1. En 1943 se publica De la Ilíada, un ensayo de Rachel Bespaloff concebido a partir de unas notas escritas en París, justo en el período previo al inicio de la segunda guerra mundial. Dos años antes, se había editado La Ilíada o el poema de la fuerza, de Simone Weil. Los paralelismos entre los dos libros son inevitables, más aún cuando el eje vertebrador de ambos trabajos da la impresión de ser el mismo. Bespaloff, que inicia su ensayo sobre la Ilíada con un capítulo sobre Héctor, no duda en señalar, desde un principio, que el héroe está impulsado por “la belleza de la fuerza”, hasta el fin. Por eso, pese a estar sometido al destino, a la fatalidad, como el resto de héroes, tiene una cierta aptitud para la felicidad, para la verdad de la vida. “En la Ilíada”, escribe Bespaloff, “la fuerza aparece al mismo tiempo como la suprema realidad y la suprema ilusión de la existencia”. El duelo entre Aquiles y Héctor se convierte así en el motivo central del poema, la culminación de una serie sucesiva de duelos. La cólera de Aquiles queda desplazada a un segundo plano. Bespaloff se empeña en mostrar, en este sentido, que Homero, pese a Nietzsche, no es un poeta de las apoteosis sino un bardo que ensalza “la energía humana en la desgracia, la belleza del guerrero muerto”.
2. El humanismo que, en ocasiones, despliegan los héroes en la epopeya llama la atención de la autora. Tetis, por ejemplo, ha sido elegida por los dioses como intermediaria para lograr humanizar a Aquiles, un héroe que tan sólo aspira a codearse con los dioses y que, sin embargo, se ve obligado a convivir entre los hombres. La diosa cuida con ternura a su hijo para extraer su lado más humano. La culminación de este proceso en el que el héroe se humaniza parece ser, precisamente, el final de la epopeya, la cena de Príamo y Aquiles, y, sobre todo, ese delicado momento de contemplación mutua en el que, apaciguadas las almas, se hace el silencio y se advierte una cierta compasión, una cierta piedad en el comportamiento de Aquiles. También Helena ha llamado la atención de la autora. La princesa aquea, denostada generalmente en la tradición literaria, emerge en la Ilíada asumiendo la culpa. No hay remordimiento, ni redención. Se admite la culpa y se acepta el castigo. Pero Helena, arrebatada por su pureza, su dulzura y su humanidad, siente una gran ternura por Héctor, el menos troyano de los habitantes de Ilion, y se pasea por las murallas, casi como una diosa, acompañada de Príamo, “inaccesible y elevada en el cielo azul”, mientras contempla la llanura, quieta y serena en ese momento, justo antes de que se decida todo. Es, además, en estos pasajes de la Ilíada, tanto en la presencia de Helena en la muralla como en la entrada de Príamo en la tienda de Aquiles, donde Bespaloff advierte con claridad “la identidad entre lo bello y lo verdadero”, una idea, como sabemos, que fecunda el pensamiento griego. Es en esos momentos de belleza sublimada donde se alcanza la verdad.
3. Todo apunta, en el ensayo de Bespaloff, a una comparativa entre Homero y Tolstói, a propósito de la guerra. “Homero y Tolstói tienen en común el amor viril y el horror viril a la guerra”, escribe Bespaloff. “No son pacifistas ni belicistas, conocen la guerra y hablan de ella tal como es”. Las dos epopeyas, la Ilíada y Guerra y paz, parecen enlazadas en continuidad, como el principio y el fin de una larga tradición, exaltando el amor a la patria, sea Ilion o Moscú, entretejiendo el sentido de la equidad, ofreciendo una concepción creadora. Representan, ambas epopeyas, “el poder de transfigurar el mundo de nuevo”. Esta comparativa, que fecunda el pensamiento de Bespaloff, se prolonga con una confrontación simbólica entre Homero y los profetas, entre la Ilíada y la Biblia. Aquí, definitivamente, la autora penetra en el terreno de la metafísica y de la teología, allí justamente donde se pone en evidencia la influencia del pensamiento de la época. Bespaloff se recrea en el sentido de lo verdadero que prevalece en estos “textos sagrados”, en la pasión por la eternidad, en el pensamiento homérico y bíblico, en definitiva, que brilla en los momentos de desamparo total, en esos instantes de crisis que sufre el hombre, “instantes de interioridad”, siguiendo a Kierkegaard. Ahora bien, mientras en Homero perdura la idea de inmortalidad, en los profetas se vislumbra la idea de resurrección, que no se ciñe a un instante, sino que es perdurable en el tiempo. No es la única diferencia que Bespaloff establece entre el mundo de los profetas y el mundo homérico (muchas veces la autora salta en sus reflexiones de la Ilíada al mundo homérico y del mundo homérico al mundo griego en general), pues para los profetas toda justicia es divina, mientras que para los griegos -otra vez los griegos, no Homero o la Ilíada- la justicia es una cuestión que se dirime entre los hombres, por lo que se necesita un legislador. El modelo es Solón, que Bespaloff presenta como “el heredero legítimo de la sabiduría de Homero y el sucesor de Héctor”. Se articula así, en el ensayo, una comparativa entre el legislador griego y el profeta judío, incluso se podría decir entre Atenas y Jerusalén, entre la ley griega y la justicia divina, entre la razón y la fe.
4. Las palabras finales del texto sirven a modo
de epitafio: “Pero hay, y habrá habido, una determinada manera de decir lo
verdadero, de proclamar lo justo, de buscar a Dios y de honrar al hombre, que
nos fue enseñada al comienzo y que no deja de sernos enseñada de nuevo por la
Biblia y por Homero” (p.84). Esta búsqueda constante de lo verdadero y lo justo,
en aquellos textos que consideraba sagrados, terminó por agotar a Rachel
Bespaloff. Sumida, seguramente, en una crisis de interioridad, se suicidó en el
año 1949.