1. Un individuo
emprende una larga caminata a través de un paraje desértico de la Provenza. La
desolación y el abandono del paraje quedan definidos en una aldea abandonada y
un pozo seco. El caminante encuentra en estos páramos solitarios a un pastor
con su rebaño. La casa del pastor rezuma orden, quietud, silencio. Todo en la
casa está situado en el lugar adecuado. Junto a la casa hay un pozo del que el
pastor hace acopio del agua necesaria. Intrigado, nuestro caminante decide
pasar la noche en la casa del pastor y conocer mejor sus hábitos, quizá porque
se da perfecta cuenta de que “la compañía de este hombre daba paz”. El
pastor, que responde al nombre de Elzéard Bouffier, se ha dedicado a plantar
árboles, concretamente robles, en un erial, una tierra empobrecida y
abandonada. Las semillas, es decir, las bellotas, han sido cuidadosamente
elegidas. El pastor se propone también, con el paso del tiempo, plantar hayas y
abedules. Pero llega la guerra del 14, la destrucción y la muerte. Pasa el
tiempo y hacia 1920, nuestro narrador se presenta de nuevo en los parajes
desérticos donde habita el pastor, que, tal como se nos cuenta, “no se había
preocupado en absoluto por la guerra”. Los robles han crecido. El pastor
sigue su tarea plantando ahora encinas. El narrador puede advertir, también,
que el agua fluye en la aldea abandonada y que el paisaje ha cobrado vida. Sin
embargo, esta tarea desarrollada por el pastor no es apreciada, pasa
desapercibida para el mundo exterior y, por supuesto, para las autoridades,
porque el bosque de robles es tan sólo un bosque natural. El pastor continúa su
labor, en silencio, como todo lo que hace en su vida, ajeno también a la guerra
del 39. Acabada la segunda guerra mundial, el narrador vuelve a la región de la
Provenza para comprobar que el país, definitivamente, pese a la guerra, es
otro: la vida fluye en las aldeas, el agua corre en manantiales. Los árboles
han dado vida al país. Es la obra faraónica de un individuo, un pastor
silencioso que ama la vida, un “campesino iletrado”, subraya el narrador, “que
supo completar una obra digna de Dios”.
2. El hombre que plantaba árboles (Duomo Ediciones, 2014) es una nouvelle de Jean Giono, publicada en 1953, un cuento alegórico si así lo queremos, una fábula llena de vitalidad, de esperanza en las posibilidades del ser humano. El contraste que Giono establece entre las dos guerras que sacuden el siglo XX y la actitud del pastor, silenciosa y esforzada, concentrada en su visión de la naturaleza, ajena a los avatares del mundo, responde al pacifismo y al humanismo propios del autor y conmueve porque ofrece una imagen más amplia de todas las cosas de este mundo. El relato, escrito ya en una edad avanzada del autor, se hace eco, de este modo, de una reflexión, largamente meditada, en donde se elimina todo lo superfluo para incidir en la sencillez, en lo universal que puede haber en el ser humano. Con ciertos matices que se pueden considerar autobiográficos, Giono ha escrito con este cuento una suerte de testamento vital en donde se sugiere qué hay de inolvidable en el carácter de un ser humano. Ajeno a las guerras, el silencioso pastor ama la vida, porque amar la vida significa amar la naturaleza en toda su extensión, y, en definitiva, amar la naturaleza, como se sabe y se sugiere en el texto, significa amar a Dios.