domingo, 28 de diciembre de 2014

Pere Gimferrer

En una nota que precede al ensayo Cine y literatura (Barcelona, Seix Barral, 1999), Pere Gimferrer explica que el libro fue concebido a finales de los años setenta y publicado finalmente en 1985. La anotación no es baladí pues las observaciones que el autor realiza a propósito de ciertas películas de Bergman, Antonioni y en menor medida Wenders (sobre todo Persona y El reportero) ponen el acento en la época en que se está escribiendo el libro. Pero más allá de esta evidencia, no cabe duda que Gimferrer está pensando en las posibilidades que ofrece la cinematografía moderna respecto al modelo narrativo impuesto desde principios del siglo XX. En este sentido, el punto de partida del ensayo, sobre el que el autor reflexiona varias veces en el texto, es que Griffith se inspiró en el modelo novelesco dikensiano para construir la narrativa cinematográfica clásica, dando lugar a un estilo que, casi sin cambios, se mantiene hasta la actualidad. A pesar, pues, de las aportaciones del cine moderno, Gimferrer tiene clara la continuidad del lenguaje cinematográfico frente a un lenguaje literario más complejo, variado y con más recursos. La consecuencia de todo esto es que cuanto mayor talento literario se despliegue en una novela o una obra de teatro tanto más difícil será la adaptación al cine, lo cual explica la dificultad para encontrar una gran novela convertida en una gran película. “Ninguno de los grandes clásicos de la novela”, afirma Gimferrer, “ha llegado a ser un gran clásico del cine, y un hecho de esta naturaleza no puede considerarse casual, sino indicativo de los límites de la adaptación”. Salvo raras excepciones, los novelistas quedan mejor reflejados en sus obras menores. La cuestión se complica todavía más con la novela moderna (a partir de Joyce, Proust y Kafka) pues las novedades literarias de que hace gala la novela actual (lo que entiende Gimferrer por novela actual, que nada tiene que ver con la mayor parte de la producción literaria de carácter mercantil) contribuyen a distanciar cada vez más el cine de la narrativa contemporánea.
            Al plantear la cuestión del teatro, Gimferrer observa las mismas circunstancias y los mismos problemas que en la novela, pues se da el caso que el teatro actual (o lo que el autor entiende como tal, es decir, un espectáculo más centrado en la realidad escénica que en la ilusión realista) está más alejado del cine que el teatro isabelino. Gimferrer, como no podía ser de otro modo, acude a Shakespeare para analizar las relaciones entre palabra escénica y palabra fílmica. El paso del teatro al cine es seguido a través de los ejemplos de Olivier y Welles. Siempre pensando en términos cinematográficos, Gimferrer advierte que el cine de Welles es capaz de lograr aquello que el autor considera fundamental en toda adaptación fílmica, a saber, emplear los recursos que son propios del cine para solucionar los problemas que se plantean en una película en vez de mimetizar los recursos literarios, consiguiendo de este modo obras verdaderamente autónomas. En el caso de Olivier, Gimferrer aprecia certeramente uno de los grandes fallos de las adaptaciones cinematográficas: el desequilibrio entre los parlamentos y el contenido visual de los encuadres. Al revisar las películas de Olivier, tal como afirma el autor, “el espectador se queda con la sensación de que o bien sobran palabras o bien faltan metros de película: se habla demasiado o se ve muy poco; la carga semántica acumulada en los parlamentos tiene mucho más peso que el contenido visual de los encuadres”. 
            En la parte final de este magnífico libro, Gimferrer evoca las películas de Douglas Sirk para poner de manifiesto que el guión es una cosa muy distinta de la película y no determina el resultado final que se observa en la pantalla. Sirk ha sabido convertir melodramas populares y materiales literarios infames en auténticas tragedias gracias a la estilización de la puesta en escena. Esta idea, que parece muy clara para quien contempla hoy en día una película de Sirk, pasó inadvertida para gran parte de la crítica (como tantas otras cosas) durante los años cincuenta. Por lo demás, el cine documental es también una muestra bien palpable de que el guión es un pretexto y un punto de partida previo, perfectamente moldeable en las diferentes etapas de definición de una película hasta el punto de que en ciertos casos, tal como señala Gimferrer, se puede hablar de guión a posteriori, y el ejemplo de El desencanto es buena prueba de ello pues el guión se debe tanto a Chavarri como a los Panero. Toda esta argumentación lleva finalmente a Gimferrer a la conclusión que cierra el ensayo: el guión es un género literario subsidiario, pero no es cine.


Admirador de Manckiewicz, Cukor y Wilder por lo que se deduce del texto, nuestro autor no oculta las dificultades que embarga la alianza entre palabra e imagen y la sensación, bien evidente pero triste, de que el “cine de la palabra” está hoy en día prácticamente acabado, pero esto es poca cosa si contemplamos el cine actual y consideramos, como hace Gimferrer, que la planificación, la dirección de actores y el tratamiento del espacio son los aspectos que conceden carta de naturaleza a una película. Entonces, nuestra desazón es todavía mayor.      

jueves, 27 de noviembre de 2014

Caminando desnudo

Caminando desnudo (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) es el primer poemario de Andrés Carlos López Herrero, reconocido pintor y profesor de artes plásticas. Liberado sólo hasta cierto punto del pudor y de la vergüenza al mostrar sus pensamientos, tal como afirma en el prólogo, López Herrero nos ofrece en Caminando desnudo un discurso sincero –cercano a su admirado José Hierro-, una propuesta que gira en torno a una cuestión fundamental, a saber, el paso el tiempo. Obsesionado con la estulticia de la postmodernidad, el incipiente poeta libera sus sentimientos para describir con breves pinceladas los signos y las enfermedades de nuestro tiempo, mientras camina, en dirección contraria diría yo, hacia una comunión con la naturaleza y lo primitivo. Por eso, la presencia hipnótica de una isla encantada se traduce en el misterio, en la intuición del “arcano enigma”, en la afirmación de la soledad. Desamparado, desconsolado, el poeta desaprueba los espacios urbanos acotados de acero y cemento. Los campanarios, los árboles, los pájaros y las montañas han perdido su brillo. “Ahora no escucho respirar a la montaña”, se lamenta el poeta. El paisaje está dormido. Se ha impuesto un mundo futurista de palabras feas e impronunciables (el poemario está intoxicado de vocablos inefables), un espectáculo postmoderno en el que se suplanta a Dios y se entierra la historia, en el que se conciben “almas de puerilidad retroalimentada”, en el que domina una “sensiblería impostada”. La herencia de la tierra parece desvanecerse mientras la arrogancia parece dominar nuestra existencia. Observador cínico de lo que denomina “bochornoso carnaval humano”, López Herrero habla de miedo e insiste en la pérdida de humanidad. Este tono pesimista, casi apocalíptico, que aletea en el poemario, como si existiese un brutal contraste entre lo que ve y lo que sueña el poeta, culmina en la destrucción, en el “Apocalipsis” que centellea en el último poema ahondando en la futilidad del mundo presente.
            Da la impresión al leer el poemario de que el único refugio, la única forma de luchar contra la modernidad, contra la locura y el paso del tiempo –todo a la vez- es la poesía, la palabra, la capacidad de soñar, la melancolía aferrada a la imposibilidad de olvidar el amor. Un núcleo de poemas está precisamente enraizado en la ausencia de amor, en la locura que supone la pérdida y en el porvenir que sugiere el reencuentro soñado, ese / ulterior porvenir que cae del cielo / cada atardecer azul y naranja. La necesidad que experimenta el poeta de reinventarse a mitad del camino, de plantearse cuestiones cuando la vida avanza sin freno, se relaciona estrechamente con la irrupción en el poemario de dos cuestiones: el destino y el sentido del tiempo. Afrontar la muerte, afrontar el pasado, necesidades vitales que se expresan como “ejercicio de honestidad profesional”. El tiempo corre veloz mientras el poeta desnuda su alma y demanda nuestra atención preguntándonos si acaso “hemos dejado de soñar”.                





jueves, 30 de octubre de 2014

Histórica 4

En una especie de postfacio que se encuentra al final de la lectura de Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz (Barcelona, Península, 2007), Ruiz-Domènec explica cómo el libro sobre la figura del Cid había surgido, por primera vez, en unas notas escritas en París en 1979. El historiador sitúa su investigación en el conjunto de debates de los años 70 en torno a la herencia de Menéndez Pidal. El estudio, casi como un guiño al nonagenario medievalista, toma como punto de partida la famosa fotografía realizada en el rodaje de El Cid en la que se ve a Menéndez Pidal observando el halcón que porta en la mano el actor Charlton Heston. Más allá de esta anécdota que se presenta como si se tratase de una epifanía, el libro se inicia con una serie de reflexiones sobre la película de Anthony Mann, sobre la forma en que el cineasta americano contribuye a forjar la leyenda del Cid, sobre la relación que se establece entre historia y mito. Esta introducción cinematográfica deriva en la cuestión que centra el interés del historiador, a saber, cómo la historiografía y la literatura han transfigurado a un hombre de frontera del siglo XI convirtiéndolo en palabras de Ruiz-Domènec “en el portador de la honra de España”. Sorprende, en este sentido, la forma imaginativa en que nuestro antor ilumina las fuentes. Conocedor de la figura de Ricard Guillem, establece una suposición sobre la continuación del Carmen Campidoctoris (el poema latino que inicia el mito del Cid) proponiendo un paralelismo plutarqueo entre la historia de Rodrigo Díaz y los afanes del también exiliado Ricard Guillem. La lectura del Carmen Campidoctoris, un regalo de Guillem al Campeador, quizá hizo pensar por primera vez al Cid que era un hombre elegido para la gloria. El problema se plantea cuando se contrasta esta visión del poema con la lectura de los cronistas árabes de aquella época, pues los escritores musulmanes insisten en la crueldad y el afán de riqueza del Cid. Una figura, pues, ambigua y equívoca entra de lleno en la cultura cristiana en una época en la que las baladas de los juglares empezaban a diseñar la leyenda del Cid. 
            El estudio de Ruiz-Domènec trata de captar la forma en que las fuentes se han apropiado de la figura del Cid, cómo la reina Berenguela ha contribuido a la elaboración de la imagen del Campeador a través de la memoria familiar –de las mujeres-, cómo la Historia Roderici (una vita escrita en latín por un clérigo) pretende en realidad legitimar la monarquía de Alfonso IX en el siglo XII, como el Cantar de Mío Cid inventa el pasado del héroe para construir un modelo de moral guerrera –o acaso una proclama política, intuida en el final del poema, en la visión de Ruiz-Domènec-, cómo la Historia de Jiménez de Rada y la Crónica de los veinte reyes responden más a un proyecto de futuro que a un intento de comprender el pasado, justificando a la sazón las necesidades políticas de Castilla, cómo la leyenda penetra en un terreno inexplorado –la juventud del guerrero- en el siglo XIV con las Mocedades de Rodrigo, cómo a través del Romancero la figura del Cid entra de lleno en la memoria colectiva de un pueblo, cómo la Crónica del famoso cavallero Cid Ruy Díaz Campeador, de 1512, muestra a nuestro héroe como un auténtico caballero renacentista, un humanista legitimando la unión peninsular, cómo el drama barroco de Guillén de Castro, según la moda de la época, se complace en describir una historia de honor, sangre, amor y celos, cómo Le Cid de Corneille refleja las intrigas nobiliarias de la Francia del siglo XVII y el impulso de la monarquía francesa, cómo la Historia crítica de Masdeu desatiende las que considera ridículas hazañas del Cid, y cómo, finalmente, las Recherches sur l’histoire et la littérature de L’Espagne pendant le Moyen Age de Reinhart Dozy, en el siglo XIX, auspician una nueva fase en la historiografía pues suponen el primer intento claro de deslindar la historia del personaje literario y la leyenda del Cid. Evidentemente, el libro que marca una época en el estudio del tema es La España del Cid, de Menéndez Pidal. El erudito nos presenta a un Rodrigo orgulloso, leal, desterrado. Ruiz-Domènec habla de las “tramas ideológicas” que componen el libro de Menéndez Pidal, el tradicionalismo renovador que sirve de modelo en 1929, cuando se publica La España del Cid, y que disfraza al héroe con las virtudes patrias “para hacerlo coincidir con las preocupaciones de su tiempo.
            Tras la revisión historiográfica y teniendo como faro especialmente el trabajo de Menéndez Pidal, nuestro autor se adentra en la segunda parte del libro en una suerte de viaje, unas breves notas que tratan de clarificar los hechos de Rodrigo Díaz y que se reducen en el volumen a unas escasas 40 páginas, sin duda alguna por las dificultades que entraña una biografía del personaje y también tendiendo en cuenta que son tan sólo las notas de un viajero que proyecta en el futuro un estudio más pormenorizado. Desde la cuestión del asesinato de Sancho II hasta la presencia del Cid en Barcelona o la estancia de Ricard Guillem en Valencia la interpretación de Ruiz-Domènec se basa en conjeturas, aunque en ocasiones son presentadas como certezas por el historiador. El silencio de las fuentes da mucho juego. Ruiz Domènec aprovecha, en fin, estas páginas para ofrecer una imagen del héroe alejada del miles Christi, un hombre que iba a lo suyo, sin valores religiosos, de ideas contrarias al integrismo almorávide y al espíritu cruzado, “un hombre que se enfrenta decididamente a su época”.



martes, 30 de septiembre de 2014

Els passejants de l'illa de Xàtiva

Después de publicar, bajo el amparo de la universidad de Valencia, un magnífico estudio sobre un poeta de la Renaixença valenciana (Joan B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia), el escritor Josep M. Sanchis –ahora el bajo el pseudónimo de Joan Benesiu- retorna a la ficción con su segunda novela. Els passejants de l’illa de Xàtiva (Barcelona, ViBooks, 2014), continuando y profundizando la estela narrativa de su primera novela (la galardonada Intercanvi), es una compleja combinación de literatura de viajes, ensayo, autobiografía y ficción (quizá al modo -o en la tradición- de su admirado Claudio Magris). El libro, tal como el propio autor sugiere en varias ocasiones en el relato, es concebido y escrito tras el esfuerzo extraordinario que le había supuesto la composición del ensayo sobre el poeta valenciano. Agotado física y mentalmente, con una cierta sensación de vacío, el escritor, convertido en viajero y protagonista de su propia novela, relata los acontecimientos quizá ficticios, quizá reales, que suceden a varios exiliados, emigrantes o viajeros –tanto da- que, casualmente –o quizá de una forma no tan casual- coinciden alrededor de la mesa de un bar contándose historias, anclados en una ciudad situada prácticamente en el fin del mundo, en el cono sur de América, en la frontera entre Argentina y Chile. El lugar de encuentro de estos viajeros es Ushuaia –“fin del mundo, principio de todo”, reza el lema de esta ciudad-, un espacio límite desde el que se contemplan los dientes de Navarino y cercano a la renombrada isla de las Malvinas.             
            Cada uno de los componentes de la “taula de les històries”, tal como la define el autor en uno de los capítulos, se complace en narrar las vicisitudes que explican su presencia en un lugar tan alejado del mundo: Guillaume Housseras, un aburrido burgués parisino que huye de su acaudalada familia poniendo tierra de por medio, abandonando con ello temporalmente la dirección de su prestigiosa empresa; Peter Borum, un inglés que se aleja del horror familiar (su mujer le ha dejado y su hijo ha ingresado en la cárcel) y se traslada a Ushuaia para indagar en el suicidio de su hermano, un hecho relacionado de forma indirecta con la guerra de las Malvinas; Nemesio Coro, un mexicano que ha salido de México D. F. perseguido por la mafia vinculada al narcotráfico; Martín Medina, un chileno represaliado por la dictadura de Pinochet y enfrentado a su padre; Joan Benesiu, es decir, el narrador, que llega directamente desde Buenos Aires después de una intempestiva y extraña historia de amor con una joven argentina amante de los pájaros y admiradora incondicional de Gombrowicz.; y, finalmente, Dominika Malczeswka, una polaca dueña del bar Katowice -el local donde se cuentan las historias-, una emigrante aterrizada en Argentina tras los desastrosos sucesos de la segunda guerra mundial que tanto afectaron a Polonia.
Optando por una narración personal desde la óptica del supuesto viajero Joan Benesiu, el autor elabora una especie de rompecabezas, un precioso tapiz en el que todos los elementos van entrelazándose en torno a dos temas recurrentes, a saber, la búsqueda de identidad y el mito de la frontera. Al mismo tiempo, reforzando la densidad de la narración, todos los relatos que se entrecruzan en el Katowice están enraizados en acontecimientos violentos de la historia reciente como la ya mencionada guerra de las Malvinas, la ocupación alemana y soviética de Polonia en la segunda guerra mundial o la matanza de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas en México D. F en 1968. La violencia del Estado, en ocasiones, da la sensación de estar confrontada con la libertad anarquista que emerge también en algunas historias, aunque sólo de forma muy tamizada. El complejo entramado narrativo se completa con constantes digresiones literarias a propósito de escritores -y libros- que acosan la mente del viajero, desde los centroeuropeos como León Bloy, Robert Musil, Ernst Jünger, Stanislaw Lem, Winfried Sebald y Primo Levi hasta los hispanoamericanos como Sergio Pitol, Roberto Bolaño, Juan Rulfo y Witold Gombrowicz. Casi sin descanso, la lectura de Els Passejants de l’illa de Xàtiva nos conduce de una historia otra, de un espacio geográfico a otro, hasta el punto de que da la impresión de que se pierde el hilo principal de la narración. Pero al final siempre hay una salida. El narrador, Joan Benesiu, (protagonista cuyo nombre nunca se menciona en la novela) sirve de anclaje, de motor alrededor del cual se teje todo el relato. No es casualidad, por tanto, que Els passejants de l’illa de Xàtiva atesore en ciertos momentos un marcado tono autobiográfico teñido de emoción y humor a partes iguales. Los recuerdos familiares entre los que emerge, fascinante, la imagen de la abuela se combinan con la lectura de cuentos, la soñada –y anhelada- visión del padre perdido y la foto imponente del poeta Pastor –que preside la casa familiar-. Estos recuerdos que obsesionan al escritor están relacionados de forma inequívoca con la pérdida de la inocencia, pero también con una cierta idea de la soledad y la muerte que pulula casi desde el inicio del relato, lo cual acentúa aún más la sensación que se tiene al final del libro de estar ante una obra de inspiración romántica en la que un hombre busca su identidad a través de un viaje existencial al fin del mundo.  




jueves, 28 de agosto de 2014

Yves Bonnefoy

El último libro publicado en castellano del poeta francés Yves Bonnefoy, titulado El territorio interior (Sexto Piso, 2014, L’arrière-pays en la edición original de 1971), mezcla inclasificable de literatura de viajes, ensayo y prosa poética, presenta el itinerario italiano del poeta a través de una serie de imágenes elaboradas a partir de la mirada contemplativa de variadas pinturas del Quattrocento, teniendo como telón de fondo el paisaje soñado –y real al mismo tiempo- de la Toscana. La portada del libro, un horizonte amplio y claro, lleno de luz, en cuyo margen inferior se intuyen dos figuras que remiten a una pintura de Piero Della Francesca, llama la atención desde el primer momento y no parece colocada al azar: auspicia la posibilidad de adentrase en un viaje al interior de la cultura italiana.
“Amo la tierra, lo que veo me colma”, proclama Bonnefoy al inicio del libro. Esta bella aseveración ancla al poeta en la frontera de lo terrenal, pero no limita su visión que abraza el horizonte infinito. El amor a la tierra que le conduce por los paisajes de la poesía del lugar, de la presencia inmediata, se compagina con la búsqueda compulsiva de una verdad más allá de lo tangible, en el ámbito de la ensoñación. El camino de la tierra es el camino de la belleza, las sensaciones más cercanas liberan un sabor de eternidad, pero lo mismo ocurre con las realidades más profundas. Bonnefoy busca la disonancia entre lo que se ve aquí y lo que se percibe o intuye más allá. Entre aquí y allá, entre dos lugares se encuentra el territorio interior que Bonnefoy anhela. Por eso cuando algo conmueve al poeta se encuentra como si estuviese en el exilio. La vida de Bonnefoy, de hecho, tal como él mismo ha señalado, se mueve entre dos villas, entre dos puntos, los dos lugares que han configurado su existencia, la ciudad de Tours, donde nace, y Toirac, el enclave idílico donde discurren los felices veranos de su infancia.
La propuesta poética de Bonnefoy se abre con la evocación de los antiguos recuerdos del territorio interior, un lugar inaccesible, ilocalizable, al que se accede desde la emoción, desde la vigilancia. Conmovido por los relatos de viajeros en Asia central, el poeta se acerca al desierto de Gobi, al grandioso Tíbet, a la fortaleza roja en las arenas de Amber, a las ruinas de Jaipur. Un relato arqueológico acaso inventado o soñado le arrebata profundamente. Bonnefoy habla de un libro de la infancia, una aventura narrada En rojas arenas: un arqueólogo busca unas ruinas en medio de un desierto y lo único que encuentra es una ciudad romana -que sobrevive todavía- escondida bajo la arena y una muchacha que aparece y desaparece, como si se tratase de un sueño. Esta historia de hallazgos y búsquedas concentra la atención del poeta para toda una vida, resume su particular obsesión por el territorio interior, por el aquí y el allá, lo visible y lo soñado, la mirada al lugar más próximo y la idea de transmutar lo sagrado en una experiencia sensible.

El viajero termina por ir a Italia, porque el arte toscano del Quattrocento es su destino, porque en él se funden la entrega a la tierra y una profunda experiencia moral. Bonnefoy ama la pittura chiara de los artistas italianos, una imagen que le recuerda el alba y que evoca el anhelado territorio interior. Emprende entonces un viaje al azar y proyecta un libro en mitad del camino, la reflexión de un viajero sobre las obras que va contemplando en pinacotecas y claustros, pero, paradójicamente, más adelante renuncia a comprender el arte italiano. Bonnefoy habla de la destrucción de un libro que está escribiendo: El viajero. Es como si su acercamiento al objeto estudiado no fuese el adecuado. Por eso su visión está llena de contradicciones, de alumbramientos y de decepciones. Incluso en el latín busca el poeta una promesa, una esperanza, hasta el punto de adentrarse en las lenguas primitivas itálicas, tratando de encontrar acaso una conexión entre las imágenes del renacimiento y la palabra de los poetas. Bonnefoy acaba su recorrido, no obstante, en el barroco italiano, certificando su obsesión por Poussin y el tema de Moisés salvado de las aguas, quizá porque el artista se había inspirado en su amor a la tierra, quizá porque, tal como cuenta Bonnefoy, el pintor francés había visto a unas lavanderas en las orillas del Tíber y el gesto de una mujer elevando a un niño en alto había reclamado su atención.   
Treinta años más tarde, Bonnefoy vuelve al territorio interior -a instancias de Marta Donzelli y a propósito de la edición italiana- y escribe unas líneas en 2004. Las ensoñaciones que el arte italiano provocó en el viajero han dado paso a una fase de reflexión, de lucidez. Atrás han quedado los sueños, las ilusiones, los peligros de las horas en soledad, tal como recuerda el poeta. Bonnefoy buscó su verdadero lugar en Italia describiendo quimeras, siguiendo los restos de las lenguas perdidas, leyendo los versos de Dante y Leopardi. En la perspectiva de los pintores italianos encontró la luz -no la profundidad-, la pittura chiara, la pintura del rocío, del alba, de la mañana. Piero Della Francesca, Masaccio, Botticelli, quizá el aquí y el allá reconquistados. Tan sólo el paso del tiempo ha dado valor real a lo que el poeta veía como ensoñaciones. “Italia fue para mí”, concluye el poeta, “en la vida vivida o imaginada, un laberinto de ilusiones y de lecciones de sabiduría, un tejido de signos de una misteriosa promesa que no mencionaré de nuevo”. Finalizado el viaje, esa promesa también orienta mis pasos hacia mi particular territorio interior.      


jueves, 31 de julio de 2014

Historia griega

Nombrado “Regius Professor” de griego en la universidad de Oxford en 1936 -heredando en esa gran tradición a Gilber Murray-, amigo de poetas como Yeats o Elliot, y catalizador de una nueva visión del mundo griego –que debía mucho a Jane Harrison y que corría paralela a la que se desarrollaba en Cambridge, donde empezaron a trabajar a partir de los años cincuenta Kirk y Finley-, el irlandés Eric Robertson Dodds es conocido en España, en los círculos intelectuales, gracias a un imponente libro titulado Los griegos y lo irracional, que fue publicado por primera vez en la Revista de Occidente en 1960, y reeditado por Alianza Universidad en los años 80. Producto de unas conferencias que Dodds impartió en la universidad de Berkeley en 1949, el libro es publicado por la universidad de California en 1951. El ensayo, tal como señala el autor en el prefacio, no es en sentido estricto ni una historia de la religión griega ni un compendio de los sentimientos o ideas religiosas de los griegos sino más bien el estudio de “una clase de experiencia por la que se interesó poco el racionalismo del siglo XIX”. Influido por las tendencias antropológicas de la época y la psicología social, Dodds nos ofrece en Los griegos y lo irracional una serie de sugerencias sobre el mundo mental de los griegos –que se alejan de la visión “aseada” y convencional que nos mostraban los mitólogos del XIX-, iluminando ciertos aspectos de la mentalidad primitiva de los griegos, procedentes de la época arcaica y que todavía permanecían vigentes en época clásica tal como testimonian las fuentes escritas, especialmente Platón.  
            Entre las sugerencias y aspectos que pone de relieve Dodds en el ensayo se pueden citar la universalidad del desenfreno (hybris) como el primero de los males, la idea de culpabilidad heredada por los crímenes contra los padres –cuestión relacionada con la creencia en la solidaridad de la familia, la contaminación (miasma) y la purificación ritual (katharsis)-, el papel de lo demoníaco en la creencia popular de los griegos, la relación entre el “demonio” (daimon) y el destino (moira) de cada persona, la función protectora que ejerce el oráculo de Delfos en el mundo griego, la función social del ritual dionisíaco, la tradición del “sueño divino” o khrematismós –que supone la aparición de una divinidad o un antepasado en donde el sueño es considerado como un oráculo- y la visión referida a las recompensas y los castigos después de la muerte –relacionada en Esquilo con las tradicionales leyes no escritas-. El estudio de todas estas experiencias típicas de la mentalidad religiosa del pueblo griego parece desembocar, en el núcleo central del libro, en una idea que solidifica y anuda todo el texto, a saber, el conflicto -y el distanciamiento- que se produce en el siglo V a. C, en Atenas, entre cultura ilustrada minoritaria y cultura popular. Dodds observa que en el siglo V había una amalgama de creencias funcionando, pero no había una “opinión griega”. Tan sólo existía “una masa de confusión” a la que Esquilo había tratado de dar un sentido moral -un proyecto que luego retomará Platón-. Siguiendo a Gilber Murray, el autor emplea el concepto de “conglomerado heredado” para referirse a ese conjunto de creencias religiosas existente en Grecia, que, sin duda alguna, contribuían a la cohesión social. Ahora bien, a lo largo del siglo V la brecha entre las creencias del pueblo y las creencias de los intelectuales se había ampliado por la difusión de lo que se ha dado en llamar la “ilustración griega”. El resultado es una especie de reacción en la segunda mitad del siglo V contra los intelectuales que se certifica en el decreto de Diopites de 432 o 430 y en los juicios por herejía contra Anaxágoras, Diágoras, Sócrates y posiblemente Pitágoras y Eurípides. Y es que la tradición estaba fuertemente arraigada en el pueblo ateniense, lo que puede explicar también el histerismo religioso provocado por un hecho puntual como la mutilación de los Hermes en 415 a. C. Dodds habla en este sentido, y para esta época, de un absoluto “divorcio entre las creencias de los pocos y las creencias de los muchos”. Además, como consecuencia del empuje de la “ilustración ateniense” –y de la guerra del Peloponeso- se produce lo que Dodds denomina un “rebrote de la religión popular” que se manifiesta en la difusión del culto a Esculapio, el culto a dioses extranjeros y el renacimiento de la magia.
            En este contexto conflictivo a nivel moral, mental y religioso, la labor que afronta Platón en las Leyes según nuestro autor es la de “estabilizar la situación por medio de una contrarreforma”. Así, las últimas propuestas de Platón se corresponden, en palabras de Dodds, con “una sociedad completamente cerrada, que había de gobernarse, no por la razón iluminada, sino (bajo Dios) por la costumbre y la ley religiosa” , es decir, por la tradición. La interpretación de Dodds –tan sugerente como clarificadora- corre el riesgo de deslizarse por terrenos más ambiguos y menos firmes cuando relaciona las ideas mágico-religiosas de Platón con un origen remoto en la cultura chamanística nórdica o cuando identifica la fe platónica en la razón –heredada del siglo V- con el yo oculto de la tradición chamanística. Esta visión “panchamanista” se aprecia claramente en la cautela con la que Dodds trata el tema del orfismo, presentando a Orfeo como una especie de chamán, igual que Zalmoxis, Abaris, Epiménides, Pitágoras y Empédocles. En todos ellos encuentra aspectos similares al chamán escita. Sin embargo, duda de las afirmaciones más repetidas por los eruditos acerca del orfismo, y duda del carácter órfico de algunos mitos escatológicos de Platón.   


            Considerado por Dodds “casi el último intelectual griego que parece tener verdaderas raíces sociales”, por su enraizamiento en la polis, Platón no sólo trata de estabilizar el conglomerado heredado sino que pretende “poner contrafuertes a la estructura tradicional” y “descartar” todo lo que estuviera “podrido”, sustituyéndolo por algo más “duradero”, de tal modo que en algunos puntos se ve obligado a “romper con la tradición” y en otros aspectos admite el compromiso. Enfatizando el culto al sol, quizá de procedencia oriental –y en todo caso un elemento nuevo en la religión griega-, Platón propone finalmente en las Leyes un culto combinado de Apolo y del dios-sol Helios. “Este culto asociado”, dice Dodds, “en lugar del culto de Zeus, representado Apolo el tradicionalismo de las masas y Helios la nueva religión natural de los filósofos, es el último y desesperado intento de Platón por construir un puente entre los intelectuales y el pueblo, y salvar con ello la unidad de la creencia griega y de la cultura griega” (p. 207). Platón trabaja por la cohesión social, por la unidad de la polis, para evitar la stasis. Lo que vendría después con el helenismo –un cambio notable- supondría -acaso- una progresiva decadencia de la tradición.
  


lunes, 30 de junio de 2014

El absurdo fin de la realidad

Publicada por Ediciones Irreverentes en 2013 y ganadora del Primer Premio 451 de novela de ciencia ficción, El absurdo fin de la realidad es una fantasía teatral construida de forma modélica por el escritor murciano Pedro Pujante. En primera persona, como si se tratase de un relato autobiográfico, el protagonista de la historia cuenta los acontecimientos que se suceden en Orentes, un pueblo ficticio de la costa murciana, tras llegar la noticia de la inminente presencia en la villa de un ovni procedente de otra galaxia. El narrador de la historia es a la sazón el escritor del pueblo y se apresta rápidamente a elaborar un discurso de bienvenida a los alienígenas. El punto de partida de la narración recuerda de forma muy evidente Bienvenido, mister Marshall, la película parcialmente escrita por Mihura, más aún cuando bien avanzada la historia leemos que los habitantes de Orentes se preparan para el evento y realizan sus peticiones al alcalde en la plaza mayor del pueblo. La novela, pues, funciona como relato de ciencia ficción, con sucesos que van alterando la fisonomía y la vida de Orentes, pero además se presenta como ejercicio literario, como proceso de construcción de un discurso que parece sólo afectar a la mente del protagonista.
            Desde el principio de la novela sabemos que el personaje principal sufre una especie de extrañamiento. En medio de la monótona existencia de Orentes, el escritor se siente un extraño en su pueblo, un ser solitario, anónimo y sin orígenes que se identifica con El extranjero de Camus. Aunque se define como una persona asocial, de índole pacifista, que reniega de su raza y de su pueblo, proclamándose prácticamente un extraterrestre, conviene recordar también que a lo largo de la narración el escritor va identificándose progresivamente con distintos personajes, como si tuviese múltiple personalidad, como si fuese al mismo tiempo alcalde, falsificador, impostor y un sinfín de cosas más. La mayor parte de la novela se desarrolla en función de los devaneos intelectuales de este personaje, lo que permite al autor ejercitarse en la reflexión filosófica y literaria, y construir un discurso metaliterario no exento de una fina ironía.
            La narración principal en El absurdo fin de la realidad da un giro cuando hacia la parte final del relato se produce una suerte de regresión temporal, un salto hacia atrás en la historia, de tal modo que empiezan a repetirse los mismos hechos que han acaecido en los últimos tres meses. Ahora bien, estos acontecimientos se desarrollan con variaciones, hasta el punto de que los personajes tienen una especie de segunda oportunidad. La historia se escribe otra vez, pero de forma diferente. Los turistas ya no pueden acceder al pueblo para contemplar el espectáculo, es decir, la llegada del ovni, porque una especie de muro rodea la villa dejándola incomunicada. A partir de este giro dentro de la historia, la novela parece tornarse más cercana al lector, más hilarante, más narrativa y menos metaliteraria.
            Más allá del núcleo central que compone la historia, El absurdo fin de la realidad brilla como disertación filosófica y literaria. Da la impresión de que Pujante ha construido un discurso con las lecturas que han forjado su formación. La referencia a Vila-Matas, que parece el punto de partida, da paso a una tradición que enlaza Kafka con Borges. Los temas que sugiere Pujante en la novela no dejan lugar a dudas. El deseo de ser otro que experimenta el protagonista, el tema del doble, la soledad que sentimos en nosotros mismos, la práctica literaria que introduce al autor dentro de su propia obra, la defensa de la teoría de la multipersonalidad, la deconstrucción de la memoria, la escritura como autobiografía, la impostura y la falsedad en el relato, y la cuestión de la búsqueda son ideas y obsesiones que conforman el universo literario del autor. No faltan tampoco las notas de ciencia ficción y fantasía, las alusiones a grandes clásicos desde Crónicas marcianas a Solaris, los comentarios y análisis de libros de autores contemporáneos, desde Sebald a Cormac McCarthy, las referencias cinematográficas a directores todavía vivos, como Allen o Burton, la presencia de microrrelatos y pequeñas historias, y, quizá, breves apuntes autobiográficos, como cuando el autor habla de la lectura de tebeos en la infancia o de su afición a la literatura romántica en la adolescencia. Todo esto, en definitiva, configura un tejido literario que, unido a la descacharrante historia de la llegada de un ovni, nos hace dudar si la experiencia es vivida o soñada.           

sábado, 31 de mayo de 2014

Miguel Mihura

La historia de Paula y Dionisio me persigue desde hace días, allá donde vaya, de forma implacable. No logro apartar de mi mente ese escenario singular y único de personajes creado por Mihura. Me deleito pensando en el encadenamiento imaginativo de los diálogos, las situaciones absurdas, el humor refinado y elegante, los juegos semánticos, el carácter irreverente y genial de la obra. A veces irónica, a veces tierna o melancólica, siempre humorística y deliciosa, evocadoramente poética, me refiero evidentemente, por si alguien no lo hubiera intuido, a Tres sombreros de copa, obra cumbre del teatro español del siglo XX.
La obra tardó veinte años en ser representada por primera vez. Escrita en 1932, en el ambiente libertino de la segunda república española, salta a los escenarios curiosamente en plena época franquista, en 1952. A primera vista, Tres sombreros de copa da la sensación de ser una comedia de enredo saturada de situaciones absurdas y sin sentido. En el primer acto, Mihura nos presenta al personaje principal, Dionisio, como un pequeño burgués, convencional, un hombre de escasa fuerza de voluntad pero de buenas intencionas. En la habitación de hotel donde va a pasar la última noche antes de casarse con la hija del rico del lugar, Dionisio conversa de forma un tanto extraña para el espectador de la época con el ridículo dueño del hotel, Don Rosario, sobre unas lucecitas (rojas o blancas) que se ven en el puerto a través de la ventana de la habitación y sobre una bota que hay bajo la cama. Desde ese preciso instante, el lector –y el espectador- sabe que se encuentra ante una pieza de teatro nada convencional, dotada de unos mecanismos y registros que configuran un mundo particular que debe disfrutar y desentrañar. Un objeto nuevo (los objetos son muy importantes para Mihura) se observa en el cuarto desde que estuvo por última vez Dionisio en el hotel. Es un teléfono, desde el que el protagonista recibe durante la noche varias llamadas de su novia Margarita (a la que nunca vemos ni oímos) que no obtienen respuesta. Es el mismo teléfono que más tarde, una vez arrancado de la pared, empleará Dionisio para auscultar –es un decir- a Paula después de haberse desmayado. En el aparente orden de la habitación de Dionisio irrumpe como un torbellino la joven Paula, hermosa, radiante, fresca. Es la intrusión de un nuevo mundo que va a establecer el desorden y el caos. No en vano Paula es una artista que trabaja en el music-hall, canta, baila y todo lo demás. Cuando la muchacha entra en el cuarto se sorprende al ver a Dionisio frente a un espejo, probándose un sombrero de copa para la boda del día siguiente. En las manos sostiene otros dos sombreros. Engañando casi inconscientemente a la inocente Paula, el protagonista se hace pasar por un malabarista, de modo que se equipara a ella y se sitúa así en el mismo mundo de la bohemia. A partir de ese momento todo puede suceder pues Dionisio ha transgredido la breve línea que separa el aburrimiento de una vida convencional de la bohemia artística.
En el acto segundo, Mihura acelera la acción y llena el escenario, en ocasiones, con una gran cantidad de personajes excéntricos. En la habitación contigua a la de Dionisio se celebra una gran fiesta en la que participan todos los artistas del music hall, una serie de muchachas de alterne que coquetean con viejos aburguesados (un militar, un cazador, un odioso señor rico) con tal de mejorar su situación social, pues los artistas, tal como se refleja en la obra, viven en una gran penuria. Desde abajo, pues, también se intenta transgredir el orden social. Todos estos personajes secundarios, pasajeros, cruzan el escenario intermitentemente de derecha a izquierda, y al revés, apareciendo y desapareciendo de la habitación. Dionisio, por un momento, permanece ajeno a todo, borracho. Es entonces cuando sabemos que el negro de la compañía de artistas, un tal Buby, ha convencido a Paula para engañar y engatusar a Dionisio con tal de sacarle dinero. Sabemos, por tanto, que toda la escena del primer acto entre los dos protagonistas ha sido una artimaña, un engaño. En el final del acto segundo, después de rechazar a un pretendiente, al odioso señor rico, Paula se muestra tal como es, tierna, melancólica, maravillosa. Mihura avanza en este momento hacia la fase más poética de la obra. Ir a la playa, comer cangrejos, nadar, hacer castillos, jugar como niños. Esa es la propuesta de Paula a Dionisio. Quizá la de Mihura, a saber, la de abandonarse al mundo de la imaginación.

Pero finalmente la realidad se impone. El padre de la novia de Dionisio, don Sacramento, se presenta en el hotel sorpresivamente, de madrugada. Entramos de lleno en el tercer acto, el más triste y melancólico de la obra. Mihura reduce la extensión de este acto. La presencia de don Sacramento reconduce la historia hacia el orden, hacia la maldita geometría convencional. Cuando usted se case con mi hija, viene a decir el viejo burgués, dejará de ser un bohemio. Por una noche, Dionisio ha saltado todas las barreras morales establecidas en la sociedad y se ha comportado como un artista bohemio. Don Sacramento repite varias veces la palabra “bohemio” para recordarle a Dionisio en qué bando está. La falta de voluntad personal y la educación que ha recibido inducen al protagonista a dejarse llevar por la corriente. A partir de ese momento cualquier promesa de felicidad queda cercenada. Paula, que ha escuchado la conversación entre Dionisio y don Sacramento escondida tras un biombo, comprende entonces que el protagonista le ha engañado con el tema del matrimonio. Cuando se cierra la obra de forma magistral –y muy cinematográfica-, Paula se despide de Dionisio sin palabras, desde detrás del biombo, con un saludo que es respondido por el novio antes de salir de la habitación con don Rosario, camino del altar. Al quedar sola, Paula se dirige hacia la ventana –desde donde ya no se contemplan las lucecitas del puerto porque se han apagado- para ver supuestamente por última vez a Dionisio. De forma sorpresiva, cuando todo parece desembocar en llantos, Paula recoge los tres sombreros de copa que estaban por el suelo y comienza  a hacer malabarismos.    
Al caer el telón de forma tan gloriosa, la sensación agridulce permanece en el lector-espectador. Más que una pieza de enredo, más que teatro del absurdo, más que análisis o disección del orden burgués. Hay algo más en la obra. El desengaño de Paula forma parte de un engranaje en donde todos los personajes se engañan unos a otros. Como en la vida misma. Por eso, bajo la chispeante, luminosa y radiante imagen de Tres sombreros de copa se esconde la idea ciertamente triste de que la vida es un engaño. Telón.          



miércoles, 30 de abril de 2014

La sonrisa del ahorcado

Ya estaba bien avanzada la década de los ochenta del siglo pasado cuando tuve la fortuna de conocer a Pedro López Martínez, un joven culto, lector voraz y poeta incipiente de Moratalla, un pueblo situado en los confines de la región murciana. Dedicado plenamente a la lectura y la escritura, por aquel entonces López Martínez avanzaba viento en popa en sus estudios de filología, mientras yo terminaba mis estudios de historia antigua y empezaba a probar en el mundo del cine escribiendo guiones que no llegarían a ninguna parte. Recuerdo vivamente todavía hoy los cuadernillos donde el escritor de Moratalla recogía con particular obsesión las citas más ingeniosas y extraordinarias de los escritores de otras épocas. López Martínez tenía ya por aquel entonces el aire de un hombre minucioso, riguroso, detallista en su trabajo. Todo ello, evidentemente, se ha trasladado con el paso del tiempo a sus libros. El transcurrir de los años me permitió leer algunos de sus poemarios, que él atentamente me regaló y que yo, celosamente, guardo en mi biblioteca (Imágenes de archivo; Necedarius, viceversas, etc.). Interesado desde siempre por la literatura erótica española, López Martínez trabajó muchos años sobre este tema, que fue el objetivo de su tesis doctoral. Recuerdo también que, durante la década de los noventa, si por casualidad nos veíamos alguna vez no faltaba una conversación en la que se mezclaban de forma inverosímil su pasión por la literatura erótica y mi interés por Platón, tema de mi tesis.
      La sonrisa del ahorcado (Círculo Rojo, 2013). Ya antes de empezar la lectura me imagino que voy a transitar por caminos pocos trillados. El afán de López Martínez por buscar nuevas formas de expresión narrativa, por jugar con un lector atento a través de ejercicios literarios le delata desde las primeras páginas. La pregunta que me planteo desde un principio es si el tono de los cuentos va a ser siempre el mismo o si voy a observar una evolución en el estilo del autor en una colección que abarca nada menos que veinticinco años. Al finalizar la lectura del libro constato que, aunque hay una serie de temas que se repiten y obsesionan al escritor, se puede apreciar en el tono de los cuentos, que no sé si realmente guardan una secuencia cronológica, una constante búsqueda de estilo. Es como si López Martínez, imbuido de la herencia de la tradición castellana, tratase en algunos cuentos de remedar el gran estilo de nuestros clásicos, mientras que al mismo tiempo en otros relatos diese la impresión de caminar hacia un lenguaje más sencillo, más desnudo y menos retórico o afectado.

      Han pasado los años y nuestros caminos se han cruzado otra vez. Mientras yo entrego a López Martínez mis últimos libros, el escritor de Moratalla me ofrece su primer trabajo publicado en narrativa de ficción. Se trata de una colección de cuentos que abarca desde 1987 (más o menos la época en que nos conocimos) a 2012 y que responde al sugerente título de
            Lo que no cabe duda es que López Martínez emplea toda una serie de recursos literarios para mantener en vilo al lector. Los artificios que despliega en los cuentos son numerosos, desde el monólogo interior hasta los cambios de punto de vista dentro de la narración. El autor convierte la literatura en una suerte de diálogo, de juego, entre el lector y el narrador, de tal modo que ciertos cuentos se asemejan a un artificio o engaño. Asistimos, así pues, a ciertas piruetas en el transcurso de los relatos, giros imprevistos, sorpresivos finales. Casi como una premonición y quizá con cierta ironía, en “Cartas al director” leemos que aquello que escribe un incipiente escritor son “irregulares ejercicios de estilo”. ¿Acaso está hablando el autor de sí mismo? No creo equivocarme, en todo caso, si afirmo que uno de los grandes logros de La sonrisa del ahorcado es la sutileza con que López Martínez mezcla literatura y vida, autobiografía y ficción. Da la sensación de que el autor ha creado un tipo de personaje que se repite en muchos relatos, un individuo que camina por las calles de la ciudad divagando con sus pensamientos, quizá precisamente en búsqueda de una historia que contar, como ocurre en “Esa hora imprecisa”, en “Tentativas” o en “Mejor así”. Es un ejercicio propio de la modernidad, ante la incapacidad para contar historias al estilo tradicional, que obliga a transitar por nuevos caminos. El autor busca historias en la observación de la realidad cotidiana, basándose a veces en pequeñas anécdotas unidas por el azar (un matrimonio, un asesinato, un accidente, el lanzamiento de un penalti…), lo que resulta bastante evidente en el bloque de cuentos que titula “Casualidades de la vida”, encabezado por un párrafo que luego repite en “Instante” y en el que se lee algo así como que el destino “manda y de mandarín ejerce”. En este entramado de cuentos llenos de veladas referencias personales, que parecen muy cercanos y narran acontecimientos contemporáneos, llama la atención la presencia de varios relatos (en el inicio de la colección), concretamente “Monólogo en seis tiempos”, “El giro inverosímil” y “El último tren”, que se sitúan en el pasado, seguramente en época franquista, y que presentan ciertas similitudes tales como el primitivismo de la historia, las repeticiones estilísticas, el tedio y el aburrimiento de la época, la educación en el sacrificio y la resignación, y la idea de suicidio. En estos cuentos a decir verdad se presenta la vida como una larga espera sin demasiado sentido.

           La sonrisa del ahorcado. En ocasiones, el autor maneja unos códigos que es necesario desentrañar, lo que obliga al lector a involucrarse en el texto, como ocurre en la página en blanco que sucede a “La atracción de las palomas”, que invita a la reflexión y excita la imaginación del público (si se ha percatado del asunto), más aún cuando, más adelante, comprobamos que en un cuento titulado “El curioso caso de la página en blanco” se repite en la ficción lo mismo que ocurre en realidad en La sonrisa del ahorcado, es decir, la desaparición de un cuento en la colección, lo que, al mismo tiempo, permite al autor plantear el tema de la imposibilidad de reproducir un texto que ha desaparecido, la incapacidad para transmitir íntegra y fielmente la memoria pues “la literatura no es sólo historia y contenido, sino que es, antes que ninguna otra cosa, la forma de contener y de transmitir una historia”. No sorprende, por lo demás, que las frecuentes reflexiones sobre la escritura que desgrana el autor en estos cuentos sean una prolongación de una visión del mundo que privilegia la literatura y el arte sobre la mercaduría de nuestros días. Por eso, al finalizar estas líneas, me emociono al comprobar que nuestros caminos –el de López Martínez y el mío- se han cruzado nuevamente gracias a la literatura, gracias a La sonrisa del ahorcado.


Uno de los temas que recorre la obra de López Martínez es el problema de la identidad y la necesidad de la memoria. En “Aunque sé que es inútil” se habla de “la tragedia terrible de un hombre que no tiene recuerdos”. En “El arte y la vida”, por ejemplo, donde se funden el amor y la poesía entre dos jóvenes amantes, sólo la memoria permite al protagonista recrear la relación erótica. Pero el recuerdo del pasado no se trata en los cuentos con efectos nostálgicos y melancólicos. Yo diría que prevalece la ironía, como ocurre en cierta historia que narra el encuentro con antiguos compañeros de facultad una vez pasados los años. La obsesión por los recuerdos y la identidad personal conduce al autor a un pequeño discurso sobre la legitimidad de la memoria en “Dietario de Juan”, cómo posiblemente vamos construyendo el pasado a nuestra entera voluntad, creando un palimpsesto que a veces oscurece o tergiversa la supuesta realidad. Este discurso sobre la memoria individual es fundamental porque entronca con la esencia de la construcción literaria en los cuentos de López Martínez. Nos estamos refiriendo evidentemente a los límites de la ficción. En “La obra maestra”, por ejemplo, un escritor que está escribiendo una novela se enreda él mismo en la tragedia de sus personajes; y en “Porque hoy era jueves”, un profesor tiene un sueño y realmente no sabemos si permanece en la cama o está impartiendo clase en las aulas. De forma usual, por tanto, se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción en

lunes, 31 de marzo de 2014

Autobiográfica 2

He de confesar, porque así lo creo, que la mayoría de lectores pasan las páginas de los libros con demasiada ligereza. La sucesión de historias que encandila a estos despistados lectores obstaculiza una correcta comprensión del texto e impide percibir los errores que contienen a menudo casi todos los escritos. Y no me refiero exclusivamente a cuestiones tipográficas o a la estructura de las frases o al estilo. La verdad es que casi todos los escritores -incluso los buenos- han cometido errores de trazo grueso en alguno de sus libros. Es misterioso comprobar cómo en muchas ocasiones los autores, a pesar de realizar múltiples revisiones de sus obras, no logran ver aquello que está ahí, a la vista, oculto para el obnubilado escritor, la equivocación que quedará registrada en el papel para siempre, precisamente colocada ahí para que cuando el autor descubra el error sufra una decepción que le acompañará largo tiempo, quizá toda una vida.
            Sin ir más lejos, mi primera novela, Bajo el arco en ruina, presenta ciertas confusiones cronológicas que afortunadamente han pasado desapercibidas, gracias esencialmente a que casi nadie ha leído el libro. Quiero pensar que mis más entrañables amigos, grandes lectores, han paseado con indulgencia sus ojos por el texto y no se han percatado de estos pequeños errores de la novela. Del público no quiero hablar porque no ha sabido ni creo que sepa jamás de la existencia de este libro. Concebido hace más de diez años, entre la escritura de varios guiones y después de abandonar en un cajón la obra de teatro Beatriz Cenci –rechazada por múltiples editoriales-, Bajo el arco en ruina pretende ser un texto sobre la búsqueda de la identidad. Un editor que padece neurastenia crónica encuentra un viejo manuscrito en una caja de cartón arrumbada en el apartamento que ha alquilado en una calle céntrica de Murcia. Curioseando en el manuscrito, el editor se adentra en el pasado recuperando su memoria y su identidad. Abandoné pronto este texto, titulado provisionalmente Manía y escrito a mano en una vieja libreta, por falta de ideas para continuar el relato. Fue por aquel entonces cuando empecé a escribir un cuento, Nemuel y Selina, la historia de dos personajes que gracias al azar se van encontrando a lo largo de los años en diferentes ciudades. El relato estaba lleno de sugerencias, de secretos velados, de cosas que nunca se decían de forma completa. Era como crear un gran tapiz de lana o seda en donde el cuadro pintado permanecía incompleto. La historia tenía múltiples referencias cronológicas que situaban cada uno de los momentos de la narración y estaba plagada de notas literarias, artísticas y bíblicas, colocadas estratégicamente en cada uno de los capítulos.  En una libreta anoté que Nemuel y Selina era un cuento acabado el 19 de agosto de 2003. No sé en qué momento de aquella época se me ocurrió que este relato podía encajar con lo que ya llevaba escrito con el título de Manía. El caso es que, pensando que mi obra de teatro, Beatriz Cenci, no iba a tener salida por ningún lado, pensé en esos días ya lejanos que podía transformar la dramaturgia de la historia de Beatriz en una suerte de cuento que narra un anciano, en una plaza toledana, a un historiador curioso, ávido de relatos y leyendas. El historiador encontraba en Toledo, por azar, la tumba de Selina. Una historia aparentemente aislada empezaba a enlazarse con otra. El 2 de abril de 2004 es la fecha que tengo anotada al final del cuento, que titulé Rumor. Debo pensar que fue a partir de ese instante cuando retomé la primera historia, Manía, aquella que había dejado inacabada y que se iba a convertir en el tercer y último relato integrado en Bajo el arco en ruina. El tono melancólico y poético de las dos primeras historias contrastaba, sobre todo, con las primeras páginas de Manía, que tenían un carácter más cercano, realista e irónico. Quise burlarme de mí mismo e introduje algunas cosas que había escrito en mi juventud, con apenas dieciséis o diecisiete años. Siempre consideré que eran tan malas que los posibles lectores acabarían dándose cuenta de que esos textos no eran de la misma época. Eran simplemente material de derribo que volvía a emplear antes de ser devorado por las llamas. Este material formaba parte de una colección de escritos de época estudiantil, que había titulado Pensamientos, en honor a Pascal, y que finalmente irían a parar en su mayoría a la basura.
Seguramente, al tratar de encajar las fechas y los personajes de las tres historias que componen Bajo el arco en ruina fue cuando cometí varios deslices. No me percaté de ello hasta meses más tarde de la publicación del libro en 2007, en la editorial Nuevos Autores. A finales de ese año le pedí a la dibujante Consuelo Pastor que hiciese una ilustración para la portada del libro, pues había quedado con mi editora de entonces, Elisabeth Bordes, en ampliar la primera edición (muy reducida en ejemplares). Al realizar la revisión del manuscrito de esta nueva edición fue cuando me di cuenta de los errores cronológicos, que no había captado ni siquiera la editora. Aquella mañana en que descubrí los defectos de la novela sufrí un disgusto casi sin precedentes. Me consumía pensando que esos deslices permanecerían en el libro para siempre. Por supuesto, la edición revisada de Bajo el arco en ruina, publicada finalmente en 2008, carece de esos defectos cronológicos porque me encargué de suprimir una serie de fechas.
Ahora, pasado el tiempo, con una perspectiva más amplia del asunto, concedo menos importancia a estas jugarretas del destino. Seguramente porque me da todo exactamente igual. No me importan los críticos, ni los historiadores, ni el público. Tan sólo algunos lectores. No experimento ningún placer con la venta de mis libros. Si acaso me alegro por mi sufrido editor. No aspiro a realizar ninguna obra de arte porque no soy artista ni aspiro a serlo. Quizá sea un solipsista. Experimento el placer de escribir y escribo lo que me la gana. No tengo que rendir cuentas a nadie. Y el día que llegue el final de todo, que llegará, recordaré que Bajo el arco en ruina es una novela que gustaba a mi madre. Y con eso sobra. Cuando mi querida madre agonizaba en el hospital de un cáncer en el año 2008, recuerdo que nos visitó mi tía, que venía desde Francia. El encuentro entre las dos hermanas fue emocionante. Se abrazaron y acto seguido mi madre le preguntó: ¿A qué te ha gustado la novela? Mi tía respondió afirmativamente. Yo no pude aguantar más en la habitación y me salí al pasillo. Las lágrimas y el dolor me consumían.

         

viernes, 28 de febrero de 2014

Heinrich Heine

La lectura reciente de los Espíritus elementales de Heinrich Heine en cuidada traducción de J. A. Molina para Ediciones Irreverentes me ha traído de nuevo a la memoria la tragedia de la existencia del gran poeta alemán. Me imagino a Heine en sus últimos años postrado en una cama, ciego y afectado por una especie de parálisis, exiliado en París y alejado de su patria. Ante semejante situación se remueve lo más profundo de mi corazón mientras busco las palabras más adecuadas para mostrar mi admiración por el poeta. Heine ha sido definido como romántico, antieclesiástico, revolucionario e irónico en sucesivas ocasiones, pero ninguna de estas etiquetas, ciertas a su manera tan sólo en determinadas ocasiones, sirve para mostrar lo que el poeta verdaderamente es, algo que sólo está al alcance de unos pocos, un espíritu libre.
            En los Espíritus elementales, Heine presenta una amalgama de cuentos y leyendas de tradición centroeuropea, especialmente germana, que conocía en muchos casos desde su más tierna infancia gracias a la tradición oral. Heine también se sirve en múltiples ocasiones de fuentes escritas que habían excitado su imaginación, libros y autores que admiraba como es el caso de la gramática alemana de Jacob Grimm, los estudios de Paracelso sobre los espíritus elementales o los escritos de Johannes Pretorius. Heine tenía claro que todas las historias y tradiciones que recopila en los Espíritus elementales atesoraban un gran valor histórico. No se trataba exclusivamente de supersticiones populares tal como pretendían ciertos sectores de la población y la cultura alemana sino el fruto de la gran tradición germánica pagana anterior al cristianismo. Se puede pensar, por lo tanto, que en una época de retroceso de la cultura popular, Heine trata de colocar en el lugar histórico que se merece toda una maravillosa herencia que estaba siendo socavada.
            Contrario a cualquier tipo de sistematización, en los Espíritus elementales el poeta alemán recurre sin embargo a ordenar en categorías las historias que trata de recordar y transmitir, de tal forma que se puede observar cómo Heine inicia el libro con leyendas relacionadas con los espíritus de la tierra (los enanos) y luego continúa con los espíritus del aire (elfos) y los espíritus del agua (los nixos), para finalizar con una serie de tradiciones que nos hablan del espíritu del fuego (el demonio o el Diablo). Aparecen, pues, representados en estos cuentos los elementos principales del culto germánico, a saber, las piedras, los árboles y los ríos. Las historias que cuenta Heine están llenas de encanto, de belleza poética, de misterio, de bailes, de seducción, de violencia y de muerte Algunas se repiten, se transforman, se escriben en verso o en prosa. Son narraciones que muestran en cierta medida las relaciones entre los humanos y los espíritus elementales. En este enjambre de cuentos no faltan las doncellas cisne, las valquirias o las hilanderas, personajes que presentan en la mitología germánica un cierto parentesco.
            Conviene observar también que en la narración de las historias Heine sigue un orden lógico que nos recuerda la sabiduría tradicional antigua. Cada relato que expone el poeta viene precedido de una idea sobre la cual gira luego la historia y, una vez terminada la narración, Heine suele hacer una especie de valoración personal o comentario a propósito del relato. El poeta de este modo enlaza con la prisca sapientia ya que lo pretende en cada leyenda es argumentar, ejemplificar una idea. Se vale de las tradiciones germánicas para mostrar acaso su visión del mundo. Por ello cada relato se suele cerrar con un pequeño apunte del poeta, siempre rebosante de ironía. Son, en este sentido muy frecuentes, los sarcasmos que afectan a la actitud de la iglesia, a las mujeres o los jóvenes que erróneamente se consideran espíritus libres. Se trata en todo caso de una sutileza que no resulta hiriente y que provoca la sonrisa del lector.
            En los Espíritus elementales asoma también con perfecta claridad una cierta añoranza de los tiempos antiguos, primitivos, una época más ingenua en donde los hombres estaban más cerca de los dioses y de la verdad, es decir, la época de los orígenes, lo cual entronca con el sentimiento poético que embarga el alma de Heine, con la visión de un mundo ancestral en contacto con la naturaleza, un sentimiento y una visión que, más allá de cualquier consideración religiosa, le hacen suspirar por la búsqueda de la felicidad, que tan sólo encuentra en el mito y la poesía. No es casualidad, pues, que este delicioso libro concluya con algunas historias alejadas de los espíritus elementales y centradas en la figura mitológica de Barbarroja. A través del mito de un personaje que vive en una cueva rodeado de armas, esperando el momento de salir al exterior y actuar con sus fuerzas en busca de la regeneración del mundo, Heine anhela la llegada de un reino de luz y alegría. Por eso el libro se cierra con estas historias, porque provocan en el poeta “una sagrada nostalgia y una misteriosa esperanza”. El grito aterrador que Heine lanza en el interior de la cueva donde vaga el espíritu de Barbarroja es una metáfora de la vida del poeta y, sin duda, es el mismo grito que debía proferir en el final de su vida, mientras ciego e inmóvil vegetaba en una cama, aislado en París. El corazón ardía en su pecho y las lágrimas corrían por sus mejillas. Seguramente, en esos instantes de dulzura poética, Heine se abrazaba al mundo.         
           

jueves, 30 de enero de 2014

Platónica 5

A finales de la década de los ochenta del siglo pasado, una vez finalizados mis estudios de historia antigua, recuerdo que mi maestro –ahora ya jubilado- A. G. Blanco, me recomendó la lectura de un ensayo que me iba a venir muy bien, según solía decir él, para la realización de mi tesis sobre Platón. El libro en cuestión se había publicado en el año 1981 en París y se titulaba L'invention de la mythologie. El autor era uno de los grandes renovadores de los estudios helenos en Francia, a saber, Marcel Detienne. La edición que cayó en ese momento en mis manos era la traducción castellana que había preparado Ediciones Península en 1985. Como el libro me impactó bastante, estuve indagando en la génesis de la obra y fue entonces cuando leí un artículo esclarecedor del año 1982, escrito por el sabio Arnaldo Momigliano sobre el libro de Detienne. En ese mismo año, también en París, Luc Brisson había publicado un ensayo –hoy ciertamente famoso y reputado- titulado Platon, les mots et les mythes. La publicación de ambos libros en tan corto espacio de tiempo no era fruto de la casualidad. Al parecer, ambos autores, Detienne y Brisson, habían trabajado conjuntamente en un proyecto que tenía como objetivo el estudio del vocablo “mito” en Platón. La diferencia de conclusiones había dado lugar finalmente a la publicación de dos libros distintos. Esta diferencia, además, suponía según Momigliano una especie de “ruptura” dentro de la “escuela” de J. P. Vernant.
Con una extraordinaria amplitud de miras, el libro de Detienne parte de un análisis de las diversas interpretaciones modernas de la mitología griega para luego descubrir el origen mismo de dichas interpretaciones en las diatribas de los hombres “piadosos y reflexivos” de la antigua Grecia, es decir, los filósofos. En el origen de esta interpretación de la mitología, Detienne descubre el inicio de un proceso que conduce de una sociedad fundada sobre la memoria y la tradición oral a una sociedad fundada sobre la escritura, a una cultura del libro. El arco que traza Detienne en su estudio va acertadamente de Jenófanes a Platón. El filósofo ateniense representa el final del trayecto. El proyecto de Detienne incluye, además, una historia de la palabra mythos desde finales del siglo VI a. C hasta Platón, en cuya obra se produce la invención del vocablo mitología. M. Detienne explica su proyecto del siguiente modo: “Es indispensable otra historia, historia del interior, seguramente griega, así como lo es la palabra “mito” que en la cronología precede a “mitología”, más amplia, pero no menos insólita. Historia decididamente genealógica en que el análisis semántico sólo es el camino más seguro para desarmar la trampa de una transparencia inmediata, de un conocimiento intuitivo que reconcilia a unos y otros alrededor de la evidencia de que un mito es un mito.
Ahora bien, el análisis semántico lleva a Detienne a un terreno resbaladizo: el mito se convierte en un género inhallable, en un “significante disponible”. El mito pierde su entidad como relato. Detienne habla de “ilusión mítica” para explicar el sentido en que los intérpretes modernos de la mitología hablan del mito como algo concreto, real y evidente. Por el contrario, piensa que el mito se disuelve en múltiples formas que van desde el refrán y el proverbio hasta la genealogía y la epopeya. “Los refranes - afirma Detienne - forman parte de los mitos y el legislador los convoca en Las Leyes con ocasión de diferentes reglamentos”. El mito se diluye en la mitología, concepto más amplio que recoge en Platón todas las múltiples voces en que se expresa la tradición. “La mitología, habitada por el mythos - sigue Detienne -, es un territorio abierto en donde todo lo que se dice en los diferentes registros de la palabra se encuentra a merced de la repetición que transmuta en memorable lo que ha seleccionado”. A través de Platón, Detienne llega a una identificación entre mitología y tradición.
A decir verdad, las conclusiones de M. Detienne ya están esbozadas como hipótesis en el inicio de su libro: “Una arqueología del “mito” invitaba a concluir que la mitología existe sin ninguna duda al menos desde que Platón la inventa a su manera; pero sin que por ello disponga de un territorio autónomo ni designe una forma de pensamiento universal cuya esencia pura espera a su filósofo. Otras hipótesis son las de que el “mito” es un género inhallable, tanto en Grecia como en otros sitios; que la ciencia de los mitos de Cassirer y de Levi-Strauss es impotente para definir su “objeto”, y ello por buenas razones”. Detienne condena el mito, pues, a una especie de disolución y salva una cierta idea de la mitología siguiendo el modelo elaborado por Platón. La mitología, tal como la “inventa” Platón, se presenta como un espacio en el cual confluyen todas las producciones memoriales de la tradición: proverbios, teogonías, fábulas, genealogías y arqueologías. Detienne ve con claridad la relación existente entre mitología y “arqueología”. El discurso sobre los tiempos antiguos iniciado por los logógrafos se le antoja fundamental para entender la mitología y la tradición: “Y en esta actividad logográfica, entrelazando el mythos y el logos, el escribir y el contar, es donde se muestra con mayor nitidez la naturaleza gráfica de lo que en época de Platón se llamará “mitología”. La actividad de los logógrafos, a mitad de camino entre la oralidad y la escritura, representa interpretar y reescribir la tradición. Yendo más lejos todavía, quizá el gran acierto de Detienne sea incidir en la importancia que posee el rumor, aquello que los griegos llaman pheme, como componente fundamental de la tradición. Pheme es el elemento que debe conceder unidad a los ciudadanos. De ahí el papel tan importante que juega este vocablo en las Leyes de Platón. La repetición de un rumor conduce directamente al establecimiento de un “mito”.
Leyendo las páginas de L'invention de la mythologie se tiene la impresión de que Marcel Detienne ha tenido en cuenta los estudios de E. A. Havelock, particularmente su Preface to Plato, pero mientras Havelock relaciona tradición y paideia, Detienne habla de tradición y mitología, entiende que el concepto de tradición es más amplio que el de paideia y así lo hace ver: “La paideía, la cultura de la educación, aquella cuya transmisión es consciente y voluntaria, es objeto de reglamentación en la República en tanto que indispensable para los guardianes de la ciudad. Y sus normas, sus saberes jerarquizados, su programa estricto, se refieren a un sistema escolar experimentado”. En cambio, la tradición es más amplia que la casa del pedagogo y acoge numerosas voces extrañas al libro y a la escritura: “La paideía sólo está en los libros, y la mitología no está encerrada en un Homero del que bastaría con borrar (exaleîphein) los versos censurados. Así como el aire en torno, lo cultural se halla por doquier: en la canción de una anciana, en la canción infantil, en los rumores que circulan. Y si la cultura, como la tradición, se modela transmitiéndose por el oído y por la vista, los murmullos de un anciano tienen tanta importancia como las genealogías de un Hesíodo”. La idea de Detienne es bastante clara: ampliar el campo de la tradición y advertir nuevos elementos en la mitología tal como son concebidos en el Timeo y en el Critias, y sobre todo en las Leyes. No olvidemos, por  lo demás, que las Leyes, tal como afirman los ancianos, constituyen en sí mismas una vasta mitología. Si en la República la mitología es estudiada desde el punto de vista de la rectitud moral, en las Leyes la cuestión apunta hacia la comunidad de pensamiento, hacia la memoria común, hacia el saber compartido. Detienne diluye la idea de “mito” en una concepción más vasta de tradición y mitología.