domingo, 31 de octubre de 2010

José Luis Alonso de Santos


En El romano, un texto a modo de novela corta o monólogo teatral llevado a escena en 1983 y publicado veinte años más tarde por Ediciones Irreverentes después –según cuenta el autor- de numerosas correcciones y reelaboraciones, Alonso de Santos vulgariza –a propósito, y no sólo con efectos cómicos- la historia de Roma, llenándola de anécdotas, refranes y citas de escritores antiguos, porque, más allá de la comicidad implícita en todas sus obras, la intención del autor es mostrar “las verdades como puños”. Por eso escoge la historia de Roma antigua, por su carácter modélico, por la forma en que ejemplifica los defectos de la humanidad, repetidos una y otra vez desde entonces. “Cada casa”, leemos en el texto, “es un Imperio Romano en pequeño, con sus batallas, sus traiciones, su lucha por el poder, sus discursos, sus tradiciones…”. El orden del mundo en el que nos movemos, viene a decirnos Alonso de Santos, procede de Roma y de sus leyes, y lo que se considera su mayor aportación a la civilización, es decir, el derecho, no es más que un método sofisticado de apropiación y explotación del mundo. Las leyes y el pago de impuestos por una mayoría sometida legitiman el dominio de unos pocos, que son los que se dan la gran vida. Los romanos establecieron esta situación y las cosas no han cambiado mucho desde entonces.
El ingenuo protagonista de El romano es un pobre diablo, Román, procedente de un pueblo perdido de la provincia de Jaén, llegado a la capital para hacer las Américas y que aprovecha la ausencia del orador oficial en un centro cultural para dar una charla sobre la grandeza y la decadencia del imperio romano tomando como referencia el único libro que ha leído en su vida, una narración de León Homo sobre la historia de Roma. El protagonista adopta el papel de un romano y se viste y actúa como tal a lo largo de toda la conferencia, que se plantea como una representación en la que alguien inesperado rompe el orden establecido, y desde la posición recién adquirida nos ofrece -con la ingenuidad propia de quien no está acostumbrado a determinadas situaciones- una perspectiva hilarante y crítica al mismo tiempo de la historia de Roma y de los tiempos actuales. La narración está salpicada de digresiones sobre la vida de Román, historias embargadas de nostalgia y que permiten apreciar el talante poético de Alonso de Santos: la locura que aquejó antaño al protagonista y su entrada en el clínico; la vocación temprana de torero; la participación en un concurso de televisión; las relaciones amorosas con Julita; y sobre todo el recuerdo de la madre y el pueblo, que le llevan a afirmar con tristeza: “Seguirán las mismas piedras en el fondo del río, pero ya no me bañaré más en ellas. Y el agua regará las flores de las riberas, pero yo no volveré a ver sus colores”.
Alonso de Santos aprovecha la historia para poner en solfa diferentes aspectos de la cultura, la vida y el funcionamiento en general del mundo romano y de los tiempos actuales, de modo tal que ironiza sobre el lenguaje jurídico romano; describe la afición de los “iberos” por discutir acerca de cualquier cosa y pelear por tonterías; pone en evidencia el engaño de las fuentes antiguas, que siempre dan como vencedores a los romanos en todos los conflictos; critica a todos esos oradores que se aprenden una conferencia y la van repitiendo allí por donde van –y les pagan- (salas de cultura, aulas de tercera edad, casas regionales, congresos); se burla en cierto modo de las maneras del cine de romanos; aprovecha la ocasión para satirizar las procesiones y el trabajo de los costaleros; se indigna ante la pasión que siente la gente por la televisión, a saber, por la nada; y se mofa del teatro moderno en el que “los actores se bajan al público y hacen cosas raras que nadie entiende”. Es precisamente en este punto, en la crítica constante de la cultura oficial, donde más insiste Alonso de Santos, a sabiendas de que vivimos en un “país de enchufados”, donde se necesitan padrinos para entrar en el mundo de la cultura y donde el currículum es una excusa para no dejar ingresar a alguien en un determinado círculo. “Es muy difícil meter la cabeza en el mundo de los que viven de la cultura. Se lo reparten todo entre unos pocos…”, afirma con contundencia Alonso de Santos. En qué se ha convertido, pues, la cultura en este país, podríamos preguntarnos. ¡Qué dificultades tiene la cultura auténtica y verdadera para abrirse camino en “este mundo de enchufes, mentiras y falsedades”
El romano, finalmente, es una obra plagada de disertaciones sobre la condición humana al hilo de los acontecimientos narrados, como cuando se habla de la futilidad de la vida, de la inutilidad de nuestros afanes e ilusiones; o como cuando se hace alusión a las barbaridades que se cometen al amparo de conceptos abstractos tales como patria, honor y justicia; o como cuando se afirma, al hilo de la desaparición del imperio romano de Occidente, que “la ley inmutable de lo humano es la caída, el declive, la decadencia y la muerte de los seres vivos”; o como cuando se nos recuerda que existe una senda de la verdad, y una auténtica oratoria, pues, en efecto, hay dos formas de exponer una conferencia, ciñéndose a la verdad o manipulando y engañando porque se pretende seguir la senda del lucro y el ascenso personal. Frente a la retórica de los charlatanes, el nombre de Cicerón apela a la verdadera oratoria, que “no nació para que nos aprendiéramos unas frases hechas de elogios para halagar los oídos de los poderosos, o para divertir a la plebe común y vulgar, ni para que seamos parásitos de las frases ajenas repetidas mil veces en las tertulias de falsos profetas. La elocuencia auténtica no puede ser una diversión para matar el tiempo. Es preciso inculcar en el espíritu del hombre sabios preceptos, y palabras nobles”. En El romano, Alonso de Santos ha logrado este objetivo, mil veces ansiado y pocas veces logrado por los escritores, transmitir sabios preceptos y palabras nobles.