miércoles, 31 de agosto de 2011

Mariano José de Larra




“…Yo no puedo ver con serenidad que haya hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como si no se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al menos una prosa mala se puede sufrir”. En “El café”, Larra utiliza la figura de un literato para atacar a determinados autores insulsos que infestan la literatura y a poetas de segunda fila con sus deplorables décimas. Larra no soporta las simplezas y se regocija burlándose de títulos estrafalarios como “Clavel histórico de mística fragancia, o ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan” y de títulos ridículos como El té de las damas. Compara una tragedia escrita sobre Luis XVI con el opio que se vende en las boticas. Y describe a los vanidosos, frívolos e hipócritas que pululan por los cafés.
En “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, Larra juguetea con el significado de la palabra “público”. ¿Acaso es el público aquel que, en día de domingo, va a misa, coquetea, hace visitas inútiles y pierde el tiempo en naderías; o el que come en fondas inmundas; o el que por las tardes sale a ver y ser visto, a distraerse por el Prado o el Retiro; o el que se apiña en cafés reducidos y puercos; o el que gusta de hablar de lo que no entiende; o los que se emborrachan en las hostelerías o pasan la noche metiendo ruido en los billares? La opinión tornadiza del público nos hace reflexionar sobre los sacrificios que se hacen buscando la fama y la posteridad. “Yo mismo habré de confesar”, dice Larra, “que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí”, un público que, a veces, se muestra incapaz de notar cuando se añade un párrafo en prosa a un texto en verso.

Larra escribe sobre la incultura y la rusticidad de nuestro país, en el que “ni nos cansamos de leer, ni nos molestamos en escribir”. En “Carta a Andrés escrita desde las batuecas por el pobrecito hablador”, la descripción del panorama cultural hispano es terrorífica: libreros que no se arriesgan porque los libros no se venden; autores que no escriben y se dedican a la traducción porque “lo mismo pagan y cuesta menos”; señoritos que gastan lo indecible en fiestas y saraos, y, sin embargo, mandan a su lacayo a casa del autor para pedir prestado un libro, que luego pasan a sus amigos y conocidos (por supuesto no tienen ni un libro); y periodistas que no invierten en buenos redactores porque no se lee. Los españoles, además, siempre encuentran razones para no estudiar, con las consecuencias negativas que tiene para el saber y para la lectura de libros. La idea de Larra, en definitiva, es que vivimos en un país donde la profesión de escribir o la afición a leer son considerados un “pasatiempo de gente vaga o mal entretenida; que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo”. Lo que se escribe es, por lo demás, malo, un montón de novelitas fúnebres y melancólicas. No se puede hablar, por tanto, de “literatura nacional”, sino de un “enjambre de autorzuelos”, un “país de autorcillos y traductores”. En “Empeños y desempeños”, por ejemplo, Larra se complace en describir a un hombre de corte, un individuo que, habiendo recibido una educación de las más escogidas, maltrata el español y no sabe nada de literatura y de teatro. Y en “Yo quiero ser cómico”, un joven que no ha estudiado humanidades, ni sabe nada de historia, ni domina con propiedad el castellano, se presenta ante Fígaro para que lo recomiende como cómico. Es, además, un hombre sin modales, educación y usos de sociedad, con el agravante de que carece de memoria. La ocasión sirve a Larra para cebarse en ciertos vicios de los cómicos, como hablar mal de los poetas, alabar una comedia sin comprenderla o criticar a los periodistas.
Obsesionado por el tema de educación, Larra describe de forma satírica la situación que se daba en España antes de la llegada de los franceses: “…en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días…”. Se evitaban, por supuesto, los libros prohibidos. Larra habla, en este sentido, en “El casarse pronto y mal”, de los “terribles padres del siglo pasado”, de un modo de vida que, sin duda alguna, no era el más divertido, pero también se refiere a la educación del siglo XIX, derivada de los franceses, en términos negativos, pues en realidad presenta tan malos cimientos como la del siglo pasado. El resultado de esta educación se observa en el protagonista de “El casarse pronto y mal”, un tal Augusto, un individuo “superficial, vano, presumido, orgulloso, terco”; de todo lo cual resulta la brutalidad e incultura de los españoles y la presunción de los franceses. Tratando de moralizar, Larra declara al final de “El casarse pronto y mal” que su intención “ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que les es superior todavía”, pues hay ciertas cualidades nacionales que son perfectamente aprovechables. La idea de equilibrio entre lo nacional y lo extranjero debe presidir la educación de los jóvenes. En este sentido, es criticable la brutal franqueza de los castellanos viejos, la ridiculez de las gentes que quieren pasar por finas en medio de la ignorancia de las conveniencias sociales. En “Vuelva usted mañana”, Larra aprovecha una digresión para defender el potencial y los valores que aportan los extranjeros a un determinado país, cómo los gobiernos sabios y prudentes se hacen eco de estos valores.

A pesar de la crítica de costumbres, Larra encuentra que España ha adelantado y progresado en las primeras décadas del siglo XIX y así lo hace saber en el artículo “En este país”. La frasecilla en cuestión, “en este país”, tiene su origen en el “medio saber” que reina entre los españoles, que no conocen el bien pero sabe que existe, que no aprecian las cosas realmente buenas que atesora España. “En este país” es, en definitiva, una “funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos”.