemario el infinito, la inmortalidad, la nada, el silencio, la inmensidad, allí donde “las horas son blancas / como la melancolía o la depresión, / y el corazón se deshace en silbidos”. El tiempo es memoria, es eternidad. Por eso, el mar se convierte en una suerte de “mirada repetida” que parece no tener fin, como la nieve. Por eso, también, se palpa el silencio, en la orilla, entre la barca y el mar, el lugar en donde se alza la voz del poeta, a sabiendas de que “seguirá habiendo / cormoranes en la playa /, seguirá habiendo cormoranes / en algún lugar / de la memoria de algún hombre”, a pesar de la destrucción.