domingo, 28 de febrero de 2010

Marcel Proust 2

¡Qué extraños vericuetos, qué sendas más desconcertantes, qué caminos más indescifrables recorre el amor¡ Al terminar la lectura de Por la parte de Swann siempre me ha sorprendido comprobar que Odette de Crécy, esa mujer “cuya fama de belleza, mala conducta y elegancia era universal”, esa mujer que ha llevado azacaneado arriba y abajo al protagonista de la novela, haya terminado convirtiéndose en la esposa de Charles Swann. Más aún cuando, previamente, Proust haya entonado la despedida del amor con estas aceradas palabras de Swann: “¡Y pensar que he desperdiciado años de mi vida, he querido morir y he sentido mi mayor amor por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo¡”. Esta despedida se produce en un sueño en el que Odette se muestra al protagonista tal como es físicamente, en su degradación, algo que no percibía Swann en la realidad: una mujer de pálida tez, mejillas delgadas, facciones descompuestas y ojeras.
En la primera entrega de En busca del tiempo perdido, Proust se recrea contando las peripecias y desventuras amorosas de su protagonista hasta llegar a ese inesperado desenlace en el que sorprende ver a Odette convertida en una señora respetable. El culto y brillante Charles Swann, que considera la vida más digna de interés que el arte o el estudio pues la vida “encierra situaciones más interesantes, más novelescas, que todas las novelas juntas”, ansía amar, conocer mujeres, encontrar un nuevo amor. Sin embargo, de forma paradójica, el amor llega cuando la imagen del ser amado absorbe todos los ensueños novelescos, siendo éstos inseparables de su recuerdo. Así nace el amor de Swann por Odette de Crécy, cuando el protagonista de la novela relaciona la graciosa figura de Odette con Séfora, una figura femenina en una pintura de Botticelli. Este amor se alimenta y se justifica con pequeños placeres como, por ejemplo, tomar el té, o con pequeños detalles como la nota que Odette escribe a Swann después de haber olvidado su pitillera en casa de ella: “Si hubiese usted olvidado su corazón, no le habría permitido recuperarlo”. De igual modo –configurando una especie de historia paralela sugerida-, el amor del joven protagonista-narrador de Por la parte de Swann hacia Gilberte también se alimenta con objetos que la recuerdan -el libro de Bergotte sobre Racine o la canica de ágata- o con lugares, como el nombre de los Campos Elíseos, que está vinculado a Gilberte igual que la hidra en la pared del balcón se relaciona con la promesa de felicidad, “la felicidad inmediata por excelencia: la del amor”, todo lo cual contribuye al hechizo que mantiene completamente fascinado al joven protagonista, que convierte cualquier señal de indiferencia de la niña amada en otra cosa muy distinta, con cariz romántico.


El amor nace, pues, por un proceso de identificación que tiene mucho de novelesco, se alimenta con objetos, pequeños detalles y lugares, y se inflama como consecuencia de los celos. El amor de Swann, por ejemplo, arde como una llama encendida en una noche de angustia, cuando el acomodado protagonista de la novela llega a una fiesta en casa de los Verdurin y no encuentra allí a Odette. Los celos son el acicate del amor-pasión y, además, excitan nuestra inteligencia al incitarnos a la búsqueda de la verdad –no la verdad histórica, sino individual-, empleando métodos que pueden parecer ridículos, pero que, en nuestra obsesión amorosa, comparamos con los métodos de la investigación histórica. Swann, sin ir más lejos, emplea su inteligencia en maquinar todos los días una intriga nueva con tal de hacer su presencia agradable a Odette. Sacrifica sus trabajos, sus placeres y toda su vida a una espera: “…la espera cotidiana de una cita que no podía brindarle felicidad alguna”. Swann se pregunta si al tratar de mantener la relación, aunque sólo sea de este modo, no está perjudicando su destino. Incluso, en medio del sufrimiento más intenso por las revelaciones que le ha hecho Odette sobre sus relaciones con mujeres, es capaz de recordar la verdad implícita en las palabras de Alfred de Vigny en Diario de un poeta: “Cuando nos sentimos enamorados de una mujer, deberíamos decirnos: ¿Cuáles son sus amistades? ¿Cuál ha sido su vida? En eso se basa toda la felicidad de la vida”. Pero la cuestión es que Swann evita representarse el pasado de Odette para no sufrir más.
Todo esto ocurre cuando nos encontramos en lo que Proust denomina “el extraño período del amor”, en donde lo individual cobra una extraordinaria importancia y hondura. Enfermedad, tristeza y curiosidad dolorosa son rasgos definitivos de ese “extraño período”. Pero en especial el sufrimiento y los celos, de tal modo que Swann llega a pensar en su amada en estos términos: “pues es tan vulgar y sobre todo, ¡¡¡tan tonta, la pobre¡¡¡. Esas palabras se pronuncian precisamente porque se oscila entre la ternura y la rabia. El amor de Swann (llamémoslo dolencia o enfermedad), pues, está agostado por los celos, sólo superado en ocasiones por el cariño y la piedad hacia Odette. “Al examinar su dolor”, dice Proust, “con tanta sagacidad como si se lo hubiera inoculado para estudiarlo, se decía [Swann evidentemente] que, cuando estuviese curado, le resultaría indiferente lo que pudiera hacer Odette”. Pero, mientras tanto, Swann no puede escapar a ese tormento interior de los celos. Para expresar estas sensaciones de sufrimiento continuo, Proust rememora constantemente la angustia que supone saber que la persona amada está en un lugar de placer en el que no nos encontramos y saber que no podemos reunirnos con ella. Y la alegría engañosa que sentimos al observar la posibilidad de un encuentro con esa persona amada. Pero la realidad se impone. El joven protagonista-narrador se expresa finalmente con desesperanza al pensar en Gilberte: “Pues, si me hubiera amado… habría sentido la misma desesperación que yo los días en que no la veía”. La voz interior trata de convencer al muchacho de la indiferencia que siente la niña hacia él, de que “nada queda ya por hacer con esa amistad, que no cambiará”. En el caso de Swann, la necesidad constante de saber qué hace Odette, de movilizar influencias para verla, conducen al protagonista a un estado neurótico, a un hastío, hasta el punto de desear la muerte como solución a sus sufrimientos y a su monotonía. “Aquella necesidad de una actividad sin tregua, sin variedad, sin resultados, le resultaba tan cruel”, escribe Proust, “que un día, al notarse un bulto en el vientre, sintió auténtica alegría pensando que tal vez tuviera un tumor mortal, que ya no iba a haber de ocuparse de nada, que la enfermedad lo regiría, haría de él su juguete, hasta el próximo fin”. El dolor permanece y la única salida es la muerte -una salida demasiado brusca- o el fin del amor, con el cual llega la tranquilidad –o el fin de los celos-.
La relación de Swann con Odette parece entrar en su última fase cuando él recibe una carta anónima que le habla de los amores ilícitos, de los amantes de Odette. Los celos se relanzan hasta el punto de que Swann le hace preguntas directas sobre esas cuestiones. La realidad presente de las relaciones de Odette sale a la luz, así como su pasado, ese pasado que el protagonista no quiere conocer. El amor de Swann se diluye cuando ella permanece fuera de París durante más de un año, acompañando a los Verdurin y sus “fieles” acólitos burgueses. Los celos remiten. Swann siente incluso nostalgia de la pérdida del amor, hasta el punto de que “…le habría gustado haber podido -con el pensamiento al menos- despedirse, mientras aún existía, de aquella Odette que le inspiraba amor, celos, de aquella Odette que le causaba sufrimientos y a la que no volvería a ver jamás”. El hecho de que esta mujer acabe convirtiéndose en la esposa de Swann sin necesidad de contar el proceso por el cual se llega a ese extremo, a través de una elipsis temporal, nos obliga a reflexionar y es, sin duda alguna, una muestra más del genio -qué palabra más manoseada en la actualidad hasta llegar a los límites de la vulgaridad y qué adecuada en este caso- del escritor francés, porque los que han leído -y entendido- Por la parte de Swann saben que la verdad, la auténtica verdad de Proust se encuentra en las palabras que pronuncia uno de sus personajes: “a los corazones heridos como el mío sólo convienen la sombra y el silencio”.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Rebecca West


“Estaba convencida de que no se nos podía reprochar el derroche porque habíamos construido un bello ambiente para Chris, una pequeña porción de mundo que era, al menos en lo que a las apariencias atañía, lo bastante bueno para su asombrosa bondad”. En las páginas iniciales de la primera -y extraordinaria- novela de Rebecca West, El regreso del soldado (Herce Editores, 2008), publicada en 1918, se lee esta brillante frase que resume el estado de ánimo que siente la protagonista, la narradora de la historia –Jenny-, esperando, anhelando la llegada del héroe, el retorno del soldado que lucha en las trincheras de la primera guerra mundial. Jenny, aunque pueda parecer extraño por sus sentidas palabras, es tan sólo la devota prima de Chris Baldry, enamorada fervientemente de él desde la infancia, capaz de invertir su vida -junto a Kitty, esposa de Chris- en la construcción de un mundo artificial alrededor del cual se pueda sentir cómodo el dueño de la mansión Baldry. “Esta casa, esta vida con nosotras”, afirma con convicción la narradora, “ocupaban el centro de su corazón”. Jenny se muestra convencida de la felicidad que ha alcanzado el joven Chris en esa “pequeña porción de mundo” construida a la medida del héroe. Sin embargo, al final de la novela, cuando la historia se cierra de forma ejemplar, mientras las dos mujeres aguardan expectantes en el interior de la mansión Baldry, Jenny describe con desaliento el regreso definitivo del soldado: “[Chris] Miraba de reojo hacia la casa como si fuera un lugar detestable al cual, y en contra de sus deseos, las obligaciones laborales le obligaran a regresar. Se desvió para evitar un claro de luz en la hierba que proyectaba una ventana abierta; las luces de nuestra casa eran algo peor que la oscuridad, nuestro cariño era peor que cualquier odio. Esbozaba una sonrisa horriblemente cortés y yo sabía que alzaría la voz, resuelto, para saludarnos. Caminaba, no desgarbado como un muchacho, sino con el paso firme de un soldado, clavando los tacones en la tierra.
Entre esa falsa ilusión inicial que se imagina Jenny y la desesperanzada realidad del final de la novela, una hermosa y terrible historia acontecida en el pasado aletea en toda la narración. Chris Baldry, adaptado al mundo que han fabricado su esposa y su prima, no puede olvidar su “fe en la inminencia de lo improbable”, su “melancólica aspiración a reconciliarse por completo con la vida”. Ha vivido esperando -como casi todos los mortales- una experiencia única. El regreso del soldado cuenta precisamente, con una pericia y en ocasiones una belleza inigualables, cómo ha sucedido esa experiencia, y para ello Rebecca West se sirve de una singular paradoja: el soldado Chris Baldry regresa de las trincheras afectado por una amnesia que le hace olvidar su pasado, excepto esa experiencia única acontecida en el pasado. Sólo recuerda un nombre y una mujer, Margaret. Es como si el mundo de apariencias que han levantado Jenny y Kitty tuviese la misión de hacer olvidar el sueño, la ilusión que se había forjado Chris Baldry en su juventud al mantener relaciones con una joven de baja condición social, y la pérdida de memoria le hubiese hecho recordar sus momentos más felices instalándole en un momentáneo estado de éxtasis. Esta experiencia única –vivida en el pasado y recreada en el presente- entre Chris y Margaret supone a la vez un proceso de aprendizaje y comprensión para Jenny, que, al principio de la historia no puede ocultar cierto desprecio hacia Margaret -despachándose a gusto con las siguientes palabras: “la odié como los ricos odian a los pobres”-, pero que, al final de la narración, es capaz de expresar su admiración y su cariño hacia esa mujer besándola en la despedida, no como lo hacen las mujeres, “sino como se besan los enamorados”.
Al llegar herido del campo de batalla, el amnésico Chris Baldry siente la extrañeza de su casa, no reconoce nada en la mansión donde habita porque vive en otro mundo, el de Margaret, y en otra época más lejana. En este sentido, Rebecca West se deleita describiendo con detalle las imágenes, los símbolos que escenifican el amor entre Chris y Margaret, como cuando en la parte más salvaje de la isla de Monkey Island, los amantes permanecen ajenos al mundo en un asiento rústico y “entonces una gigantesca garza real batió sus alas frente a la luna y trazó grandes círculos alrededor del sauce llorón frente a ellos”; o como cuando ella apoya la mejilla en el cristal de la ventana del salón de la posada en Monkey Island y mira hacia el interior en donde “la pequeña habitación parecía triste en el crepúsculo y no se distinguía nada en su interior, excepto la máquina de coser de Margaret sobre la mesa, la fotografía ampliada de su madre sobre la repisa de la chimenea, los paisajes de la abadía de Tintern lujosamente enmarcados, y, en el suelo, con el estampado floral haciéndose visible en la penumbra, las pantuflas del señor Allington [el padre de ella]”, porque esta mirada volcada en el interior de la casa es la mirada de una mujer enamorada que trata de recordar todos los objetos para guardarlos de forma indeleble en su memoria, y, por eso, más tarde, cuando han pasado los años y la vida ha conducido a Margaret por otros derroteros, alejándola de Chris, en su nueva casa tiene los mismos objetos que “cuando apoyó la mejilla en la ventana del salón en Monkey Island” quince años atrás; o como cuando los amantes se abrazan, iluminados por un intenso rayo de luna, en un templete griego que se alza en la pequeña isla. A veces, estos momentos de exaltación poética y ensoñación son rotos bruscamente por giros inesperados en la narración que nos conducen a las más cruda realidad, como si la intención de Rebecca West fuese poner en evidencia el juego y el contraste entre pasado y presente, entre la nostalgia y el azar, pues si la nostalgia impulsa a los amantes en un intento de revivir la antigua historia de amor en el presente, el azar también ha jugado sus cartas en el pasado favoreciendo la separación de los jóvenes al producirse la inesperada muerte del señor Allington, padre de Margaret, e impidiendo la llegada de unas cartas de amor a su destino. De este modo, El regreso del soldado funciona como una narración envolvente en la que se produce una progresiva recuperación del pasado a través de un constante vaivén temporal.


Pero lo verdaderamente fascinante de la novela de Rebecca West es que todos los momentos maravillosos vividos en el pasado por Chris y Margaret configuran una experiencia única que es recreada en el presente en un intento –vano- de volver a revivir y repetir ese primer amor –recobrado- sobre el cual gira toda la narración. Es, entonces, al contemplar y vislumbrar la verdadera alegría y felicidad en los gestos de los amantes, cuando Jenny siente verdadera envidia: “No era el amor que sentían el uno por el otro lo que me hacía sufrir tanto en aquel momento, sino pensar en todas las cosas que contemplaban juntos”, porque, efectivamente, Jenny tiene que conformarse con observar la belleza del paisaje, el misterio del mundo en soledad. La tragedia, tanto para Jenny como para Kitty, es comprobar que Chris se entrega a una mujer que antepone el espíritu al cuerpo, es advertir que la irrupción de esa mujer de baja extracción social supone la destrucción de su artificioso mundo. Sorprendida y admirada a partes iguales por gestos y actitudes que no entendía, Jenny descubre en la imagen de Chris, durmiendo apaciblemente en la campiña con la cabeza apoyada en el regazo de Margaret, “la actitud más importante y más bella del mundo. Significa que la mujer guarda el alma del hombre en la suya propia y la mantiene amada y en paz, de manera que su cuerpo pueda descansar tranquilo por un tiempo”. Es entonces también, al relacionar este gesto con la actitud de los fieles arrodillados en las iglesias o de una madre con su hijo en brazos, cuando Jenny comprende el verdadero valor de la dignidad y la generosidad.
Pero, fatalmente, la situación atemporal en la que viven Chris y Margaret no se puede sostener, ese idilio perfecto recreado en los jardines y bosques que rodean la mansión Baldry, y que recuerda los hermosos días acaecidos en la pequeña isla de Monkey Island quince años atrás, se rompe en el instante en que Margaret experimenta una suerte de revelación al comprobar que el matrimonio Baldry ha perdido un hijo, igual que ella. En un gesto supremo lleno de sabiduría y bondad, Margaret sacrifica su amor para dejar paso a la verdad, para hacer regresar al soldado Chris Baldry al tiempo presente. “La verdad es la verdad”, nos recuerda la voz de la mujer. Al final la triste realidad se impone, para todos. El soldado regresa definitivamente de las trincheras y se hace evidente, nuevamente, -expresado aquí, en este bello relato, en ese hogar y prisión que atenaza a Chris- algo que nos recuerda Rebecca West, ese extraño orden de cosas que reina en la tierra.