La distancia que separa a los amantes es siempre fuente de melancolía. “Me mata el pensamiento de saber que no soy pensamiento” (thought kills me that I am not thought, soneto XLIV), escribe el poeta, pues si las carnes fuesen en realidad pensamiento podrían atravesar los mares y los cielos para compartir el momento con el amado. El tiempo y la época del año no importan en absoluto, cualquier estación se torna fría con la ausencia del amante, e incluso los pájaros enmudecen (and, thou away, the very birds are mute, soneto XCII). La distancia provoca también los celos porque el amante puede despertar lejos, cerca de otros, y los celos provocan la angustia, la posibilidad de la infidelidad, expresada con este certero verso: “tus miradas conmigo, tu corazón en otro lugar” (thy looks with me, thy heart in other place”, soneto XCIII). Y cuando el desengaño llega, el pecho (bosom) es el lugar de reposo, “la tumba donde vive el amor sepultado” (the grave where buried love doth live, soneto XXXI), espacio de llantos y desdicha. En medio de la desesperación, el poeta busca la piedad en los ojos enlutados del amante, llenos de duelo y lamentación, aunque sabe que el amor es su pecado (love is my sin, soneto CXLII), aunque sabe que pueden llegar los reproches de los otros. Pero el amante despechado es como un ciego (I am blind, soneto CXLIX) que se lamenta profundamente de su desgracia. ¡Cuántas veces nuestros ojos, arrasados en lágrimas, han estado cegados por el amor¡ Aun despechado, el poeta se muestra incapaz de odiar. Es más, el dolor por la pérdida se subsana recurriendo a metáforas. Todos los hombres yerran, de igual forma que las rosas tienen espinas o la luna se eclipsa. Y tras el desengaño llega de nuevo la espera. Nada emociona más que compartir con el bardo la idea de que la vida es como una espera. Bien es verdad que, anhelando la llegada del amor a cada momento, la vida puede llegar a convertirse en un infierno (I am to wait, though waiting so be hell, soneto LVIII).
Cuando la muerte acecha, el bardo sabe que su única herencia son los versos (I’ll live in this poor rhyme, soneto CVII), esas pobres líneas por las que será recordado. Es, precisamente, cuando se acerca la muerte, en la vejez, cuando el amor se hace más fuerte pues se contempla como las hojas en otoño, como la luz del poniente, como las cenizas de un fuego que se apaga. Y a veces nos asalta un instante de plenitud, la hora del dulce amor recordado, que es “como alondra que al romper el día, de la oscura tierra se alza y canta himnos a las puertas del cielo” (like to the lark at break of day, arising from sullen earth, sings hymns at heaven’s gate, soneto XXIX). En los momentos de desgracia con la fortuna y con el mundo, en los momentos de tristeza y soledad, los sonetos de Shakespeare son una tabla de salvación y elevan nuestro ánimo y condición hasta el punto de que en determinadas ocasiones uno puede llegar a sentirse como una alondra cantando a las puertas del cielo.
No en vano Goethe consideró a Shakespeare el poeta más grande,como poeta y como autor dramático.
ResponderEliminarY Goethe tenía razón. Shakespeare es inabarcable. Nadie ha representado mejor la comedia humana. Curiosamente, cada vez tiene menos lectores, como Goethe. Es el signo de los tiempos.
ResponderEliminarSaludos. Notorius.