sábado, 31 de mayo de 2014

Miguel Mihura

La historia de Paula y Dionisio me persigue desde hace días, allá donde vaya, de forma implacable. No logro apartar de mi mente ese escenario singular y único de personajes creado por Mihura. Me deleito pensando en el encadenamiento imaginativo de los diálogos, las situaciones absurdas, el humor refinado y elegante, los juegos semánticos, el carácter irreverente y genial de la obra. A veces irónica, a veces tierna o melancólica, siempre humorística y deliciosa, evocadoramente poética, me refiero evidentemente, por si alguien no lo hubiera intuido, a Tres sombreros de copa, obra cumbre del teatro español del siglo XX.
La obra tardó veinte años en ser representada por primera vez. Escrita en 1932, en el ambiente libertino de la segunda república española, salta a los escenarios curiosamente en plena época franquista, en 1952. A primera vista, Tres sombreros de copa da la sensación de ser una comedia de enredo saturada de situaciones absurdas y sin sentido. En el primer acto, Mihura nos presenta al personaje principal, Dionisio, como un pequeño burgués, convencional, un hombre de escasa fuerza de voluntad pero de buenas intencionas. En la habitación de hotel donde va a pasar la última noche antes de casarse con la hija del rico del lugar, Dionisio conversa de forma un tanto extraña para el espectador de la época con el ridículo dueño del hotel, Don Rosario, sobre unas lucecitas (rojas o blancas) que se ven en el puerto a través de la ventana de la habitación y sobre una bota que hay bajo la cama. Desde ese preciso instante, el lector –y el espectador- sabe que se encuentra ante una pieza de teatro nada convencional, dotada de unos mecanismos y registros que configuran un mundo particular que debe disfrutar y desentrañar. Un objeto nuevo (los objetos son muy importantes para Mihura) se observa en el cuarto desde que estuvo por última vez Dionisio en el hotel. Es un teléfono, desde el que el protagonista recibe durante la noche varias llamadas de su novia Margarita (a la que nunca vemos ni oímos) que no obtienen respuesta. Es el mismo teléfono que más tarde, una vez arrancado de la pared, empleará Dionisio para auscultar –es un decir- a Paula después de haberse desmayado. En el aparente orden de la habitación de Dionisio irrumpe como un torbellino la joven Paula, hermosa, radiante, fresca. Es la intrusión de un nuevo mundo que va a establecer el desorden y el caos. No en vano Paula es una artista que trabaja en el music-hall, canta, baila y todo lo demás. Cuando la muchacha entra en el cuarto se sorprende al ver a Dionisio frente a un espejo, probándose un sombrero de copa para la boda del día siguiente. En las manos sostiene otros dos sombreros. Engañando casi inconscientemente a la inocente Paula, el protagonista se hace pasar por un malabarista, de modo que se equipara a ella y se sitúa así en el mismo mundo de la bohemia. A partir de ese momento todo puede suceder pues Dionisio ha transgredido la breve línea que separa el aburrimiento de una vida convencional de la bohemia artística.
En el acto segundo, Mihura acelera la acción y llena el escenario, en ocasiones, con una gran cantidad de personajes excéntricos. En la habitación contigua a la de Dionisio se celebra una gran fiesta en la que participan todos los artistas del music hall, una serie de muchachas de alterne que coquetean con viejos aburguesados (un militar, un cazador, un odioso señor rico) con tal de mejorar su situación social, pues los artistas, tal como se refleja en la obra, viven en una gran penuria. Desde abajo, pues, también se intenta transgredir el orden social. Todos estos personajes secundarios, pasajeros, cruzan el escenario intermitentemente de derecha a izquierda, y al revés, apareciendo y desapareciendo de la habitación. Dionisio, por un momento, permanece ajeno a todo, borracho. Es entonces cuando sabemos que el negro de la compañía de artistas, un tal Buby, ha convencido a Paula para engañar y engatusar a Dionisio con tal de sacarle dinero. Sabemos, por tanto, que toda la escena del primer acto entre los dos protagonistas ha sido una artimaña, un engaño. En el final del acto segundo, después de rechazar a un pretendiente, al odioso señor rico, Paula se muestra tal como es, tierna, melancólica, maravillosa. Mihura avanza en este momento hacia la fase más poética de la obra. Ir a la playa, comer cangrejos, nadar, hacer castillos, jugar como niños. Esa es la propuesta de Paula a Dionisio. Quizá la de Mihura, a saber, la de abandonarse al mundo de la imaginación.

Pero finalmente la realidad se impone. El padre de la novia de Dionisio, don Sacramento, se presenta en el hotel sorpresivamente, de madrugada. Entramos de lleno en el tercer acto, el más triste y melancólico de la obra. Mihura reduce la extensión de este acto. La presencia de don Sacramento reconduce la historia hacia el orden, hacia la maldita geometría convencional. Cuando usted se case con mi hija, viene a decir el viejo burgués, dejará de ser un bohemio. Por una noche, Dionisio ha saltado todas las barreras morales establecidas en la sociedad y se ha comportado como un artista bohemio. Don Sacramento repite varias veces la palabra “bohemio” para recordarle a Dionisio en qué bando está. La falta de voluntad personal y la educación que ha recibido inducen al protagonista a dejarse llevar por la corriente. A partir de ese momento cualquier promesa de felicidad queda cercenada. Paula, que ha escuchado la conversación entre Dionisio y don Sacramento escondida tras un biombo, comprende entonces que el protagonista le ha engañado con el tema del matrimonio. Cuando se cierra la obra de forma magistral –y muy cinematográfica-, Paula se despide de Dionisio sin palabras, desde detrás del biombo, con un saludo que es respondido por el novio antes de salir de la habitación con don Rosario, camino del altar. Al quedar sola, Paula se dirige hacia la ventana –desde donde ya no se contemplan las lucecitas del puerto porque se han apagado- para ver supuestamente por última vez a Dionisio. De forma sorpresiva, cuando todo parece desembocar en llantos, Paula recoge los tres sombreros de copa que estaban por el suelo y comienza  a hacer malabarismos.    
Al caer el telón de forma tan gloriosa, la sensación agridulce permanece en el lector-espectador. Más que una pieza de enredo, más que teatro del absurdo, más que análisis o disección del orden burgués. Hay algo más en la obra. El desengaño de Paula forma parte de un engranaje en donde todos los personajes se engañan unos a otros. Como en la vida misma. Por eso, bajo la chispeante, luminosa y radiante imagen de Tres sombreros de copa se esconde la idea ciertamente triste de que la vida es un engaño. Telón.