domingo, 16 de agosto de 2009

Stefan Zweig



Un día como otro cualquiera en la historia de Roma la cabeza de Marco Tulio Cicerón aparece colgada en la tribuna de los oradores. Ha sido asesinado el último defensor de la libertad de Roma. Stefan Zweig describe la escena en los siguientes términos: “Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina”. La imagen de Cicerón sobre la tribuna de los oradores es un símbolo de la república crucificada. Se inicia la dictadura. Se pone fin a la libertad de Roma. Esta oposición entre libertad y tiranía recorre por entero el libro de Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas. Si, por ejemplo, el escritor vienés se interesa por Lenin es porque la revolución que proyecta representa la idea sagrada de la liberación del pueblo ruso frente a la opresión de los zares, lo cual, a su vez, permite a Zweig volver sobre uno de sus temas preferidos, el hombre solitario encerrado en su castillo, cuando afirma, a propósito de Lenin (un individuo que se pasaba las horas en la biblioteca de Zurich), que los verdaderos revolucionarios son “los hombres solitarios, que siempre están leyendo y aprendiendo”. Y la historia da fe de ello. Del mismo modo, si Zweig se interesa por el himno de la revolución francesa compuesto por Rouget de Lisle es porque representa el espíritu de libertad frente a la opresión de la tiranía. “Liberté, liberté chérie”, se lee en una de las estrofas de la Marsellesa. Curiosamente, Rouget de Lisle paga este momento de gloria, de composición del himno, con un largo olvido. También Johann August Suter sufre en los últimos años de su vida el mismo triste destino. Después de haber forjado un gigantesco imperio en tierras californianas, la masa, el gentío que inunda sus propiedades, acaba con la vida de su mujer y sus tres hijos. Viejo, solo y pobre, Suter termina sus días pleiteando, tratando de buscar justicia. Y es que Zweig trata de transmitir esa sensación de impotencia que a veces se siente cuando, zarandeado por un destino aciago, el ser humano se muestra desvalido. Cuando el capitán Scott llega al Polo Sur en 1912 al mando de una expedición inglesa comprueba que el noruego Amundsen se le ha adelantado en un mes. El desaliento invade al capitán, que hace una descripción rutinaria del paisaje: “Aquí no hay nada que ver. Nada que se diferencie de la atroz monotonía de los últimos días”. Pero lo peor está por llegar. Queda el camino de vuelta, envuelto en peligros y sin incentivos, tan sólo la acuciante lucha por la vida. En medio de un panorama dramático, Zweig exalta el heroísmo espiritual, la voluntad de unos hombres emprendedores, capaces de proseguir sus investigaciones cuando caminan con rapidez hacia la nada. Pero la tragedia del capitán Scott tiene su recompensa pues la caída, la muerte heroica de un hombre en lucha contra el destino enaltece y tensa los mejores valores de la humanidad.

Obsesionado por los momentos decisivos que pueden cambiar el rumbo de la historia, Zweig cuenta la historia del mariscal Grouchy, un hombre mediocre, superado por su propio destino, que, incapaz de subvertir las órdenes de Napoleón y tomar la decisión de abandonar la persecución de los prusianos para retroceder y ayudar a su general en Waterloo, pierde la oportunidad histórica de cambiar el destino de Napoleón y el del mundo entero. Es, sin embargo, una rara merced del destino la que permite que Goehte escriba La elegía de Marienbad, un imponente poema, misterioso en su esencia, memorable en su ejecución. Y una empresa tan arriesgada y difícil como el establecimiento del telégrafo eléctrico entre Europa y América sólo se puede llevar a cabo gracias a un encuentro azaroso: el ingeniero inglés Gisborne, que está enfrascado en la tarea de colocar un cable entre Nueva York y Terranova, se topa por azar con el dinámico, emprendedor y entusiasta Cyrus W. Field, que financiará a partir de ese momento el proyecto de tender el telégrafo eléctrico entre los dos continentes, tomándolo como un empeño personal, la misión de una vida. El azar actúa de la forma más insospechada en los momentos más imprevisibles. Un decreto del zar salva en última instancia la vida de Dostoievski cuando iba a ser fusilado en la plaza de Semenovsk el 22 de diciembre de 1849. El poeta se arrodilla y comprende entonces el dolor y el sufrimiento que hay esparcido por el mundo, comprende entonces que “sólo el dolor lleva hacia Dios”. Zweig explica, por cierto, el destino de Tolstoi en términos de sufrimiento. “Si no hubiera sufrido por nosotros”, escribe, “Lev Tolstoi nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad”.
El humanismo de Zweig entronca con la visión del mundo de Tolstoi, dominada por la idea del amor humano y fraterno entre los hombres. Esta idea de fraternidad universal es la esperanza del escritor vienés. Las cartas que escribe el capitán Scott en 1912 a su familia, a sus amigos, a la nación inglesa, mientras espera la muerte encerrado en una tienda, en medio de la gélida planicie del Polo sur, se convierten de esta guisa en un ejercicio de amistad, humanismo y amor hacia los hombres. Del mismo modo, el éxito en la colocación de un cable eléctrico entre Europa y América no sólo permite transmitir palabras a través del océano sino que contribuye a la unidad de la humanidad. O al menos así lo ve Zweig, precisamente porque ése es el aspecto que le interesa resaltar. “Y desde ese momento”, escribe, “la Tierra tiene un único latido”. Esta unidad de la que habla el escritor vienés se verá truncada con la primera guerra mundial. Tras el sangriento conflicto, la ilusión de una reconciliación definitiva se plasma en el mensaje del presidente Wilson: paz eterna, justicia y humanitarismo. Es el ideario anhelado por Zweig, un ideario fundado en la hermandad entre los pueblos, la compasión, la libertad y la defensa de los derechos humanos. Pero Wilson fracasa en la conferencia de paz de 1919. Y parece que la historia se repite. La fallida reconciliación entre Occidente y Oriente, expresada en la breve unión de las iglesias latina y griega antes de la caída definitiva de Bizancio en 1453, certifica la misma idea. Bizancio, que en la visión de Zweig forma parte sin ninguna duda de la cultura europea, pide ayuda a Occidente para frenar a los turcos a cambio de transigir en ciertos aspectos religiosos. La reconciliación, sin embargo, es efímera porque mientras el clero griego no está dispuesto a la sumisión, los aliados occidentales tampoco cumplen con el apoyo militar que habían pactado con Bizancio. La historia se repite, pues: el anhelo de unidad en Europa, el sueño de una paz duradera en el espíritu de la reconciliación y la eterna quimera de un mundo humanizado se desvanecen.

2 comentarios:

  1. No conozco apenas la figura de la que trata tu artículo. Y soy culpable, pues textos de Zweig ocuparon la biblioteca paterna desde que tengo recuerdos. Hay un libro, creo que es una novela, titulado "Veinticuatro horas en la vida de una mujer" que mi padre compró antes de que yo naciera. Creo recordar que hay también una titulada "Carta de una desconocida", que al parecer fue el texto en el que Max Ophuls basó quizá el más inolvidable de sus films. Ya que hablo de cine, y dado que el tema Zweig no me da para mucho, un consejo imperativo: "Despedidas", magnífico film japonés que he visto en versión original... No creo exagerar que veo algo del mejor Ozu en este film tan sencillo y tan falto de las filigranas que ahora se estilan. Por cierto, creo que hay que ver "Desgracia",el film sobre la novela de Coetzee. No es un gran film pero merece francamente la pena, aunque barrunto la sospecha de que es mejor leer directamente al autor. En fin, Malkovitch siempre atrae...

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  2. He leído a Zweig estos últimos años. Te lo recomiendo vivamente. Me impactó especialmente su último texto (un ensayo sobre Montaigne), escrito en Brasil en 1945, antes de suicidarse. Había huido de Europa y creo que estaba desesperanzado al no haberse cumplido su idea de una Europa unida. No he tenido oportunidad de ver la película "Desgracia", pero he leído el libro de Coetzee, que es formidable. Tomo nota de la película japonesa. Saludos. Notorius.

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