miércoles, 31 de marzo de 2010

Clarice Lispector


¿Cómo se puede vivir cuando la hora de la muerte pende sobre nuestras cabezas? Quizá porque la hora de la muerte es el instante de gloria de nuestras vidas. Mientras se lee La hora de la estrella, última novela de la escritora brasileña Clarice Lispector -publicada pocos meses antes de su muerte en 1977-, se tiene la sensación de estar en vísperas de un acontecimiento extraordinario. Hacia el final del opúsculo el misterio queda desvelado. “Las cosas son siempre vísperas y si ella [Macabea, el personaje principal de la ficción] no muere ahora”, escribe Lispector, “está como nosotros en vísperas de morir”. El autor de la novela -la voz de la propia Clarice- pone en evidencia que la muerte es el personaje predilecto del relato (¿es necesario acaso recordar que el nombre de Macabea es un voto que hace la madre de la protagonista a Nuestra Señora de la Buena Muerte?), que el final –de la historia, de Macabea y de la propia Clarice- se acerca. Es entonces cuando caemos en la cuenta de que La hora de la estrella es una suerte de testamento autobiográfico, una especie de ajuste de cuentas de Lispector con la literatura y con la vida, en donde se reflexiona en voz alta sobre los límites del lenguaje y las posibilidades de la escritura
La novela se presenta como un relato sencillo que escribe un autor, Rodrigo S. M. -nombre bajo el cual se esconde la personalidad y la figura de Lispector-, que narra un “cuento antiguo”, lleno de secretos y “dolorosamente frío”, literatura de cordel plagada de hechos cotidianos, a veces lacrimógenos, y crítica social. Lispector cuenta la historia de una joven norestina –del sertâo de Alagoas-, tonta, analfabeta (recordemos, por ejemplo, que la literatura de cordel es una producción típica de la zona nordeste de Brasil, que contribuye en cierta medida a luchar contra el analfabetismo), inofensiva, delgada, casi como una mariposa blanca, simple (“soy mecanógrafa y virgen, me gusta la coca-cola”, reflexiona mecánicamente la protagonista), apenas producto del azar –pues fue abandonada nada más nacer en un cubo de la basura-, “una loca mansa” perdida en sueños elevados, meditando sobre la nada, una desventurada que tiene fe, y que no existe para nadie. Su vida es rutinaria y anodina, y sólo es capaz de percibir la felicidad cuando un día se queda sola en su habitación, disfrutando del espacio sin sus compañeras de cuarto, disfrutando de la soledad que le permite ser libre, del mismo modo que sólo es capaz de percibir la belleza cuando un día escucha en la radio “Una furtiva lacrima”, cantada por Caruso, al darse cuenta de que a través de la música “adivinaba que quizá había otros modos de sentir, que había existencias más delicadas y hasta con cierto lujo en el alma”. Pero Lispector también cuenta la historia del enamoramiento de Macabea con un obrero, Olímpico de Jesús, a la sazón norestino (del sertâo de Paraíba), y es justamente a partir de ese momento, a mitad del relato, al conocer a otro, cuando la norestina se convierte en Macabea para el lector, que, hasta ese instante, no conocía el nombre de la heroína. Frente a la inocencia y la indolencia de Macabea, el deseo de subir, “para entrar un día en el mundo de los otros”, obsesiona por completo a Olímpico. No es de extrañar que se sienta atraído finalmente por Gloria, personaje que completa el triángulo amoroso, compañera de trabajo de Macabea, satisfecha de sí misma, capaz de saciar el apetito de Olímpico. Pero los acontecimientos de la vida de estos personajes no interesan demasiado a Lispector y los diálogos, por ejemplo, entre Olímpico y Macabea resultan a propósito huecos, faltos de sentido, casi surrealistas. Es una “historia trivial, apenas si aguanto escribirla”, nos recuerda la voz del autor.
Aparentemente desinteresada por sus personajes y sus vicisitudes, Lispector aprovecha cualquier ocasión para mostrar su descontento ante la realidad que la envuelve, de forma tal que la narración se convierte a menudo en un grito puro de rabia. “No se trata de un relato, ante todo es vida primaria que respira, respira, respira…”, escribe Clarice, “Como la norestina, hay millares de muchachas diseminadas por chabolas, sin cama ni cuarto, trabajando detrás de mostradores hasta la estafa. Ni siquiera ven que son fácilmente sustituibles y que tanto podrían existir como no. Pocas se quejan y, que yo sepa, ninguna reclama porque no sabe a quién. ¿Ese quién existirá?”. Escribir el relato, pues, resulta un pequeño infierno para Lispector porque está mostrando a una joven que es apenas un soplo de vida (“…se defendía de la muerte viviendo menos”, nos recuerda el autor, “gastando poco de su vida para que no se le acabara”), está contando las aventuras de una chica en una ciudad, Río de Janeiro, que está toda contra ella (malvive en un cuarto con cuatro muchachas, en una calle infestada de ratas y llena de prostitutas), está describiendo la pobreza con todas sus manifestaciones (Macabea llega a masticar un trozo de papel para evitar pensar en el hambre), está haciendo hincapié en determinadas lacras sociales como la superstición (Gloria cuenta cómo Madama Carlota le había roto un maleficio sangrándole encima un cerdo negro y siete gallinas blancas en un viernes trece de agosto) y la prostitución (Madama Carlota describe con brutal sinceridad su pasado como prostituta en el barrio del Mangue).
Concebida la novela como una especie de parto difícil, Lispector insiste continuamente en los problemas que tiene para seguir con la historia, lo cual le permite indagar en los misterios de la escritura. Pretende dar la impresión de que está escribiendo un relato improvisado, de hechos no elaborados, que no tiene nada de técnica ni estilo. Admite no leer nada mientras escribe para no contaminar la simplicidad de su lenguaje (Lispector lanza dardos con sus palabras, a modo de apotegmas, como si tratase de un oráculo antiguo). No soporta la presión que supone contar hechos en un relato, describir le agota, pero al mismo tiempo sabe que no hay forma de escapar de los hechos. Y sigue escribiendo. Escribe por desesperación, por cansancio, en busca de respuestas a las constantes preguntas sin resolver (“la verdad es siempre un contacto interior e inexplicable”, afirma Lispector), porque sabe que el logos es divino y que la vida cambia por las palabras, porque es consciente de que la forma forja el contenido, porque no soporta la rutina de ser yo, y porque no tiene nada mejor que hacer mientras espera el momento de la muerte, como Macabea. Es evidente ante todo, pues, que La hora de la estrella es un diálogo entre el autor –Clarice Lispector- y sus personajes, especialmente Macabea. “Necesito de los otros para mantenerme en pie”, escribe el autor al principio de la narración. Y más adelante leemos lo siguiente: “La acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración en otro y mi materialización final en objeto”. Quizá debamos pensar, por tanto, que hay una progresiva identificación entre Clarice y su protagonista, Macabea, que se pone de manifiesto cada vez con más evidencia conforme avanza el relato. “Mi pasión es la de ser el otro. En este caso, la otra… Sólo yo la amo”.
Las continuas intromisiones del autor, finalmente, contribuyen a dar un contrapunto al relato, familiarizándonos con aspectos de la vida personal de Clarice Lispector, que es capaz de ahondar en un discurso personal, casi autobiográfico en el momento de la muerte. El relato se transforma, entonces, en un “desahogo”, un grito de dolor y un canto de reivindicación de una raza, que es, del mismo modo, un canto de rabia e impotencia de la propia Clarice: “es mi propio dolor”, nos anuncia al inicio de la novela, “yo que sobrellevo el mundo y la falta de felicidad”. En silencio y oculta de todos, Lispector reza buscando su misterio, examinando la verdad en soledad: “Estoy sola en el mundo”, proclama en voz alta, “y no creo en nadie, todos mienten, a veces hasta en la hora del amor, yo no veo que una persona hable con otra, la verdad sólo me llega cuando estoy sola”. En La hora de la estrella, el destino alcanza fatalmente a Macabea, en un callejón, en un arroyo. La muerte de la norestina anuncia el final de la escritora. Literatura y vida se confunden. “A través de esa joven”, escribe con amargura Lispector, “doy mi grito de horror a la vida. La vida que tanto amo”. Quienes hayan leído La hora de la estrella jamás podrán olvidar a la pobre y desvalida Macabea, y recordarán para siempre -reteniendo en sus corazones- a Clarice Lispector porque su última novela está revestida de una irresistible fuerza que transmite amor y humanidad.

martes, 16 de marzo de 2010

Atenais


Fascinado por la figura de la hermosa y culta Atenais, el historiador alemán Ferdinand Gregorovius publica en 1881 una biografía sobre la emperatriz bizantina que ha sido traducida recientemente al español de forma ejemplar por el prof. J. A. Molina y editada por Herder. Hija del filósofo ateniense Leoncio, heredera de una tradición milenaria de pensamiento que se remonta al siglo V a. C., Atenais acaba convirtiéndose, quien sabe si por efecto del destino o del azar, en esposa de Teodosio II, enredándose en las intrigas de la corte bizantina, y abdicando de su fe pagana para abrazar el cristianismo. Afectada profundamente, durante muchos años, por los oscuros acontecimientos políticos y religiosos acaecidos en Constantinopla en la primera mitad del siglo V, la emperatriz pasa sus últimos días –tras la muerte de su marido- en Jerusalén. Dotada para la poesía, la enigmática Atenais nos ha legado un poema extenso –aunque sólo se conservan los dos primeros cantos- que cuenta la historia de los mártires cristianos Cipriano y Justina. Obsesionado con esta bella mujer, Gregorovius tiene visiones en el desierto, tal como nos cuenta en su Viaje a Palestina: “Nuestra caravana marcha en silencio por alturas y valles cuyos caminos pisaron beduinos y peregrinos. Veo de repente una extraña comitiva de jinetes moverse delante de mí y, en el centro de ella, una hermosa y melancólica mujer. Sigue el mismo camino que nos lleva a nosotros hacia Mar Saba. Ella es Atenais, la emperatriz Eudocia, cuyo celoso marido Teodosio ha desterrado a Jerusalén. Cabalga a lo largo de la garganta del Cedrón buscando a Eutimio, un profeta del desierto, ante quien desea aliviar su corazón atormentado por dudas religiosas. Una aparición del desierto, un espejismo. Sólo yo puedo verla”.
Fascinado también por la historia de la hermosa y culta Atenais, quiero pensar que, más allá de las influencias del cristianismo y de las religiones orientales, esta brillante poeta supo mantener hasta el final de su vida el espíritu heredado de sus mayores, la esencia del alma griega, y que, exaltados su imaginación y talento por la historia de Cipriano y Justina -transmitida en el siglo IV en un texto griego en prosa de difícil lectura e interpretación y sobre todo gracias a la tradición oral-, esta auténtica heroína de la cultura ofrecía lo mejor de sí misma en un largo poema que sólo se ha conservado fragmentariamente. En la edición de Atenais del año 1881, Ferdinand Gregorovius sólo traducía del griego al alemán –y de forma muy libre- el canto segundo, la confesión de Cipriano, como un apéndice a su biografía de la emperatriz. Este gesto del historiador alemán debe ser considerado como algo más que un simple producto del azar, porque, sin ninguna duda, debió ser la vertiente fáustica de la historia del mago Cipriano en el poema de Atenais aquello que más cautivó a Gregorovius. En el epílogo del libro que ha editado Herder en 2009, el prof. J. A. Molina nos ha recordado que “el joven Gregorovius había pensado ya en el mito de Fausto como tema para una habilitación, y más exactamente en la relación entre Calderón de la Barca y Goethe, pues efectivamente el autor español había escrito un drama fáustico, El mágico prodigioso, donde se recreaba la historia de Cipriano”. En esencia, la vida de Cipriano, como la de Fausto, como la de Goethe, está marcada por la búsqueda constante de la sabiduría, un tema que define de forma precisa el espíritu de la cultura griega antigua. Quiero pensar que esta idea es la que tenía en mente Atenais cuando escribe el poema de Cipriano y Justina, y quiero pensar también que es la misma idea que manejaba Gregorovius cuando traduce el canto segundo del poemario para su biografía de la emperatriz.
En principio, la confesión de Cipriano está dirigida a todos aquellos viven “en la oscura locura de los ídolos”, entregados a los falsos dioses, porque lo que a primera vista pretende contar Atenais a través del personaje de Cipriano es una conversión al cristianismo, la transformación vital de un mago en sacerdote. En realidad, enseguida nos damos cuenta de que la vida de Cipriano parece reproducir en parte la trayectoria y las enseñanzas recibidas por Atenais. Consagrado a Apolo y Mitra siendo niño, Cipriano vive en Atenas y es instruido por siete grandes sacerdotes (¿acaso no es lícito pensar en los siete sabios?). Siguiendo la voluntad de sus padres, su propósito es adquirir “todo el conocimiento de lo que hay sobre la tierra”. Percibimos entonces que este ideal, la búsqueda de la sabiduría, es el auténtico objetivo del poema y de la vida de Atenais, y que este ideal es el que ha obsesionado a Gregorovius porque es el que ha dado forma a la gran cultura alemana, que a través de Goethe ha sabido enraizarse con los antiguos griegos. Sacerdote en Argos, Cipriano aprende el arte de la adivinación entre los escitas y los frigios, para luego realizar un viaje a Egipto en su peregrinación hacia la búsqueda del conocimiento (¿acaso no es lícito aquí pensar también en los viajeros griegos en Egipto, en diálogo continuo con los sacerdotes?). Cada paso que da Cipriano en su trayectoria vital, pues, nos recuerda con más claridad al sabio griego en viaje hacia Oriente, impulsado por la idea de sabiduría, en un trasunto velado de ciertos aspectos de la vida de Atenais. Al llegar a la tierra de los caldeos a la edad de treinta años, Cipriano aprende a conocer –cómo no- los movimientos del cielo. En Antioquía, yendo más lejos, perpetra “muchos prodigios de brujería y magia demoníaca”. Se ha transformado en un mago y ejerce como tal. Es, entonces, cuando trata de ayudar a Aglaidas con una pócima mágica para conseguir el amor de la devota Justina. Pero la locura de amor afecta por igual a Cipriano. El demonio envía según se nos cuenta en el poema “la imagen falsa de una mujer” para ejercer el engaño. ¿Es, pues, la falsa sabiduría que profesa Cipriano el engaño del que se nos habla en el poema? ¿Acaso no es el desengaño amoroso la prueba más evidente del falso camino por el que transitan tanto Aglaidas como Cipriano? ¿Acaso estas preguntas no se las planteó alguna vez la propia Atenais? Cipriano se siente engañado por el demonio y lanza a los cuatro vientos su dolor: “tu engaño destruyó el fundamento de mi vida, y partió los pilares de la naturaleza, te entregué mi alma sin pensar en Dios. Nada me aportó la ciencia, ni aquella sabiduría, que en antiguos libros investigué”. Esta confesión de Cipriano parece poner en duda no sólo la magia y la astrología babilónicas sino también toda la sabiduría griega, más aún cuando poco antes hemos leído algo compungidos la siguiente frase: la sabiduría griega acosa a los hombres, abraza la locura y hace huir a la verdad”. ¿Será, por tanto, cierto, que Cipriano – o mejor dicho, Atenais- renegó de sus raíces griegas al convertirse al cristianismo? ¿Se puede olvidar tan fácilmente el pasado, la herencia transmitida? ¿Por qué Cipriano se queja poco después exclamando “mi herencia paterna sacrifiqué a ti [el demonio] y a tus mentiras”?
Todo el texto, incompleto, inacabado, está plagado de confusión, de contradicciones (¿acaso no es lícito pensar aquí también en las contradicciones de Atenais, aderezadas con las del propio Gregorovius?). Cipriano desea salir del camino de oscuridad al que se ha visto abocado. Así termina el poema. Ahora bien, ¿en qué momento ha errado el camino? ¿No fue, quizás, en Antioquía, al entrar en contacto con la magia y la brujería? ¿Acaso no pretende retornar a la luz? Todo el texto apunta a que esa luz es Dios. Quiero pensar, no obstante, que -en esta suerte de autobiografía que es el poema- la emperatriz ha volcado sus recuerdos para mostrar de forma velada e implícita su melancólico y nostálgico amor a la herencia paterna. Su vida se puede entender, entonces, tal como se lee en el texto, como una especie de sacrificio. Al convertirse en emperatriz y someterse a la ortodoxia cristiana, Atenais estaba renunciando al tesoro más preciado, la libertad de pensamiento que le había transmitido su padre en la culta y hermosa Atenas.