domingo, 25 de octubre de 2009

La civilización y la nada


Como si del azar se tratase o, tal vez, como si un misterioso hilo estuviese entrelazando nuestro destino, últimamente sólo caen en mis manos libros de “emboscados”, historias de hombres solitarios que huyen de la “civilización”, relatos de escritores que buscan la belleza en paisajes de exilio y ensoñación. A esta estirpe de libros pertenece precisamente La civilización y la nada, un hermoso opúsculo prologado y editado en el número 6 de la colección “Cuadernos del Laberinto” por la escritora Alicia Arés -con la finura, la delicadeza y la excelencia que caracterizan todos sus trabajos-, escrito por Miguel Ángel de Rus –con la elegancia “afrancesada”, la fuerza y la ironía que destilan sus novelas y ensayos- y aderezado –por si fuera poco todo lo anterior- con unas bellas ilustraciones de Marcela Böhm. Señala con acierto A. Arés en el prólogo que los dos relatos que componen La civilización y la nada presentan la vida como “un destierro voluntario hacia la ensoñación”, lo cual lleva implícito un cierto menosprecio del mundo y de los denominados “muertos en vida” que pululan en nuestra deshumanizada civilización, un desprecio más que evidente de la sociedad y la cultura dominantes. Y, efectivamente, cuando el lector se adentra en las páginas de La civilización y la nada, y se deja arrastrar –como no podía ser de otro modo- por la prosa del fabulista y por las historias que está contando, se da cuenta de que De Rus ha optado por la soledad interior, el éxodo, el exilio voluntario de sus personajes hacia “otros espacios” soñados o imaginados (no es casualidad, quizá, que el título del libro responda a una ciudad de acogida de exiliados, Buenos Aires, “frontera sur entre la civilización y la nada”).

En Extraña noche en Linares, el primero de los relatos que presenta De Rus, el protagonista abandona Madrid, después de vender su casa, y se instala en Linares llevando como único equipaje el desprecio a los demás y unas cuantas drogas, legales e ilegales. En la vieja casa familiar, el solitario héroe de la historia lleva una vida de eremita, rodeado de música y libros, en dos reducidos espacios que configuran su territorio -el patio y la habitación oeste-, porque lo que pretende es “alejarse del mundo aunque se viviera en él”, de modo que sólo algunos paseos por las viejas minas rompen la rutina cotidiana, hasta que un buen día, adormecido en una de esas minas como consecuencia del efecto de las drogas, tiene un sueño que le traslada a una realidad más brillante: yace con dos mujeres que le enseñan las bellezas de “otro mundo” situado, curiosamente, en la oscuridad de la gruta. Son, además, estas dos hermosas mujeres quienes, al salir de la cueva, al llegar a la luz, muestran al protagonista la verdadera realidad de un pueblo blanco andaluz, con todo su primitivismo y su salvajismo. Es como si De Rus, de forma consciente o inconsciente, le hubiese dado la vuelta al famoso mito de la caverna platónica. Al volver del sueño, al salir definitivamente de la gruta, el protagonista es consciente de que “su visión del mundo” ha cambiado. Ya nada volverá a ser lo mismo según parece apuntar el final de la historia. En Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el segundo de los relatos que configuran La civilización y la nada, De Rus ha escrito la historia de un anciano solitario que acude al médico de forma rutinaria porque se le achaca el síndrome de Diógenes, un individuo que a finales de los sesenta “decidió olvidarse del mundo y vivir en la cultura”, que habita en una casa atestada de libros, pasea rutinariamente por el parisino barrio de Saint Germain y se dedica a robar –libros- en las librerías. El relato se inicia con una larga disertación en la que el anciano –casi como si se tratara de un sueño- cuenta al médico su experiencia como ayudante de sonido en la maravillosa película de Truffaut, Fahrenheit 451. El protagonista reconoce complacido haber ideado una de las más famosas escenas de la película: una mujer de edad madura es devorada por las llamas junto a los libros que conformaban su vida, una brillante metáfora que resume el espíritu de la película, a saber, el vacío de una vida sin libros, pues quemados por los bomberos son como cadáveres. Con cada libro muerto, tal como señala De Rus, desaparece una vida, un mito, un mundo. En la segunda parte del relato Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el solitario anciano tiene un enfrentamiento con su hijo, una suerte de combate dialéctico entre aquel que sólo desea que le dejen en paz, en su mundo, y aquel que se ampara en las convenciones sociales, en la supuesta locura del “emboscado”, del “otro”, para imponer sus decisiones. Este juego de contrastes -entre pasado y presente, entre lo viejo y lo nuevo, entre “el hombre que sueña” y “el hombre que vive en la realidad”- recorre por entero La civilización y la nada. Y De Rus toma partido. La consecuencia más evidente es una clara tendencia a la crítica de costumbres, un desprecio a las maneras de nuestra civilización, que se instala a modo de inserto en los relatos, pero que se realiza casi siempre sin énfasis, como cuando dice que en Linares “la revolución industrial y la globalización económica habían dejado muertos en vida, desocupados, a los hombres adultos”, o como cuando afirma que las llamas de los libros en Fahrenheit 451 “transmitían el mensaje y denunciaban la quema de libros y cuadros por parte de los nazis, la persecución a los comunistas en Estados Unidos, las bombas atómicas con las que Estados Unidos mató cientos de miles de seres humanos inocentes en Japón, las hogueras de la Inquisición”. Sólo a veces –De Rus no lo puede evitar- la voz del narrador se convierte en un estallido como cuando retrata en pocas líneas el podrido sistema en el que nos movemos: “Nuestros dueños son más inteligentes que nosotros. No hace falta quemar ninguna obra; se corrompe el sistema educativo y asunto arreglado. Hemos convertido a los ciudadanos en siervos satisfechos; se les da los centros comerciales para que vomiten su ocio, restaurantes de comidas basura, miles de películas iguales para adolescentes idiotas, cientos de canales de televisión, y ya no ha nada que quemar…Nadie lee, y si alguien lee, da igual, se ha prostituido la democracia y votan en masa los noventa y nueve asnos en contra del voto del hombre que ha leído. Asunto arreglado. Final”.
Abanderado de un grupo de escritores conocido ya como “generación irreverente”, y que el poeta Luis Alberto de Cuenca ha llegado a comparar con los prerrafaelitas, De Rus nos invita en La civilización y la nada a la ensoñación y a la reflexión a partes iguales. Obsesionado por la falsa verdad instalada en nuestras vidas, por el analfabetismo generalizado, por la pérdida del sentido original y veraz de las cosas, por la búsqueda de la belleza en las historias del pasado, se observa en De Rus un cierto desapego a todo lo que representa el presente. Es como si los personajes necesitasen instalarse en los sueños para poder vivir. Y esos sueños sólo los proporcionan las drogas, el cine, los libros y la música.
Convencido de que la verdadera belleza está escondida, de que la vida es una constante búsqueda, he llegado a la convicción, tal como se dice en el texto, de que “sólo por el arte merece vivir”. Y dicho esto me despido con las palabras de Alicia Arés que cierran el prólogo: “De nuevo con de Rus tenemos que afirmar: Los sueños, solo”.

martes, 13 de octubre de 2009

Marcel Proust

La lectura vespertina, tanto en la habitación como en el jardín, forma parte de los recuerdos de Proust, una lectura que tenía como objetivo el descubrimiento de la verdad. El novelista cuenta (en Por la parte de Swann, novela publicada en 1913 y primera entrega de su monumental obra En busca del tiempo perdido) cómo intentaba apropiarse -ésa es la palabra- de la esencia de los libros: “…lo más íntimo que ante todo había en mí, el mando en incesante movimiento que gobernaba el resto, era mi creencia en la riqueza filosófica, en la belleza, del libro –fuera cual fuese- que estaba leyendo y mi deseo de apropiármela”. Proust reconoce, en este sentido, un interés primordial por los personajes de las novelas, dejando en un segundo plano el paisaje. Y, por supuesto, en las lecturas “…siempre estaba presente en mi pensamiento”, dice el joven protagonista de Por la parte de Swann, “el sueño de una mujer que me amara”. Recuerdos e imágenes brotan de las novelas. Esta pasión por la lectura se combina con la idea de la escritura, que está en la mente de Proust desde la infancia. Sin duda, soñaba con ser escritor, y no uno cualquiera. Deseaba ser el primer escritor de la época, pero al mismo tiempo, tal como se lee en Por la parte de Swann, desconfiaba de sus posibilidades para “encontrar un tema al que pudiera infundir un significado filosófico infinito”. Obsesionado en la búsqueda de una idea que diera sentido a su pasión por escribir –y a la vida, por tanto-, Proust llega a la conclusión de que el misterio de la escritura reside en la capacidad que tiene la voluntad para llegar a descubrir “la realidad presentida” que se encuentra bajo las cosas y que recuperamos en ocasiones a partir de las imágenes de esas “cosas” que retenemos en nuestra memoria.

En Por la parte de Swann, Proust cuenta con maestría el momento en que a partir de la observación de tres campanarios y la penetración en su misterio consigue llevar al papel las impresiones y sensaciones que ha experimentado, y la felicidad que se siente una vez “se ha escrito”, de tal forma que uno se libera de los campanarios y de lo que ocultan detrás, pues ha penetrado en su misterio, ha llegado al fondo de esa “realidad presentida”.
Toda la visión de Proust se fundamenta, pues, en las imágenes conservadas en la memoria (siempre parece distinguir entre el hombre que es y el hombre que recuerda), a pesar de las transformaciones ejercidas por el transcurrir del tiempo, y en la veracidad y la grandeza que emanan de la vida intelectual, porque de entre todas las vidas paralelas que llevamos es la más rica en peripecias. La vida intelectual nos permite el descubrimiento de verdades, la apertura de caminos nuevos, y nos ayuda a recrear el pasado, los recuerdos que atraviesan los años. En la descripción en torno a Combray, espacio en el que se desarrolla buena parte de Por la parte de Swann, Proust distingue dos zonas bien diferenciadas que responden a la estructuración del paisaje: la parte de Méséglise-la-Vineuse (también conocida en la familia del protagonista como la parte de Swann) y la parte de Guermantes, dos entidades abstractas en la mente de Proust, el paisaje de la llanura y el paisaje del río. Es aquí donde el novelista encuentra su asidero, su “territorio”. “Precisamente”, dice el escritor, “porque creía yo en las cosas, en las personas, mientras los recorría, las cosas, las personas, que me dieron a conocer son las únicas que aún me tomo en serio y aún me dan alegría. Ya sea porque la fe creadora esté agotada en mí o porque la realidad tan sólo se forma en la memoria, las flores que se me muestran hoy por primera vez no me parecen flores de verdad. La parte de Méséglise –con sus lilas, sus majuelos, sus azulejos, sus amapolas, sus manzanos- y la parte de Guermantes -con su río, sus renacuajos, sus nenúfares y sus botones de oro- constituyeron por siempre jamás para mí la imagen de los países en los que me gustaría vivir”. Es la única realidad, el territorio de la infancia revivido a través de la memoria. Y aunque otros “territorios” actuales puedan recordar el pasado, lo que desea es el pasado íntegro, tal como era. “…Lo que quiero volver a ver”, dice Proust, “es la parte de Guermantes que conocí”, ese paisaje que el novelista recupera por las noches, antes de alborear. “Así, con frecuencia me quedaba hasta el amanecer pensando en el tiempo de Combray”, en el pueblo, en el paisaje y en todas la personas que configuran el círculo familiar (sobre todo su madre).

A propósito de la evocación del pasado, Proust recuerda una creencia celta según la cual las almas de los difuntos se encuentran cautivas en seres inferiores hasta que llega el día en que por cuestión de azar somos capaces de adueñarnos del objeto en donde está aprisionada el alma. Y es que la evocación del pasado es un empeño arduo que reside en nuestra capacidad para captar el alma en los pequeños objetos, a través de los cuales tan sólo es posible esa evocación. Proust describe con maestría la forma en que un té mojado con magdalena permite explorar, traer a la memoria los recuerdos de un pueblo, Combray, en donde el protagonista ha pasado su infancia. Asimismo, la belleza de Tansonville, el jardín de Swann, evoca para siempre en la mente del protagonista el amor que experimenta al contemplar por primera vez a Gilberte (la hija de Swann); y los árboles del bosque de Roussainville refuerzan el deseo exaltado de abrazar a una campesina y, de ese modo, abrazar a toda la naturaleza, hasta el punto de que “errar así por los bosques de Roussainville sin campesina a la que abrazar era no conocer el tesoro oculto, la belleza profunda, de aquellos bosques”; y el viento, “el genio particular de Combray”, consagra la unión ficticia entre la señorita Swann y el protagonista, aunque Gilberte vive en Laon, a varias leguas de distancia; y la visión de una torre cualquiera trae el recuerdo del campanario de Saint-Hilaire, un lugar entrañable en el corazón del escritor que “daba a todas las ocupaciones, a todos los puntos de vista de la ciudad, su figura, su coronamiento, su consagración”. Y no sólo los objetos y las cosas actúan como catalizadores de la memoria. En la rememoración del pasado, el nombre de Swann pasa a ser mitológico por “todas las seducciones singulares que le atribuía (el protagonista)”; y el nombre de Balbec despierta el deseo de las tormentas, del gótico normando; y el nombre de Florencia y Venecia se asocian con el sol, los lirios, el palacio de los Dux y Santa María de las Flores.
Esta sensación agobiante de vivir constantemente en el pasado contribuye a degradar el presente. La sociedad burguesa por la cual transita Swann resulta irritante. Proust define al matrimonio Verdurin –y a la burguesía por tanto- como máscaras de teatro representando de forma diferente el regocijo. Swann opta por la sencillez, las artes (está llevando a cabo, por ejemplo, un estudio sobre Vermeer) y la magnanimidad desde que frecuenta el círculo de fieles de los Verdurin, precisamente porque son los aspectos que echa en falta en la hipócrita burguesía. “Hay autores originales”, escribe Proust, “cuya menor audacia escandaliza, porque, para empezar, no han halagado los gustos del público y no le han ofrecido los habituales lugares comunes: del mismo modo indignaba Swann al señor Verdurin. En Swann como en ellos, la novedad de su lenguaje era lo que hacía pensar en la maldad de sus intenciones”. En casa de los Verdurin, pues, Swann está fuera de lugar, nada a contracorriente, más o menos como debía sentirse el propio Proust al acudir a una velada en casa de una familia burguesa. Swann no soporta la moral establecida por la burguesía. La descripción de un personaje como Legrandin parece responder a ese distanciamiento que experimenta el protagonista al tratar con la clase burguesa. Legrandin se define como un jacobino, un hombre independiente, huraño, al que sólo complacen algunas iglesias, unos pocos libros y cuadros, y la luz de la luna. Pero eso es únicamente una fachada. Simplemente es un snob. El problema es que en determinados círculos la moral burguesa deber ser respetada, ya que en caso contrario se produce el rechazo. Por eso, el joven protagonista de Por la parte de Swann pierde la amistad de Bloch, porque no respeta las reglas de esa moral y entonces se le aparta de la casa donde vive el clan familiar en Combray, pero antes ya ha insuflado en el protagonista una idea que va a tener gran influencia en su vida, haciéndolo feliz y desdichado a partes iguales, a saber, la noticia de que todas las mujeres no piensan en otra cosa que en el amor y que no hay ninguna cuya resistencia no se pueda vencer.
En medio de la rutina de una sociedad cerrada, un paseo por los alrededores de Combray resulta extraordinario, al igual que el sábado, asimétrico porque todos los acontecimientos del día se adelantan una hora. Los dos protagonistas de Por la parte de Swann (el joven de la primera parte y el solitario Charles Swann de la segunda parte) buscan lo extraordinario evocando el pasado. Sin embargo, el paso del tiempo supone la muerte de los dioses. Queremos recuperar el recuerdo pero es imposible. El protagonista se siente demasiado viejo al comprobar que ya nada es igual en el Bois de Boulogne al volver allí años después, comprende “la contradicción que representa buscar en la realidad los cuadros de la memoria, faltos siempre del encanto que deben a la memoria misma y la imposibilidad de percibirlos por los sentidos”, hasta el punto de afirmar rotundamente: “La realidad que yo había conocido había dejado de existir”.